En lo profundo de una selva húmeda, cinco excursionistas foráneos seguían en fila india a dos guías que se abrían paso entre la maleza a machetazos. Era el medio día, pero las copas de los árboles y enredaderas cubrían todo el techo, suelo y por todos lados, impidiendo el paso de la luz más allá de tenues claros, pequeños rayos que lograban escabullirse entre las hojas y las ramas. El calor y la humedad estaba acabando con los viajeros, pero su espíritu aventurero les hacía continuar adelante.
Los guías, más acostumbrados al clima local, seguían creándole un sendero al grupo con sus machetes, cortando todo lo que estuviera a en su camino. Les contaban de la fauna local, una de las más ricas del mundo y advertían de plantas o animales de los cuales había que tener cuidado. Entre ellos, uno que seguían llamando simplemente el “Nwamakak”. Los excursionistas no entendían bien de qué hablaba y por lo que entendían del pésimo acento inglés del guía, parecía que se trataba de una especie de mono o un gorila que fue avistado por los alrededores. Era muy territorial y debía tenerse cuidado cuando escucharan su grito.
Un aullido poderoso los estremeció repentinamente. La selva amplificaba el sonido en un eco, causando en los aventureros pánico y desesperación. El ruido pareció durar horas, como una tortura basada tanto en el miedo, como en el dolor. Y cuando el sonido se detuvo, la luz regresó, el tiempo volvió a andar, los aventureros salieron del oscuro mundo de pesadilla en el que ese rugido los había sumergido. Uno de los guías le sonreía al otro, que tenía sus manos en la boca y sus labios haciendo una mueca. Los extranjeros estaban aterrorizados, pero fueron advertidos que el verdadero Nwamakak hace un grito todavía peor y que si lo llegan a escuchar, ya será demasiado tarde.
El sol seguía su curso mientras todos caminaban. Los mosquitos empezaron a salir de las sombras y la selva cobró vida con ruidos, chirridos, cantos, aullidos, golpeteos, crujidos. Todo parecía irradiar energía y movimiento, dándoles ánimo a los viajeros y, cuando las sombras los rodearon por completo y cayó la noche, decidieron acampar. Sus guías nativos rápidamente abrieron un claro en el bosque y donde antes había enredaderas, plantas, arbustos y hojas por doquier, ahora se encontraba un círculo bien delineado suficientemente grande como para tender 3 tiendas, en una estarían los 2 guardias y en las otras el resto de la expedición.
La caída del sol fue como un golpe de adrenalina para los viajeros, sus ojos se abrían a más no poder, pero todo estaba hundido en una densa penumbra. No podían ver nada con los ojos, pero a su alrededor todo emitía sonidos. Por doquier, plantas se movían, una rama era pisada, chillidos y otros cantos nunca paraban, más parecido al estrés y ruido de una gran ciudad, en la hora pico de la tarde, que a un día de campo. Por supuesto que, nadie podía dormir. Algunos no toleraban tanto escándalo, otros sufrían de las picaduras de mosquitos y el resto estaba agotado por el viaje.
De entre los árboles salían rayos de luz plateada que iluminaban todo su camino hasta el suelo, para luego desaparecer en la noche, pues con el soplido del viento, en ocasiones la luna dejaba entrar su brillo e iluminaba la neblina fina de la selva que empapaba todo con su humedad. Todos debían dormir acurrucados y cubiertos de pies a cabeza pues podrían sufrir hipotermia y morir. Aun así, siempre uno de los guía hacía guardia y se turnaban por ratos de una hora, durante los cuales podían observar la luz de la luna entrando de las copas de los árboles y uno que otro brillo de una luciérnaga que deambulaba en la madrugada buscando su pareja.
Cuando todos despertaron, lo único que sentían era miedo. Pues la noche aún los rodeaba, pero ya no había más crujidos ni chillidos o sonidos de las hojas de los árboles o el viento. Sólo un aullido profundo cuyo eco llegaba hasta sus cuerpos haciéndolos resonar con tal ferocidad que los paralizaba por completo. Cuando el aullido se detuvo, sus corazones volvieron a latir una vez, pero no tuvieron tiempo de volver a respirar, pues regresó resonante el eco y esta vez con tal intensidad que el puro ruido les hacía sentir el pesar de la muerte.
El Aullido se detuvo una vez más y la selva en ese momento podría haber pasado en el olvido, sin luz, sin sonido ni movimiento. Un segundo donde el tiempo no pasaba, suficiente para que uno de los guías gritara ¡Nwama…! Y cuando el grito regresó, el guía fue tomado del cuello y arrojado contra el tronco de un árbol a, por lo menos 20 metros de distancia. Luego un brazo peludo se extendió hacia el otro guardia y de un zarpazo le arrancó la cara con todo y mandíbula, luego fue golpeado hasta azotar contra el piso y quedarse ahí completamente inmóvil.
Al uno de los turistas el Nwamakak le arrancó ambos brazos, a otro le aplastó la cabeza con sus poderosos brazos, otro murió con los huesos rotos después de ser aventado contra una roca y el último fue mordido en el cuello y su cabeza separada de su cuerpo, siendo el último sonido que escucharan el grito del Nwamakak, que aún sigue rondando en su selva y nadie debe meterse en ella sin su permiso, pues de hacerlo, no podrán salir jamás.
