miércoles, 10 de diciembre de 2014

310 – El Vagón.



                El día y la noche dejaron de importarles a los habitantes de Ciudad Beta, una de las metrópolis más grandes y tecnológicamente avanzadas del mundo. Pues funcionaban casi las 24 horas todos los servicios públicos, trabajos, oficinas de gobierno y, por lo tanto comercios y tiendas. La gente salía a la calle a esperar el autobús, aún si fueran las 4 de la mañana o las 4 de la tarde. El metro de la ciudad nunca se detenía. Aun cuando en la noche se notaba un descenso en el tráfico, la ciudad seguía tan vibrante e iluminada a las 10 de la noche como a las 3 de la mañana.
                Juan era un joven comerciante que debía viajar por el sistema de transporte subterráneo de la ciudad cada día para movilizarse a su trabajo. Su cabello era castaño oscuro, minuciosamente peinado, excepto por un pelo que apuntaba en dirección contraria al resto, su calzado negro estaba pulcro y su camisa blanca y pantalón gris bien planchados. Cargaba siempre una mochila donde guardaba manuales, libretas y materiales que llevaba de su casa al trabajo cada día. Mientras descendía por las escaleras del metro, sus lentes se le resbalaban con cada paso que daba y debía regresarlos a la parte superior de su nariz con su dedo índice.
                Al sumergirse más y más en la profundidad de los túneles, la temperatura descendía. Todo el ruido que en el exterior era escandaloso, se amortiguaba por las capas y capas de tierra, roca, cables y concreto que separaban los andenes de la superficie. Pero no era silenciado por completo, sino que se transformaba en un solo gruñido grave y hondo, inaudible para el oído humano, pero que se sentía en los huesos como si una bestia feroz estuviera por atacar. Esto ruido estaba orquestado por el ir y venir de los vagones y el marchar de los cientos de personas que recorrían el sitio.
                Tratando de concentrarse en su menester, cansado, su mente se esforzaba por pensar, mientras se adentraba más en el subterráneo. Pero ideas que para él antes hubieran sido anécdotas de poca importancia, hoy aparecían como dudas en su cabeza. Cuando otros encontraban placer en el entretenimiento común, Juan disfrutaba de hacer cuentas; mientras la gente a su alrededor iba a fiestas, banquetes, bebían alcohol y disfrutaban del sexo, él alegremente deducía impuestos. Sin embargo, cuando su disciplina flanqueaba, su mente se rebelaba y se atrevía a soñar.
                Tan preciso era con su rutina, que incluso podía determinar cuánto esfuerzo estaba haciendo, para no sobrepasar sus límites y así estar listo para seguir trabajando como le gustaba. Pero una metrópolis como Ciudad Beta podía estresar y cansar hasta al más habilidoso de los monjes budistas. De forma que, en un parpadeo apenas más largo que los demás, ideas aparecían en su mente. Ideas que para él eran tan locas y absurdas, que sólo duraban unos segundos para ser descartadas por sus pensamientos usuales. En estos momentos pensaba en tomarse unas vacaciones, descansar, detenerse un segundo a respirar con calma, darse algún placer o distraerse con banalidades improductivas.
                El sólo pensar en cuán desquiciada era esto, mientras bajaba esos escalones, lo llevaban a concluir que estaba cansado y lo regresaba nuevamente a una playa, con una bebida alcohólica, de las que aborrecía tanto, a un lado, escuchando el sonido de las olas del mar y el canto de las gaviotas, descansando. Entonces se quitaba los lentes con una mano para frotar sus ojos, sin dejar de caminar, y regresaba a sus pendientes. Concentrándose en dirigir su cuerpo hacia el andén indicado, aun cuando prácticamente su cuerpo se movía sólo en la dirección correcta, tras tantos años de práctica.
                Repentinamente sucedió un hecho casi inédito, un fenómeno que rara vez había presenciado Juan. Su boca comenzó a abrirse lentamente, mientras jalaba una gran cantidad de aire y sus ojos se cerraron repentinamente. Cuando su pecho se infló por completo, se dio cuenta que estaba bostezando —¡Como si fuera la hora de dormir!— exclamaba burlándose de sí mismo y a sus adentros. Esta infamia le causó tal hilaridad que le dio bríos a sus ánimos. Al cerrarse su boca, se esbozó una sonrisa tenue de un lado de su boca. Imperceptible para cualquiera, menos para él que podía sentir los músculos esforzándose de más, como alguien tratando de levantar un auto con la manos.
                Al relajar su gesto, sintió alivio. Encontró placer en el descanso, aunque sea de una sola porción de su cuerpo. Le tomó todavía unos pasos más en darse cuenta de esto. Cuando dio la vuelta para entrar al siguiente túnel, bajó la guardia y el pensamiento de unas vacaciones ya no le parecía tan ridículo. El ir a una fiesta a intoxicarse con la música, la bebida y placeres carnales incluso eran una posibilidad. De inmediato, su cerebro se echaba a andar como un motor de gasolina y empujaba la diversión a un lado, como un régimen que controla todo y no permite que nadie escape. Y sus ideas iban y venían hacia un lado y hacia el otro batallando.
