lunes, 30 de junio de 2014

309 – La Anomalía.





                Era un día soleado en Cuidad Beta, una de las metrópolis más grandes de La Tierra. Los rascacielos se elevaban como islas en un mar vacío que era el cielo. Dentro de estos edificios, las televisiones se encontraban prendidas, recibiendo todo tipo de señales. En el departamento 240 del piso 22 de uno de estas construcciones, un experto en mecánica veía el noticiero local. Los escándalos políticos cubrían la hora completa del programa. Su vecino, un profesor del departamento 241, sintonizaba la repetición de un viejo programa de comedia. Tan antiguo que su moderna televisión tenía problemas para transmitirlo con el formato original.
                En las salas de espera del hospital Beta7 un programa de concursos distraía a los parientes de los pacientes que esperaban impacientes. En el Estadio Ballena Azul, se proyectaba en una pantalla descomunal una grabación de lo que pasaba en el campo, pero la calidad superior del video hacía que los espectadores prefirieran observar el dispositivo eléctrico más que a los propios jugadores. Un hombre se bañaba con la puerta abierta en su departamento de soltero para poder ver la televisión de su sala, donde un presentador del clima aseguraba los pronósticos indicaban que ese día no llovería o habría poca probabilidad de precipitaciones.
                Pero no todos tenían su vista clavada en la caja idiota. Algunos ciudadanos encontraron un último espacio de esparcimiento en el techo de sus edificios, tras la conquista de estos últimos del suelo, en las alturas podrían ver el paisaje, y no sólo muros de concreto, disfrutar del clima, diferenciar del día y la noche, pues, bajo los edificios, las calles estaban iluminadas por el poder de la electricidad, creando un día eterno. Desde floricultores que plantaban coloridos jardines llenos de vida sobre la cima de los edificios más grises y estériles, hasta amantes y amigos y cualquiera que hubiera descubierto el secreto de las azoteas que hallara la forma de subir.
                Uno de estos jardineros salió con su regadora en mano, llena de agua, listo para hidratar su cosecha. Pero al subir, notó que todo estaba mojado y húmedo. No había más que una nube negra y densa, pero solitaria, en todo el cielo, pero aún así había llovido. La vida de este señor pasó entera frente a sus ojos, al instante en que su cuerpo caía al suelo, fulminado por un rayo. El estruendo casi rompe los vidrios de las ventanas, pero su tronido se sumergió entre el complicado sistema de calles que dividían a los rascacielos, creando en el suelo un aullido como el de un huracán.
                La luz que provocó este rayo fue vista desde un edificio cercano, por un grupo de amigos que disfrutaban de un picnic a la luz del sol. Habían llevado una mesa, sillas, comida, refrescos, botanas e incluso conectaron una antena para poder escuchar la narración de un partido de su equipo favorito. La radio que transmitía el evento deportivo explotó en mil pedazos. Algunos fragmentos se clavaron como balas en los cuerpos de quienes estaban en su camino, pero, a pesar de eso, la electricidad fue a cada uno de sus cuerpos como si ellos fueran las antenas, dividiéndose como un río.
                Entonces, al suelo cayeron los rugidos como ráfagas que arrancaban los periódicos de las manos y derribaban a más de una mujer con tacones altos. Desde esa distancia, y con tanta distorsión por los edificios, era imposible adivinar que el sonido que escuchaban se trataba de un fenómeno meteorológico. Además que los ciudadanos estaban acostumbrados a los fuertes soplidos del viento de vez en vez. Pero en la ciudad no había árboles que derribar ni postes. Cada edificio iluminaba el exterior con su propia luz y las calles no necesitaban de alumbrado público.
                La humedad que se sentía arriba era casi como la de una neblina que cubría todo, pero invisible, sólo podía olerse el agua en el aire y la estática como una energía que irradiaba en ese instante. Esto dificultaba el trabajo de unos astrónomos aficionados, que intentaban capturar fotografías del sol con un equipo sofisticado. Los lentes de estos artefactos se empañaban con el leve rocío del viento. Hasta que otro rayo arrasó con la vida en esa azotea. Una vez más, abajo resonó como trompetas de guerra, sin que perturbara a nadie más que por el instante de distracción.
