viernes, 30 de diciembre de 2011

30 - Al borde de la muerte



    Un hombre estaba sentado sobre una cama. Sus ojos se entrecerraban y sus movimientos eran torpes, mientras ajustaba un mecanismo con un revólver y un silenciador adosado a este. Con el girar de unos engranes, el arma se movía unos pocos milímetros y podía ajustarse con una precisión letal. Cuando el arma apuntaba cerca de donde estaría su cabeza, el hombre se acostó, tomó un dispositivo con un botón que activaba el gatillo, cerró los ojos, lo accionó y, entonces, el arma se disparó.

    El  sonido, aun cuando era silenciado, era ensordecedor. Pero el hombre se quitó unos tapones para los oídos y se levantó. La bala había rozado su cabeza por encima de la oreja, justo como lo había calculado. Ahora, su ánimo cobraba bríos. Entonces, con una sonrisa en la cara, salió corriendo de su departamento hasta las escaleras que subió con igual apuro, sin embargo, al ascender tres pisos, su energía se desplomó y su cara retomó la seriedad de una estatua. Dando cada paso en cada escalón con pesadez hasta alcanzar la azotea del edificio.

    Miraba con melancolía el paisaje citadino. La noche impregnaba de negro los edificios y de estos salían millones de puntos de luz que imitaban a un lago que refleja el firmamento nocturno, pero no había una sola estrella en el cielo, tampoco nube alguna, sólo una capa de contaminación lumínica que opacaba el techo nocturno. Parado al borde del precipicio, balanceaba su cuerpo, una y otra vez. Algunas veces, él se empujaba hacia el abismo, y en otras, el viento lo empujaba, como si le jugara una mala broma.

    Sus zapatos resbalaban con el frío y húmedo concreto del borde del edificio, pero la sensación de estar al borde de la muerte lo reanimaba. Entonces, sin pensarlo dos veces, saltó. Caía libremente y esos segundos para él fueron eternos, pero se tuvo que detener, pues al accionar el paracaídas su cuerpo se frenó de golpe. Aún bajaba rápidamente, pero al poner sus pies en el suelo, sólo sintió un pequeño golpe en sus rodillas y corrió del lugar, dejando la mochila con el paracaídas atrás.

    Cuando llegó al estacionamiento, ya tenía en sus manos las llaves de su vehículo, un poderoso automóvil deportivo. Suspiró cuando arrancó el vehículo, olvidando completamente el salto de altura que había hecho minutos atrás. Pensando sólo en la desesperanza del futuro. Tal era su pena que le costaba trabajo manejar o, tan si quiera, concentrarse en encontrar la salida del estacionamiento. Así condujo varias calles, hasta dar con una larga avenida, amplia y con poco tráfico. Entonces, pisó el acelerador a fondo.

    Era un goce total para él rebasar un auto, pasarse un alto. Cada vez que un camión estaba a punto de chocarlo de frente, por andar en sentido contrario, su corazón se detenía un segundo y al momento de evadirlo volvía a latir, esta vez con más pujanza. Apresuraba su paso y cuando faltaban pocos metros para topar contra un muro o un árbol, él frenaba y las llantas derrapaban por el pavimento, pero su vehículo alcanzaba a detenerse. Hizo esto un par de veces más y después bajó de su vehículo, abrió la cajuela y sacó una bolsa grande que pesaba casi tanto como una persona.

    Caminaba con la bolsa en mano, buscando, analizando el lugar a su alrededor. Cuando encontró un buen lugar donde situarse, vació el contenido de la bolsa en el suelo y varias armas, granadas y balas salieron de ella. Varias pistolas, un par de fusiles automáticos, un rifle largo de grueso calibre que sólo cargaba una bala por vez y una ametralladora con una cinta de balas. Tomó esta última y comenzó a dispararle a la gente que pasaba, a los vehículos, a las ventanas en los edificios. Todo aquello que se moviera, y lo que no, era blanco para el maníaco.

    Después de acabarse todas las balas para la ametralladora sacó uno de los fusiles automáticos. Un policía que se encontraba cerca que acudió, armado con una pistola, a responder los disparos, fue su primera víctima. El fusil del hombre era preciso y letal, las balas del policía impactaron a metros de distancia. En seguida, llegaron refuerzos. Una patrulla se estacionó cerrando el paso y dos policías, armados también con pistolas, se posicionaron detrás de las puertas del vehículo apuntando sus armas.

