domingo, 30 de diciembre de 2012

18 – El árbol llorón.



    Los bosques alrededor de las montañas al oeste de Vallecalmo tenían una capa de nieve que los cubría. A veces, estas nevadas bajaban hasta el valle donde descansaba la ciudad, pero por lo general, especialmente antes de invierno, la nieve quedaba al ras de donde terminaba el bosque y empezaban las casas. Dentro del pueblo, las calles pavimentadas y los edificios dejaban poco espacio para que crecieran los árboles, sin embargo, las áreas residenciales cercanas a la zona turística contaban con parques donde crecían pinos, arbustos y pasto.
    Algunos árboles bajaban de la montaña del este hasta la orilla del lago,  especialmente en la zona donde estos dos se juntaban. Era en esta parte donde Hugo, un vagabundo errante, trataba de encontrar algo de comer. A diferencia de otros indigentes, su mente estaba sana y era astuto, se hacía llamar “cazador de tesoros” cuando su principal actividad era explorar el bosque en búsqueda de cualquier animal que se dejara atrapar y cocinar o hurgar en los botes de basura.
    Buscaba una piedra que sobresaliera junto a al lago para pescar. Desmoronando una galleta, era fácil atraer a cientos de pequeños pececillos y con estos vendrán otros más grandes que querrán comérselos. Para lo cual tenía preparada una red rudimentaria hecha de tela y palos que se encontró en el basurero. Las leyendas sobre peces monstruosos y serpientes gigantes que habitaban en esas orillas le eran exageradas y lo único que temía era que los peces no aparecieran  antes de que se fuera la luz del día. No porque tuviera miedo de la oscuridad, sino pensando en la complicación que tendría el armar su campamento en esa condición.
    Cuando se topó con un lugar adecuado, tendió su trampa y soltó su carnada. Las migajas de galleta flotaron unos segundos sobre la superficie para luego sumergirse lentamente. Hugo se sentó sobre la piedra para esperar y su pantalón de mezclilla azul se ensució más de lo que ya estaba, sus tenis rotos casi se sumergían en el agua. Su gorra barata le tapa de la luz del sol y, justo cuando iba a rascar su barba crecida y canosa,  los pececillos empezaron a llegar. Un cardumen completo se atiborró alrededor de la roca, frenéticamente comiendo tantas migajas como podían.
    Hugo observaba desde arriba, como una garza acechando a su presa o un avión bombardero, pero ningún objetivo aparecía. Sólo encontraba peces que, seguramente, le costaría más energía capturarlos que la que recuperaría al comerlos. Se mantuvo paciente, con su respiración tranquila hasta que, de repente, uno de los peces más grande que había visto en su vida surgió de entre las aguas profundas y atravesó el banco de peces. Entonces, tomó su red improvisada y la preparó, pero cuando miró nuevamente el agua, el pez había desaparecido.  Estaba a punto de volver a sentarse, cuando el pez apareció otra vez, entonces lanzó su red justo frente de él y al sacarla del agua el pez voló hasta la tierra donde se quedó agitándose y retorciéndose.
    El pescado pesaría tres kilos y casi rompe su rudimentaria red de palos viejos al sacarlo del agua. El sol se pondría en una hora. Hugo se apuró a tomar su pez y recolectar ramas secas y un sitio seguro para prender una fogata, para lo cual era habilidoso. Sin embargo, cargaba un puñado de ramas apenas, junto con su pescado que colgaba de su cinturón con un hilo, y estaba a punto de tomar otra del suelo cuando escuchó un sollozo lejano. Su experiencia personal le decía no meterse en problemas ajenos, pero su curiosidad lo forzó a abrir su oreja tanto como pudo en búsqueda del origen de tal sonido.
    Se mantuvo quieto un rato, tratando de escuchar nuevamente el ruido y cada segundo que pasaba le hacía pensar que quizá lo imaginó o que se habría confundido. Pero mientras cavilaba, volvió a escuchar el sollozo, esta vez tan claro que le despejó todas sus dudas, incluyendo aquellas sobre de la dirección de origen. Sin dejar en el suelo ese último pedazo de leña, caminó tratando de no hacer crujidos con cada pisada. Sus ojos buscaban a una persona, pero sólo venía árboles y más árboles a su alrededor.
    El frío del invierno se sentía más próximo conforme el sol se iba ocultando en el horizonte y Hugo aún no preparaba su campamento. Los sollozos iban y venían. De repente eran claros y otras veces no se escuchaba nada más que el viento. Cansado y frustrado, se sentó en el suelo boscoso e intentó olvidar los sollozos, pero estos surgían de la nada y eran tan difíciles de ignorar como una espina clavada en el pie.
    —¡¿Quién está ahí?!— Gritó, era la primera vez en meses que palabras salían de su boca o,  al menos, que esas palabras iban dirigidas hacia alguien más que sí mismo. La respuesta no vino en palabras sino en un claro y fuerte llanto que venía cerca del lago. Hugo bajó corriendo, sin despegar la leña de su pecho empujándola con su brazo izquierdo, y al llegar a la orilla se encontró con un árbol negro y frondoso, de tronco ancho casi como una casa y raíces como brazos humanos que sobresalían del suelo. Diferente a los demás árboles de la montaña, que eran de tronco delgado, altos y sin muchas hojas, especialmente en esas fechas.
    Hugo dedujo que habría alguien detrás de ese árbol llorando pero, al dar un paso dentro de la sombra escasa del sol que estaba a punto de desvanecerse, un escalofrío corrió por todo su cuerpo. Era la sensación de la muerte, como estar en un cementerio. Tratando de no tropezarse con las raíces, dio unos pasos más adelante hasta que unos crujidos llamaron su atención. Pero al voltear sólo vislumbró ramas y hojas. Siguió su camino para rodear el árbol, pero conforme se acercaba, le parecía que los llantos provenían del tronco, quizá de la copa del árbol.
    En el suelo, habían unos zapatos viejos que parecían llevar años ahí, pues las raíces crecieron sobre estos y casi los habían devorado por completo. Junto a estos, también enredados en las raíces, pedazos de tela sobresalían, de diferentes diseños. Hugo ni si quiera intentaría obtener esos tesoros. De repente, la noche lo cubrió. La copa del árbol tocaba el suelo y el vagabundo se vio rodeado de ramas, algunas de las cuales lo jalaron hacia el tronco del árbol, donde una boca con colmillos se habría lentamente, mientras todo el árbol emitía unos crujidos como los de una casa que se destruye por un temblor.
    Los intentos desesperados de Hugo para zafarse fueron en vano, la fuerza que tenían esas ramas eran como tentáculos tan grande como un elefante. Las raíces sujetaron sus pies y se los arrancaron como si fuera una hoja de papel en una libreta. Su ropa fue rasgada por las ramas y su cuerpo desnudo, junto con el pescado, terminaron siendo triturados por los dientes y muelas del árbol. Cuando este último terminó de comer, su copa volvió a elevarse y sus raíces regresaron al suelo, agregando un par de zapatos y telas nuevas para su colección.

FIN

miércoles, 26 de diciembre de 2012

17 – El lobo.


    Era tarde en la noche. Las nubes blancas y esponjadas se oscurecían y avanzaban grises devorando las estrellas y comiéndose su luz.  La calle era el dominio de los espectros y demonios noctámbulos. El frío del invierno se sentía más cerca y las sombras deambulaban.
    Los edificios parecían árboles en un bosque oscuro, en las calles suburbanas de Vallecalmo, mas deambulaba a paso lento una silueta pequeña y regordeta.  Vestía un suéter de lana azul, un bolso rojo tan pequeño que sólo le cabrían algunas monedas, bufanda en el cuello y lentes redondos sobre su nariz. Sus zapatos eran sencillos, cómodos y sus medias tenían algunas rasgaduras. Debajo del suéter había un vestido de flores que le llegaba hasta las pantorrillas. Cargaba una bolsa de compras con algunas frutas y pan.
  Parecía que caminaba tan despacio que amanecería antes de que llegara a su destino. La gente prefería no salir debido a los desafortunados eventos de los últimos días en Vallecalmo. Había una atmósfera eléctrica en el aire, como antes de una tormenta, y el viento que soplaba de vez en vez rozaba las copas de los árboles produciendo aterradores silbidos y aullidos que se combinaban con los ladridos de perros callejeros. Las ratas que se escondían en la penumbra chillaban.
  La pequeña anciana había salido de su hogar por algo de comer pero, aunque conocía el lugar por donde andaba, esas calles tenían la mala fama de ser inseguras para los transeúntes. Era fácil encontrar problemas para cualquier persona que se adentrara tan noche por estos territorios. Bandidos buscaban víctimas indefensas para robar todo aquello de valor que puedan cargar con sus manos. Una mujer de la tercera edad estaría completamente vulnerable ante un ataque similar y la policía era rara vez vista por esos lares.
  Mientras la anciana seguía caminando, a lo lejos, alguien la miraba. Vestido de negro con mangas largas y una gorra, escondido detrás de un árbol se encontraba un hombre con la barba mal rasurada y el cabello marrón oscuro, seco y despeinado. Calzando un par de tenis rotos, empezó a andar paso a paso a través de la calle, procurando no hacer ruido ni ser visto, como un depredador salvaje acechando.
  Sigiloso, el hombre esperaría a estar tan cerca como le fuera posible para hacer su movimiento. Mientras, se escondía detrás de los pocos autos estacionados en la calle. Había hecho esto tantas veces, que podía visualizar cómo sería. Sólo debía aproximarse, tomar el bolso y desaparecer en la oscuridad. Debía actuar sigiloso para no causar alerta y rápido para evitar complicaciones.
  Cuando estuvo a un par de automóviles de distancia, analizó a su presa, buscando cualquier artículo de valor, algún collar, anillos, pulseras o aretes. En este momento, su víctima se detuvo y algo dorado calló al suelo junto a ella, parecía una pulsera de oro y quizá el brillo eran diamantes. El ladrón tomó esto como una señal y corrió sin quitar sus ojos del objeto dorado en el suelo, lo agarraría y escaparía.
  El rufián salió de detrás de los carros donde se escondía, trotando y extendiendo su brazo hacia la cosa dorada, hasta que la tuvo en su mano. Sin embargo, al abrir su palma sólo encontró un pedazo de carbón y al voltear observó unas fauces abiertas tan anchas que cabría una persona entera. Entonces, el monstruo que vestía de anciana devoró al ladrón casi sin masticarlo, se lo tragó completamente y, saciada su hambre, pudo por fin regresar a su hogar, en las profundidades del infierno, antes del amanecer.

