Esta es la historia de un viejo músico que trabajaba como maestro en una conocida academia de música dando clases de Piano a alumnos jóvenes. El maestro había pasado por mejores tiempos décadas atrás y ahora su habilidad estaba en decadencia. A sus 50 años, no había tenido un solo éxito, no era querido por sus alumnos y carecía de amigos. Debía cuidarse a sí mismo con el poco salario que ganaba y ya nadie lo contrataba para dar conciertos, pues decían que su habilidad se había extinto, lo consideraban obsoleto.
La vida del maestro era deprimente, dedicaba el tiempo libre a beber vino y escuchar sus obras favoritas en el tocadiscos, mientras descansaba todo su cuerpo en un sofá cubierto de piel agrietada y endurecida, fumando habanos como si fuera inmune a su tóxico humo, mientras el piano se cubría de polvo y el suelo se iba llenando de partituras rotas y pisoteadas. Nada en la casa estaba en su lugar, como si un huracán hubiera arrasado sólo dentro de su hogar y las botellas de vino rotas se acumulaban en cada rincón, junto con las copas a medio acabar sobre casi todos los muebles.
Era diciembre y el músico estaba más deprimido que nunca, cansado de una vida sin sentido, decidió darle a la humanidad una última obra maestra, una pieza que haría temblar a la ciudad entera, sería algo que recordarían toda su vida y sólo lo tocaría una vez. Sus planes iban más allá de dar un simple concierto, había calculado todo. No durmió en noches enteras terminando su obra magnífica, pero no la tocaría aún, sólo escribía, pues una pieza tan magnífica sólo debía ser tocada una vez y nunca más.
Se anunció así, el concierto del maestro. Sin mucho interés por parte de la sociedad, casi a regañadientes tuvieron que asistir algunos de los participantes, pues eran pocas las personas en esta ciudad que aún disfrutaban de la música producida por un instrumento acústico en vivo en un auditorio, tocado por un maestro entrenado a la vieja usanza. Pero la noche del concierto llegó y los reflectores apuntaron a un piano de cola blanco de fabricación japonesa y, después de ser anunciado, el maestro entró acompañado de unos breves aplausos desairados.
El maestro se sentó frente al piano esperando que los aplausos cesaran. Entonces, con un silencio prolongado como inicio, comenzó a tocar. Pasaba sus dedos suavemente sobre las teclas, tocando unos acordes apenas audibles, subiendo poco a poco el volumen hasta que un tono solemne fue reconocible, no era una alabanza a la nobleza, pues tenía un ritmo bélico, de marcha de guerra, con cierta tristeza y nostalgia, pero con orgullo, sin flaquear, como el entierro de un héroe caído en el campo de batalla. Alguien que luchó y dio la vida por los demás y su última recompensa sería una última marcha gloriosa hasta su sitio de descanso.
Al terminar la primera parte, hizo una pausa y entonces los aplausos estallaron. El polvo en la vieja casa de la ópera se estremecía como en sus mejores tiempos y el polvo en los rincones más escondidos se elevaba con el viento, como si la vida que irradiaban las palmadas al maestro purificara la mugre que se había acumulado por el abandono, restaurando el auditorio a su auge original. El maestro apenas podía contener las lágrimas, pero su rostro estaba rígido, endurecido por años de amargura.
Con su espíritu renacido, el maestro regresó al piano y esta vez no esperó a que los aplausos silenciaran para empezar a tocar, pero el público calló de inmediato en el momento en que se sentó en el banquillo. Nuevamente, empezó a tocar suave, apenas rozando las yemas de sus dedos con sus dedos, pero de un segundo a otro, sus manos tomaron la forma de una garra y empezó a tocar con la fuerza de un maníaco, siempre con el mismo tono solemne de marcha de guerra de la primera parte.
Virtuoso, brillante, conmovedor, agresivo y hasta arrogante, toda su técnica, todos sus estudios y entrenamiento estaban siendo puestos a prueba esa noche, en ese momento. El cabello del maestro se revolvía y adquiría el aspecto de la melodía que tocaba, haciéndolo ver como un demente fuera de control. Su expresión se endureció todavía más y cada vez que azotaba el piano, con toda su fuerza, el corazón del público se detenía y algunos daban un brinco en sus asientos y esto lo hacía una y otra y otra y otra vez. Cada vez con más intensidad, como quien mata a otro ser humano a puñaladas, queriendo desquitar su odio, disfrutándolo.
La música que salía del piano tenía al auditorio hipnotizado, nadie estornudaba, nadie tosía y los ojos de todos apuntaban al gran maestro. Al terminar su segundo acto, los aplausos fueron mayores. Los flashes de las cámaras opacaban los reflectores del escenario y los gritos viajaban más allá de los muros de la casa de la ópera, extendiéndose por toda la ciudad. Era notable que un suceso inédito tenía lugar allá y aún faltaba un último acto. El público no quería de aplaudir, como si no hubiera aplausos suficientes para hacerle honor a la interpretación de tal pieza, única en su tipo, pero el deseo de escuchar el final los invadió al unísono. Como si hubiera dejado de llover de repente y la existencia se resumiera a un lienzo en blanco que estaba a punto de convertirse en una obra maestra, todos expectantes, curiosos.
El maestro, entonces, se sentó frente a su instrumento, apretó sus puños un par de veces y movió sus dedos en el aire, dio un suspiro tan profundo que parecía ser el último que daría en su vida y cuando exhaló, volvió a tocar. La marcha heroica que antes tocó con tanto vigor, se convirtió en un cortejo fúnebre, retomando el ritmo calmo de la primera parte, aún bélica, poderosa, pero más solemne, casi como un vals, juguetona, hipnótica. Las teclas eran presionadas con dulzura, pero siempre un tono oscuro resonaba de fondo, atrapando este otro tono más dulce, que se desesperaba y quería gritar pero cuando lo intentaba ¡Bum! Regresaba el acorde tenebroso y lo callaba.
La muerte estaba al lado del Maestro, escuchando su última obra, una que no había sido escuchada por ningún ser humano o inmortal. La melodía que salía del piano creaba la sensación de un espacio profundo, de un lugar eterno del que no podría volverse nunca más, alcanzando un pico de intensidad para de ahí ir cayendo, poco a poco, de la forma más sutil, nota por nota, alcanzando a extender este último camino tanto como podía, tan suave como copos de nieve en una noche de invierno.
Y justo cuando el tocar de las notas era tan débil que ya no producía sonido alguno, el maestro aporreó sus dedos contra el piano y el alma de todos casi se sale al instante. Sus dedos se movían con la velocidad de una tormenta, con una furia interminable. Tal era la potencia de su interpretación que derribó el banquillo con sus piernas, pero siguió tocando de pie, lo que aumentó todavía más su ímpetu. El piano se rompería en mil pedazos en cualquier momento, pero la música seguía saliendo, golpe tras golpe, sin perder la melodía o la tonada original, subiendo y bajando hasta ya no poder más.
Con toda la fuerza de su cuerpo, dio los últimos zarpazos al piano y cuando terminó, cayó muerto. Su cabeza golpeó las teclas antes de tocar el suelo, pero nadie lo rescató. No hubo aplausos, ni gritos. Tampoco los flashes de las cámaras se dispararon. El maestro pudo soportar el poder de su propia obra, pues se preparó varias noches para esto, pero ni el resto del auditorio ni nadie estaban listos para una pieza tan magnífica, no había un corazón capaz de sobrevivir el odio, la locura y la genialidad del último réquiem del maestro pianista.
FIN
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