martes, 16 de noviembre de 2010

El Camino Oscuro.

La caía de la noche en el Pueblo de Tunric era esperada con terror por los pobladores, pues diario se escuchaban horribles historias de viajeros que deambulaban por los caminos boscosos a la faldas de las montañas y de las horripilantes abominaciones que atacaban a cualquier despistado que tuviera la mala fortuna de quedarse fuera del pueblo a la merced de las tinieblas.
El cielo estaba iluminado de un anaranjado vivo, pero el sol ya se ocultaba detrás de las montañas y la neblina comenzaba a aparecer de las profundidades del bosque, como una maldición espectral que tomaba control de la noche. Un par de guardias azotaban a las mulas para cerrar los portones hechos de troncos tan gruesos como un hombre, pero a lo lejos se escuchó de repente el eco de los cascos de un caballo que se acercaba a toda marcha. El portón dejó de cerrarse cuando las mulas entraron en pánico ante el sonido escalofriante de los cascos azotando el camino con todas sus fuerzas.
Los guardias miraron alrededor sin suerte, el galopar de la bestia se escuchaba cada vez más cerca, pero el sendero estaba cubierto de una neblina densa y la sombra de los árboles llenaba el lugar de oscuridad. Los valientes guardias estaban asustados, pues de ese camino se sabía que vivía un demonio a caballo que cortaba la cabeza de cualquiera que se encontrara a su camino. Aferrados a sus ballestas que apenas pudieron cargar por el nerviosismo que les provocaba tener que enfrentarse a un tal sanguinario oponente. Hasta que una silueta fantasmal llegó al punto visible del camino. Un jinete cubierto por una capucha y una capa que formaba figuras espectrales con el viento. En un segundo, el jinete ya había atravesado el portón del pueblo y bajaba de su caballo. Una figura humana surgió detrás de la capucha, lo que hizo suspirar a los guardias, y después de susurrarle algunas palabras al alguacil, se retiró a prisa hacia la cantina. Los guardias estaban temerosos pues recibieron la orden de no cerrar el portón.
El cielo pasaba de un tono cálido a un azul profundo, como el fondo del mar, y nubes espesas de tormenta, que tapaban la luz de las estrellas. Un hombre salió corriendo de la cantina y miró hacia el horizonte. Su cara tenía una expresión de angustia y buscaba con desesperación un rastro del sol, pero la noche ya había llegado. Se quedó parado un instante, como esperando que las nubes dejaran entrar algo de la luz de las estrellas, pero el viento soplaba con más fuerza y todo indicaba que se acercaba una presencia siniestra. Volteando hacia el portón abierto, podía ver la luz amarilla de las antorchas que apenas lograba adentrarse unos metros en la espesura del bosque. La neblina y la oscuridad eran demasiado poderosas y al caer la noche tomaban control del bosque. La gente empezó a encerrarse en sus casas y antes de darse cuenta el lugar se había convertido en un pueblo fantasma. Sólo los guardias quedaron fuera, parados en sus atalayas, sosteniendo sus ballestas aún cargadas, mirándolo con duda.
El hombre apretó el puño y los ojos fuertemente y caminó hacia el portón con decisión. Tomó una antorcha y salió del pueblo. Tras de él, el portón hizo un chirrido infernal mientras se cerraba y después, un golpe hueco al quedar sellada por dentro, que hizo eco en el camino. Avanzó por el camino con paso firme y su única arma era la antorcha que apenas iluminaba, pues su fuego tambaleaba y se retorcía con la fuerza del viento y la neblina era tan densa que podría haberla apagado, pero esta neblina era extraña, había algo diferente en ella, en cómo se comportaba.
La oscuridad era abismal en el camino que comenzaba a encharcarse por una fina lluvia helada que caía por ratos, pero la neblina lo devoraba todo. Era como un animal salvaje y hambriento que salía de la oscuridad del bosque y envolvía los árboles, las rocas y el camino. La débil antorcha era presa fácil ante la densa niebla, pero parecía que el espíritu del hombre la mantenía con vida. Apenas dando suficiente luz para ver dónde sería el siguiente paso.
Un mar de negrura se extendía más allá de la luz de la antorcha. El viejo camino era conocido por estar repleto de bandidos. Las historias de fantasmas y licántropos mantenían a raya hasta a los guardias más valientes y el lugar se había convertido en un sitio perfecto para ocultarse y cometer atracos. Los rufianes que se ocultaban en la oscuridad eran conocidos por robar a sus víctimas y luego asesinarlas sin piedad. Y el sonido de los cuervos a los costados del sendero le hacía recordar lo peligroso que había sido su travesía en medio de la noche, pues no había duda de que se alimentaban de algún cadáver de animal, humano o quizá algo más siniestro.