FIN

viernes, 21 de diciembre de 2012

16 – Fagnsikn




Era domingo, en el pueblo de Vallecalmo. Después de unos días de sucesos catastróficos, la mayoría de la gente aprovechaba para descansar y despejar sus mentes. Las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina y la expectativa del nuevo año traía anhelos y esperanzas.

Karina era recepcionista en un edificio cerca del lago. Se trataba de un prestigiado hotel, producto de la excelente calidad del servicio ofrecido a sus clientes. Karina solía tener una excelente presentación cuando trabajaba. Su cabello siempre estaba peinado, su ropa planchada y perfumado, con un maquillaje modesto pero efectivo. Sin embargo, era domingo y estaba en su casa.
Esa tarde, Karina se relajaba frente al televisor. Sólo vestía una blusa ligera y un calzón grande, pero cómodo. Sin visitas, hijos o planes de salir, no tenía nada de qué avergonzarse. Desayunó desde temprano y ya había pasado la hora de comer, pero la rapidez del microondas la motivó a saciar su hambre con palomitas de maíz, aunque sea momentáneamente.
Buscaba desesperadamente algo interesante o bueno en la televisión, iba de canal en canal, no dejando más de dos segundos de tiempo entre cada uno, y ya le había dado la vuelta a toda la programación más de un par de veces. Los eventos desastrosos de las primeras dos semanas del mes de diciembre eran la noticia principal en todos los noticieros, ella no deseaba saber más sobre esto, pero el resto de los programas ya los había visto o simplemente no eran de su interés. 
Después de unos minutos, notó un paisaje conocido en un canal de documentales. La vista era aquella desde la montaña al Este hacia el lago Paleca, junto al cual se ubicaba Vallecalmo. El reportaje hablaba del lago, de la fauna salvaje y aún no descubierta que habitaba en sus profundidades. Según el programa, era incierta la razón de un lago tan profundo en un lugar tan alto. Se sospechaba de un cráter de un meteorito, la explosión de un volcán y otras explicaciones, pero el documental no era sobre el lago, en sí. 
En los últimos años se avistaron serpientes azules tan largas como un automóvil. Estas son anfibias y viven en el lago y sus orillas. Los pescadores hablaban de una serpiente en particular, a la cual llamaban “Fagnsikn”, que en idioma antiguo significaba “piel con colmillos”. Medía al menos seis metros de largo y no era más ancha que una pierna, pero podía estirar su piel y abrir su boca lo suficiente como para tragarse a un humano.
Karina no creía en las historias de los pescadores, pero le llamó la atención ver un documental sobre su ciudad natal. Encontraba hilarante la seriedad con que platicaban la trágica historia de un supuesto compañero de ellos que fue tragado por Fagnsikn y cómo su piel desviaba las balas de un rifle cuando intentaron dispararle. Cansada de oír lo que ella consideraba tonterías, apagó la tele y fue a una revista de novedades que tenía sobre una mesa entre ella y la televisión y empezó a hojear sus páginas cuando de repente…
El estómago de Karina empezó a rugir. Sentía un dolor en sus adentros que la obligó a correr al baño, sin olvidar su revista. No se molestó en cerrar la puerta y fue directo a sentarse en la taza, después de quitar su calzón de una sola pierna. Ahí, empezó a hojear la revista en busca de algo interesante. Entre los comerciales, de los cuales había uno por cada dos páginas, encontró otro artículo relacionado con Vallecalmo. La coincidencia le llamó su atención y empezó a leer sobre extrañas desapariciones de gente en los baños de sus casas.
Consternada, continuó leyendo el artículo. En este se afirmaba que decenas de personas habrían ido al baño de su casa, cerrado la puerta y nunca más se les volvió a ver. El texto no explicaba las razones, sólo señalaba los números y relataba algunos casos. A Karina se le hacía extraño todo esto, especialmente viniendo de una revista con cierto prestigio. Afortunadamente para ella, la puerta de su sanitario estaba abierta, sin embargo…
Del fondo del retrete llegó un sonido como el de una persona haciendo gárgaras y, en ese mismo instante, Karina sintió una mordida en sus glúteos. Sin tiempo de voltear hacia atrás, Karina intentó levantarse pero no tenía fuerzas suficientes y los colmillos ya se estaban enterrando en su espalda y sus muslos. Su cabeza quedó entre las  rodillas, mientras la serpiente la tragaba y sus huesos tronaban como si fueran palillos chinos. Pronto, sólo los pies y manos de Karina salían de la boca de Fagnsikn y, después, estos desaparecieron dentro de la garganta de la serpiente azul, cuyo cuerpo salía del escusado. 
  Finalmente, cuando el cuerpo de Karina estaba bien acomodado dentro del sistema digestivo de Fagnsikn, esta última se deslizó en reversa a través del drenaje, para volver a las profundidades del lago donde habitaba.


FIN


miércoles, 19 de diciembre de 2012

15 – La pelusa.



    Las fiestas decembrinas estaban cada día más cerca y la locura en los supermercados comenzaba a florecer. Gente que se empujaba por conseguir los regalos preferidos y otros tantos que hacían filas, que se prolongaban a más de una cuadra de distancia, esperaban a que las tiendas se abrieran. Sin embargo, Pablo ya había probado todos los productos de los supermercados locales, al menos todos los que tenían que ver con la calvicie y la caída del cabello.
    Cada mañana, se torturaba a sí mismo viendo los cabellos en su peine y aquellas pelusas que quedaban atrapadas en la cañería, convencido de que se estaba quedando sin pelo en la cabeza. Había intentado todas las fórmulas, profesionales, caseros y lo que pudo encontrar en internet, pero nada le funcionó, en realidad, muchos de estos productos le produjeron quemaduras y dañaron su cabello. Había explorado otras posibilidades como injertarse cabello, usar pelucas, etc. Pero no le convencían, quería su cabello de vuelta.
    Cuando Pablo era joven, solía tener una melena de color dorado, adecuada a la moda de esa época. Pasaba los fines de semana en conciertos alrededor de todo el país, en salvajes fiestas llenas de alcohol, drogas, sexo y música. Sin embargo, aquellos tiempos pasaron y ahora, su cabello tenía un agujero en la coronilla y el pelo crecía por todas partes de su cuerpo, exceptuando en la parte superior de su cabeza.
    Era sábado y Pablo aprovechó ese día para hacer sus compras de la semana, sin embargo, suponiendo que las tiendas departamentales estarían atiborradas, optó por caminar hasta una vieja tienda local, no muy lejos del centro histórico de la ciudad, para abastecer su alacena, armado con un sombrero para ocultar su vergüenza.
    El centro histórico era una calle principal que antes se extendía  de punta a punta, sin embargo, después del desarrollo económico, esta calle se rodeó de edificios y algunas de las construcciones originales fueron demolidas o modificadas para adaptarlas a los tiempos modernos. Pero, de entre todos los negocios con anuncios de neón, pantallas y letreros iluminados, había un local pequeño. En un primer vistazo, parecería un callejón oscuro entre dos tiendas brillantes. Pero al fijarse detenidamente, aparecía una puerta de madera, un par de ventanas y un letrero de hierro sólido y negro, que había sido envejecido por el paso del tiempo.
    Algo hipnótico en la tienda forzó a Pablo a cruzar el portal y al abrir y cerrarse la puerta rechinante, una campana sonó y de la oscuridad del fondo de la tienda, un hombre delgado de rasgos orientales apareció por detrás del mostrador.
    —Buenas tardes, buen hombre. Bienvenido a mi tienda, donde encontrarás justo lo que necesitabas— dijo el hombre que lucía anciano a simple vista. Su ropa, sin embargo, eran las que uno encontraría en una tienda para turistas o algo que usaría una persona en su casa un domingo. Una playera de promoción de Vallecalmo, unos pantalones cortos y unas sandalias. Su barba y bigote estaban un tanto crecidos.
    —Lo dudo mucho— le respondió Pablo, pensando justo en alguna forma de recuperar su melena juvenil—Lo único que quiero se perdió con el tiempo y parece que jamás lo recuperaré—
    —Tal vez no… o tal vez sí— le dijo el viejo con su voz seca, como si hubiera leído sus pensamientos y supiera de qué se trataba— yo vengo de un pueblo pequeño, cruzando el océano. Ahí, los monjes se rapaban la cabeza por tradición. Ser monje, en mi pueblo, no era una tarea fácil, pues habría que soportar el frío, el insomnio y el hambre. Además, Tenían prohibido bajar del templo, que estaba en una montaña que llamamos Pico de Hielo. Eran severamente disciplinados si se les llegaba a encontrar en un bar o en un burdel…—
    Mientras el hombre hablaba, me fijé en su cabeza. Amarrada detrás de su espalda, había una trenza de cabello negro que casi llegaba hasta sus tobillos.
    —…Sin embargo, unos monjes eran astutos y por las noches se escabullían a las arcas del templo y robaban ciertos ingredientes que sólo se encuentran en esa montaña. Un hongo negro que vive prácticamente congelado en cuevas. El veneno de una araña que es totalmente blanca, la cáscara de huevo de un ave que suele volar más alto que las montañas y  una oración mágica que activaba los ingredientes. La pomada resultante era frotaba en sus cabezas calvas y después de unos minutos bajo la luz de la luna su cabello volvía a crecer, como si fuera un chorro de agua. Entonces ellos rezaban otro canto, para que este dejara de crecer y así bajaban al pueblo, con su melena trenzada. Luego de una noche de juerga, simplemente se rapaban su cabeza y la tiraban el cabello al río— concluyó el viejo.
    —Yo no creo en cuentos de magia y rezos, pero si la fórmula funciona como dices, entonces la quiero— le dijo Pablo, pensando en que le regatearía el primero precio que le dé el vendedor.
    —¡Claro que funciona! ¡Funciona bien! ¿Ves?— y me mostró su larga trenza — ¡Y tengo los ingredientes justo en mi tienda! — cuando dijo esto picó a pablo con su huesudo dedo justo en la cabeza—un segundo, por favor, señor— y desapareció por una puerta de atrás. Pablo no sabía qué esperar, estaba casi convencido que era charlatanería, pero el deseo de tener una cabellera de ensueño lo cegaba. Espero varios minutos, en los cuales no dejaba de ver los artículos de la tienda que iban desde armas antiguas hasta artículos electrónicos baratos.
    El viejo salió del almacén, detrás del mostrador, con su brazo izquierdo levantado y su puño cerrado. Sin pedir permiso, fue hasta Pablo, le quitó el sombrero y embarró su cuero cabelludo con una sustancia negra y espesa de un olor horrible.
    —¡Oigan!— Gritó Pablo enfadado —¡Yo no le dije que lo quería comprar! ¿Cuánto me va a costar esto?— temía que la pomada manchara su ropa o que el olor nunca se quitara.
    —Mire, hoy apenas habrá luna—respondió el viejo, mientras señalaba con su vista un calendario con caracteres complejos y dibujos de animales—si no está nublado, su luz será suficiente para activar la fórmula, pero debo hacerle un canto antes, así que no se mueva— Pablo no tuvo tiempo de responderle al viejo cuando este se tiró al piso con las piernas cruzadas y sus manos unidas por las palmas y comenzó a murmurar en un idioma desconocido.
    Pablo aún no sabía cómo había llegado a esa situación, en medio de una tienda con la cabeza llena de baba oscura  y un monje rezando a sus pies. Pero el rezo fue breve y pronto el viejo se puso de pie, como si tuviera la energía de un niño.
    —El precio no es alto por recuperar lo que siempre ha soñado, pero para probar que soy un vendedor honesto, firme un cheque y que este sólo pueda ser cobrado en dos días. Si su cabello no crece, podrá cancelarlo o venir a reclamar, pero le garantizo que crecerá y mucho, pero le advierto…— y de repente, esa imagen alocada, chusca, de un viejo lleno de energía con ropa occidental mal combinada, cambió a algo más parecido a un brujo oscuro de cuentos de hadas— cuando empiece el proceso, debería recitar el canto “Tashun Hadi Quov Tsin”, de lo contrario, su cabello no dejará de crecer ¡NUNCA!— y esa última palabra resonó como un tambor en una cueva.
    La oscuridad que rodeaba al monje duró unos segundos más, como una tensión eléctrica en el aire, pero lentamente se fue relajando hasta regresar a su cara pícara, pero tranquila, de hace unos momentos. Pablo se sintió intimidado esos instantes, pero no creía en las historias que contaba el viejo monje.
    — ¡Está bien!… ¡Frmaré el cheque!— dijo a regañadientes mientras lo hacía— pero ¡Más le vale que funcione, Viejo!—.
    —Funcionará…— y después de recibir el cheque, desapareció detrás del mostrador y Pablo salió de la tienda, nuevamente como impulsado por una fuerza invisible.
    Al llegar a su casa, sólo le quedaba esperar hasta la noche. Por momentos pensaba en la leyenda y su imaginación lo hacía feliz, pero luego recordaba su experiencia previa con productos milagrosos y se decepcionaba. Por momentos se creía un tonto y luego se creía un hombre afortunado.
    Al caer la noche, salió la luna, delgada pero brillante, como un hilo plateado. Pablo subió al techo de su casa y se quitó su sombrero, apuntando su coronilla que aún tenía el ungüento pegado y se había endurecido como un gel. Recordaba que el monje le advirtió recitar  unas palabras, pero no se tomó la molestia de memorizarlas o apuntarlas en algún papel. Aún dudaba de la efectividad del producto y se sentía como un estúpido parado sobre el techo de su casa, con su cabeza apuntando a la luna.
    De repente, empezó a sentir algo en su cabello. Puso sus manos en su coronilla y sus ojos y boca se abrieron tanto como pudieron de la sorpresa al sentir pelo en lugar de piel y este pelo era largo, grueso y fuerte, pero se sentía sedoso y saludable.
  Bajó corriendo a su casa en la búsqueda de un espejo, pero cuando pudo verse la parte posterior se asustó. El cabello que crecía detrás de su cabeza no era una melena dorada como solía tener, sino un cabello de color negro que contrastaba con sus pocos rastros de cabello actuales. Sin embargo, el cabello negro siguió creciendo en toda su cabeza, hasta que su cuello cabelludo estuvo cubierto por completo
    El cabello negro no dejaba de crecer, primero llegó hasta sus hombros, luego su cintura y después  tocó el suelo de su casa, pero no se detuvo. Como una llave de agua, su cabello empezaba a inundar la habitación. Pablo tropezó cuando intentó dar unos pasos y huir de ahí, cayendo al piso y sumergiéndose en una capa de pelo de varios centímetros que ya cubría toda la habitación. Esta siguió aumentando su tamaño, hasta que dentro de esa habitación no quedó espacio... ni si quiera para el aire.
 