                Una nube negra solitaria se desplazaba lentamente sobre la ciudad y, donde su sombra tapara al sol, dejaba muerte a su paso. Cruzó hasta posarse sobre otro edificio, donde se habían colocado sillas para que la gente pueda platicar, descansar o leer un libro. Entonces, como una metralla, salieron relámpagos de la nube que golpeaban el suelo más rápido que una bala, a veces dejando un hueco en el concreto o una mancha negra. Las chispas salían de los ojos y la boca de las personas que eran impactadas antes de caer moribundos, con quemaduras incurables.
                El siguiente edificio sobre el que voló la nube densa fue asediado con rayos que parecían misiles dirigidos y no hubo ningún sobreviviente. En menos de cinco minutos, esa nube ya había cobrado la vida de cien personas. Pasó sobre el techo de otro rascacielos y los relámpagos iluminaron toda su superficie, afortunadamente ningún ser se hallaba en ese lugar en ese instante. Sin embargo, la nube fue atraída hacia el siguiente rascacielos como un clavo de hierro a un imán.  Pues tenía una antena como ninguna otra.
                La sede principal de la cadena de televisión de la ciudad también era el cuartel general de comunicaciones de las empresas que proveían televisión de paga. En el techo, una antena destacaba por sobre el paisaje, que en realidad era una estructura que servía para colocar antenas de varios tipos, las cuales, una tras una, eran golpeadas por la nube que descargaba su ira eléctrica contra ellas. Entonces, las televisiones en todos los edificios dejaron de sintonizar los canales de los cuales dependían esas antenas. Esto causó la ira de la población afectada.
                Algunos vecinos tenían diferentes compañías proveedoras de cable, por lo que en la misma región unos podrían estar contentos y otros furibundos. En salas de hospitales, cuarteles de la policía, oficinas de gobierno, escuelas, estadios, departamentos y en cualquier lugar que hubiera una tele que no transmitiera despertaba un enojo y provocaba una reacción inmediata.
                La nube se disipó tras acabar con la torre encima de la estación de TV. A los muertos por los rayos se apuntaron decenas que fallecieron tras enfrentamientos en las calles de la policía contra los quejosos de su televisión. Y nunca más en ciudad Beta u en otro lago se llegó a registrar algo como lo que se vivió ese día, jamás en otra parte del mundo se volvió a manifestar en el clima tal anomalía.

FIN

viernes, 13 de junio de 2014

308 – El Martillo.





                Ciudad Beta. Desde la altura de los satélites aparece magnífica, como la vía láctea. Eterna y poderosa como la profundidad del espacio, pero vibrante y llena de vida.  Habitada por millones de ciudadanos, no importaba cuán grandes fueran los sucesos o cuán catastróficos resultaran los accidentes, en una ciudad tan grande, cuyos edificios rascan las nubes con sus antenas, no hay ruido que llegue de un lado a otro de la ciudad. Ni si quiera en los sitios con mayor volumen, como el estadio Océano, llamado así porque su mercadotecnia insistía en que era tan grande como para albergar a una ballena azul. Esto último, por supuesto, nunca fue comprobado.
                A pesar de las distancias, las noticias y la información corrían de un lado a otro en menos de un segundo. Los anuncios, publicidad y propaganda de los diferentes productos, servicios y eventos que la ciudad ofrecía a sus habitantes estaban disponibles al alcance de la mano de cualquiera con sólo voltear a cualquier dispositivo con conexión a la banda ancha del internet. Tal era el caso de uno de los conciertos más titánicos jamás vistos, interpretado por “El Martillo”, mismo artista que ideó ese acto de salvajismo acompañado de música que ambientaba tal ritual.
                En la radio, televisión, por correspondencia o a través del internet. En carteles, pósters y en bardas pintadas aparecía la imagen de “El Martillo” con su guitarra eléctrica en forma de V, catalogando su próximo concierto en Ciudad Beta como “El evento más brutal del milenio”. Sin embargo, no cualquiera asistiría a dicha invitación, pues su música controversial y sus actos de barbarie en el escenario les parecían perturbadores a la mayoría de la ciudadanía. Había incluso personas que se manifestaban en las calles, con estampas en sus autos y a través de internet en su contra.
