jueves, 8 de diciembre de 2011

08 - Los dados de la desesperanza



    Es viernes, en la ciudad, la gente ya espera salir de sus trabajos para poder divertirse toda la noche y el fin de semana. Los autos atiborran de ruidos mecánicos el ambiente entre los rascacielos cuyos vidrios resplandecen a la luz del sol que desciende hacia el horizonte.  Los papeles entran y salen de las oficinas de un cubículo a otro y las impresoras y fotocopiadoras no dejan de trabajar. Desde cualquier ángulo, se podía ver un par de manos que cerraban un trato, vehículos esperando en un semáforo, cocinas y restaurantes de comida rápida trabajando a su máxima capacidad y gente cargando bolsas con regalos.

    Es en uno de estos edificios, que un hombre observa la ciudad en movimiento. Sujeta con su mano derecha una hoja de papel bond blanca que se arrugaba de tan fuerte que la tenía agarrada. Su corbata le apretaba el cuello por encima de su camisa blanca, así que usó el dedo índice de su mano izquierda para aflojarla ligeramente. Observaba cada piso, cada ventana, mientras escuchaba las noticias locales. Las luces de ese piso estaban apagadas y sólo aquella que entraba por sus persianas se colaba dentro de las oficinas. En el escritorio más cercano a esta persona, un pequeño monitor mostraba unas listas de números  verdes y cálculos matemáticos avanzados.

    La radio hablaba de temas de política local, cosas relativas a la ciudad, datos de nuevas especies descubiertas en selvas de Borneo y celebraban que habían pasado al menos 100 días sin un  sólo reporte de suicidio en el mundo, cosa rara en diciembre. También hablaban de la navidad que se acercaba, la manía con las compras navideñas y los adornos de navidad, como pinos, luces y otros más extravagantes con instalaciones llenas de figuras robóticas que se movían y cantaban, iluminados por foquitos danzando al unísono con la música, entre otras cosas locas.

    El hombre, rascaba su cabeza calva y se tallaba sus ojos con las manos, pasando los dedos bajo los lentes. Echó un vistazo abajo y notaba el tráfico normal, a algún caballero se le rompía su maletín y los papeles salían volando, alrededor de un carro había un grupo de gente empujándose tratando de observar lo que sucedía dentro del vehículo que parecía un convertible, un policía ponían conos de tránsito en un tramo de la avenida, mientras que otro dirigía a los autos embotellados por la hora pico. Fue en ese entonces que un estruendo producido por cristales rompiéndose rompió la supuesta calma.

    Al momento de oír el estallido de vidrios, el matemático pegó sus palmas a su propio cristal, giraba los ojos como un camaleón, tratando de encontrar la ubicación, pero había pasado a un par de oficinas de la suya y no tardó mucho tiempo en oírse otro estruendo similar, esta vez más cerca, casi al lado de su oficina. Mientras observaba, se dio cuenta que el edificio de enfrente ya tenía ventanas rotas y, justo en ese instante, vio como estallaba en mil pedazos otra más y la figura de un ser humano que la atravesaba para caer directo al concreto en la base del edificio, donde comenzaban a acumularse los cuerpos incrustados de pedazos puntiagudos de cristal.

    La gente seguía saltando de los edificios, no sólo en esa calle, sino en toda la ciudad y alrededor del mundo, donde se escuchaban noticias de homicidas suicidas, personas saltando a las vías del tren o frente a camiones. Choques de vehículos y ataques de violencia e ira. Mientras que el matemático apretaba cada vez más fuerte el papel con números impresos. Su frustración no podía ser mayor, tenía la información y pudo prevenir el desastre. Sabía que las probabilidades algún día tendrían que activar sus mecanismos y el balance debía ser restaurado. Había deducido que la mayoría de la gente no lo entendería, sus supersticiones los llevarían a mal interpretar la situación y entrarían en pánico.

    No dejaba de maldecir dentro de sí, cerraba los ojos y apretaba la mandíbula con tanta fuerza que parecería que sus dientes se quebrarían o su quijada quedaría trabada en esa mueca para siempre. Le echó un último vistazo al papel que sostenía en sus manos, que calculaba el número de suicidios que no habían sucedido y los que estarían por suceder en días próximos, pero los consideró demasiado absurdos, las probabilidades eran demasiado incoherentes y sin embargo sucedió, tan incoherente y terminó siendo una realidad. Partió el papel a la mitad con sus dos manos, luego rompió los dos pedazos a la mitad y así hasta hacer pequeños pedazos que arrojó al aire mientras caía de su edificio, tras haber saltado, no sin antes de volverse a ajustar la corbata.
FIN

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