  FIN

lunes, 17 de diciembre de 2012

14 - El Tambor invisible.



    La energía fluía en el mercado de Vallecalmo. Entre los compradores que llegaban por manadas para arrasar con la mercancía para el fin de semana, los mercaderes que invitaban a los posibles clientes y los despachaban con sus ventas, hasta repartidores, limpiadores y administradores que traían nuevos paquetes de alimentos y descargaban camiones enteros que la ciudad consumía.
    Uno de los productos favoritos de los habitantes de Vallecalmo era el pescado. Anteriormente, los pobladores hubieran ido al lago o al río a pescar, sin embargo, desde que se establecieron restricciones para la caza y la pesca, la mayoría de las personas encontraba más sencillo ir al mercado o al centro comercial para comprar una mayor variedad de pescados a un bajo costo y sin la necesidad de esperar a que muerdan el anzuelo.
    Aquellos pescados congelados, que traían desde muy lejos, eran los menos apreciados por los comensales en Vallecalmo. Los mercaderes sabían que si querían vender su pescado debía estar lo más fresco posible. Por esto, los camiones con pescados traídos de la costa al oeste eran los mejor cotizados, pero antes de pasar al mercado a venderse, debían destriparse. Para esto, se había establecido un equipo de expertos destripadores que pasaban todo el día sumergidos entre pescados y restos de vísceras y sangre.
    De los tres destripadores que había en el mercado, uno llevaba trece años trabajando en ese lugar. Era tan veloz que se decía que sacaba las entrañas de los pescados más rápido que lo que se atrapaban. Literalmente, solía terminar el trabajo de toda una jornada en un par de horas. Su técnica era tal que en ocasiones destripaba más de un pescado por segundo. Su nombre era Samir, era soltero y tenía veintinueve años. De los cuales, los diez últimos los había pasado extirpando las vísceras de peces muertos.
    La tarde de ese viernes, se esperaban grandes cantidades de clientes y mercancía que debían despacharse. Samir ya esperaba, sentado en su silla, con su cuchillo afilado y todo listo para comenzar a trabajar, cuando su jefe se acercó para darle malas y buenas noticias. Uno de sus compañeros tuvo un accidente que lo dejó internado en un hospital, grave. Era imposible que viniera a ayudarlo. Por lo que Samir y su otro colega serían los únicos encargados de preparar la mercancía del día. La buena noticia era que si Samir podía cubrir la cuota de su compañero accidentado, él recibiría doble paga.
  Si bien, no estaba acostumbrado a esforzarse más de la cuenta, para Samir sería una labor sencilla hacer el trabajo de otro hombre. Podría hacer la labor relajadamente y aún tener tiempo para un par de descansos. Siempre y cuando su compañero no lo atrasara, le esperaba un día que pasaría en un parpadeo. Para él era dinero fácil.
  Su técnica fue desarrollada con la maestría que sólo produce la disciplina y la práctica de un monje tibetano. Entrenó tanto su cuerpo como su mente. El área en el que trabaja estaba grabada como jeroglíficos en la piedra de su cabeza, literalmente podía hacer su trabajo con los ojos vendados. Todo debía estar en su lugar, incluyendo el banquillo donde se sentaba, la piedra para afilar, el agua y los pescados. En el momento en que estos últimos fluían, su mente se desconectaba completamente del mundo. Cualquier deseo, sueño, necesidad, pensamiento, idea o recuerdo, cualquier duda, problema o urgencia, todo quedaba borrado de su cerebro y dentro del universo en el que existía su consciencia sólo estaban él y los pescados.
  Samir parecía un robot trabajando, de un solo movimiento complejo destripaba a los pescados. Con su mano izquierda tomaba uno pescado de una pila que era alimentada por una banda por donde fluían los pescados y estos los arrojaba a otra banda de donde salían los animales listos. Era durante el trayecto que, con su mano derecha, él enterraba su cuchillo y jalaba para tirar las tripas del otro lado. Posteriormente, su mano izquierda iría a agarrar otro pescado, mientras que con su brazo derecho sumergiría el cuchillo en una cubeta con agua. Cuando su herramienta perdía el filo, una capacidad sensitiva única que él había desarrollado le advertía y de inmediato pasaba la piedra afiladora por la hoja, lo cual haría tan rápido como los ingenieros cambian las llantas en una competencia de carreras de autos.
  Detrás de todo esto, Samir aseguraba que el único secreto de su velocidad era la sincronía. Sin tener tiempo para estar viendo un reloj, Samir desarrolló una forma de medir el tiempo al sentir los latidos de su corazón y su respiración. Su corazón era como un tambor invisible que le indicaba cuándo debía hacer el siguiente movimiento, como engranes en un mecanismo.
  Así estaba trabajando, Samir, ese viernes. Como cada día, sin presión alguna, concentrado en un cien por ciento en su trabajo. Habían pasado ya un par de horas y Samir estaba por darse un pequeño descanso para beber agua e ir al baño, cuando un tremendo golpe rompió su concentración. Dos policías uniformados entraron, tras romper una puerta con un ariete de hierro y fueron directo hacia donde estaba su compañero. Después de leerle el contenido de unos documentos, lo esposaron y se lo llevaron arrestado.
  Su jefe estaba histérico, gritaba a medio mundo. Pero si algo lo tranquilizaba era Samir. Sabía que él podría hacer el trabajo de 3 hombres sin problema, aún en un día tan atareado como ese. Sin dudarlo, le aseguró a Samir una paga extraordinaria por su trabajo, sin embargo, ahora ya no podría descansar, el tiempo ya no era tan relajado como antes. Debía concentrarse y no detenerse, a la mayor velocidad que pueda, hasta terminar. No se movería hasta no terminar de destripar a esos peces.
  Regresó a su puesto de trabajo y preparó su mente. Según sus cálculos, le tomaría unas cuatro horas más terminar de hacer todos los pescados. En este tiempo, él no podrá levantarse ni perder la concentración y sus brazos moverlos tan rápido como su corazón le permitía. Cuando estuvo listo, dio un suspiro largo, puso su mano sobre el primer pescado, sumergió su cuchillo en el agua y empezó.
  Los pescados entraban por torrentes de un costado y salían destripados por el otro. La velocidad de su trabajo no le restaba calidad, pues parecía que fueron operados por la mano de un cirujano, quedando perfectos para cocinarse. Uno tras otro, Samir estaba desempeñando su labor con la misma intensidad que siempre, mientras el reloj seguía su marcha y el tambor invisible de su corazón tocaba a un ritmo acelerado.
  Conforme pasaban las horas, su corazón se aceleraba más, pero esto no lo notaba. Para él, un latido de su corazón le indicaba que debía tomar un pescado y otro que debía dejarlo del otro lado listo. Nunca había trabajado tantas horas a esa velocidad, generalmente cuando estaba apurado podía durar unas dos horas o dos horas y media máximo. Ya había excedido ese límite y le quedaban todavía más dos horas. Cada vez le costaba más trabajo mantener su concentración. Minuto a minuto aumentaban las probabilidades de cometer errores. Sus brazos le dolían, sus dedos temblaban. El olor a pescado, al cual estaba tan acostumbrado, comenzaba a molestarle. Sin embargo, no podía detenerse, pues las pilas de pescados frescos seguían llegando y creciendo.
  En un momento, casi  tira su cuchillo cuando estaba por afilarlo. Ese breve instante le sirvió para perder la concentración y a partir de entonces comenzó a cometer error tras error. Su cuchillo no siempre entraba en el pescado, a veces tomaba los pescados al revés y en otra ocasión uno de los peces no cayó sobre la banda de salida y tuvo que levantarse para recogerlo. Mientras las pilas de pescados se acumulaban más y más.
  Determinado a terminar su trabajo, tomó un largo suspiro, cerró sus ojos. En su mente, se visualizaba a sí mismo repitiendo paso a paso su técnica. Ahora no cometería errores, debía destripar a todos esos pescados y no se iría hasta que cada uno de ellos tenga sus vísceras en un lado y su cuerpo del otro.
  Mientras acababa con esos pescados, la gente que iba y venía, incluyendo a su jefe, comenzaban a atiborrarse alrededor de él, deslumbrados por la velocidad del hombre. Su concentración, su determinación. Era como un guerrero que debía abrirse paso tras hordas y hordas de soldados para proteger a su nación y a su familia. Cuando tomó el último pescado, todos a su alrededor le aplaudieron y vitorearon. Seguramente este hombre habría roto un record mundial e histórico. Su esfuerzo descomunal sería bien recompensado. Sin embargo…
  Al terminar con un el último pescado, sus brazos siguieron moviéndose como si siguiera trabajando. Como destripando pescados invisibles. Su jefe, se aproximó a él para felicitarlo y sacarlo de su concentración. Pero nunca salió de esta. Al acercarse, Samir tomó a su jefe del cuello y enterró su cuchillo en su estómago para sacar sus vísceras. Al momento, la gente alrededor se horrorizó y un par de pescadores fueron a auxiliar al jefe y detener a Samir, pero cayeron bajo el cuchillo de este último y así, uno tras otro de las personas que intentaron detenerlo, fueron destripados por la hoja de Samir, quien tuvo que ser derribado con un arma de choques eléctricos y nunca recobró su mente consciente. 

