domingo, 11 de diciembre de 2011

11 - Ira



    La luna todavía parecía completa esa noche de diciembre, pero la luna llena había sido dos días atrás. El reloj del abuelo marcaba las diez de la noche en punto. Dentro de la casa, la electricidad se había ido y sólo un sirio iluminaba la sala, donde un padre leía rezos para un arcángel que debía protegerlos contra el mal y alejar a los seres obscuros de la casa. Mientras esto pasaba, los dueños de la casa, una pareja recién casada, permanecían expectantes, cuando de repente la casa empezó a sacudirse, como en un temblor. Las ventanas  se abrieron de golpe y ráfagas tormentosas azotaron todo lo que no estuviera pegado al suelo.

    El padre enfocaba todos sus esfuerzos para leer los rezos que ya sabía de memoria, pero se aferraba a leerlos directamente de las hojas de su libro que le eran arrebatadas de las manos por las feroces ráfagas de viento que lo empujaban. La llama del sirio resistió unos azotes del viento, pero finalmente se apagó y la habitación quedó a oscuras, realzando el ruido que hacían los libros y retratos familiares que se caían y volaban, lanzando fragmentos de vidrio como balas hacia todas partes. Entonces el padre sacó una botella de cristal y empezó a rociar el agua que contenía frenéticamente, tapándose la cara con su otro brazo que se aferraba al libro.

    Mientras tanto, la pareja de recién casados, se refugiaba de los proyectiles detrás de un colchón, abrazados en la impotencia. Tratando de observar al padre luchar contra un enemigo invisible en las tinieblas, hasta que, repentinamente, los vientos cesaron. La calma llenó la habitación por un instante y lo primero que hizo la pareja fue prender las luces. Pudiendo observar el daño producido en la casa, especialmente el tiradero de cosas, básicamente nada quedó en su lugar, incluso los libreros más pesados se habían movido unos centímetros y una silla yacía destruida varios metros de su sitio original.

    El lugar era un desorden pero, dentro de este caos, se escuchó un quejido. De un montón de tablas que antes formaban una silla, hojas de libros arrancados, retratos, cristales rotos y polvo, surgió la voz del padre, tosiendo y sacando su brazo del tiradero. Rápidamente, la pareja lo ayudó a salir de ahí y cuando él se incorporó, y después de que se sacudiera el polvo de su sotana, los abrazó, aliviado, insistiendo en que el mal se había ido finalmente de esa casa, gracias al poder de su libro. Agradeciendo que todo haya terminado. Pero, apenas terminó de decir esto y las luces se apagaron.

    En ese momento, un frío anormal llenó la habitación, seguido de un fuerte golpe en toda la casa, como si algo gigantesco hubiera chocado contra los meros cimientos del edificio. Causando cuarteaduras en varias paredes, tirando el resto de las cosas que no se encontraban en el suelo, incluyendo a la pareja y al padre que tenía un aspecto deplorable. De entre el estruendo del viento gélido, una voz profunda y misteriosa, salida de ninguna parte, exclamó unas palabras en un idioma ancestral. Los ojos del padre, entonces, se abrieron completamente, junto con su boca y sus manos comenzaron a temblar. Como un gato, y como si su edad avanzada no importase, dio un salto y se puso de pie y salió corriendo por la puerta principal, huyendo por la calle sin exclamar palabra alguna.

    La pareja se encontraba desolada y los vientos volvieron a arremeter contra todo adentro, cuando, de repente, la puerta principal se partió en dos. Un hacha la había atravesado de un golpe y esta era sostenida por un brazo cubierto de una cota de malla y unos guantes de cuero. Luego, una patada terminó de romper y tirar al suelo los restos y un ser fornido hizo su aparición. Sosteniendo un escudo redondo de madera, recubierto de hierro y una armadura del mismo material, exceptuando por el cuello y los brazos donde se apreciaba la cota de malla que llevaba en todo el cuerpo. Su cabeza ostentaba un casco con cuernos de carnero con un agujero a la altura de los ojos.

    La mirada del guerrero era impresionante y su figura frente al portón, imponente. Al quitarse el casco exclamó a la nada — Yo soy Magnus, el decapitador, antiguo descendiente de los Básaros, cazadores de demonios. Mi linaje se extiende desde el gran Broyir, el recolector de cuernos, hasta Tesalonio, quien cerró las puertas del infierno en el siglo XIV, después de la batalla en Áscadi, donde fueron masacrados mil engendros. Demando que pregones tu nombre, pues he arribado siguiendo la pista de otro maligno, pero te he encontrado y ahora mi hacha implora por tu cuello. Acepta el duelo y muere en batalla o recházalo y regrésate por donde viniste y diles a tus camaradas que le tuviste miedo a un simple mortal como yo—

    Como si se hubiera presionado un interruptor, los vientos, el frío y los tronidos de la casa se detuvieron. Pero de la chimenea, empezaron a surgir llamaradas que ascendían hasta el techo y de estas flamas un par de cuernos negros, seguidos de una criatura como humana, pero con colmillos tan grandes como los de un león, orejas de conejo, ojos como de lince y un dorso musculoso sobre unas patas de chivo, cubiertas de un pelo negro con pesuñas del mismo color. La piel era rojiza y de las puntas de sus dedos salían una garras como las de un oso, que sostenían una espada casi tan grande como él, que tenía que agacharse para no topar contra el techo. Ante esto, el guerrero corrió hasta este ser y empezaron a batallar.

    El demonio impactaba al guerrero con espadazos continuos, pero el guerrero se defendía con su escudo, aunque cada golpe le hacía dar un paso atrás y cuando su espalda se encontró con la pared, giró hacia un costado y se ubicó detrás del ser maligno, dándole una patada con su bota que lo impulsó hacia el frente topando con el muro. Pero este último arremetió con su arma hacia el guerrero una vez más, quien esquivó el filo por poco agachándose y tratando de derribarlo con sus piernas, pero la criatura vil era muy fuerte y lo tomó de su armadura levantándolo para enterrarle su espada y las miradas de ambos quedaron a pocos centímetros de distancia. Entonces, el cazador, lo golpeó en la barbilla  con la culata de su hacha y después arremetió con el mango para rematar con un empujón.

    El demonio estaba tirado en el suelo contra la pared. En el momento en que se levantó, un líquido verdoso escurría de sus colmillos y su postura era más encorvada. Sujetaba su espada del mango, pero no la podía levantar. El guerrero no titubeó y asumió una posición de combate, acercándose paso a paso, sin modificar su estrategia, pero se detuvo antes de llegar al demonio, pues, este último, comenzó a reír y profirió unas palabras en su lenguaje desconocido. El guerrero entonces sujetó su hacha con ambas manos y, de un corte limpio, separó la cabeza del demonio de su cuerpo, envolviendo estas partes, junto con la espada, en flamas que se extinguieron en un parpadeo, dejando sólo un olor a azufre y carbón.

    Así pues, el guerrero sacó una navaja de su bota e hizo otro corte en el mango de su hacha. Entonces, se dirigió a la pareja y pronunció — Aquello que habitaba esta caza era un engendro de nombre Ira, un soldado de las fuerzas infernales. Antes de morir advirtió que las puertas del infierno se abrirían otra vez, en pocos días y sus tropas marcharían por las ciudades. Deben tener cuidado, estar armados y enfrentarlos, pues no pueden rechazar un duelo a muerte, mas les advierto que no hay canto ni magia que reemplacen el poder del filo de un hacha o una espada.— Proclamado esto, el guerrero salió de la casa y continuó su búsqueda.


FIN

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