domingo, 13 de septiembre de 2015

314 – El Coliseo.





La noche caía sobre la megalópolis de Ciudad Beta, pero era una noche sin estrellas y pocos volvían a sus casas para dormir: Todos estaban demasiados ocupados yendo y viniendo de un lugar a otro, marcando teléfonos y comunicándose entre sí; Empaquetando productos en cajas y transportándolos o instalando antenas por doquier. La luz eléctrica opacaba el azul del cielo nocturno hasta convertirlo en un vacío borroso y sin forma.
En la superficie la ciudad estaba limpia, vibrante, llena de vida… La gente compraba en los centros comerciales objetos que les daban felicidad en base al precio que pagaran, otros reían en las salas de cine y los estadios deportivos se llenaban de aficionados, sin que ninguno de los espectadores hiciera realmente algún deporte. Sin embargo, bajo sus pies y bajo sus sonrisas de felicidad, de paz y armonía, debajo de las bases de la democracia y la libertad (que con el apoyo de la tecnología la ciudad alcanzó un auge casi utópico de orden y justicia), de calles llenas de luz, se encontraba: La oscuridad.
Todas las noches profesores, doctores, abogados, amas de casa, empresarios, comerciantes; Jóvenes, adultos y viejos; hombres, mujeres y una gran mayoría de los ciudadanos y también turistas extranjeros, hacían largas filas en la estación La Torre Negra del Rey para cruzar un pasadizo frío e iluminado por unas linternas viejas hasta una puerta de madera. Los andenes del metro eran fríos por el aire acondicionado y el invierno (temporada que ya era ignorada por los habitante pues el clima artificial sustituía al natural en casi todos los aspectos de su vida). El rugir de los vagones que aparecían de los túneles y se ocultaban sonaba como una bestia que está a punto de agarrar a cualquiera de las personas que hacían fila y tomaba el alma de uno de ellos para luego desaparecer dejando a todos con la incógnita de quién sería el siguiente. Pero el tren sólo surgía y seguía su camino, esa noche no tomaría ningún alma.
Cuando finalmente la gente cruzaba el umbral de la puerta de madera, todo explotaba en un escandaloso espectáculo de luces, sonidos, gritos, sombras, golpes y sangre. La puerta era una de las entradas a El Coliseo, donde cada noche se batían en combate mortal personas de todos los lugares y sitios cuyos deseos de matar superaran al miedo de ser matados. Por adentro, el coliseo asemejaba a un anfiteatro en muchos aspectos y se distanciaba en otros: El Coliseo de Ciudad Beta poseía hermosos acabados de mármol y piedra, pero se iluminaba con luz eléctrica; No tenía una acústica perfecta, en realidad era ruidoso, pero poseía un sistema de sonido moderno que garantizaba a los más ociosos el percibir cada gota de sangre que era derramada en el suelo de la arena; Sin embargo, una reja metálica de al menos cincuenta metros cuadrados separaba a las gradas cuyos asientos poseían un respaldo reclinable.
En El Coliseo de Ciudad Beta, se animaba a sus visitantes a enervarse con alcohol y comida endulzada para exaltar sus sentidos con la grotesca carnicería que tenía lugar en la arena. Donde decenas de hombres y mujeres entraban y sólo uno por noche tenía el derecho de vivir (si es que sus heridas no acababan con él fuera del escenario). La gente que llegaba más temprano podía disfrutar del esplendor del coliseo antes de que se transformara por la avalancha de vísceras  y los afluentes de sangre que corrían como ríos, embarrando todo a su alrededor con fluidos y restos de órganos humanos.
El torneo ya había comenzado, pero la gente seguía viniendo y llenando cada asiento y espacio disponible. Esa noche en particular, alrededor de quinientos hombres, mujeres y otros seres competían por su derecho a la vida. Entre estos se destacaba un bruto que blandía dos exagerados cuchillos para cortar carne, pues el monstruo trabajaba en una carnicería y era conocido por su pericia en destazar y desmembrar animales y su gusto y el placer que sentía por la sangre, especialmente aquella más fresca.
Otros personajes pintorescos que destacaban de entre la multitud de vagos y maleantes, que eran arrojados al escenario para que los verdaderos asesinos se hicieran cargo de sus cuerpos de forma que el público se entretuviera por los segundos que duraban sus cuerpos en caer al suelo, era una dama que sostenía una lanza en sus dos manos: Su vestimenta consistía en pieles de animales, probablemente de un tigre por el patrón de rayas negras en un pelaje amarillo; Poseía un cuerpo forjado en el calor de la batalla y su cabellera negra estaba sujeta por una trenza firmemente apretada con listones del color del bronce y de calzado llevaba unas sandalias de cuero.
También se hallaban entre los combatientes: Políticos que creía que si triunfaban en El Coliseo lanzaría su popularidad (cosa que ya había sucedido antes); Rockeros y artistas de la farándula, buscando más fama y fortuna; personas deprimidas sin nada que perder y que encontraban digna una muerte a manos de un extraño; psicópatas cuyo deseo era matar por placer… Sin que realmente ninguno de ellos tenga alguna oportunidad de sobrevivir los primeros minutos.