FIN

sábado, 15 de diciembre de 2012

13 - El reflejo en el espejo.


    *Advertencia* La siguiente historia está basada en un fenómeno cognitivo real y no debe intentarse en casa si se padece de algún trastorno psiquiátrico o psicológico.

    Era jueves, en el pueblo de Vallecalmo. Cuando Valeria abrió los ojos, su rostro giró inmediatamente al reloj despertador cuya alarma no paraba de sonar. Llevaba varios minutos activada y Valeria apenas estaba consciente de quién era o dónde estaba. Sus ojos se cerraron unos segundos más, pero la alarma, que no podía alcanzar con su brazo extendido y la obligaba a levantarse de la cama para desactivarla, no dejaba de hacer un escándalo.
    Al poner un pie en el piso alfombrado, recordó que debía ir a trabajar, sin embargo, por previas experiencias de llegar tarde por dejar la alarma sonando mucho tiempo, había programado su reloj para que sonara con suficiente anticipación y, por esta razón, era aún bastante temprano.
    Valeria tranquilamente fue a la cocina y prendió la televisión de la sala con el control remoto y se preparó un refrigerio. En la televisión empezaba el noticiero con una serie de tragedias sucedidas en la ciudad en los últimos días, la mayoría de ellos inspirados, en apariencia, por actos de locura. A ella Valeria le daba miedo cualquier cosa que tenga que ver con la locura, por lo que cambió el canal, para no escuchar más noticias extrañas.
    A Valeria no le gustaba soñar, era una mujer práctica de gustos sencillos. Si ella pudiera, podría quedarse viendo la ropa dar vueltas en la lavadora todo el día. Para ella, la felicidad consistía en desayunar cereal, ver la televisión, darse un baño y tener una vida rutinaria y ordinaria, sin ningún tipo de sobresaltos, emergencias, emociones o cualquier evento desafortunado. Luchar porque esto fuera así siempre era su único sueño.
    Sin ser obsesiva, Valeria apreciaba el orden y la limpieza. Antes de salir rumbo a su trabajo, procuraba asear y acomodar su casa de forma que al llegar todo estuviera tal como lo había dejado. Después de esto, se daba un baño, se cepillaba los dientes y se vestía para manejar hasta su oficina para hacer sus rutinas diarias. Sin embargo…
    Esa mañana, Valeria se metió a bañar en la regadera, después de desayunar y hacer la limpieza. Todo marchaba bien pero, a su lado, vio algo oscuro que no debería estar ahí… Se trataba de una toalla de color marrón. Al hacer memoria, recordó que la toalla blanca de ayer se le había resbalado al piso y no la pudo usar al día siguiente, obligándola a sacar de su closet una que generalmente no usaba. Después de esta distracción, se secó completamente y se dirigió al lavabo para cepillarse los dientes.
    Ella miraba al espejo frente al lavamanos. Pero, de repente, Valeria avistó algo completamente fuera de lo normal. En el reflejo del espejo, podía ver un punto negro en su cara, tan pequeño como un lunar. Su piel, meticulosamente cuidada y tratada con cremas y ungüentos, era de una tez suave, color plano y textura saludable. Al pasar el  dedo índice por su mejilla, que era donde se veía el punto negro, no encontró nada. Pero el punto, del reflejo del espejo, no se fue. Sin embargo, cuando parpadeaba, este punto negro se convertía en blanco y cuando los volvía a abrir, el punto aparecía frente a su rostro reflejado en el espejo.
    Desconcertada, observó su rostro cuidadosamente, quería deducir en qué parte estaba ese punto que veía. Sin embargo, algo hipnótico y perturbador comenzó a pasar. En la medida que mantenía su vista fija en el espejo, su cara se distorsionaba. Como si alguien jugara con sus ojos, su nariz y su boca, estas parecían moverse fuera de su lugar. Al instante, Valeria volteó su cabeza de golpe a un costado, no quería ver esa horripilante escena. Pero, no tenía idea de qué le estaba pasando.
    Tocaba su rostro con las manos, esperando encontrar todo su lugar, pero la exploración no encontró nada inusual. Desconfiaba de sus dedos y prefería rectificar con su vista. Temerosa, se admiró otra vez en el espejo y su cara parecía normal, todo estaba justo donde se había quedado la noche anterior y donde siempre. Fijó su mirada, tratando de buscar si su rostro se movería de nuevo. No podía imaginar la expresión de las personas en su trabajo cuando la vean con un rostro extraño. Ella se preguntaba si sería alguna enfermedad donde las partes de la cara cambian de lugar o si su peor pesadilla se haría realidad…
    Se veía a sí misma fuera de sus casillas, sucia y con el cabello revuelto, vistiendo una bata y una camisa de fuerza, mientras que enfermeros la cargan hasta una habitación con las paredes, el piso y el techo acolchados. Mientras doctores la analizaban a través de  un espejo, por lo bajo, se susurraban a sí mismos que “no tenía remedio”. 
    Cuando regresó en sí, estaba ahí parada en su baño. Parada frente al espejo sobre el lavabo. Su mirada estaba fija en su rostro reflejado, llevaba varios segundos así, pensando en su futuro como interna de un hospital psiquiátrico y, cuando volvió a su baño, su rostro se movía. Sus ojos se distorsionaban y su cara parecía la de otra persona, como un chimpancé. Ella creía que estaba desvariando, según su punto de vista, nadie que dijera estar cuerdo tendría tales alucinaciones, y mientras más veía su rostro, aún más se distorsionaba.
    Con rabia, tomó una botella metálica con acondicionador y rompió el espejo del baño de un golpe. Sin vestirse ni cubrirse con alguna toalla, mojando la alfombra al caminar, fue al espejo de su habitación y, al mirarse, vio su rostro normal, tal como estaría en cualquier mañana, después de cepillarse los dientes. No había punto negro alguno ni sus ojos cambiaban de lugar. Sólo que éstos estaban hinchados y enrojecidos. Algunas lágrimas estaban a punto de derramarse pero al menos las fantasías habían parados.
    Ella permaneció ahí, parada frente al espejo, desnuda y mojada, sujetando fuerte en su mano el bote metálico de acondicionador, agitada. Viéndose frente al espejo, con su rostro enfurecido, pero a punto de llorar. Cada cosa que veía, la convencía más de que estaba loca y cuando observó fijamente su cara en el espejo pensó que si volvía a alucinar sería definitivo que había perdido la razón. Y, efectivamente, después de un tiempo de mirarse, sus ojos, su boca y su nariz comenzaron a distorsionarse, a moverse de lugar y su cara se transformó de una forma que el sentido común no puede explicar.
    La policía local la encontró en la calle, desnuda y aún sosteniendo la botella de acondicionador. Tuvieron que someterla para poder controlarla y llevarla a un hospital donde la diagnosticaron con algún trastorno psicótico incurable y pasó el resto de sus días internada en un hospital psiquiátrico, en una habitación acolchada por las paredes y el piso.

FIN

viernes, 14 de diciembre de 2012

12 – El mercader vagabundo.