                La llegada de “El Martillo” y su concierto “Headbangers Beta” había despertado el odio en el corazón de quienes pensaban diferente. Una furia que llevaba a estos individuos incluso a quemar en lugares públicos todo lo que tuviera que ver con el artista, su banda, su música, su movimiento y su concierto. Hasta utilizaban sus influencias en los políticos corruptos, que luchaban por el control de la ciudad y del mundo, para boicotear a las empresas que apoyaban el concierto. A pesar de esto, la tecnología ponía a disposición de la mayoría de las personas el conocimiento para organizarlos en una sociedad avanzaba que impedía la censura de dichos acontecimientos.
                La salida del sol anunciando un nuevo día, era la señal para los fanáticos de ocupar sus lugares en las afueras de las taquillas del estadio Océano, quienes, por miles, salían de sus departamentos como impulsados por un poder hipnótico que movilizaba sus cuerpos para hacer una hilera que alcanzaba varias cuadras. Otros ingenuos intentarían comprar sus boletos por internet, sin embargo, la saturación de las líneas hacía este acto azaroso y un riesgo. Además, los fanáticos debían hacer la fila afuera de la taquilla para demostrar su devoción al artista, como parte del ritual.
                Los fanáticos vestían con camisas y playeras de la marca de “El Martillo” y usaban botas y zapatos idénticos a los de los integrantes de la banda. Sus peinados eran tan alocados como los de otros músicos similares y sus gustos musicales eran parecidos entre sí, al igual que sus posturas políticas respecto algunos temas. En la fila, todos hablaban de lo maravilloso que sería el concierto, del espectáculo que presenciarían y formarían parte. Se emocionaban de pensar en poder ver a su ídolo frente a frente, aunque sea desde lejos, y algunos afortunados alardeaban que comprarían los mejores lugares, tal como un cazador en la prehistoria ostentaría el poder cazar al ciervo más grande de la manada en su expedición.
                Las sombras los rascacielos oscurecían el suelo de forma que la iluminación allá abajo siempre estaba prendida, convirtiéndola en un estado de día perpetuo, excepto cuando la electricidad fallaba en alguna zona que se tornaba en una penumbra inmortal. Pero los relojes en todos lados marcaron la hora de apertura y de las taquillas empezaron a fluir los boletos de un lado y los billetes y el dinero hacia el otro. Y así como iban comprando sus boletos, la gran fila se dividía en múltiples y los cuerpos de los fanáticos marchaban al unísono hacia los lugares que pudieron comprar.
                La expectativa era irreal, tal como presenciar a un dios o la misma razón de la existencia. Cada segundo que pasaba, los corazones del público latían más y más rápido. Mientras el escenario recibía los últimos retoques de los técnicos sin nombre que hacían todo posible, pero a nadie importaban. Gradualmente fueron desapareciendo, hasta dejar vacío allá arriba. Entonces, las luces se apagaron un segundo y, de un momento a otro, chispas y explosiones de fuego y humo salieron por los costados del estadio y un grito agudo estremeció al público como un temblor.
                Los reflectores apuntaron hacia donde estaba el martillo y casi como un acto de magia, toda su banda se encontraba en su lugar, frente a sus instrumentos, tocando una de las canciones favoritas del su público objetivo. El frenesí de gritos era tan potente que las bocinas luchaban para hacerse escuchar, era una batalla entre la música armónica y el caos discordante. Aun así, la audiencia estaba estupefacta, maníaca por los ritmos acelerados que sentían en su cuerpo y el alcohol y otras drogas que llevaban rato consumiendo, en la espera de su ídolo.
                 Cuando terminó esa primera canción espontánea, El Martillo saludó al público y cada vez que hacía una pregunta, ellos respondían al unísono, como un general de la antigüedad dando una orden a sus soldados, entonces, tras unas palabras monótonas, que repetía en cada ciudad que visitaba pero adecuando el nombre y que hacía mucho tiempo habían perdido sentido para él, continuó su acto con la siguiente canción brutal. Tras esta otra, siguieron más piezas de agresión y destrucción, de caos y anarquía, de violencia y libertad. Y cada cosa que decían sus letras, eran cantadas por los fanáticos como si fueran ellos quienes dieran el concierto.
                Después de hora y media, del estadio salía tanto calor que irradiaba casi como el fuego. Los fanáticos sudorosos aún disfrutaban del evento social cuando “El Martillo” anunció su más nuevo hit. El Martillo decía que para disfrutar esta canción con la ferocidad necesaria, habría que golpearse las cabezas unos contra otros y dejarse llevar por la fiereza de sus ritmos. Y tal como ordenaba su ídolo, los fanáticos obedecían, pegándose sus cráneos con fuerza al ritmo de la batería.