El peligro más grande de ese camino eran los licántropos. Feroces criaturas que salían al caer la noche para alimentarse de seres humanos. Mitad lobos y mitad humanos, fueron antes personas que cayeron ante la maldición del hombre lobo pues fueron atacados por otros licántropos y han sido malditos por sobrevivir. En el camino oscurecido por la noche, los aullidos de lobos a lo lejos entonaban una melodía espectral. A este cántico noctámbulo se sumaban el crujir de las ramas secas en los árboles muertos y el silbido del viento entre los riscos y los pinos. La noche cobraba vida en forma de sonidos, ninguna imagen se veía alrededor pero todo tipo de crujidos, pisadas, gruñidos y aullidos venían de los costados sin que nada apareciera.
El viento parecía cantar un himno antiguo, como invocando a un demonio en un ritual ancestral. Voces humanas y otras en lenguas desconocidas provenían del bosque, fuera del camino de tierra y piedras. La sombra que brincaba con el fuego tomaba formas de espíritus que bailaban alrededor de un fogón. El frío comenzaba a calar los huesos y el cansancio hacía cada vez más lento el andar. La luz de la antorcha luchaba por sobrevivir aunque su muerte pronta era inevitable.
Cada paso lo acercaba de su destino, pero la noche era escalofriante. Quizá una mala fecha, algo maligno habrá pasado un día como este que desató la furia de los seres que viven por estos bosques. Quizá sean los licántropos o los ladrones, los espectros o los cuervos o quizá otra criatura malvada y perversa. La noche era densa y fría como un hielo, cualquier abominación podría decidir aparecerse en cualquier momento y la urgencia obligaba a seguir por el camino oscuro.
Implacable, una espada no hubiera servido contra la criatura que era el camino mismo. Cruzarlo en tales fechas, después de la caída de la noche, era una perdición pues los espectros iban consumiendo el espíritu de hasta que el cuerpo caía muerto, hueco y vacío, convertido en una estatua gélida. Todos los días tu cuerpo servirá de alimento para los cuervos, tu alma vagará por la noche junto con los demás espectros y tus sollozos se oirán cada noche con los vientos.
Sólo el fuego de la antorcha, que a cada instante se hacía más débil, mantenía a raya a los demonios del camino oscuro. El fuego en la punta chisporroteaba y de momentos parecía convertirse en un carbón al rojo vivo, que volvía a encenderse débilmente, como un barco hundiéndose a lo lejos, que se sumerge poco a poco y el oleaje hace parecer que el fin ha llegado para después revelar la última parte a flote y con cada subida y bajada de las olas, el mar rebela cada vez menos bote hasta que el barco desaparece en las profundidades del mar para siempre.
A los lados podía escucharse los gruñidos de bestias más terrenales. La luz de la antorcha encendía sus ojos rojos con cada arremetida del viento. Caminaban a la par, al acecho, esperando el momento indicado para atacar. Son bestias demoniacas y perversas, cobardes por naturaleza, esperarán a que la debilidad te derrote antes de entrar en batalla directa. Cualquier signo de agotamiento podría ser la señal de ataque. Pero salían del camino, se mantenían ocultos en la espesura, caminando en dos patas y sólo parando para aullar, primero uno y luego todos en grupo.
Los espectros que atacaban de frente parecían finos hilos blancos que se arremolinaban y cortaban la ropa y la piel a su paso. La luz de la antorcha estaba a punto de desfallecer, no había tiempo de detenerse pues seguramente los licántropos saldrían por todos lados en un instante, listos para matar. El fuego era la única esperanza y el viento, que no fue suficiente para apagarlo, se convirtió en una ventisca helada. Un monstruo de nieve bajó de la montaña y mientras bajaba arrojaba grandes bolas de nieve por todos lados. La nieve y la ventisca apagaron la antorcha y por un momento hubo silencio, pero los licántropo rompieron ese momento con sus aullidos y los sollozos de los espectros que comenzaron a gritar y a robar toda la energía de su cuerpo. Cuando los licántropos habían llegado, el cuerpo no era más que un caparazón vacío, pues el camino oscuro se había tragado su alma y había convertido su cuerpo en una estatua congelada.
El viajero nunca llegó a su destino. Su cuerpo quedó tirado a un costado del camino y los cuervos se alimentaron de él de día y su espíritu vagó por las noches en ese camino oscuro, cazando a otros viajeros cuando las noches son más largas que los días y sus sollozos se perdieron con los gritos y lamentos de otras almas que vagarán malditas para siempre en el camino oscuro.
FIN