    Era tarde en la noche, en un barrio suburbano de Vallecalmo, cuando Ariel caminaba por la banqueta rumbo a su casa. La noche tenía un tono azulado y eléctrico. Había llovido toda la tarde y todo tenía una capa de agua encima, el aire era húmedo y había charcos de lodo por doquier. Los tacones de Ariel resonaban en el piso haciendo un leve eco. Era como si nadie estuviera ahí, como si todos desaparecieran y dejaran sólo los edificios y los autos. Un zumbido eléctrico dominaba el ambiente y el viento helado que agitaba las copas de los árboles creaba la ilusión de que aún llovía.
    Con temor, caminaba a paso acelerado, sujetando su bolso con fuerza. De repente, una persona salió por la esquina y se dirigió hacia ella, para pasar de largo y seguir su camino. Pero un perro surgió de la calle trasera, ladrando y corriendo. A este perro le siguieron otros dos que lo perseguían y en unos segundos se perdieron y un silencio tenso tomó control del lugar. Ariel estaba paralizada, por los perros y la persona que se asomó de repente, pero la soledad no era segura y el pensar en esto la llevó a moverse de nuevo.
    A una cuadra de llegar a su casa, un sonido llamó su atención. En realidad, se trataba de una orquesta de ruidos provocados por botellas, cartones, metales, plásticos, bolsas y basura que se agitaban dentro de un carrito de compras que vibraba y se estremecía como vasijas y sartenes azotándose unas contra otras. Como una fiera que se acercaba poco a poco, el sonido empezó de un rincón oscuro en la calle, pero fue creciendo y aumentando su volumen, cada vez más y más fuerte hasta que, de repente, todo se silenció.
    Ariel vio movimiento a unos veinte metros de distancia, justo en una parte donde la luz del alumbrado público no alcanzaba a ahuyentar las sombras de la noche, un brillo plateado que surgía como una estrella solitaria, pero no estaba en el cielo sino en la calle. En ese instante, el ruido regresó, tan o más fuerte que antes, como el escándalo de latas arrastradas por el suelo     y, de la penumbra, surgió un carrito de supermercado y, detrás de él, un hombre anciano.
    Su barba estaba crecida tanto como podía, su cabeza, calva por algunas partes y con largos cabellos lacios en los costados, estaba cubierta por un gorro con un agujero en la parte de arriba. Llevaba guantes de tela rotos y su ropa y su olor se asemejaban en lo putrefacto. El hombre no sonreía, su mirada parecía la de un loco perdido en el laberinto de su mente, pero apuntaba hacia Ariel. Ella estaba paralizada por el miedo y creía que, en cualquier momento, este hombre la atacaría. Pero no fue así.
    —Joven… tengo algo para usted— dijo el viejo y, al abrir la boca, sus dientes descompuestos expelieron un repugnante olor. Sus uñas estaban negras y crecidas. Ariel no respondió, el terror la tenía petrificada. Entonces, el hombre sumergió sus manos en la pila de basura sobre el carrito de supermercado y, después de meter casi la mitad de su cuerpo, surgió con una caja, envuelta en plástico — Lo que me de por ella está bien— dijo el vago.
    La expresión de Ariel se relajó para después sorprenderse. Por varios meses, había estado ahorrando para comprar una cámara fotográfica nueva y el vago le estaba mostrando justo la que ella quería, nueva y ofreciendo una nada por él, pero algo en su interior le dijo que no aceptara. Cuando algo es demasiado bueno para ser real, seguramente es demasiado bueno para ser real, pensaba.
    —¿Cómo sé que funciona? ¿Cómo sé que no es robado? — le dijo ella, intrigada. Su curiosidad superaba su inseguridad.
    —Funciona, sólo necesita baterías, pero no lo voy a abrir si no me veo unos billetes— respondió el vago.
    Ariel dudaba, sospechaba del vago, pero, aún si la cámara no servía quizá podría repararla a un precio más económico que el costo de una nueva.
    — No tengo más que este billete…— le dijo ella, metiendo su mano en su bolsa para sacar un billete pequeño que apenas alcanzaría para una bebida. Pero el vago no regateó  ni cuestionó, le arrebató el billete de la mano y casi le arrojó a Ariel la caja conteniendo la preciada cámara, la cual casi se le resbala de las manos. Entonces, el ruido regresó, junto con el vagabundo que empujaba su carrito y este desapareció como el sonido de un avión que se aleja.
    Ariel no podía creer la oferta que había hecho, tan cerca de su casa que estaba, moría de ganas de abrirlo, por eso, corriendo tan rápido como sus tacos le permitieron, voló hasta la puerta de su casa con una sonrisa enorme en el rostro. Al entrar, se quitó sus zapatos y los dejó tirados en el suelo, junto con su bolsa y se dirigió a la mesa de su sala para ver su nueva adquisición. Prendió las luces de esa habitación y notó que el plástico del empaque se encontraba intacto. Era una buena señal y esto la ilusionó aún más.
    Con sumo Cuidado, Ariel cortó el empaque y adentro encontró la cámara soñada, junto con un par de pilas, los manuales, aditamentos y todo lo que necesitaba. Tenía ese olor de plástico nuevo que vuelve locos a los compradores compulsivos. La ensambló y al presionar el botón de encendido, una luz verde se prendió y el lente de la cámara se asomó. Después de quitarle la tapa y echar un vistazo a su alrededor con ella, tomó su primer foto y la calidad era excelente.
    La emoción por su nueva adquisición habíale quitado la sensación de cansancio de la cual padecía. Pero, después de dar un gran suspiro y guardar la cámara nuevamente en su caja, volteó a ver el reloj que colgaba en la pared en medio de la sala y era hora de dormir. En ese momento no podía creer lo afortunada que había sido, casi no podía esperar por contarle a sus amigos sobre su aventura, pero mientras más rápido se fuera a dormir, más rápido sería el día de mañana, así que, después de ponerse su pijama, Ariel se envolvió en sus sábanas y durmió profundamente esa noche.
    Al día siguiente, lo primero que cruzó por su mente al abrir los ojos fue en su nueva cámara fotográfica. Pero cuando corrió a su sala, la cámara ya no estaba. Después de guardarla en su caja, Ariel había colocado la cámara sobre una mesa para el té, pero ahora había desaparecido. De inmediato, pensó que el vagabundo la había seguido hasta su casa y por la noche entró a robarse la cámara de vuelta, ganando así un billete. Pero, después de checar puertas y ventanas, todo estaba perfectamente cerrado y ningún cerrojo fue forzado. Era un misterio que, con los pocos minutos que tenía para ir directo a su trabajo, no podría resolver en ese momento.
    Esa noche, ella regresaba de su trabajo caminando en la calle oscura. Sus tacones hacían eco con cada paso y el clima estaba frío y húmedo. Se sentía una electricidad en el aire. Se sentía Insegura y el Miedo aceleraba su corazón. Su respiración aumentaba. Al instante, su cuerpo se paralizó por completo, pues unos perros pasaron corriendo, pero éstos se fueron tan pronto como aparecieron. Tenía la sensación de que algo no marchaba bien, como si algo faltara o estuviera de más.
    Cuando su cuerpo se relajó lo suficiente como para seguir caminando, emprendió el trayecto habitual a su hogar. Sin embargo, a unos pocos metros de alcanzar la puerta, un sonido llamó su atención. Era como el agitar de objetos metálicos, como cubiertos de hierro dentro de una cazuela o como un tren sobre las vías. Entonces, fue cuando vio al vagabundo, empujando su carrito metálico, saliendo de las penumbras.
    Sin apuros, el vagabundo empujó su carrito y le dijo —Joven… tengo algo para usted…— y de entre la basura sacó una cámara, justo la que Ariel quería. Después de darle un billete por el artículo, el vagabundo desapareció y ella corrió a su casa para abrir el paquete. Al llegar, probó la cámara para ver si funcionaba y tomó una foto. Y la foto que tomó ese día fue igual a la del día siguiente y al del día siguiente y de este bucle infinito no pudo salir nunca más.

FIN

martes, 11 de diciembre de 2012

11 – El dilema



  —Por favor, despierta…— dijo una mujer sollozando. En ese momento, tuve consciencia mi existencia, pero no estaba en ningún lugar y tampoco tenía un cuerpo. No me movía y el tiempo no pasaba. No sabía quién era ni dónde estaba. Mi mente era un vacío de oscuridad silenciosa donde lo único que existía era mi consciencia.
  —¡¿Hay alguien ahí?!— Grité. Pero no hubo respuesta, tampoco eco. Al menos sabía que no estaba en una cueva —¡¿Hay alguien?!— Insistí, sin resultados.
    El miedo de la desesperanza me abrumaba, la curiosidad no satisfecha me alteraba y la soledad me hubiera sofocado si tuviera cuerpo. Pero no podía sentir, ninguna emoción brotaba de mi corazón, ninguna alegría o tristeza. No tenía peso, pero eso no significaba que la experiencia era similar a flotar, simplemente existían mis pensamientos, sin cuerpo, sin forma, ni leyes de la física. Ideas subjetivas viajando en la nada.
    — No hay nada que temer, joven— dijo una voz de un hombre joven quien parecía hablar a través de un envase vacío o una radio. Pero su voz vino y se fue. Quizá sólo fue una alucinación mía. —Debes descansar— volvió a surgir la voz —Tienes que dormir— decía. Jamás en mi vida había escuchado esa voz antes, de eso estaba seguro como si tuviera mi memoria.
    —¡¿Quién está ahí?!— volví a gritar. Aún sin respuesta. En el vacío donde mi mente flotaba, surgían sonidos de repente. Algunos eran voces, otras sólo fragmentos de palabras indescifrables. Como un teléfono cuya señal está fallando.
    —¿Por qué debo descansar?— pregunté a la nada, sin saber qué esperar —¿Por qué debería dormir?— pregunté ya más para mí mismo, que para quien sea que estuviera hablando, si es que tal ser existía —¿Dónde estoy?— cuestioné, pero no recibí una respuesta directa. Sonidos inentendibles llenaban mi cabeza a ratos, pero sin sentido sólo confundía más.
    — Ya has estado aquí much… …es descans…— Insistía la voz del hombre, que era la que escuchaba más cercana— … relajarte… sólo duerme…— decía. Sus palabras resonaban en mi consciencia y me adormecían. Conforme me relajaba, todo se iluminó, como si un vehículo se acercara con sus luces prendidas en medio de la noche, pero esta luz no me molestó, al contrario, me hizo sentir de nuevo.
    La luz era abrigadora, cálida. La paz que sentía era aquella de flotar sobre un río calmo. Era como una droga que me dopaba. Ya nada me preocupaba, ya no había más problemas.
    —¡Despierta, por favor!— sonó. Y la luz se ahuyentó al instante, regresando al oscuro vacío donde sólo existía mi consciencia. La voz se me hacía familiar, la había escuchado antes. En realidad, ya antes había pedido que me despertara. No entendía qué estaba pasando. Los ruidos y las voces volvieron, como criaturas malignas que sólo salen cuando el sol se oculta.
  —…es muy tarde…— decía una de las voces —… salir de aquí… … … No habrá mañana… … Nueva vida…— el ruido que había hacía imposible comprender algo más, pero en el fondo era claro que alguien estaba llorando, un sollozo adornaba a lo lejos el caos de sonidos. No sabía quién era esa persona o ser, pero el sitio oscuro y frío en el que me encontraba era todo lo opuesto a la paz y tranquilidad de la luz.
  Inmediatamente que pensé en la luz, vino a mi mente la calma. Como una ser bañado por una ola de agua dulce, después de recorrer el desierto, la luz surgió y me rodeó. El placer que sentía era aquel de cuando uno se quita los zapatos y se acuesta para relajarse, después de un día arduo. La felicidad de terminar de leer un buen libro. Ese momento de desconexión durante un orgasmo.
  Como si todo mi peso se sumergiera en un colchón suave, me dejé de llevar. Flotando sobre una balsa inexistente a través de un río invisible de sutil corriente. El confort que sentía era del gusto más sencillo, de la textura más blande y tersa que puede existir. Era como el toque de un ángel o como ascender al cielo, donde verías a todos los seres que alguna vez amaste y perdiste.
  Conforme me dejaba llevar, iba entrando en un sueño profundo y por fin, una imagen vino a mi consciencia. Era la de un bebé, recién nacido, gritándole al mundo. Luego este niño crecía. Sus padres eran jóvenes, se divertían en el jardín de su casa con una manguera de agua. Ambos reían y un perro trataba de no mojarse más, pero su pelo ya estaba suficientemente mojado, así que se agitó para quitarse el agua, empapando a todo el mundo.
  El joven llegaba a la escuela, el olor de los salones era el de pintura fresco y plástico. Recordaba las risas de sus compañeros y su maestro que lo regañaba. Luego, con el cabello crecido y granos en su cara, el joven leía un libro mientras descansaba sobre la rama de un árbol y escuchaba música con unos audífonos. Con sus ojeras más grandes, el adolescente lloraba desconsolado en un árbol, pero una voz lo interrumpió —¿Estás bien?—preguntó una joven compañera suya. De inmediato, él se secó las lágrimas con su ropa.
  Esa voz le recordó a aquella que le pedía que se despertara y así comprendió. Haciendo un esfuerzo descomunal, se alejó de la luz y el vacío lo rodeó nuevamente, se vació en él, se dejó consumir por la oscuridad y de la profundidad pudo escuchar su voz, como un gemido de sufrimiento. Entonces, el dolor  apareció, junto con la sensación de su peso.  Tenía huesos fracturados y golpes.
  Cuando abrió los ojos, los doctores se alarmaron y lo rodearon las enfermeras, llenándolo de tubos. La sala estaba completamente iluminada y máquinas alrededor emitían pitidos y zumbidos, junto con la gente que iba y venía y gritaban utilizando terminología científica inentendible. Sin embargo, de entre el caos, los ojos llenos de lágrimas de una mujer se cruzaron con los suyos y ella se paró y corrió hacia sus brazos, haciendo a un lado a los doctores y enfermeras que lo custodiaban.
  Con un esfuerzo descomunal y su voz seca, el hombre que estaba acostado en la camilla, lleno de heridas, le alcanzó a decir —Gracias por despertarme…—
.