                Algunos afortunados caían inconscientes después de varios impactos en el cráneo, sin embargo, cientos de los asistentes continuaban arremetiendo unos contra los otros, usando sus cabezas como arietes, aún después que de éstas escurrían de sangre hasta que sus cerebros dañados salían hechos trozos  por su nariz y sus ojos, convulsionándose hasta morir. También había unos cuyo último sonido que jamás escucharían sería el tronido de sus cuellos por la fuerza de un impacto.
Tras terminar la canción, “El Martillo” había acabado con la vida de miles de sus fanáticos, sin embargo, ese mismo concierto, la venta de sus discos y de todos los productos de la empresa que lo promocionaba, le había generado tantas ganancias que no pudieron imputarle ningún cargo, pues su equipo de abogados tenía comprado al sistema judicial.

FIN

jueves, 12 de junio de 2014

307 – La Boa.





               
                Las afueras de Ciudad Beta eran sitios interesantes. Cualquier ciudad estaría rodeada por algún desierto, bosque, montañas, playas y demás ecosistemas. Pero Beta estaba rodeada de marginación, los puntos más oscuros, donde la pobreza y la ignorancia reinaban por sobre todo, donde el salvajismo se arrastraba en las sombras para robar aquellos desechos que cayeran de la civilización. Algunos puntos más oscuros que otros.
A veces las afueras de ciudad Beta, durante el tiempo que duraban antes de ser convertidas en rascacielos,  parecían pueblos antiguos, como espacios temporales de quienes esperaban vivir en un edificio gris, utilizando una mezcla de técnicas rústicas con herramientas modernas. Era en estos espacios donde las tradiciones más antiguas, que ya no tenían cabida en la metrópolis, aún se preservaban. Era sitio de superstición y mito, donde existía la magia y la imaginación inocente.
Era en uno de estos suburbios, en un lote baldío que debía ser un parque pero servía de tiradero de basura, que un espectáculo cada vez más insólito tenía lugar: Una feria. Iluminada por los miles de focos de los juegos mecánicos cuyos motores rechinaban como si el fin del mundo estuviera cerca, el piso se cubría parcialmente por cables de corriente sobre los que la gente caminaba. Había puestos de comida y botanas, de algodón de azúcar y papas fritas. Donde vendedores ambulantes cargaban globos con figuras de los personajes animados que estuvieron de moda años atrás.
Las atracciones no hacían falta en esta fiesta. Desde la clásica casa de los espantos con dibujos de películas de terror de bajo presupuesto, “Betty” la vaca de tres cabezas y seis patas, el hombre lagarto, hasta la mujer barbuda, “La Boa”, el increíble señor Skaransky quien aseguraba cargar una tonelada de peso y el Mago “Octopodus”. También había carritos chocones, carruseles, una montaña rusa pequeña cuyos vagones tenía la forma de un gusano y una diversidad de otros juegos mecánicos donde las personas terminaban completamente mareados al final.
Un par de horas antes del anochecer, el mago presentaría uno de los shows que más impactaban al público. No sólo haría sus regulares trucos, sino que además presentaría a “La Boa” quien haría su aterrador acto. Alrededor de veinticinco personas observaban de pie al mago quien hacía maromas con una varita “mágica” y mientras lo hacía, pañuelos de colores surgían de la punta de este. Después determinar su acto, se quitó su sombrero para reverenciar al público y una paloma salió volando de este, no sin dejar una desagradable sorpresa en el cabello de Octopodus, quien usó su sombrero para tapar rápidamente las heces del ave.
—¡FINALMENTE, SEÑORAS Y SEÑORES!— Gritaba con todas las fuerzas que podía, tanto que algunos espectadores dieron un paso hacia atrás —¡Ha llegado la hora del gran espectáculo de esta noche! ¡Les presentaré la magnífica, insaciable, el pozo sin fondo, la puerta hacia el más allá, el portal a otro mundo, la barriga de acero, la mujer más gorda del mundo… con ustedes…! ¡¡LA BOA!!— El público asombrado miraba expectante que algo sucediera. Entonces, un vagón con cuatro ruedas surgió de la oscuridad, empujado por el poderoso Skaransky, y sobre este vehículo de madera, reposaba el cuerpo de La Boa.
