lunes, 14 de diciembre de 2009

Pesadillas en la oscuridad


En algún lugar del planeta, a varios metros bajo el suelo, un explorador quedó atrapado bajo una gran roca. Su compañero había salido por ayuda, pero habían pasado horas. Afortunadamente tenía un equipo de supervivencia al alcance, un poco de agua y comida, pero no más que suficiente para un día o dos. Sabía que si su compañero no regresaba, moriría en esa cueva, posiblemente de sed. La pantalla de su reloj se había dañado y no podía ver los minutos ni los segundos, sólo las horas. Su torso estaba atascado entre una roca que se deslizó del techo. Le costaba respirar, pero en general tenía buena movilidad en sus brazos, sus piernas estaban atascadas. Tenía que tomar todas las precauciones necesarias, amarró su equipo de emergencia en un lugar seguro y trató de tranquilizarse.

Respirando más tranquilamente, comenzó a ver las formaciones rocosas que tenía a su alrededor, algunas paredes resplandecían de varios colores por los minerales. También pudo observar grietas cuyos fondos no eran visibles con la poca potencia que le quedaba a su lámpara. Y así acabó su felicidad, una última vista a una cueva fría, ya que la batería de su lámpara se quedó sin energía y la cueva le recordó que a esas profundidades no llegaba la luz o el calor del sol.

En la oscuridad, su mente le jugaba malas pasadas. Como si hubiera olvidado el paisaje, empezaba a creer que estaba encerrado en un ataúd, se podía imaginar a si mismo encerrado, apenas podía respirar, como si se acabara el oxígeno, trataba de moverse desesperadamente pero estaba atascado, pensaba en lo profundo que estaba enterrado y lo poco probable era que alguien lo escuchara. Podía sentir la asfixia, estaba seguro que la muerte le llegaría pronto, pero su reloj sonaba y lo despertaba de una terrible pesadilla. Apenas había pasado una hora desde que se quedó sin batería. Recapacitó de repente, recordó lo delicado de su situación y trató de buscar algo para entretenerse, tomó un poco de agua y luego tiró otro poco sobre su rostro. Hacía frío pero él sudaba intensamente, podía sentir como la temperatura de su cuerpo iba bajando lentamente y pasar de una fresca brisa a un glacial helado. La humedad era intensa. Si se quedaba completamente quieto, podía escuchar gotas de agua muy a los lejos y el eco de su propia respiración.

Puso atención a todo lo que escuchaba, ya que le pareció escuchar movimiento. Era optimista, estaba seguro de que su mente le jugaría bromas o que tendría alucinaciones, pero no descartaba la idea de que fuera rescatado. El movimiento que escuchó posiblemente fue el eco de una gota que cayó en un charco, amplificado por la acústica de la cueva. Pero volvió a escucharlo y estaba seguro de que eran pisadas en un charco. Gritó —¡Holaaa!— Esperó a que el eco se terminara pero no oyó nada. Comenzaba a sentirse inseguro, cansado y decepcionado. Lo más probable era que moriría en ese lugar y que tal vez su cuerpo no sea encontrado nunca. Estando tan cerca del infierno, nadie podría oír sus gritos. Divagaba al respecto, nadie lo podía escuchar, tal vez ni el mismo. Escuchaba sus pensamientos, pero no podía hablar, movía sus labios, sentía el aire salir por su boca, pero no salía ningún sonido. Su corazón se agitó. Su respiración se aceleró. Insistía, abría su boca, pensaba en una palabra y soplaba, pero sólo sacaba más aire de su pecho aplastado por una roca.