FIN

lunes, 10 de diciembre de 2012

10 – La Furia


 
      Era lunes y la luna ya casi había desaparecido por completo en el pueblo de Vallecalmo. Las tiendas comenzaban a aumentar sus ventas por los festejos del fin de año y el tráfico en las calles arreciaba. Las vacaciones estaban un paso más cerca y la mayoría gente se apresuraba a concluir sus actividades, pensando más en el descanso que en el trabajo, queriendo abrir regalos que aún no se han comprado. Conforme se adentraba diciembre, aumentaba el frío y las noches eran más oscuras.
    En un gimnasio en pleno centro de Vallecalmo, el corazón de un hombre se agitaba y bombeaba sangre a todo su cuerpo como un motor en su máxima potencia. Se trataba de Adrián, conocido en el mundo de la clandestinidad como el Buque Stukov, un traficante de narcóticos especializados para aumentar la musculatura, acelerar el metabolismo, aumentar de peso y todo tipo de suplementos y sustancias para mejorar el rendimiento. Cinco años atrás, él hubiera pasado las noches sumido en los libros, con su cuerpo aún adolorido por las palizas que recibía en su escuela todos los días. Pero ahora, su cuerpo endeble se había transformado por el de un atleta griego. Su sus músculos eran tan grandes, que tenía que pasar caminando de costado, como un cangrejo, por la puerta de su casa y aun así, no era un trabajo sencillo.
    Llevaba varios minutos levantando las mismas pesas sin parar. Ya casi todas las luces del gimnasio estaban apagadas y el lugar estaba vacío. Pasaba tanto tiempo en ese gimnasio, que había hecho arreglos con el dueño para tener una llave del lugar sabiendo que lo encontraría ahí, la mañana siguiente, levantando pesas o en alguna de las máquinas. En esta ocasión, Adrián se había inyectado un coctel de sustancias selectas, adecuadas a un régimen de calorías veinte veces superior al normal, las cuales obtenía únicamente a base de pollo, arroz, hongos y licuados de huevos con malteadas. Su mente sólo pensaba en hacer la repetición que seguía. Su nariz soplaba como una locomotora a vapor. Junto a él, unas bocinas tocaban un ritmo electrónico y repetitivo, monótono y minimalista.
    Se ejercitaba enojado. Esa semana había tenido una serie de desaciertos y su lunes no fue mejor. A Adrián le enfadaba cuando su régimen alimenticio y de ejercicio no le salía como estaba planeado. En la mañana, si licuadora se quemó y en un acto de furia la arrojó por la ventana, rompiendo un vidrio. Más adelante, alguien estaba usando su máquina preferida en el gimnasio y casi termina arrojado por la ventana también, si no fuera porque su amigo, el dueño, estaba por ahí a tiempo para calmarlo. Además, unas horas atrás, el celular se aplastó contra su mano, cuando sus dedos anchos no alcanzaban a teclear correctamente y, colérico, apretó su puño con el aparato adentro. Pero su mente no estaba concentrada en problemas mundanos. Para él, gastar energía pensando en cualquier cosa, que no sea el ejercicio, era un desperdicio de tiempo y esfuerzo.
    No sentía dolor en sus músculos, un torrente de energía corría por sus ventas, pero esta sólo se acumulaba más y más. Como si fuera un lápiz, lanzó las pesas que estaba levantando y éstas fracturaron el suelo al estamparse. Adrián, entonces, tomó una barra y la llenó con todas las pesas que pudo encontrar, de ambos lados. Empezó a levantarla y las venas de su cuello y cabeza parecía que iban a reventar. Pero no sentía dolor ni esfuerzo, la energía se acumulaba más y más y esto le frustraba.
    Por segunda ocasión arrojó la barra con las pesas hasta impactar el suelo y gritó de desesperación. Apretaba sus músculos tan fuerte como podía, tratando de que ese cosquilleo que sentía se reemplazara con el placer que viene con el dolor del esfuerzo físico, pero no era suficiente. Fue directo hacia  una de las máquinas que estaba fija al suelo con remaches bien atornilladas y de hierro sólido. Puso sus dos manos en los costados y empujó. El piso comenzó a crujir a los pocos segundos de que el gigante puso fuerza, pero por más que empujaba, la máquina no se movía. Sin embargo, su espalda tronó y el gigante cayó al suelo.
    Ese último tronido sí lo había sentido. Tirado en el suelo, sus músculos latían junto con su corazón, deseaba satisfacer su deseo de quemar calorías pero su espalda no le dejaba continuar.
  Su mochila  estaba a pocos metros de él y llegar hasta ella, sólo con sus brazos, le tomó el mismo esfuerzo que a cualquier otra persona le costaría cambiar la hoja de un libro. Al abrirla, varias jeringas y paquetes con pastillas y sustancias químicas se desparramaron por el suelo, junto con alcohol, algodones, gasas y bebidas energéticas. Aún en el suelo, se apoyó boca arriba y abrió los paquetes de pastillas, ingiriendo todas las que tenía, sin beberlas, simplemente masticándolas y tragándolas. Posteriormente, tomó una jeringa y empezó a inyectarse el contenido de ampolletas, una tras otra, mecánicamente, como si fuera un ejercicio, y él contaba cada una que metía en su cuerpo. Cuando se le agotaron los medicamentos, bebió de los refrescos energéticos y, entonces, su adrenalina se disparó al máximo.
  Se puso de pie de un brinco y apretó sus músculos tanto como pudo, mientras gritaba eufórico. Dio un salto desde donde estaba y su camisa se rasgó con el techo, él terminó por arrancársela y arrojarla. Inconsciente de lo que hacía, se dirigió hasta la salida corriendo y, al pasar por la puerta, sus brazos golpearon los costados de esta, pero no frenó su camino, los ladrillos salieron disparados como si hubieran explotado y el Buque salió a la calle.
  Afuera del gimnasio, cruzando la calle, estaba uno de los bares más exclusivos del lugar. Adrián era bien conocido ahí, sin embargo, al acercarse a la puerta, los guardias lo detuvieron de inmediato.
  —Sabes que no puedes entrar así, Stukov—. Le dijo uno de los guardias, ambos se conocían bien pues Stukov solía surtirle suplementos alimenticios. Pero, al ver el rostro del Buque, que era como un toro a punto de embestir a una bestia, le dijo rápidamente— ¡Anda! Consigue una camisa y te invito una copa… o mejor… ¡Una botella!— agregó nervioso.
  El gigante intentó responder y sonidos salieron de su boca, pero parecían más bien gruñidos. No podía articular palabra alguna y empujó al guardia con sus dos manos. Este hombre, que pesaba más de cien kilos, fue a dar a una pared a dos metros de distancia y cayó tan adolorido que le fue imposible levantarse.
  Inmediatamente, los otros dos guardias se abalanzaron sobre el gigante, pero era inútil. Stuvok los tomó de sus cuellos y apretó tan fuerte que sus ojos salieron disparados y sus cabezas se separaron de su cuerpo, mientras gritaba maniaco. La gente entró en pánico, algunos de los que estaban en la fila corrieron y se tropezaron con la soga que servía de separador. Otros buscaron dónde esconderse y algunos pocos estaban paralizados del terror. Una joven se quedó parada en la fila, gritando descontrolada y el Buque fue directo hacia ella.
  Cuando estuvo a un metro de distancia, un par de hombres se interpusieron para ayudar a la dama en apuros y uno de ellos dirigió su puño contra El Buque, pero este último no se movió ni un centímetro. Quizá, si hubieran golpeado un edificio, este hubiera temblado, pero no Stukov, quien arrojó a los tres con un solo movimiento de su brazo. Una patrulla de policía se detuvo y los agentes salieron con sus pistolas apuntando al monstruo.
  —¡Alto ahí!— Le gritaban desde un altavoz — ¡Alto o disparamos!— Pero, en la cabeza de Adrián, esas voces apenas y eran perceptibles. Corrió hacia la calle hasta un automóvil que estaba estacionado frente al bar y entre Stukov y los policías. Puso sus dos manos bajo el vehículo y lo elevó por los cielos, como si se tratara de la caja de cartón de un refrigerador, cayendo sobre y destrozando el vehículo policial. Ambos policías saltaron y apenas alcanzaron a salvarse. Les costaba trabajo entender lo que había pasado, pero esos segundos de confusión fueron suficientes para que El Buque tomara a uno de ellos de su pierna y lo lanzara a volar. Su cuerpo fue a dar en el techo de un edificio.
  El policía que quedaba vivo, le quitó el seguro a su arma, cargó y jaló del gatillo seis veces. Pero las balas no detuvieron al buque. En realidad, no daba muestras de haber percibido los balazos, sólo fue hacia el policía y lo aplastó como un elefante pisoteando a un león. Pero Adrián no estaba satisfecho aún, al ver el edificio de oficinas que tenía al lado, tuvo una necesidad de derribarlo, como si fuera un oponente que debía derrotar. Puso sus manos en las paredes y empujó con tanta fuerza como pudo, pero el edificio no se movía. Además, tenía seis agujeros de bala en el pecho y, cada vez que su corazón latía,  chorros de sangre salían de su cuerpo, manchando de rojo a su alrededor.
  Empujó una segunda vez sin resultados. Entonces, golpeó repetidas veces la pared con sus puños y de sus nudillos empezó a salir sangre. Los huesos de sus manos estaban a punto de romperse cuando todo se desvaneció. Su gigante cuerpo se desplomó en un charco de sangre, pálido e inconsciente. Su cerebro, sin sangre, murió y su corazón lo siguió. Falleciendo así El Buque Stukov.