Los guías, más acostumbrados al clima local, seguían creándole un sendero al grupo con sus machetes, cortando todo lo que estuviera a en su camino. Les contaban de la fauna local, una de las más ricas del mundo y advertían de plantas o animales de los cuales había que tener cuidado. Entre ellos, uno que seguían llamando simplemente el “Nwamakak”. Los excursionistas no entendían bien de qué hablaba y por lo que entendían del pésimo acento inglés del guía, parecía que se trataba de una especie de mono o un gorila que fue avistado por los alrededores. Era muy territorial y debía tenerse cuidado cuando escucharan su grito.
Un aullido poderoso los estremeció repentinamente. La selva amplificaba el sonido en un eco, causando en los aventureros pánico y desesperación. El ruido pareció durar horas, como una tortura basada tanto en el miedo, como en el dolor. Y cuando el sonido se detuvo, la luz regresó, el tiempo volvió a andar, los aventureros salieron del oscuro mundo de pesadilla en el que ese rugido los había sumergido. Uno de los guías le sonreía al otro, que tenía sus manos en la boca y sus labios haciendo una mueca. Los extranjeros estaban aterrorizados, pero fueron advertidos que el verdadero Nwamakak hace un grito todavía peor y que si lo llegan a escuchar, ya será demasiado tarde.
El sol seguía su curso mientras todos caminaban. Los mosquitos empezaron a salir de las sombras y la selva cobró vida con ruidos, chirridos, cantos, aullidos, golpeteos, crujidos. Todo parecía irradiar energía y movimiento, dándoles ánimo a los viajeros y, cuando las sombras los rodearon por completo y cayó la noche, decidieron acampar. Sus guías nativos rápidamente abrieron un claro en el bosque y donde antes había enredaderas, plantas, arbustos y hojas por doquier, ahora se encontraba un círculo bien delineado suficientemente grande como para tender 3 tiendas, en una estarían los 2 guardias y en las otras el resto de la expedición.
La caída del sol fue como un golpe de adrenalina para los viajeros, sus ojos se abrían a más no poder, pero todo estaba hundido en una densa penumbra. No podían ver nada con los ojos, pero a su alrededor todo emitía sonidos. Por doquier, plantas se movían, una rama era pisada, chillidos y otros cantos nunca paraban, más parecido al estrés y ruido de una gran ciudad, en la hora pico de la tarde, que a un día de campo. Por supuesto que, nadie podía dormir. Algunos no toleraban tanto escándalo, otros sufrían de las picaduras de mosquitos y el resto estaba agotado por el viaje.
De entre los árboles salían rayos de luz plateada que iluminaban todo su camino hasta el suelo, para luego desaparecer en la noche, pues con el soplido del viento, en ocasiones la luna dejaba entrar su brillo e iluminaba la neblina fina de la selva que empapaba todo con su humedad. Todos debían dormir acurrucados y cubiertos de pies a cabeza pues podrían sufrir hipotermia y morir. Aun así, siempre uno de los guía hacía guardia y se turnaban por ratos de una hora, durante los cuales podían observar la luz de la luna entrando de las copas de los árboles y uno que otro brillo de una luciérnaga que deambulaba en la madrugada buscando su pareja.
Cuando todos despertaron, lo único que sentían era miedo. Pues la noche aún los rodeaba, pero ya no había más crujidos ni chillidos o sonidos de las hojas de los árboles o el viento. Sólo un aullido profundo cuyo eco llegaba hasta sus cuerpos haciéndolos resonar con tal ferocidad que los paralizaba por completo. Cuando el aullido se detuvo, sus corazones volvieron a latir una vez, pero no tuvieron tiempo de volver a respirar, pues regresó resonante el eco y esta vez con tal intensidad que el puro ruido les hacía sentir el pesar de la muerte.
El Aullido se detuvo una vez más y la selva en ese momento podría haber pasado en el olvido, sin luz, sin sonido ni movimiento. Un segundo donde el tiempo no pasaba, suficiente para que uno de los guías gritara ¡Nwama…! Y cuando el grito regresó, el guía fue tomado del cuello y arrojado contra el tronco de un árbol a, por lo menos 20 metros de distancia. Luego un brazo peludo se extendió hacia el otro guardia y de un zarpazo le arrancó la cara con todo y mandíbula, luego fue golpeado hasta azotar contra el piso y quedarse ahí completamente inmóvil.
Al uno de los turistas el Nwamakak le arrancó ambos brazos, a otro le aplastó la cabeza con sus poderosos brazos, otro murió con los huesos rotos después de ser aventado contra una roca y el último fue mordido en el cuello y su cabeza separada de su cuerpo, siendo el último sonido que escucharan el grito del Nwamakak, que aún sigue rondando en su selva y nadie debe meterse en ella sin su permiso, pues de hacerlo, no podrán salir jamás.
FIN
Esos monos capuccinos :E
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