Completamente desparramado, de su cuerpo grumoso salían sus cuatro extremidades que agitaba hacia los lados. Vestía ropa que había sido diseñada para elefantes del circo, pero a ella le quedaban a la perfección. Su miraba estaba perdida, su boca era norme, como la de un sapo y de ella escurría saliva a borbotones que chorreaban en su ropa hacia una gran mancha amarillenta. —¡Les advierto, si sus corazones son sensibles al horror, es mejor no mirar, porque sólo los más osados soportan una visión tan grotesca como la que están a punto de presenciar!— decía Octopodus batiendo los brazos en el aire.
Su capa negra volaba por el aire conforme iba de un lado a otro del escenario, incitando al público a acercarse, pero advirtiendo de la perversidad del acto de carnalidad absoluta que tendría lugar a continuación. Tras generar suficiente expectativa, y al notar que nadie más se acercaba a la carpa del show, a pesar de que había comenzado a lloviznar recientemente, Octopodus se acercó a una mujer del público, que sostenía un bebé con una manta azul. Le susurró rápidamente algo al oído y después le preguntó, dirigiéndose al público más que a ella —¡Señora! ¿Qué edad tiene su bebé?— a lo que ella contestó —Apenas cumplirá seis meses—.
El mago repetía lo que ella decía, pero gritando —¡6 meses, damas y caballeros!— y regresaba a la señora con quien hablaba —¿Cómo se llama el pequeño o pequeña?— y ella respondió — María, es una niña— y Octopodus gritaba al público —¡Una niña, damas y caballeros, es una niña y su nombre es MARÍA!— Entonces cargó a la bebé en sus brazos, casi arrebatándoselo a su madre, y se dirigió nuevamente hacia ella — Calculo que debe pesar como unos ocho kilos ¿Me equivoco?— y tímidamente asintió con la cabeza. —¡Ya la oyeron, señoras y señores, un bebé de 8 kilos!— subió al escenario cargando a la bebé y se aproximó a La Boa.  —¡A continuación, La Boa, la mujer más grande del mundo, tragará vivo a este bebé!— Al instante, la gente quedó estupefacta, algunos se ofendieron con la sola idea. Un caballero vomitó segundos después, posiblemente después de imaginar el espectáculo mortuorio.
La señora, a la que se le arrebató a la bebé, estaba atónita, no decía palabra alguna, pero en sus ojos se percibía el terror, la duda y las desconfianza. Fue entonces cuando los gordos dedos de La Boa alcanzaron a la pequeña María y se la llevó directo a su boca, sin titubear. Todo el cuerpo de la pequeña entró en esa bocaza mientras la gente escuchaba los llantos descontrolados de la infante, ahogados por las capas de grasa y piel del cuerpo de La boa.
Los gritos de la bebé sonaron cada momento más desesperados, hasta que se apagaron por completo. Entonces, la señora comenzó a gritar a todo pulmón —¡MI HIJA, MI HIJA! ¡QUÉ LE HAN HECHO A MI HIJA!— y la furia de los espectadores se hizo sentir por sus abucheos, insultos y objetos que arrojaban hacia el mago que hacía todo lo posible por evitar los más contundentes, pues le era imposible evadir toda la basura que llegaba hacia el escenario.
—¡Señoras y señores! ¡Damas y caballeros!— y al decir estas palabras, todo se oscureció, exceptuando un reflector que iluminaba a Octopodus —¡Con ustedes… María!— y otro reflector se prendió, que iluminaba un costado sombrío de la carpa y la luz reveló al poderoso Skaransky y en sus brazos sostenía a un bebé con una manta idéntica a la de la señora. De inmediato, ella se acercó corriendo a mirarla, y durante el trayecto nadie respiró, entonces, cargó al bebé en sus brazos y dijo —¡Es ella, es María, es mi hija!— y el público estalló el aplausos y alabanzas, chiflidos y ahora, en vez de tomates podridos, algunas flores llegaron hacia las manos del mago quien no podía evitar esbozar una sonrisa en su rostro anciano y decadente. Como si sintiera satisfacción, pero no completamente.