Ya habían doscientos cuerpos regados en trozos por todas partes, el suelo de madera y cubierto de arena se licuó en un lodo rojizo oscuro, haciendo resbaladizo el piso del coliseo, aumentando la dificultad de las luchas que se volvían más brutales conforme las oleadas de cadáveres despertaban en todos los instintos más salvajes y se enloquecían con la furia desencadenada por el dolor y la muerte. Los espectadores se desgarraban sus ropas y derramaban sus bebidas sobre sus cuerpos desnudos extasiados por la masacre que presenciaban y se embarraban de plasma enardecidos.
Varios incautos osaron a pensar que podrían sobrevivir a las oxidadas hojas de los cuchillos de Grulo, el gigante que de día trabajaba como carnicero en un sitio llamado “El altar pagano”, si se organizaban para atacarlo al mismo tiempo con sus armas punzocortantes y rodearon a la bestia. Pero en lo que ellos daban un paso, sus cabezas se volaban por los aires y sus demás miembros avanzaban cada uno en una dirección diferente sin las ataduras del dorso que caía sobre el mismo sitio donde se encontraban como un costal de papas inerte y sanguinolento.
Un ex combatiente de una guerra, por la cual vio morir a sus amigos y por la que muchos protestaron por sus acciones de heroísmo, se abría paso entre la multitud con un cuchillo, acertando golpes mortales tan veloces como un parpadeo: Sus víctimas ya estaban muertas antes de tocar el suelo. Ni disfrutaba el matarlos, pues luchó para defenderlos, pero sentía que debía vengar la muerte de sus colegas ejecutando a aquellos que no entendieron la importancia de su labor.
Mientras el volumen de contrincantes disminuía, eran más visibles las pocas figuras que lucharían al final: Grulo, quien comenzó a perseguir víctimas pues ya nadie se le acercaba; Sonia, quien se despojó de sus pieles de tigre pues estaban tan manchadas de sangre que el peso le reducía su velocidad, ahora luchaba vistiendo únicamente sus sandalias y su lanza; Alan, el excombatiente de la guerra; también, una figura desconocida por todos, de largo cabello dorado y silueta delgada pero con curvas como de una mujer que ágilmente se desplazaba en los perímetros de la masa de gente, lanzando cuchilladas cuando consideraba pertinente; Además de un hombre de gran musculatura, quien se hacía llamar “La torre”, balanceaba un hacha de doble filo, de acero sólido y pesada como un oso, despedazando a todo aquel que se topara en su camino.
En la medida que caía la noche, estos pocos guerreros se encargaban de ejecutar al resto: Algunos desesperadamente intentaban escapar inútilmente, otros permanecían inmóviles esperando sus propias muertes y el resto estaba demasiado traumatizado por la estimulación de sus sentidos o paralizados por el miedo como para moverse. Ya se miraban entre sí, unos a otros, pensando a quién atacarían primero y cómo. Durante la hecatombe, observaban detenidamente los movimientos de cada uno y planeaban sus fatales destinos. Todos, excepto Grulo, quien, sin mucho meditar, se lanzó contra Alan, cuyos brazos no fueron tan largos como para enterrar su navaja en el cuello del carnicero antes de que los cuchillos de este partieran su cuerpo en 7 trozos.
Del otro lado, la guerra misteriosa acabó con Sonia tras correr hacia ella y, con una maroma, posicionarse en su espalda para acertar un golpe mortal, fuera del largo alcance de su lanza. Pero no vio que La Torre arrojó su pesada hacha desde lo lejos y la golpeó con tanta fuerza que su cuerpo cayó agonizante, dejando sólo a los dos gigantes con la fuerza para seguir peleando. Sin dudarlo un segundo, Grulo se lanzó contra La Torre quien apenas alcanzaba a evadir sus arremetidas, las cuales le hacían cortes minúsculos por todo el cuerpo haciéndolo sangrar y debilitándolo. La Torre, por su parte, intentaba alcanzar su hacha mientras esquivaba los filos y cuando por fin puso sus manos en la barra de hierro sólida que era el mango de su arma, estas ya no se encontraban pegadas a sus brazos, pero poco tiempo sintió ese dolor pues su cuello fue el siguiente en ser cortado por Grulo, seguido del resto de sus miembros.
En medio de un estallido de júbilo, Grulo se regocijaba por la orgía de carne y tripas y sesos y pedazos de hueso y gritos. Los reflectores le impedían ver quién le aplaudía y vitoreaba, sin embargo, su mirada estaba perdida, como la de un animal rabioso o un depredador insaciable, sediento de sangre. Cuando el anunciador terminó de despedir a los asistentes, éstos se regresaban a sus casas entre risas penosas por traer sus vestiduras rotas y otros, incluso, agotados y agitados, aun jadeando, por el orgasmo de violencia que habían experimentado.
Grulo tuvo que ser anestesiado con dardos tranquilizantes, que un grupo de guardias armados le disparó, y retirado de la arena con una grúa para prepararlo para la masacre que se celebraría en El Coliseo de Ciudad Beta, pues voluntariamente se había apuntado para participar en todas las batallas de forma permanente. A él no le importaba la fama o la fortuna, sólo le gustaba matar.

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