miércoles, 13 de enero de 2010

Infeliz navidad

Pasaba la media noche de la víspera de navidad, todos los niños dormían y soñaban ya con los regalos que encontrarían bajo el árbol de navidad al amanecer. La noche era oscura y fría, demasiado tenebrosa para una navidad. Una helada azotaba gran parte del continente y una capa de nieve cubría los techos de las casas y las copas de los árboles, que se agitaban y tiraban la nieve por los vientos tormentosos.

La sala estaba iluminada por diferentes colores, todos provenientes de los focos del árbol de navidad, que parpadean al ritmo de una desentonada melodía, que se repetía una y otra vez, la monotonía de esa canción podría volver loco a cualquiera. La chimenea estaba apagada y algo del viento frío que se colaba por las ventanas entraba como hilos afilados y cristalinos que llenaban la sala de escalofríos. La alfombra roja había sido ensuciada por la nieve de afuera y carbón y cenizas de la chimenea. Las pisadas dejaban un rastro dentro de la oscura casa y se perdían en las sombras.

Un gato negro se deslizaba a través de la casa, cruzando la sala hasta una escalera, sus ojos brillaban como dos espectros verdes que bailan al ritmo de un lúgubre vals, sus patas pueden sentir los rastros de humedad y suciedad en la alfombra, formando un camino hacia arriba. La noche era tan sombría que se tragaba cualquier ruido y dejaba las escaleras con un silencio mórbido.

La tensión se sentía en el aire del piso superior. Los objetos en la oscuridad se confundían con siluetas de fantasmas y se escuchaban gemidos lejanos y risas llenas de locura. El tiempo pareció detenerse, cuando una puerta se abrió lentamente e hizo un chirrido infernal que se prolongó como un grito de dolor o de horror.

Esta habitación era tan oscura como el resto de la casa, era imposible reconocer algo entre tanto caos, excepto por el llanto de una niña. No era escandaloso, sino perturbador. Como un suspiro eterno, a veces más parecido a una pequeña risa. Era el sonido de una locura asesina.

La niña lloraba sentada en su cama, se limpiaba las lágrimas con una mano, pero su cara estaba manchada y por su brazo se escurrían unas lágrimas que bajaban hasta su codo, oscurecidas y más espesas, para luego caer sobre su vestido blanco y deslizarse hacia un gran charco en el suelo. Pero este charco no era de lágrimas, era más parecido al vino y fluían de una gotera debajo de la cama, de una gran mancha oscura que atravesaba la colcha y que se había extendido por las sábanas y las almohadas.

Con el amanecer, un olor fétido comenzó a llenar la habitación, los llantos cesaron y la niña, que había permanecido inmóvil toda la noche, se levantó de la cama. Sus pantuflas de conejo se mancharon y dejaba marcadas sus pisadas en la alfombra. Las pisadas seguían su camino de regreso a la sala ya que a lo lejos se podía escuchar el sonido de cascabeles y, asomándose por la ventana, la niña juraba haber visto algo irse volando en el cielo.

La niña no podía dejar de llorar y sonreír a la vez, ya que lloraba de felicidad, en su mano sostenía una hoja de papel que con crayones tenía escrito “Querido santa, esta navidad mata a mi padrastro”.