martes, 13 de diciembre de 2011

13 - Ideas de muerte.



    Un hombre colgaba de una soga que rodeaba su cuello, ahorcándolo, cortándole la circulación al cerebro. La puerta de esta habitación había sido sellada con tablas de madera, de forma que tendrían que usar un hacha o un ariete para derribarla, pues girar la perilla sería completamente inútil. En la esquina había una planta de sombra, rodeada de muebles de piel, libreros con enciclopedias y tomos de historia, y una mesa para el café de mármol, sobre la cual se hallaban facturas, papeles y cartas de deudas, algunas de ellas amenazantes, todas ellas debajo de una hoja de papel con escritos a mano, acerca de planes con la muerte.

    El individuo que se estaba ahorcando en esa habitación, vestía ropa comprada en una tienda de segunda mano, exceptuando por los zapatos que parecían italianos y una mochila deportiva en la espalda. Carecía de joyería y su barba tenía, al menos, un par de días de crecido. Su cara lucía un aspecto decadente, parecía que no había comido adecuadamente, pues su piel se veía anémica y las ojeras denotaban largas noches de desvelo e insomnio. Sus últimos esfuerzos desesperados por desamarrar el nudo fueron inútiles y su vista empezó a nublarse, rodeándose pronto de una penumbra total. Su corazón se detuvo y su cuerpo dejó de moverse.

    Su consciencia se perdía en el más allá y ante él, una figura espectral empezó a manifestarse. Conforme la imagen se iba condensando, un ser cubierto de una túnica negra, sosteniendo un reloj de arena, surgió. Y este ser se presentó frente a él como La Muerte. Le extendió su mano huesuda pero el hombre empezó a llorar. Le dijo al inmortal que había fallecido por su pobreza, su vida miserable no le había dejado ni un par de monedas para transportar su alma al otro mundo, pero que era una persona honrada y si tenía que trabajar, aún en el purgatorio, no habría problema, lo pagaría, de todas formas.

    Así pues, La Muerte le dio una oportunidad. El hombre remaría la balsa por La Muerte, pero con la única condición de que a mitad de camino él se bajaría y después ella guiaría a las almas hasta su destino, procurando que él nunca esté tan cerca del otro mundo como para escaparse y, de este modo, recibiría una moneda por cada milenio que trabajase. No teniendo opción, aceptó el trato y, a partir de ese momento, comenzó su labor de remero. 

El espíritu lo guió al puerto y le mostró el camino que debía tomar, entonces desapareció entre las sombras y al cabo de un rato regresó, acompañado del alma de una persona. Al subirse esta al bote, el ser inmortal se perdió en las tinieblas y el remero empezó su labor milenaria. Aquellos que transitan el río hacia el más allá no suelen emitir palabra durante el solemne recorrido, mas el remero interrumpió el momento sagrado para hablar de su pesar. Que por ser pobre, no pudo pagar su viaje hasta la otra vida y entonces por eso trabajaba para La Muerte. La persona no contestó, pero el navegante insistió, preguntándole si había pagado su cuota. Aún así, no salió palabra  alguna de su boca y al llegar exactamente a la mitad del camino, parada sobre una roca que sobresalía en medio del río, una figura espectral se formó de entre la oscuridad.

La Muerte subió al bote y de su túnica surgió un sonido metálico, como el choque de dos monedas, dentro de alguna bolsa. Entonces,  le indicó a su remero que se bajara y permaneciera parado en la roca hasta su regreso. Hecho el intercambio de lugares, el bote retomó su rumbo, pero nadie estaba moviendo los remos, simplemente se deslizaba en el agua impulsado por una fuerza invisible. Sin saber cuánto tiempo estaría rodeado de esa neblina, del frío y la nada del río que llevaba al otro mundo y por más que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, él sólo veía  oscuridad y nada más.

Al cabo de un rato La Muerte volvió tripulando el bote y este se detuvo suavemente junto a la roca. Esta vez, cuando descendió del navío, su ropa no hizo ruido más que el de la tela. El hombre tomó los remos y los manejó en la dirección que le fue indicado. Llegando al primer puerto, donde abordaría un pasajero más. Pero esta vez, cuando llegó a la roca donde se encontraba su amo, no se acercó, siguió navegando lejos de su alcance hasta llegar a la orilla opuesta al muelle de inicio hasta que su bote se clavó en la arena. Fijándose en las huellas del suelo arenoso, rápidamente aquellas que eran de zapatos o pies, que iban en todas direcciones, se identificaban como humanas y sólo unas parecían pisadas de un esqueleto.

Las siguió por esa playa, cubierta de un techo con estalactitas que todo el tiempo se veía como un sueño, hasta tocar la pared y de ahí hasta una cueva de la cual salía un brillo dorado, que parecía el único color de entre tanta negrura y opacidad. Las monedas estaban heladas, pero su lustre era tal que provocaban la sensación de calidez, como estar frente a una fogata en una noche gélida. Cayó de rodillas, al ver las montañas de monedas y otros tesoros como espadas, coronas, cetros, dagas y poderes antiguos. Pero el objetivo de todo su plan, era llenar la mochila que tenía siempre en su espalda con todas las monedas de oro que pudiera cargar.

Y así, con sus dos manos, echaba por montones la fortuna en oro dentro de su mochila deportiva, fabricada especialmente para ser resistente y no romperse, hasta que ya no cupieron más. Entonces empezó a meter monedas en sus bolsillos y dentro de sus zapatos, tantas como podía y cuando sintió que tenía suficientes para poder cargar y que el bote no se hundiera, regresó al río y navegó de vuelta a la entrada del mundo de los vivos y cuando pasó por la roca, La Muerte seguía ahí y lo observaba con una sonrisa en la cara y un reloj de arena en una mano. Al tocar la orilla del otro lado y correr lejos de la bahía, como si despertara de un sueño, recobró la consciencia y sus ojos se abrieron dentro de la habitación donde se había ahorcado, hasta que su cabeza se separó de su cuerpo por el peso de las monedas.

Al volver al otro mundo, se encontró a La Muerte y cuando le extendió la mano, esta vez él tenía monedas de sobra, pero el ser ancestral no aceptó el trato, pues todas esas monedas eran robadas y debería pagar mil años por cada moneda ultrajada, pero, esta vez, llevará una cadena en cada brazo, anclada a cada remo del bote y otra más, que llevaría por toda la eternidad, para mantener pegada la cabeza a su cuerpo.
 
FIN


   

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