—El poder de la mente…— decía un viejo abogado para sí mismo, mientras descansaba su cuerpo en el mullido asiento de su oficina. Fumaba su pipa con tabaco, mientras leía uno de sus viejos libros de filosofía. Novelas escritas por emperadores romanos que destacan la complejidad de la conducta humana y la profundidad de las ideas de esos antiguos gobernantes— una palabra para gobernar a miles, conquistar un imperio sin lanzar una flecha o blandir una espada…— casi en cada párrafo hacía una pausa para acomodar sus pensamientos.
—¿Cuál será el límite del poder humano? ¿Cuál el alcance de la mente? — se preguntó y siguió leyendo— porque la mejor forma de jugar a la guerra es hacer aliados, ganar un aliado es equivalente a perder un enemigo y las guerras se ganan eliminando oponentes— dejó su libro a un lado para rellenar su pipa. Luego regresó a su lectura, pero por más que intentaba leer, sus ideas lo traicionaban. No dejaba de preguntarse, la duda lo atormentaba.
—Quizá, si mi concentración es la suficiente— pensó— pueda atravesar un cristal con una aguja, como los monjes tibetanos o sacar mi espíritu del cuerpo y viajar por otros mundos en los sueños, como un chamán del Amazonas. Mis manos… si las junto y me convenzo de que no puedo separarlas… Porque el poder de la mente supera a la del cuerpo y si yo creo que no puedo separar mis manos, es porque no voy a poder, no existe, en realidad, la posibilidad de separar mis manos, no se puede, así como no se puede penetrar un muro de ladrillos, estas dos manos mías que ahora están juntas, nunca se podrán separar—.
Cerró los ojos, tratando de concentrarse tanto como podía, destruyendo la idea de que sus manos alguna vez estuvieron separadas, para él, las palabras “manos” y “juntas” eran una sola. No era lógico en su mundo que pudiera separar las manos. Al abrir los ojos, sus manos palmas estaban pegadas y por más que intentaba separarlas, le era imposible. Sentía una cierta satisfacción, por poner a prueba el poder de su mente y descubrir que era capaz de cosas que nunca imaginó. Sin embargo, sus manos seguían pegadas y cada vez que fracasaba en su intento de separarlas, más se convencía a sí mismo de que no podía.
El abogado comenzaba a desesperarse. Sentía calor y su corbata le apretaba, pero no podía aflojarla pues tenía sus manos atrapadas por su mente. Volteó al teléfono para llamar a emergencias, pero le sería imposible marcar o tomarlo. Entonces, se levantó y se dirigió a la puerta, se esforzaba por girar la perilla con los codos, pero sus actos eran cada vez más desesperados. Le costaba respirar y otra idea loca brotó de la profundidad de su mente. Siguiendo la misma lógica de sus manos, si él se lo proponía, sus piernas igual quedarían inmóviles y no podría ni arrastrarse por ayuda.
Se vio a sí mismo en el suelo, tirado y sin poder levantarse. Con sus piernas inmóviles y sus manos pegadas. Al instante, cayó al suelo y sus piernas parecían las de un títere sin titiritero. En la imagen aterradora de su mente, él no podía gritar, su lengua estaba entumecida también. Entonces, sus brazos tampoco le respondían y su cuerpo entero se iba convirtiendo en una estatua humana. Sin poder mover ni un dedo, su dorso parecía una estatua de cera y sus piernas eran dos costales de carne aguados. Su mente seguía pensando, atrapada dentro del cuerpo inútil, mientras hacía su mayor esfuerzo por respirar.
Lo único que escuchaba era el latido de su corazón y su respiración pesada. Sus pulmones se detenían de un momento a otro y el último sonido que quedaba era el de su corazón, que golpeaba con fuerza — Mi mente me ha encerrado en este cuerpo ¿Será capaz de hacer que deje de respirar o que se pare mi corazón? — Entonces, dejó de respirar y sólo quedó el bombeo de su corazón, que se ralentizaba, cada que daba un golpeteo se detenía un instante y parecía que ya no volvería a latir, pero claramente se escuchaba el latir del corazón, hasta que, después de un último latido, este ya no se escuchó más.
FIN
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