sábado, 19 de febrero de 2011

La Luna Negra


    La lluvia inundaba las avenidas, tarde por la noche, cuando el último camión transportaba a su último cliente, en la última parada. Miraba a través de la ventana tratando de ver el cielo de noche desde su asiento, pero las nubes eran densas y la lluvia arreciaba más y más... Con la esperanza de ver una estrella o la luna, no apartaba su mirada de la ventana del camión mientras que el ambiente estaba orquestado por el sonido del motor, los frenos y otros vehículos que pasaban, además del constante y monótono ruido de la lluvia que seguía y seguía.

    El camión iba particularmente lento esa noche, pues las calles estaban encharcadas, pero finalmente, después de un pesado y largo recorrido, llegó a su destino. El pasajero sacó un paraguas y bajó a la acera, empapando sus zapatos y su pantalón. El sonido del motor se perdió a los pocos metros entre el escándalo del aguacero pero las luces se podían ver todavía a lo lejos, hasta que fueron devoradas por la tormenta, como todas las estrellas, y el pasajero siguió su camino.

    A paso firme, empezó a caminar hasta su departamento —Unas cuadras en la oscuridad… podré soportarlo— pensaba. Se encontraba en estado de alerta, poco podía oír más allá del sonido de la lluvia que seguía y seguía, y la noche era tan oscura que parecía que las nubes bajaron hasta la calle y taparon también las luces de la ciudad, como una criatura que se tragaba toda la luz a su paso. Hacía frío y había un aire de rareza en el ambiente… Como un olor a humedad, suciedad o moho.

    No podía escuchar cada paso que daba por la tormenta y sentía que sus calcetines se humedecían hasta quedar empapados como su pantalón que se mojaba y absorbía el lodo que subía desde su tobillo casi hasta sus rodillas. Respiraba el aire frío y húmedo, sentía que se ahogaba pues la lluvia era tan intensa que era como estar sumergido en un lugar profundo y frío. Mientras que ráfagas de agua y viento azotaban contra él, mojándolo por completo, y a veces tan fuertes que casi lo derribaban. Su sombrilla negra fue arrebatada de su mano con un zarpazo de la tormenta.

    Como ya estaba todo mojado, comenzó a seguir su paraguas bajo la tormenta, calle abajo. Estiraba su brazo para agarrar su paraguas, pero el viento lo apartaba, como burlándose de él, pero al extender su brazo tanto como pudo, alcanzó a agarrarlo por el mango, justo a tiempo para darse cuenta que se encontraba al borde de una ladera de piedra. El paraguas estaba roto y ya no servía para nada. Antes de darse cuenta, el desconocido estaba ahora perdido en la tormenta. No sabía a dónde ir y tampoco había nadie a quién preguntarle, mas a lo lejos escuchó una voz que llamaba.
   
    Cerca de la ladera, se escuchaba una voz aguda y triste que resonaba con eco. Al asomarse por el precipicio podía verse, entre la oscuridad, un tubo de desagüe que tiraba agua sucia al río y más cerca aún se podía oír con claridad un grito de “Ayuda” en la voz de una niña. Al instante, pasó de un estado de alerta, como suspicaz, a uno más agresivo y precipitado. Su corazón se aceleró, junto con su respiración. Sentía el frío de la lluvia en todo su cuerpo, pero no le molestaba, se deslizó por la pendiente, entre lodo y piedras, y cayó justo junto a la salida del desagüe, de donde provenía la voz.

    En la densa oscuridad que cubría la ciudad entera, apenas y podía verse ese tubo de desagüe, pero era tan grande como para que un adulto entrara por ahí y un agua maloliente salía de él todo el tiempo. Pasaron unos segundos hasta que, del fondo de ese tubo, se volvió a escuchar: “¡Ayuda!” en una voz pequeña, pero débil, como seca o hambrienta. Una criatura hambrienta viviendo en la ciudad, en necesitad de alguien que la alimentara, pues ella misma no podría salir a conseguir comida por sí misma, como si estuviera atrapada en ese tubo, condenada a padecer de frío, oscuridad, soledad y hambre en una ciudad impía que no perdona.

    El hombre miraba el fondo, mientras se sujetaba de las orillas del tubo, intentaba acostumbrar sus ojos a la oscuridad hasta que, con dificultad, pudo distinguir un rasgo humano entre el agua. Una mano pequeña, sucia y delgada, parecía de un niño o una niña indefensa. Diciendo palabras esperanzadoras, el alcanzó el brazo pequeño y, delicadamente, empezó a tirar de él. Hacía todo su esfuerzo, pero por más que tiraba no se movía ni un centímetro. Como si estuviera atrapada o atrapado.

    Metió la mitad de su cuerpo dentro del tubo y puso su rodilla dentro de él. Sujetando con las dos manos el bracito y poniendo más fuerza, sin que sea suficiente como para arrancarlo. Sin embargo, mientras tiraba pudo ver otro brazo pequeño que  estaba junto al anterior, luego sintió que era sujetado de su camisa y al voltear vio que era una mano pequeña como la de un niño y otro brazo similar lo sujetó del brazo y otros más empezaron a jalarlo hacia adentro, hasta que desapareció completamente en la oscuridad de ese tubo y de ese hombre sólo quedó su paraguas roto tirado en la calle.
FIN