La tarde se ocultaba detrás de las copas de los árboles, dejando un manto estrellado en el cielo sobre la ciudad. La gente regresaba del trabajo a sus casas, ya pensando en las vacaciones. Era el último martes laboral del año y se percibía un ambiente de optimismo en los hogares. Los hornos y estufas calentaban lo que sería la cena de esa noche en las cocinas, mientras que los niños se entretenían viendo la televisión, pues hacía fresco como para salir a jugar. Una de estas casas tenía algo que ninguna de las otras.
La familia que vivía en la casa con el número 13 de la calle 7 poniente, como era costumbre, se preparaba a cenar. La comida estaba servida en la mesa y los padres llamaban a sus hijos a comer, pero a los niños les interesaban más lo que pasaba en la televisión que cualquier otra cosa. Tras unos minutos sin respuesta, el papá decidió ir por ellos y cuando llegó a la habitación, abrió la puerta y ellos estaban sentados muy cerca de la pantalla. La sola presencia del señor hizo que los jóvenes apagaran la televisión y bajaran las escaleras para comer.
Los niños llegaron corriendo a sentarse en la mesa, seguidos del papá y esperaron a que su mamá llegara para empezar a cenar. Los platillos de esa noche consistían en una sopa tibia de fideos, seguida de carne asada con puré de papa y ensalada. Y jugo de limón, para beber. Todo transcurría con normalidad, pero de repente se oyó un golpe en la puerta. Como si alguien tocara a la puerta de la casa. Todos en ese comedor se preguntaban quién podría ser, quizá algún visitante sorpresa o algo menos benigno.
El papá entonces miró a su esposa a los ojos y se levantó para dirigirse a la puerta. Deteniéndose en el espejo en el corredor y observando rápidamente sus dientes. Al ver que todo estaba normal, quitó las cerraduras y se dio cuenta de quién era, pues ya había visto antes a esa persona y era irregular verlo en su casa, a esas horas. Después de intercambiar unas palabras, el hombre entró a la casa y el padre de la familia caminó despacio hasta la cocina y permaneció ahí apenas dos minutos cuando salió con una bolsa en la mano. Se la dio al hombre que esperaba y se fue.
Al momento en que el papá regresó a la mesa, les informó de lo que había pasado. Resulta que su vecino estaba cocinando unos postres pero se había quedado sin azúcar, entonces le pidió una taza y accedió a dárselo. Pero se la puso en una bolsa hermética porque no encontró una tapa para el contenedor que había elegido primero. Así pues, todos siguieron con su cena. Los niños ya casi acababan y los padres se veían a los ojos cada vez más seguido, comiendo tranquilamente, sin prisa, disfrutando de los alimentos, como analizando la situación fríamente, notando la alegría de sus hijos mientras devoraban los últimos pedazos de carne, sintiendo nostalgia por un brillo en los ojos de los niños que ellos habían perdido tiempo atrás.
Los pequeños tuvieron la educación de pedir permiso antes de levantarse de la mesa, para después llevarlos al lavaplatos. Entonces los niños se quedaron solos en la cocina, mientras marido y mujer terminaban su puré de papa, mirándose a los ojos, sin decir palabra alguna, sólo observándose, comunicándose sin emitir ningún sonido, como telepáticamente, sin dejar de masticar la carne y saborear el puré, un cable imaginario podría conectar ambas mentes pero un estruendo cortó ese hilo de golpe y sacó a los padres completamente de concentración. Sabían de qué se trataba, pues después escucharon dos gritos y un llanto.
Al llegar a la cocina, lo primero que notaron los padres fue la sangre de su hijo que se esparcía por todo su dedo índice, pues había tirado su vaso de vidrio y al caer, uno de los fragmentos voló directamente hacia su mano, causándole la cortadura. Su hermano estaba igual de asustado, pero rápidamente el padre fue por un curita, mientras la mamá calmó al hijo, abrazándolo y calmándolo con palabras reconfortantes. Al llegar el papá, la herida ya había parado de sangrar, pero aun así le puso el curita en el dedo. La mamá miró a su marido y este le asintió con la cabeza. Entonces, ella acompañó a los niños arriba, a sus habitaciones, mientras que el padre permaneció abajo.
Pasaron un par de minutos desde que la mamá subió las escaleras con sus hijos cuando un grito al unísono se escuchó hasta el piso de abajo. Segundos después, la mamá bajó hasta la cocina, miró al padre directo a la cara y lo abrazó, derramando una lágrima mientras enredaba sus brazos alrededor de su cuello. Después del abrazo, ella le explicó que los niños gritaron pues al salir ella olvidó encender la pequeña lámpara junto a sus camas, pero regresó para hacerlo y los niños durmieron plácidamente. Ella le dijo que estaba contenta de que su hijo no su hubiera lastimado y agradecida por la cena.
FIN
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