Iniciaban las vacaciones y las avenidas de la gran ciudad se congestionaban. Venía gente de todos lados y otros salían para despejarse del tráfico y las oficinas. Una familia, en particular, manejaba su auto compacto, verde limón, atravesaba una calle paralela a la carretera, en mal estado y llena de curvas entre la selva que no permitía ver lo que se avecinaba. Viajaron por más de una hora, sin descanso, tratando de ubicar la entrada a un pequeño pueblo cerca de la capital, sin embargo, dado que no podían ubicarse en el único mapa del que disponían, estaban perdidos.
La familia estaba compuesta por dos hermanos pequeños y sus padres. Mientras el vehículo se adentraba en la selva, aumentaba la necesidad de los pequeños de ir al baño y la de los padres de comer y descansar. Pero a su alrededor, era difícil encontrar evidencia de que algún ser humano le diera un uso a ese camino, pues la calle estaba en tan malas condiciones que quizá era más rápido ir a pie que en un automóvil, pero no se bajarían hasta encontrar un lugar donde poder refrescarse.
La noche estaba a punto de caer cuando, en una curva, se vislumbró un letrero de madera que tenía pintado el cartel de un laberinto en medio de la selva más adelante y, siendo la única señal de vida inteligente a su alrededor, decidieron seguir hasta encontrarlo y parar por provisiones. Entonces, a un par de curvas más adelante, pudieron ver un estacionamiento y la indicación de entrada al laberinto, donde una figura vieja, sentada en una silla, ocultaba su cabeza detrás de un gran sombrero.
Se bajaron casi corriendo, olvidando el hambre y otras necesidades, para dirigirse a la entrada del laberinto. Uno de los padres le preguntó al hombre el costo de la entrada, pero sólo alzó la mano indicándoles que podían pasar. Sin hacer más preguntas, los adultos dieron un paso dentro del agujero cortado a la perfección dentro de la espesura de la selva.
El laberinto por dentro era más parecido a una cueva, pues la familia se desplazaba a través de túneles formados por arcos de árboles, ramas, plantas, organizados de una complejidad avanzada. No parecían simplemente macheteados, en realidad, era más como si algo hubiera ocupado el espacio que ahora estaba vacío, mientras que la selva tuvo oportunidad de crecer a su alrededor, para desaparecer como por arte de magia, dejando sólo la maleza acomodada en forma de un túnel.
La luz no parecía provenir de ningún foco o lámpara, pero de alguna forma, todo estaba bien iluminado, casi como si fuera de día. La familia caminaba dentro, buscando una salida, pensando que al final encontraría un área de juegos, quizá un modesto restaurante y hasta un motel donde pasar la noche. Sin embargo, no tenían un mapa del laberinto, no había un guía ni referencias, cada bifurcación era idéntica a la anterior y por más que se adentraban y el tiempo seguía pasando, la noche nunca arribaba.
Cada paso que daban los sumía más en la desesperanza, los niños pensaban que jamás saldrían de ahí, pero sus padres los reconfortaban diciéndoles que algún guía debía recorrer siempre el laberinto en caso de que alguien se perdiera. También, al ver que no han salido, se preocuparían y vendrían a buscarlos. Sin embargo, estas palabras ya no las repetían con tanta seguridad, pues ellos mismos comenzaban a dudar al respecto. Pasado un rato, lo mejor que decidieron hacer fue detenerse para descansar.
Estaban sentados en el suelo hojoso de la selva, cuando las plantas a su alrededor comenzaron a crecer a un ritmo acelerado, tanto, que no sólo podía verse a simple vista, sino que, al poco tiempo, ellos mismos quedaron encerrados y atrapados entre las raíces, ramas y hojas, que, conforme se iban estructurando, emitían rayos de luz blanca que iluminaban el suelo, elevando toda la estructura por encima del selva y volando hacia el cielo, para perderse en lo profundo del espacio.
FIN
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