La noche lloraba en paz, aquel diciembre en la gran ciudad. Los nubarrones que tapaban el techo estrellado descargaban chorros de agua sobre los edificios, sobre los autos y sobre el asfalto. Pero las calles estaban solitarias, la gente descansaba tranquila en sus casas, después de días de juergas y misterios. Los festines se habían acumulado y sobraba comida en grandes cantidades. Afuera, sólo unos cuantos recorrían las avenidas en sus vehículos para hacer compras necesarias.
En las afueras de un supermercado, un hombre cargaba con una mano su sombrilla y con la otra, varias bolsas llenas de compras. Su cabello negro y sus zapatos estaban mojados, así como su pantalón hasta las rodillas. Al llegar a su automóvil, mientras luchaba por sacar las llaves de su bolsillo, notó una figura pintada de blanco y negro debajo de un árbol. Conforme más penetraba su mirada en la lluvia, la imagen iba tomando forma de una persona joven y esbelta. Con un sombrero y pantalones negros, camisa de rayas y la cara pintada.
En la cara del mimo caían gotas, que no eran provenían de la lluvia. Salían de sus ojos y eran producto de otro tipo de tempestad. La imagen petrificó al hombre en la posición en la que estaba, sosteniendo su sombrilla, con las bolsas de las compras colgando de su brazo y metiendo su mano en el bolsillo de su pantalón, hasta que el mimo volteó. Fue un asombro ver que este ser, que parecía una antigua fotografía, se moviera y que estuviera vivo. El mimo y el hombre cruzaron la mirada.
El maquillaje blanco y negro del mimo se corría con la lluvia, dándole la apariencia de un cadáver. Pero se paró muy derecho, con los pies juntos y las manos pegadas al cuerpo. Entonces, hizo una reverencia, quitándose el sombrero y comenzó su actuación. El hombre que miraba no podía creer lo que veía, un mimo con la cara desfigurada bajo la lluvia ejecutando un acto en medio de la noche, en el estacionamiento de un supermercado. Pero no se movió, se quedó a apreciar todo el espectáculo.
El mimo ponía sus palmas bien abiertas frente a él y simulaba tocar una pared invisible. Después, jaló una cuerda que no existía, lanzó una flecha de un arco imaginario y pasó a pararse detrás de un muro que le tapaba la mitad del cuerpo, donde actuó como si bajara un ascensor, unas escaleras eléctricas y, finalmente, como si estuviera remando en una canoa. El acto fue impecable, pero aterrador, pues la figura del mimo hacía que las piernas del hombre temblaran y su corazón latiera más fuerte.
Cuando el mimo terminó su acto, hizo una reverencia final y dejó extendido su sombrero que se llenaba de agua de lluvia. El hombre, tiró su sombrilla y metió su mano libre en el bolsillo, sacó las llaves del carro y entró tan rápido como desapareció de la escena. A toda velocidad, recordando los movimientos del mimo, su vestimenta y, sobre todo, su cara, temía tener pesadillas sobre él esa noche o caminar por un pasillo oscuro y encontrarlo sentado o haciendo su acto lúgubre. Pero no tardó mucho en llegar a su casa, cálida y acogedora, con su esposa y sus hijos.
Al llegar a su casa, abrió la puerta y su esposa lo recibió, pero cuando le preguntó por la sombrilla, él no pudo responder. Hacía un esfuerzo por hablar, pero por más que abría su boca y soplaba aire, no salía ningún sonido. Entonces, recordó al mimo, recordó su cara y su figura bajo la lluvia y entendió que, a partir de ese día, tendría que vivir sin poder hablar y en sus pesadillas estará ese mimo, extendiendo su sombrero y él siempre correrá, hacia su perdición.
FIN
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