En la desesperación, comenzó a llorar. Todo había acabado, su muerte llegaría pronto, todos sus planes a futuro quedarán inconclusos, jamás volvería a ver a sus amigos, a su familia, a su compañero. Jamás volvería ver la luz del día o escuchar la música que tanto le gustaba. Su vida se había acabado. Pero escuchó un sonido en la oscuridad. El eco de su propio sollozar, un sonido que él había producido con su boca. No se sabe cuánto pasó pero reaccionó súbitamente al escuchar su último lamento. Su respiración era más calmada, su mente lo torturaba y los momentos de lucidez se hacían cada vez más extraños. La oscuridad tomaba todas las formas posibles, su cerebro no estaba acostumbrado a tanta oscuridad, no era posible que no hubiera nada frente a sus ojos, siempre hay algo. De repente, venían los delirios. Ya no estaba en una cueva, ahora su cuerpo se encontraba rodeado de agua gélida. El azul marino oscuro lo rodeaba, una luz tenue que venía de la superficie le indicaba cuán lejos estaba del aire fresco, del oxígeno. Sin mascarilla, sin aletas, no podía patalear para llegar a la superficie, atraería depredadores y acabaría el oxígeno de sus pulmones más rápidamente. No podía hacer nada más que esperar su muerte por asfixia. Sentía la presión en su pecho, como si tuviera un auto encima o más, lo aplastaba y comenzaba a sentir un dolor en sus huesos, su cabeza se llenaba de sangre y sus ojos comenzaban a salirse de sus órbitas. El tronido de sus huesos lo obligaron a abrir la boca y de inmediato sus pulmones se llenaron de aire porque no era el fin, puesto que él seguía en la cueva, atrapado bajo una roca, rodeado de una oscuridad aún más profunda.

Su reloj estaba ahora inservible y el tiempo ya no existía, los minutos y las horas se fundían con los segundos. La roca que aplastaba su pecho se había comenzado a deslizar, cada vez lo aplastaba más, pero no lo suficiente como matarlo, sólo le dificultaba la respiración y le causaba un dolor punzante en la espalda. Pensaba en su familia, no había diferencia entre tener los ojos abiertos y tenerlos cerrados. Las imágenes de su padre y de su madre en una reunión familiar, con todos sus primos y sus abuelos, le traía dulces recuerdos, que se desvanecían con cada milímetro que la roca se deslizaba sobre su espalda. Sus logros no valían de nada en ese momento, sus títulos eran papeles inservibles en un archivero, su única esperanza era saber que esa roca lo seguiría aplastando hasta matarlo y no pasaría días atrapado hasta morir por deshidratación. Pero era un geólogo experimentado y sabía que ni si quiera eso era una posibilidad. Las roca seguramente iría cayendo más y más lento hasta quedar atorada con las otras rocas. Además de que, en una situación como la suya el cuerpo humano reduce su metabolismo para aprovechar los nutrientes al máximo. Pasaría varios días atrapado bajo la roca hasta morir de sed, a menos que algo lo mate primero.

La cueva era silenciosa, sólo unas pocas gotas que caían de vez en cuando hacían un sonido, el más minúsculo posible. Pero ese goteo desencadenaba una nueva alucinación, una nueva pesadilla empezaba a tener lugar en su mente, como si fuera una película. Se ve a si mismo tirado en el desierto, miles de estrellas brillan en el cielo, pero algo más lúgubre llama su atención. Una araña que reconoció como viuda negra se encontraba sobre su pie. El estaba tirado en el suelo, pero apenas podía moverse, el veneno de la araña ya había actuado y lo hacía rápidamente. Podía ver los ojos de la araña, ella también lo veía a él, esperaba su muerte. Podía sentir como su corazón se esforzaba por trabajar, mientras sus pulmones jalaban cada vez menos aire. Su vista se nubló, la oscuridad. el frío y la soledad lo rodearon nuevamente, pero no había muerto. Seguía atrapado en una cueva, bajo una roca. ¿Habían pasado días? ¿Apenas unas horas? A este punto, un rescate era imposible. Seguramente despertaría en la cueva nuevamente. Como si estuviera condenado a vivir pesadillas para siempre, como si la idea de morir y dejar de sufrir ya no existiera, era el peor tipo de inmortalidad. Tenía que acabar con su vida él mismo.