FIN

domingo, 9 de diciembre de 2012

09 – El espejo del Tzelaga.



    Una gota de agua se escurría a través de la piedra, cayendo por una gotera hasta tocar el suelo de La Cueva de los Cráneos, orquestando el ambiente junto con sonidos de tambores de piel, huesos huecos golpeados con troncos de árboles y cascabeles hechos con semillas dentro de cáscaras secas. Dentro de esta cueva,  armado de una antorcha que le iluminaba el camino y una espada, se encontraba Esquilax, un héroe que vagaba por el mundo en búsqueda de peligros y tesoros.
  Esta vez, después de salvarle la vida a decenas de pobladores tras derrotar a un dragón, fue recompensado con un libro tan viejo que sus hojas parecían las de los árboles en otoño.  De este libro obtuvo un mapa que lo guió hasta esta cueva bajo la sospecha de que al final encontraría una corona de luz que le daría al guerrero la capacidad de convertir la noche en día donde sea que él esté. El lugar debía su nombre a los cráneos que decoraban las paredes a cada lado. Cientos o miles de cráneos, uno junto al otro, como miles de caras sin ojos que te observan mientras se atravesaban los peligros del sitio ancestral.
  Esquilax surcó corredores, cámaras, pasillos y pasadizos, rogándoles a los dioses, que lo bendijeron por sus sacrificios y martirios, para que el fuego de su antorcha no se apagara. Sin embargo, la rama de madera que sostenía en su mano fue encendida por el alquimista del pueblo y le aseguró que su llama no se acabaría. Llevaba horas moviéndose a través de hordas de esqueletos armados con lanzas, espadas, escudos, arcos, flechas, ballestas y otros esqueletos con armaduras pesadas y sables de hierro gruesos como un brazo humano, tanto que podrían partir el tronco de un árbol de un golpe.
  Finalmente, alcanzó la cámara más amplia y grande de todo el complejo. El techo era tan alto como un árbol y se sostenía por columnas talladas con historias de batallas épicas y fantásticas. Una mesa rústica de madera se extendía en el centro con platos, tazas, vasos, velas, cubiertos y algunos canastos con panes y frutas momificadas. Sin embargo, todo estaba pintado por una capa de polvo y decorado con telarañas, unas encimas de las otras, como sábanas que cubrían una habitación sin uso.
  En las paredes se encontraban nueve sarcófagos, ocho estaban en los dos costados (había 4 de cada lado) y uno en la pared de enfrente. Aquellos de los costados eran de dos metros de altura pero el noveno de ellos medía un brazo más.
  En el momento en que Esquilax dio un paso dentro de esta cámara, detrás de él, cayó una reja de metal sólido que se clavó en el suelo de piedra, haciendo primero un ruido como de cadenas y posteriormente un estruendo al penetrar la roca. Posteriormente, las puertas de los ataúdes fueron empujadas desde adentro y de ellos salieron esqueletos que portaban armas y cuyos ojos brillaban verdosos. Parecidos a los esqueletos contra los que Esquilax se había enfrentado antes, estos diferían del resto pues poseían una mayor altura y todos portaban coronas doradas sobre sus cabezas huesudas.
  El esqueleto que surgió del ataúd del centro también poseía una corona, sin embargo, de este aditamento surgía luz como si de una antorcha se tratara. Ese debía ser el tesoro que Esquilax estaba buscando. Al instante, los esqueletos fueron a atacarlo: Tres de ellos estaban armados con flechas y arcos; otro, tenía una ballesta; del resto, dos blandían espadas y otro par más empuñaban hachas de guerra. El esqueleto de la corona brillante, cargaba consigo una lanza dorada ornamentada con piedras preciosas, de la cual empezaron a salir chispas y rayos que se abalanzaron directamente contra Esquilax.
  El guerrero dio un salto para resguardarse detrás de una columna y las flechas volaron a pocos centímetros de él. Sujetó su antorcha con piedras y se asomó para analizar la situación. Los cuatro guerreros con armas de corto alcance se dirigían corriendo hacia él, mientras que los esqueletos que lanzaban flechas se mantenían a una distancia segura. El esqueleto de la lanza dorada  no se movía, seguía parado justo donde había puesto sus pies huesudos al salir del ataúd.
  Esquilax, entonces, salió corriendo de detrás de la columna, hacia el par de esqueletos con espadas que ya estaban a unos metros de él. Cuatro flechas volaron en su dirección en un instante y fueron a dar directo al cráneo de uno de los esqueletos que se encontraba en medio del camino. Esquilax arremetió con su espada contra el otro monstruo. Con el mismo impulso, dio un salto para volver a resguardarse detrás de la columna. Las flechas alcanzaron a rozar uno de sus zapatos de cuero, apenas rayándolo como si fueran agujas.
  Rápidamente, Esquilax corrió, tan agachado como pudo, hasta el otro lado de la cámara y pudo posicionarse detrás del esqueleto que portaba una ballesta, al cual le fue imposible defenderse del filo de su espada. Los guerreros armados con hachas dieron media vuelta para ir tras Esquilax, mientras que el esqueleto de la corona brillante volvió a atacarlo, desde su lugar, con una ráfaga de chispas y rayos. Pero, esta vez, Esquilax golpeó este meteoro mágico con su espada, como si bateara una pelota y los rayos fueron a dar contra el grupo de tres arqueros, que estaban a punto de soltar sus flechas en dirección a donde él estaba, regando sus huesos por doquier.
  Los últimos dos entes, aquellos armados con hachas, corrían hacia donde estaba Esquilax. El  esqueleto del casco brillante apuntó su lanza hacia el guerrero y arremetió por tercera vez. Esquilax se hizo a un lado, de inmediato, y el poder oscuro del hechicero impactó contra los últimos dos esqueletos. Ahora estaban solos Esquilax y el hechicero de la corona dorada. Ambos se miraron a los ojos. Los del esqueleto no eran más que cuentas huecas de las cuales provenía un brillo verdoso.
  Esquilax metió su mano en la bolsa y, antes de que el esqueleto pudiera darse cuenta, una bomba de humo explotó entre los dos. El esqueleto empezó a lanzar bolas de fuego por todo el lugar, pero el filo de la espada de Esquilax decapitó su frágil cuello de un solo golpe. El cuerpo del esqueleto cayó como una pirámide de dominós y su cráneo fue a dar a unos metros de la mesa. El guerrero tomó la corona que brillaba y la admiró, pero no se la puso, la guardó y se dispuso a salir de la cueva, cuanto antes, para llevarla a un lugar seguro, pero notó algo detrás del sarcófago principal.
  Un tenue rayo de luz salía por detrás del ataúd de piedra. Era imposible que el fuego pudiera estar prendido en un espacio cerrado tanto tiempo, pues el polvo que se acumuló junto a ese ataúd sugería que la cámara no fue abierta en cientos o miles de años. Esquilax, curioso, se acercó a la lápida y quiso moverla empujando tan fuerte como pudo. Al fracasar sus intentos, tomó varias espadas de los guerreros caídos y las usó de palanca. De esta forma, el ataúd se movió suficientes centímetros como para que entrara su cabeza, y por ende, el resto de su cuerpo.
  Detrás del sarcófago había oscuridad y piedras regadas al azar. No parecía haber sido construido deliberadamente, más bien lucía como un error en la construcción. Sin embargo, tirado en la tierra había un espejo con un marco de plata. Del vidrio salía luz, como una lámpara y el guerrero se escabulló entre el pasadizo para agarrarlo pero, antes de que le pusiera un dedo encima,  un espíritu se manifestó a su lado y su grito hizo eco en todo el recinto —¡ALTO AHÍ!—.
  Sin pensarlo dos veces, Esquilax adoptó posición de combate y sacó un cuchillo que escondía en su ropa. Sus labios no se movieron, pero su rostro mostró fortaleza.
  —No vengo ni puedo hacerte daño, soy sólo un espíritu sin cuerpo. Yo soy el creador de este espejo y las calamidades que ha traído al mundo condenaron a mi espíritu. Para redimirme, mi alma vivirá el resto de los tiempos junto al espejo, para advertir de los terrores que lleva consigo. Pero escucha bien, pues sólo una vez te lo diré, el Tzelaga no puede tomarse a la ligera, es un portal a otra dimensión y cualquiera que se observe en él pagará la pena máxima, no en su cuerpo sino en su alma— dijo el espíritu y al momento su cuerpo se desvaneció como el humo del incienso a la intemperie.
  Edgar, que era el joven que jugaba el videojuego, nunca había oído hablar del Espejo del Tzelaga ni de una bóveda secreta detrás del sarcófago del rey esqueleto. Pensaba que se trataba de un error, guardó el juego sin tomar el espejo y lo cerró. Recorrió foros y páginas dedicadas a ese videojuego, buscando por “El espejo del Tzelaga”, pero después de varias horas de exploración no pudo encontrar ni un rastro y la única respuesta lógica que obtuvo era que se trataba de un extraño error  en la programación y que lo mejor era reiniciarlo.
  Hambriento y cansado de que lo llamaran loco, se levantó de su asiento con la espalda adolorida y emprendió el rumbo hacia su cocina. Pero, cuando apenas había dado unos pasos fuera de su  computadora, a Edgar le pareció ver un brillo plateado, sobresaliendo entre las mantas de su cama. Atraído y maravillado, avanzó hacia él. En su mente, caminaba sigiloso y con la guardia en alto. Cuando estuvo a un metro del objeto, pudo descubrirlo jalando la manta que lo tapaba.
  Su boca estaba abierta completamente, su corazón se agitaba y sus ojos no podían creer lo que veían. El Espejo del Tzelaga se encontraba ahí mismo, frente a él, en su habitación. Recordó la advertencia que escuchó en el videojuego pero, en esta ocasión, el espíritu no se manifestó, ninguna voz sonó en su cabeza. Sólo eran él y el espejo.
  La tentadora idea de observar otra dimensión a través de un espejo mágico le fue irresistible a Edgar, especialmente con un cuerpo tan cansado, que había vivido tanto tiempo en la fantasía. Por lo que tomó el espejo con sus dos manos, lo colocó frente a sí y pudo ver un remolino de nubes que giraban en espiral y se precipitaban al fondo de un agujero negro  del cual salían rayos y chispas de todos los colores del espectro observable. Este remolino, comenzó a jalar la cabeza de Edgar hacia el fondo del agujero y su cabeza atravesó el cristal.
  Algunos pedazos de vidrio se enterraron y otros le abrieron la piel  de su cráneo cuando este atravesó el marco. El golpe fue tan duro que su cuerpo cayó del asiento de su computadora, quedando más inconsciente de lo que estaba y muriendo a los pocos minutos. La policía de Vallecalmo encontró su cuerpo junto al asiento de su computadora, con el monitor destrozado y registraron la muerte como un suicidio.

