Faltaban veinte minutos para la media noche y sólo un día para la luna llena. En las afueras de la ciudad, la gente trabajaba a deshoras, tratando de terminar y dejar todo listo para sus vacaciones. En tiendas de paquetería y embotelladoras, las máquinas operaban al unísono con los empleados que marchaban, a paso apresurado, pensando en sus hogares y amigos. Alrededor, camiones descargaban cajas de frutas, verduras, aparatos electrónicos y animales muertos. Los cadáveres de cerdos y reses iban a parar a la carnicería donde eran procesados para su traslado a las tiendas.
Cuando los animales recién matados arribaban, eran colgados en ganchos en un congelador donde se mantenían frescos hasta que era momento de pasar al despiece y después ser empaquetados y transportados de nuevo. El Altar Pagano era la carnicería más famosa de esta zona, pues sus trabajadores eran especialmente habilidosos para cortar, destazar, picar y amasar la carne, siendo la que más animales procesaba al día. Un río de sangre de diferentes animales fluía todo el tiempo en un canal de agua construido rústicamente sólo para ese propósito.
Estos brutos cortaban los animales con sus cuchillos y sierras para los huesos. Nada que entraba ahí salía en una pieza. Sus delantales siempre estaban empapados de rojo y entre los carniceros, Grulo era quien se llevaba las palmas, pues podía destazar animales tan rápido que le tomaba más tiempo la espera que debía hacer para que alguien pusiera un nuevo animal en su mesa, cruzado de brazos, con la mirada firme hasta que otro animal sacado del congelador era depositado frente a él, entonces alzaba sus cuchillos y daba golpes por todas partes, cortando al animal en segundos.
Grulo trabajaba esa noche con un colega suyo, quien cargaba las carnes del congelador a la mesa para ser cortado por el barbárico pero habilidoso carnicero. A este último, le molestaba que su compañero tardara tanto tiempo en cargar las carnes, le insistía que trajera 2 reses por vez, pero no tenía el mismo tamaño que el bruto y tosco Grulo. Por lo que hicieron un cambio de papeles y, haciendo alarde de su poder físico, Grulo empezó a traer cuatro reses por vez, tomando con cada mano las patas de dos animales y azotándolos en su mesa de despiece.
En poco tiempo, Grulo ya había sacado todas las reses del congelador y estaban apiladas en una montaña junto a la mesa de metal que tronaba y parecía retorcerse por el peso. El pequeño carnicero hacía su mayor esfuerzo por cortar los animales, pero era imposible y comenzaba a impacientar al grandulón, al grado que volvió a tomar su puesto cortando. Tomando una res del cuello mientras con su otra mano hacía cortes rápidos por todas partes, haciendo pilas de carne y huesos separados con destreza, mientras que su colega recogía la carne y la metía en cajas, sin embargo, Grulo era demasiado veloz y los pedazos de carne y hueso se acumulaban conforme la pila de cadáveres iba disminuyendo y aquella de los restos cortados aumentaba.
Grulo debía detenerse pues era tanta la carne a su alrededor que no tenía espacio para trabajar, diciéndole a su compañero que empaquete dos cajas por vez, pero era lento en su trabajo y el bárbaro se estaba impacientando más y más, de tal forma que agarró varias cajas y las llenó en pocos segundos. Cada una de sus manos podía sostener una caja entera de carne y huesos y sobre sus hombros equilibraba hasta cuatro, cargando todo el contenido en el almacén, mostrando la experiencia que le había conseguido el título de El Vikingo, El Bárbaro, Thor, entre otros.
Cuando su labor había finalizado, Grulo le echó un vistazo al reloj, apenas habían dado las doce y al asomarse por la ventana vio la luna y notó que estaba llena. Entonces, el olor a sangre despertó una extraña sensación dentro de su cuerpo. Su corazón comenzaba a latir fuerte y algo en la oscuridad lo calmaba y llenaba de energía a la vez, mirando el mundo desde una perspectiva nueva y poderosa. Habría los ojos tanto como era posible y sus músculos se entiesaban. En seguida, su cabeza giró hacia su compañero quien estaba paralizado ante la figura imponente de Grulo y su gesto maníaco, como un ratón arrinconado por un gato.
Sin dejar de ver al pequeño hombrecillo que permanecía temblando en un rincón, Grulo marchó como un robot hacia la mesa donde estaba su cuchillo y sierra favoritos, tomando uno con cada mano. Después de afilarlos, pasando los filos entre sí un par de veces, fue directo a su presa. De su boca salía una espuma espesa y su mirada estaba perdida, agitaba la cabeza erráticamente y sin pensarlo ni si quiera un instante, cuando estuvo tan cerca como para que sus brazos alcanzaran al pobre hombre, dio varios sablazos rápidos, partiéndolo en pedazos y luego cortó estos pedazos en trozos más pequeños y estos en retazos. Los empaquetó en una caja, guardó en el almacén y cerró. En la mañana, al día siguiente, encontraron el cuerpo del gigante petrificado en el congelador.
FIN
uff ki wina men
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