A su alrededor no había nada que pudiera detener su agonía. No podría asfixiarse a si mismo, ese destino era ya casi un hecho y era justo la peor de sus preocupaciones, el miedo a morir asfixiado, en la soledad y oscuridad absoluta. No había nada más insoportable y era el único posible destino. La desesperación lo invadió, quería abrirse una herida y así morir desangrado, pasarían unos minutos pero morirían sin mucho dolor. Era la idea perfecta. Puso su muñeca entre sus dientes, como para probar y empezó a morder suave y luego un poco más fuerte. Dio otra mordida más fuerte para probar, pero no alcanzaba su objetivo. No pudo abrir ni una pequeña herida. Quería evitarse el sufrimiento, no causarse más. Pero ese destino parecía inminente.

A lo lejos vio pasar una luz, como una ráfaga amarilla que iluminó todo el cuarto de repente. Pero así como llegó se desvaneció y el silencio y la oscuridad llenaron la cueva otra vez. No podía explicar qué era, pero hizo todo lo que pudo para gritar, fallando rotundamente. De nuevo, abría la boca y soplaba, pero no salía sonido alguno. Un posible rescate estaba a metros de distancia y él no podía comunicarse. Estaba mudo y lloraba, quería desahogar su ira, pero no podía gritar, apenas podía. Definitivamente no había esperanzas para él.

El llanto trajo consigo los sollozos y el recuerdo de que existen los sonidos, que él podía emitirlos y lo hizo. Ahora gritó, con el resto de sus fuerzas, primero afónicamente, pero después pudo gritar para salvar su vida, de que lo encontraran antes de morir aplastado o asfixiado dependería su destino y si había alguien en esa cueva, con sus gritos seguramente lo escucharían.

Sus ecos de desesperación lo confundían, sus gritos de ayuda se transformaban en muchas voces, como el grito agonía de miles de espectros moribundos reflejados en el suelo de la cueva.

No podía saber cuánto tiempo había pasado desde que gritó, pero el silencio y la soledad lo controlaron nuevamente. La desesperación llegó a un límite. Sujetaba su cabeza con las manos y respiraba pesadamente, como si hubiera corrido un maratón. Agitaba su cabeza para golpearla con el suelo rocoso, pero no cuello no alcanzaba, apenas rozaba su cabello, lo mismo con la pared de la roca. Agarró un puñado de su cabello y lo arrancó de un tirón, luego siguió y arrancó otro puñado, el dolor lo enloqueció y siguió arrancándose el cabello y gritando y gruñendo descontrolado. El silencio de la cueva se llenó del escándalo que él hacía con su propia tortura. Golpeaba sus manos con el piso de la cueva, lastimándolas hasta dejarlas inutilizables y sangrantes, el mismo vio las heridas, se sentía inseguro, dudaba si sus heridas eran suficientemente profundas para matarlo.

Puso su dedo pulgar entre sus dientes, lo sujetó con toda la fuerza de su mandíbula y al tirar de sus brazos comenzó a forcejear con su propia mano. Jalando y sintiendo sus dientes enterrándose en la carne ya lastimada, con cada tirón sus colmillos se incrustaban más y más en su piel hasta llegar al hueso. Al no poder arrancarlo y al estar medio cortado decidió terminar por masticarlo hasta que se corte. El sufrimiento era indescriptible, gritaba salvajemente y con locura. Agitaba su cabeza mientras masticaba y daba tirones con su otro brazo.
La sangre brotaba de su pulgar arrancado a su boca y se deslizaba por su cara hasta el suelo que se llenaba de los chorros que salían de su mano. Escupió su dedo y tuvo una visión de su mano sangrante, con el pulgar arrancado, ya no brotaba más sangre, ya no había más, toda estaba en el suelo de la cueva, pero la luz que iluminaba su mano venía de los cascos de los exploradores al otro lado. Habían escuchado sus gritos y acudido a su rescate pero él no pudo escuchar su respuesta porque sus propios gritos lo ensordecieron. Pudo mirar a los ojos a un explorador pero todo se oscureció a su alrededor, la respiración se detuvo y el sufrimiento se detuvo para siempre.