FIN

sábado, 8 de diciembre de 2012

08 - La muerte de El Maestro de los sueños.



    Este es el sueño más extraño que he tenido:
  El océano era la cosa más hermosa que jamás había visto en mi vida. Sabía que sólo era un sueño, pero el cielo estrellado y la inmensidad del mar me daban la impresión de que viajaba por el espacio, a través del universo. Estaba acostado sobre una balsa que flotaba a la deriva, no sabía a dónde iba pero no me importaba, sólo tenía ojos para la noche. Fue entonces cuando lo vi. Un guerrero espléndido, con el cuerpo de un atleta griego, vistiendo varias capas de telas blancas como el brillo de la luna. Tan lejos como un avión, volando en el aire.
    Al principio pensé que se trataba de algún recuerdo perdido, alguna idea o quizá un objeto similar, como telas o cortinas, pero en mi memoria no hallaba un ser con tales características. Observé desde mi bote a este personaje, utilizando unos binoculares que obtuve en una tienda junto al lago, la intención era observar aves en los bosques y montañas que rodean Vallecalmo, pero funcionaban igual de bien en mi sueño. De cerca, el ser parecía un dios. No emitía luz ni tampoco estaba iluminado, sin embargo, su figura lucía clara como el día.
  Al estirar mi nariz, sentí el fresco olor de las plantas cuando están mojadas, pero no como los pinos que rodean Vallecalmo en invierno, sino de alguna planta más ácida como el pasto, de una temperatura más fría y a una altura superior. Quien fuera este ser, detuvo en un instante su vuelo y volteó su cabeza hacia donde yo estaba. El habrá notado que yo lo observaba, pues surcó el cielo hasta acercarse a unos metros de mi embarcación.
  —¿Estás consciente de que esto es un sueño?— Preguntó el ser de las ropas blancas. De cerca, pude ver que medía casi dos metros de altura. Su voz era grave, casi como un oso o un león, Intimidante y su rostro estaba tapado, a excepción de sus ojos.
  Los ojos de este ser parecían el negativo de una película, pues aquella parte blanca del ojo estaba ennegrecida como el cielo y el centro oscuro del ojo brillaban como estrellas. Las telas de su ropa se agitaban como látigos por el viento. Su cercanía me daba la sensación de estar en un lugar elevado, como en la cima del mundo, como en el cielo o el monte olimpo.
  —No es cualquier sueño, es MI sueño y  exijo que te presentes o te vayas de aquí de inmediato— Le respondí con firmeza. Después de todo, era mi sueño, eran mis reglas, no importa que truco intentara, no me ganaría.
  —De ser así no me dejas otra opción…— el tono de su voz cambió y su complexión parecía más delgada. Después de dar una alabanza, continuó —…Se me conoce como El Maestro de los sueños. Viajo a través de las mentes de aquellos que duermen y busco tesoros y conocimientos que no existen fuera de las cabezas de las personas, aquello que nunca ha sido pronunciado o escrito—
  Yo ya no sabía qué decir, de todas las noches de mi vida, entre miles de sueños, jamás me había topado con una situación similar. ¿Cómo pudo meterse este, así llamado, Maestro de los Sueños a mi cabeza? ¿Sus intenciones eran buenas? Si podía entrar a mi cabeza ¿Estará escuchando estos pensami…?
  —Escucho todo lo que piensas…— Me interrumpió el sujeto —…cada idea o palabra y siento lo mismo que tú sientes, existo en el mismo plano que tú, ahora, tu cuerpo y tu mente no existen, sólo estamos tú y yo. Pero es coincidencia que aquí me encontrases. Yo sólo viajaba de mente en mente buscando la entrada a un objetivo en particular. Pero tú… Eres un ser extraordinario. Sin saber de mí y sin mis conocimientos… No entiendo cómo has logrado tanto. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Ese es tu verdadero ser?— Me preguntó.
  —Mi verdadero ser y el único que tengo— le respondí extrañado —Vivo en un pueblo llamado Vallecalmo— Al momento de decir esto, las imágenes del pueblo tomaron posesión del paisaje. Sus parques y sus casas. El muelle, el lago y las montañas con sus picos nevados que rodeaban el pueblo — Jamás había escuchado hablar de ti, yo sólo se que estoy durmiendo porque me es fácil darme cuenta si estoy soñando  o despierto. Y en este momento estoy soñando, pues no estarías volando en el aire y no habríamos pasado de un océano tranquillo a un valle calmo—.
  —Me impresionas— dijo. Pero sus ojos negros eran completamente inexpresivos. Como la mirada de un monje en meditación, que no piensa y no siente, con su mente en blanco — Yo soy El Maestro de los Sueños, he viajado por el tiempo y el espacio, en el mundo de los sueños. He luchado en inmensidad de batallas, acabado con los seres más temibles de este planeta y de otros lugares del espacio. He estudiado por milenios el mundo de los sueños y enseño a aquellos que están dispuestos a aprender el arte de viajar en los sueños. Pero tú… Aprendiste por tu cuenta. Eres una anormalidad en este mundo, no deberías de existir. Tu cuerpo habría de vagar, en este plano, sin consciencia de sí mismo—El Maestro de los Sueños se mantenía erguido, flotando en el aire, posado inmóvil y nada más, pero sus ropas que se agitaban con el viento daban la impresión de que vibraba o se convulsionaba.
  —Este sueño ya no me está gustando del todo— pensé — Voy a despertar y espero que cuando vuelva a dormir ya no te encuentre por aquí— cuando dije esto, él estiró su brazo tratando de agarrarme, pero cuando abrí los ojos, todo había desaparecido. Sólo estaba yo solo en mi cama, de vuelta en mi hogar. Estaba convencido de que era un mal sueño y que este dichoso Maestro no volvería a aparecer, así que, me acomodé en mi cama, me tapé bien y a los pocos segundos ya estaba dormido como si nada hubiera pasado.
  Empecé a soñar casi de inmediato. Ahora me encontraba en un vasto desierto de tierra y piedras. Algunas plantas crecían entre las rocas, pero se podían contar los dedos de la mano. El cielo tenía un color violeta y el aire que soplaba era seco y cálido. Me movilizaba descalzo a través de un camino de piedra, al estilo romano, que no llevaba a ningún lado. Gustaba de vagar, simplemente, observar el paisaje y experimentar la variedad de sensaciones, olores, colores y texturas.
  Comenzaba a disfrutar del sueño, al final del camino había una construcción antigua, como una pirámide o un templo de culturas prehispánicas, con lo que parecía una alberca olímpica llena de agua verdosa en el centro. Sin embargo, algo se elevaba por encima de esta construcción. Flotando por los cielos, con sus ropajes blancos que asemejaban a aquellas ropas árabes del desierto. Era El Maestro de los Sueños y me estaba esperando.
  Al acercarme al monumento, escuché su voz en mi cabeza, aunque no vi si él movía la boca o no —Ven aquí. Vuela…— me dijo y, sin pensarlo dos veces, mi cuerpo dejó de ser afectado por la gravedad y se elevó por el aire hasta llegar tan alto como el maestro —Nadie puede irse de un sueño si El Maestro de los Sueños no lo permite y el castigo para eso es la peor pesadilla de tu vida— En ese momento, metió su mano entre sus ropas y sacó una espada más larga que su mismo cuerpo.
  —¡Nada de pesadillas!— Le grité, con susto pero enojado a la vez— Este es MI sueño y no hay forma posible de que puedas dañarme— Pero a él no le importó, arremetió contra mí con su espada, apuntando el filo hacia mi cuello y esta impactó justo donde él quería. Sin embargo, no hubo daño alguno, era mi sueño y yo ponía las reglas.
  El volvió a blandir su espada y arremeter contra mi cuerpo, apuntando directo a mi corazón, pero la espada se frenó contra mi piel, como si se tratase de acero sólido —Nada de lo que hagas funcionará— le insistí y, por un instante, pude ver un dejo de expresión en sus ojos, como frustración o enojo. Este maestro de los sueños, no era tan poderoso como se hacía llamar, si eso era todo lo que él podía hacer, era el momento para contra atacar.
  De la bolsa de mi pantalón saqué un revolver y apunté hacia El Maestro de los sueños. Él puso su mano frente a la pistola, retador pero seguro, como si fuera a detener las balas que de esta salieran. Mas le volví a insistir… —Mi sueño, MIS reglas—y jalé del gatillo hasta descargar el arma. Las balas impactaron en el cuerpo del maestro y lo atravesaron como si fuera una almohada. Pronto, la sangre comenzó a brotar de los agujeros, manchando de rojo sus telas que antes eran blancas.
  Los ojos de este ser expresaban dolor como si nunca antes lo hubiera sentido. Dejó caer su espada, que se clavó en el fondo de la piscina después de atravesar el agua, y tocó sus heridas con la mano, veía la sangre como quien no sabía que eso estuviera dentro de su cuerpo. Sus ojos, entonces, se cerraron, y su cuerpo fue jalado por la gravedad y se impactó en el suelo del monumento. Cuando bajé para mirar su cuerpo más de cerca, este había desaparecido, dejando atrás sólo sus ropas blancas, manchadas de sangre, que volaban por el cielo.
  A partir de ese día no volví a escuchar de El Maestro de los sueños. Excepto que comenzó a correr el rumor de un monje tibetano que falleció después de 80 años de meditación, del otro lado del mundo. Las ropas de esa orden de monjes eran sospechosamente parecidas a las de El Maestro de los sueños, pero la vida del maestro o del monje era todo un misterio.

FIN