La ovación terminó y el puñado de gente salió agitada por el susto, pero relajados por la sorpresa de ver a la señora con el bebé y de tener en mente que era un truco de magia brillante. La Boa respiraba pesadamente, trataba de decir algo, de decirle algo al mago. Este la azotó levemente con su varita de plástico, sin dejar de sonreír tontamente a las últimas personas que salían de la carpa. Cuando el último  de los espectadores salió, La Boa volvió a gruñir.— Mhh… Mhaarghh…!— pero el mago la golpeó con su varita nuevamente, pero esta vez le dio con toda la fuerza que tenía.
Cuando Octopodus golpeó a La Boa con su varita, emitió un espeluznante chillido. —¡Ya, ya, silencio!— le regañó el mago— ¡Skaransky, tráele uno más a la gorda! — A lo que el gigante salió del lugar para perderse en la oscuridad. La gigante se agitaba y gruñía con más entusiasmo — Maah…. Maas..— decía y nadie hubiera entendido qué decía si la escucharan, excepto el mago y Skaransky que sabían a qué se refería.
Skaransky regresó acompañado de la señora que cargaba el bebé durante el espectáculo, pero ahora tenía un niño un poco mayor, casi de un año. Skaransky lo tomó con sus brazos enormes como si fuera una hoja de papel y La Boa abrió su boca tanto como podía. El bebé entró completo y se lo tragó en un segundo. Entonces Skaransky empujó el carrito donde estaba La Boa hasta su jaula y El Mago y la señora se alejaron del lugar y mientras estos caminaban, el mago le preguntó a ella — ¿Y qué pasó con la niña?— a lo que la señora respondió con orgullo —la que atrapamos ayer está más pesada, este lo agarramos apenas hace un rato. Mañana nos movemos y la hay que guardarle algo a la gorda para el viaje—.
Al día siguiente, del lote donde antes se asentaba la feria no quedó nada. Las máquinas trabajaron rápido y debían terminar de construir un rascacielos en ese sitio lo antes posible. La feria se había mudado no a otra ciudad, sino que permanecía en las orillas, que ahora se alejaban un poco más, en las sombras, donde nadie tiene nombre y no se ven rostros. Al otro lado, que era más lejano, incluso, que otros pueblos y ciudades. Al mundo oscuro donde antes se asentó y que ahora la ciudad reclamaba como suyo, para construir monumentos gigantes que ensombrecen los alrededores donde la feria habita.

FIN

306 - El Lago





                Debajo de la metrópolis llamada Ciudad Beta existía un laberinto de túneles y tuberías que se extendían como una telaraña. Era el sistema de drenaje de la ciudad, uno de los sitios más oscuros, fríos, malolientes y peligrosos. Y de todas las zonas de riesgo de este laberinto, una era peculiarmente más mortal que otras: Este título le correspondía al drenaje situado bajo la zona industrial, donde químicos y residuos tóxicos creaban uno de los fluidos más letales que el hombre haya visto. Por supuesto que, todos estos desechos eran procesados por ingeniería de avanzada, que purificaban el agua antes de que esta llegara al mar.
                Antonio, conocido como “La cucaracha” por su habilidad tanto como para escabullirse en los rincones más apretados donde parecería imposible que una persona pudiera pasar hasta escalar las torres más empinadas con tan sólo sus manos y algo de suerte, miraba su reloj que marcaba la once y media, pero si era de día o de noche, allá abajo, en el drenaje, no importaba, pues sólo tenía su lámpara de batería para iluminar el camino. Armado con herramientas de espeleología, un kit para tomar muestras estériles y un casco que tenía incorporados una cámara y una lámpara, se deslizaba por las alcantarillas como una ardilla por los árboles, como si la gravedad no existiera, ágil y sin si quiera mojar sus pies con las aguas putrefactas que corrían por cada túnel.
                Su misión era tomar una muestra de una zona tan peligrosa que nadie estaba tan loco como para intentarlo, exceptuándolo a él. Las autoridades conocían los números a la perfección. Sabían que era un peligro para la vida y que al finalizar los procesos de purificación terminaba segura incluso para el consumo humano. Pero en sí, nadie sabía lo que pasaba allá abajo. Sus guías eran su reloj y una brújula. Medía cuánto tiempo avanzaba en qué dirección y así calculaba la distancia recorrida y su ubicación, según su propio mapa mental de la zona. Sin embargo, su instinto y su experiencia se juntaban en un solo sentido que daba las indicaciones finales sobre dónde voltear, cuándo seguir, cuándo parar y si debía escapar y aventurarse más. Por ahora, este sentido le  indicaba aventurarse más en lo profundo.
