Un hombre estaba sentado sobre una cama. Sus ojos se entrecerraban y sus movimientos eran torpes, mientras ajustaba un mecanismo con un revólver y un silenciador adosado a este. Con el girar de unos engranes, el arma se movía unos pocos milímetros y podía ajustarse con una precisión letal. Cuando el arma apuntaba cerca de donde estaría su cabeza, el hombre se acostó, tomó un dispositivo con un botón que activaba el gatillo, cerró los ojos, lo accionó y, entonces, el arma se disparó.
El sonido, aun cuando era silenciado, era ensordecedor. Pero el hombre se quitó unos tapones para los oídos y se levantó. La bala había rozado su cabeza por encima de la oreja, justo como lo había calculado. Ahora, su ánimo cobraba bríos. Entonces, con una sonrisa en la cara, salió corriendo de su departamento hasta las escaleras que subió con igual apuro, sin embargo, al ascender tres pisos, su energía se desplomó y su cara retomó la seriedad de una estatua. Dando cada paso en cada escalón con pesadez hasta alcanzar la azotea del edificio.
Miraba con melancolía el paisaje citadino. La noche impregnaba de negro los edificios y de estos salían millones de puntos de luz que imitaban a un lago que refleja el firmamento nocturno, pero no había una sola estrella en el cielo, tampoco nube alguna, sólo una capa de contaminación lumínica que opacaba el techo nocturno. Parado al borde del precipicio, balanceaba su cuerpo, una y otra vez. Algunas veces, él se empujaba hacia el abismo, y en otras, el viento lo empujaba, como si le jugara una mala broma.
Sus zapatos resbalaban con el frío y húmedo concreto del borde del edificio, pero la sensación de estar al borde de la muerte lo reanimaba. Entonces, sin pensarlo dos veces, saltó. Caía libremente y esos segundos para él fueron eternos, pero se tuvo que detener, pues al accionar el paracaídas su cuerpo se frenó de golpe. Aún bajaba rápidamente, pero al poner sus pies en el suelo, sólo sintió un pequeño golpe en sus rodillas y corrió del lugar, dejando la mochila con el paracaídas atrás.
Cuando llegó al estacionamiento, ya tenía en sus manos las llaves de su vehículo, un poderoso automóvil deportivo. Suspiró cuando arrancó el vehículo, olvidando completamente el salto de altura que había hecho minutos atrás. Pensando sólo en la desesperanza del futuro. Tal era su pena que le costaba trabajo manejar o, tan si quiera, concentrarse en encontrar la salida del estacionamiento. Así condujo varias calles, hasta dar con una larga avenida, amplia y con poco tráfico. Entonces, pisó el acelerador a fondo.
Era un goce total para él rebasar un auto, pasarse un alto. Cada vez que un camión estaba a punto de chocarlo de frente, por andar en sentido contrario, su corazón se detenía un segundo y al momento de evadirlo volvía a latir, esta vez con más pujanza. Apresuraba su paso y cuando faltaban pocos metros para topar contra un muro o un árbol, él frenaba y las llantas derrapaban por el pavimento, pero su vehículo alcanzaba a detenerse. Hizo esto un par de veces más y después bajó de su vehículo, abrió la cajuela y sacó una bolsa grande que pesaba casi tanto como una persona.
Caminaba con la bolsa en mano, buscando, analizando el lugar a su alrededor. Cuando encontró un buen lugar donde situarse, vació el contenido de la bolsa en el suelo y varias armas, granadas y balas salieron de ella. Varias pistolas, un par de fusiles automáticos, un rifle largo de grueso calibre que sólo cargaba una bala por vez y una ametralladora con una cinta de balas. Tomó esta última y comenzó a dispararle a la gente que pasaba, a los vehículos, a las ventanas en los edificios. Todo aquello que se moviera, y lo que no, era blanco para el maníaco.
Después de acabarse todas las balas para la ametralladora sacó uno de los fusiles automáticos. Un policía que se encontraba cerca que acudió, armado con una pistola, a responder los disparos, fue su primera víctima. El fusil del hombre era preciso y letal, las balas del policía impactaron a metros de distancia. En seguida, llegaron refuerzos. Una patrulla se estacionó cerrando el paso y dos policías, armados también con pistolas, se posicionaron detrás de las puertas del vehículo apuntando sus armas.
El hombre que se ocultaba detrás de un pequeño muro de tabiques, entonces, tomó una granada y le quitó el seguro. La sostuvo en su mano y no la soltaba, sabiendo que en cualquier momento explotaría. Sin soltarla, escuchaba a los policías que intentaban hacer que saliera con sus manos levantadas, pero, a último momento, aventó la granada hacia la patrulla y explotó en el aire. Las esquirlas hirieron a ambos policías, junto con pedazos de vidrio.
El corazón del sujeto palpitaba al máximo. Para él, cada segundo que pasaba era como un minuto y cada minuto era como una hora. Sin embargo, al asomarse ya no veía a nadie con vida en la calle, puros vehículos llenos de balas y cuerpos de personas desangradas hasta la muerte. Tomó, entonces, su rifle y escudriñó el horizonte a lo lejos. Así pudo ver gente que corría o se escondían en la oscuridad, a quienes empezó a disparar también, ya sin mucha precisión, sólo disparando por el puro placer de sentir la explosión de su rifle diseñado para perforar blindajes de tanques.
Pasaron varios minutos, hasta que llegó una camioneta blindada y de ella descendieron policías con armaduras pesadas y armas automáticas, un poco más anticuadas que las que poseía el hombre. Estos fueron recibidos con dos granadas, que incapacitaron a la mitad de los policías. Entonces, el hombre cargó sus fusiles y empezó a disparar sin ver, sólo asomaba el arma por el borde superior del muro y la accionaba. No le daba a nadie, pero esto le proveía tiempo para asomar su cabeza unos instantes y analizar la situación.
Lanzó más granadas hacia el vehículo blindado y hacia los policías que se escondían detrás de autos. Las explosiones hacían que todo temblara y venían una después de la otra. Al instante llegó otra patrulla con más policías armados y también fueron recibidos con granadas y más balazos del hombre detrás del muro, quien parecía tener parque ilimitado pues no dejaba de disparar. Una capa de casquillos vacíos y calientes inundaba el suelo. El hombre casi se podía sumergir en estos, pero más seguían llegando del mismo lugar.
Conforme se acababa un cartucho, volvía a lanzar otra granada y esto le daba tiempo para tomar su otro fusil, cargarlo y seguir disparando, en lo que el otro se enfriaba. Luego tomaba una pistola en cada mano y disparaba enloquecido. Los policías estaban más interesados en buscar cobertura de las explosiones que en responder al fuego. Pero, tarde o temprano, se quedaría sin municiones y estaría vulnerable a su equipo organizado. Esperaron así, unos pocos minutos, hasta que al final hubo silencio.
Acercándose furtivamente, con sus armas cargadas, apuntando hacia el frente y con el dedo en el gatillo, los policías avanzaron hasta donde el hombre se escondía. Y entonces lo encontraron, recostado en la pared, rodeado de un mar de casquillos, y en su mano sostenía una granada, la última que le quedaba, y esta no tenía el seguro puesto. De inmediato, los policías emprendieron la retirada pero la granada explotó y del cuerpo del hombre sólo quedó una mancha de sangre chamuscada, impregnada en el muro, en el piso, en el techo y algunos pedazos llegaron a volar tan lejos como una cuadra entera.
FIN