                Para no desquiciarse, llegó a un acuerdo con su consciencia. Olvidaría las ideas de libertinaje, con la condición de que, en algún momento del día, organizaría un viaje o unas vacaciones programadas operacionalmente con costos, tiempos y lugares. Inspirado por la idea de que, necesitaba descansar si quería seguir trabajando. Así, los músculos de su cuerpo regresaron a la tensión de siempre, de un hombre recto y estéril, que para él era su postura normal y siguió hasta detenerse frente a los rieles, junto con un puñado de gente.
                En el andén había sillas para sentarse a esperar mientras llegaba el tren ligero, pero Juan se decía a sí mismo, con cierto orgullo “Ya habrá tiempo para descansar en las vacaciones”. Pero esto lo enfadó otra vez, había llegado a un acuerdo de que dejaría de pensar en su descanso para concentrarse en lo que era importante en ese momento. Sólo que esta vez, sentía cierta injusticia en sus planes. Quizá lo que él deseaba no era planificar un descanso, sino alocarse y despabilarse. Quizá él deseaba desenfrenarse por un momento de su vida y su viaje programado era demasiado recto para satisfacer esta obsesión.
                El túnel por donde pasaban los rieles se iluminó, anunciando la llegada del metro. Miró su reloj y notó que marcaban las 11:10 pm. En ese instante, y en menos de un segundo, recordó las historias que se contaban sobre el último vagón del metro. Cuentos de libertinaje y placeres sin ataduras. Leyendas de una fiesta sin reglas donde todo era válido y lo único que importaba eran los deseos carnales depravados. Al acercarse rápidamente, el ruido que emitía el tren hacía que todo se inundara de esa canción terrorífica, mecánica, metálica y eléctrica. 
                Cuando el tren se detuvo, Juan miró el último vagón y sus luces estaban apagadas, nada de lo que pasaba ahí adentro era visible desde el exterior. Quizá adentro tampoco habría luz, lo cual activaba de inmediato los otros sentidos. Entonces, las puertas de todos los vagones se abrieron, Juan estaba a tres vagones del último y desde su lugar no apreciaba que la luz se sumergiera en esas entradas abiertas. La curiosidad y la duda lo mataban. Corrió hacia la penumbra abismal y el miedo que sentía lo motivaban a acelerar su paso, antes de que el portal se cerrara, lo cual sucedió en el instante que puso ambos pies dentro de El Vagón.
                El tren comenzó a moverse, pero dentro de esa negrura era imposible saber lo que lo rodeaba. Estiró su mano para pegarse a una ventana y de ahí se arrastró por la pared del vagón unos centímetros hasta topar con un tubo metálico del cual sujetarse. Aferrada al mismo tubo, una mano se deslizó hasta detenerse tras topar con la mano de Juan y esta mano siguió el camino hasta su brazo y antes de que Juan tuviera tiempo de saber cómo reaccionar, otras manos lo sujetaron, pero ahora lo tomaban de la pierna y se escurrían por su espalda.
                Juan estaba pasmado, paralizado. Las manos que lo toqueteaban se aventuraban cada vez más a rincones donde pocos habían estado. Una parte de sí le decía que se dejara llevar y la otra temía por lo que tal libertinaje le pudiera ocasionar. El olor a alcohol apareció del vacío y luego explotó el sabor de algún coctel barato con gran cantidad de ron en su lengua y sus labios se presionaban por la botella que le era pegada a la boca. Y mientras más alcohol tomaba, más su cuerpo se dejaba llevar.
                Apenas habían pasado diez minutos desde que entró en el vagón y ya estaba mareado por el alcohol y el calor que hacía en ese lugar, cuando el color blanco lo cegó. Las puertas del metro se abrieron en la siguiente estación, pero lo único que entró fue algo de aire fresco. Cuando se cerraron y el tren continuó su camino, la fiesta se reanimó. Hombres, mujeres y más criaturas se dejaban llevar por sus perversiones y disfrutaban de sus cuerpos unos con los otros sin límites. Juan había olvidado ya donde comenzaba su cuerpo y empezaba el del resto del grupo.
                Más adelante el tren volvió a detenerse, sus accesos se abrieron y de inmediato todos pudieron ver a una mujer joven que se metía al vagón, pero lo hacía con la calma de quien han perdido el miedo a lo desconocido. Las puertas se pegaron nuevamente y la fiesta y el vehículo continuaron. Las manos rápido desterraron de sus ropas a las recién llegada y su cuerpo se unió al resto del grupo. El éxtasis alcanzado por la orgía era algo espiritual. Su mente se desgarraba y dejaba de ser una persona para convertirse en muchos y no tenía y tenía, a la vez, control sobre su cuerpo y el de los demás.
                Tras parar en la siguiente estación, el portal se volvió a manifestar fuera del vehículo y un hombre con un gorro y traje cruzó el umbral entre la luz y la oscuridad corriendo justo antes de que el portal
El tren no se detuvo en la siguiente estación, continuó su camino cada vez más y más rápido, como enervado por el ritual venéreo. Era como un demonio que se aceleraba y empujaba el vehículo con más fuerza dentro del túnel hasta que, en una curva, los vagones delanteros se volcaron y desprendieron del resto hasta rodar, como una licuadora, disparando trozos de las personas que ahí se encontraban por todo el lugar.  El accidente fue tan brutal que prácticamente nadie sobrevivió, excepto aquellos que se encontraban los vagones finales, como Juan, que sólo sufrieron daños menores y unas pocas secuelas psicológicas.

                FIN