                Conforme el hedor aumentaba su poder la consciencia de Antonio se quebraba, sólo un cubre bocas y una pañoleta, encima del primero, era lo que lo protegía de aspirar la miasma de la ciudad. Todos los gases que su podredumbre exhalaba. Pero su entrenamiento mental era tal que podía permanecer consciente sin dormir, en la oscuridad, con poco alimento y en las condiciones más extremas, justo como la que enfrentaba en ese momento.
                Las primeras señales que lo alertaron fueron los cadáveres de animales. Ratas, murciélagos, serpientes, peces, gusanos e insectos eran arrastrados por el río burbujeante y Antonio debía seguir este torrente corriente arriba si quería llegar al origen de esa masacre. Estos cuerpos flotaban en la superficie, pero su color original se había opacado y reemplazado por un monótono gris. Estos seres parecían estatuas de sal, era como un desfile alegórico de la muerte, poco pintoresco.
                Penetrando con esfuerzo en las grutas abismales que formaba el drenaje, el familiar rugido del agua le recordaba que podría morir ahogado en cualquier momento, pues el nivel del agua, si es que así pudiera llamarse a esa sustancia espesa y nauseabunda, subía y bajaba repentinamente. Su mayor miedo no era que su vida se acabara por falta de oxígeno, sino el verse cubierto de este líquido maloliente y tóxico y sufrir horribles quemaduras o convulsiones antes de sucumbir sin aire en sus pulmones.
                Cuando el agua pasaba por tuberías cercanas, emitía una resonancia que agitaba el cuerpo de Antonio como un si fuera un trueno que comienza despacio y, cuando llega a su clímax, permanece estremeciendo  todo como el gruñir de una bestia enfadada y sedienta de sangre. Pero Antonio no temía al sonido, el sonido no le haría daño, y estaba convencido de que las bestias no moraran esos espacios donde sólo la muerte es evidencia alguna de vida. Por ahora, su único enemigo era un despiste, una falta de concentración, un descuido. Un suceso tan sencillo como resbalarse ligeramente sería fatal.
                La profundidad inutilizaba su comunicación con el exterior, pues ninguna señal podía atravesar tantas capas de concreto, cables, túneles y tierra que lo separaba de la superficie. Insistía en ver su reloj recurrentemente, contaba sus pasos, pero debía estar muy pendiente de no golpear su cabeza con alguna tubería o cualquier cosa que podría surgir de la oscuridad cuando volteara ligeramente hacia abajo para ver su reloj. Su instinto indicaba que estaba cerca de la fuente del río de cadáveres y el eco de sus pasos, seguido por una corriente de aire pestilente, lo golpearon en la cara. Fue entonces que llegó al final de una tubería, sellada por duros barrotes de acero, inflados por la oxidación y con una masa acumulada de basura del otro lado, sobre la cual, algunos cuerpos de animales se colaban de vez en vez.
                Antonio miró los barrotes un segundo, para él era un reto pasar a través de tan estrecho pasadizo, pero no sólo era el esfuerzo de estrujarse por los fríos y sucios barrotes, sino que su técnica le requería despojarse de todo su equipo y su ropa, dejándolo vulnerable durante el tiempo que le tome esta proceso. Tomó una medida usando sus dedos y lo comparó con su cabeza para deducir si entraría en ese hueco. Entonces se quitó su mochila, su casco y los demás aditamentos, incluyendo su ropa, quedando completamente desnudo. Primero pasó uno de sus brazos y palpó el exterior buscando algo de dónde impulsarse.
                Metió la mitad de su cuerpo, incluyendo una pierna, y con su otro brazo sujetaba su mochila, entonces comenzó a tirar para hacer pasar su cráneo por el espacio. El lodo del que se impregnaba y con el que todo estaba infestado le ayudaba a que resbalara a través de los barrotes, pero el óxido se desmoronaba como arena dura y raspaba su rostro. Tras un último empujón, su cabeza se halló del otro lado del túnel, junto con el resto de su cuerpo.
                Antonio se vistió y equipó nuevamente. Se sentó a los barrotes y limpió su cara con el agua limpia de una cantimplora. Tenía un raspón en su mejilla que ya debía estar infectado. Ahora era una necesidad salir del lugar, pero atravesar esos barrotes de nuevo no sonaba como una opción práctica. Seguro alguna de las tuberías tendría sus barrotes rotos por los tóxicos hacia otra salida.
Después de suspirar, se levantó y aumentó la intensidad de su lámpara para observar su nuevo entorno. Este tenía diferencias con el largo y estrecho sistema de túneles y canales que había explorado. Parecía más bien una caverna subterránea, quizá la más grande que haya visto jamás. Tan alta que su lámpara, aun cuando tenía la capacidad de adentrarse en la neblina y en el agua, no tenía la potencia para iluminar el techo de la bóveda, ni las paredes más alejadas. En el centro, un lago negro que irradiaba ligeramente, como un destello de luz morada leve, burbujeante, surtido por cascadas que caían decenas de metros desde la oscuridad. Le era imposible a Antonio el calcular la profundidad de un pozo cuya superficie estaba cubierta de una capa de desechos que un arqueólogo encontraría de lo más interesantes, pero que al ojo común no eran más que basura proveniente de todos lados.
Antonio no se arriesgaría a sumergirse en esas aguas, mucho menos ahora que tenía una herida, por lo que se trepó a una de las paredes de ladrillos para acercarse tanto como pudiera al centro. Y con cada par de metros que avanzaba, tomaba una muestra con una de sus probetas, sacándola de su mochila, destapándola, recolectando el líquido con una sola mano y tapándola de vuelta, para etiquetarla con un plumón que sostenía con la boca. Así siguió hasta que llegó al centro del lago, donde caían todas las aguas pútridas de la zona industrial de arriba.
Tras sumergir la última probeta y taparla, escuchó algo que él reconoció como un tosido. La tapó y etiquetó con la boca mirando por sobre su hombro. Entonces, de la misma pared de enfrente donde vino el tosido, surgió un sonido gutural escalofriante, como alguien agonizando de asfixia. Apuntó su lámpara en esa dirección, pero nuevamente la penumbra era fuerte en ese lugar y su lámpara no se adentraba en tal negrura. Subió la pared un tanto para acercarse a las alturas de donde el ruido provenía. Y conforme subía, notaba que un tono grisáceo, como ceniza, reclamaba su dominio sobre todo.
Al principio, parecían gotas que pringaron las paredes y las mancharon de un tono más claro que el negro, pero conforme ascendía, este tono se volvía cada vez más pálido hasta mancharlo todo con una capa de opacidad. Apuntando siempre su lámpara hacia el otro lado, no se dio cuenta de lo que colgaba sobre de sí, sino hasta toparse con el cuerpo de un ser humano, petrificado, como una estatua de sal y la expresión en su rostro era la de un grito. De un costado de su abdomen, tenía un agujero en el por el cual se veía que su cuerpo estaba vacío y el exterior sólo era una especie de cascarón de lo que antes fue.
Alrededor de este, otros cuerpos pegados a las paredes por una sustancia gris se extendían más allá de lo que sus ojos podían ver. Extendió su brazo para tocar la sustancia gris, parecía sal pero poseía una propiedad extra que la hacía particularmente pegajosa, se adhirió a sus dedos y fue ensuciándolos de este tono casi hasta extenderse por toda su mano tan sólo con esa pisca que rozó con sus dedos. Como explorador, recolector y aventurero, no podía desperdiciar una oportunidad de capturar esta sustancia, quizá desconocida por la ciencia.
Tomó una botella de plástico y vació el resto del agua que contenía, la cual ya era poca y le advertía del peligro de permanecer más tiempo en tal lugar, y raspó la pared con la botella, haciendo caer algo de esta sustancia en ella. Entonces, su cuerpo se alejó de la pared, volando por el aire y fue sumergido en el lago oscuro. Una criatura como un mosquito, tan grande como un auto, sujetaba el cuerpo de Antonio que se petrificaba instantáneamente dentro del agua tóxica. Segundos después, el mosquito gigante elevó el cuerpo de Antonio y lo hizo impactar contra la parte alta de la pared, junto al resto de los cuerpos, y al hacer esto salpicó de las aguas sucias todo el lugar, pero el cadáver de Antonio se pegó de inmediato.
El ser monstruoso extendió un pico que atravesó la dura capa exterior del cuerpo de Antonio y succionó su interior con voracidad. Entonces, el ruido de un chapoteo llamó la atención de la criatura. Sacó su pico de golpe  y rápidamente voló tras la última presa que cayó víctima de El Lago.


FIN