    El hombre que se ocultaba detrás de un pequeño muro de tabiques, entonces, tomó una granada y le quitó el seguro. La sostuvo en su mano y no la soltaba, sabiendo que en cualquier momento explotaría. Sin soltarla, escuchaba a los policías que intentaban hacer que saliera con sus manos levantadas, pero, a último momento, aventó la granada hacia la patrulla y explotó en el aire. Las esquirlas hirieron a ambos policías, junto con pedazos de vidrio.

    El corazón del sujeto palpitaba al máximo. Para él, cada segundo que pasaba era como un minuto y cada minuto era como una hora. Sin embargo, al asomarse ya no veía a nadie con vida en la calle, puros vehículos llenos de balas y cuerpos de personas desangradas hasta la muerte. Tomó, entonces, su rifle y escudriñó el horizonte a lo lejos. Así pudo ver gente que corría o se escondían en la oscuridad, a quienes empezó a disparar también, ya sin mucha precisión, sólo disparando por el puro placer de sentir la explosión de su rifle diseñado para perforar blindajes de tanques.

    Pasaron varios minutos, hasta que llegó una camioneta blindada y de ella descendieron policías con armaduras pesadas y armas automáticas, un poco más anticuadas que las que poseía el hombre. Estos fueron recibidos con dos granadas, que incapacitaron a la mitad de los policías. Entonces, el hombre cargó sus fusiles y empezó a disparar sin ver, sólo asomaba el arma por el borde superior del muro y la accionaba. No le daba a nadie, pero esto le proveía tiempo para asomar su cabeza unos instantes y analizar la situación.

    Lanzó más granadas hacia el vehículo blindado y hacia los policías que se escondían detrás de autos. Las explosiones hacían que todo temblara y venían una después de la otra. Al instante llegó otra patrulla con más policías armados y también fueron recibidos con granadas y más balazos del hombre detrás del muro, quien parecía tener parque ilimitado pues no dejaba de disparar. Una capa de casquillos vacíos y calientes inundaba el suelo. El hombre casi se podía sumergir en estos, pero más seguían llegando del mismo lugar.

    Conforme se acababa un cartucho, volvía a lanzar otra granada y esto le daba tiempo para tomar su otro fusil, cargarlo y seguir disparando, en lo que el otro se enfriaba. Luego tomaba una pistola en cada mano y disparaba enloquecido. Los policías estaban más interesados en buscar cobertura de las explosiones que en responder al fuego. Pero, tarde o temprano, se quedaría sin municiones y estaría vulnerable a su equipo organizado. Esperaron así, unos pocos minutos, hasta que al final hubo silencio.

    Acercándose furtivamente, con sus armas cargadas, apuntando hacia el frente y con el dedo en el gatillo, los policías avanzaron hasta donde el hombre se escondía. Y entonces lo encontraron, recostado en la pared, rodeado de un mar de casquillos, y en su mano sostenía una granada, la última que le quedaba, y esta no tenía el seguro puesto.  De inmediato, los policías emprendieron la retirada pero la granada explotó y del cuerpo del hombre sólo quedó una mancha de sangre chamuscada, impregnada en el muro, en el piso, en el techo y algunos pedazos llegaron a volar tan lejos como una cuadra entera.

FIN

29 - Catatonia



    —El poder de la mente…— decía un viejo abogado para sí mismo, mientras descansaba su cuerpo en el mullido asiento de su oficina. Fumaba su pipa con tabaco, mientras leía uno de sus viejos libros de filosofía. Novelas escritas por emperadores romanos que destacan la complejidad de la conducta humana y la profundidad de las ideas de esos antiguos gobernantes— una palabra para gobernar a miles, conquistar un imperio sin lanzar una flecha o blandir una espada…— casi en cada párrafo hacía una pausa para acomodar sus pensamientos.

    —¿Cuál será el límite del poder humano? ¿Cuál el alcance de la mente? — se preguntó y siguió leyendo— porque la mejor forma de jugar a la guerra es hacer aliados, ganar un aliado es equivalente a perder un enemigo y las guerras se ganan eliminando oponentes— dejó su libro a un lado para rellenar su pipa. Luego regresó a su lectura, pero por más que intentaba leer, sus ideas lo traicionaban. No dejaba de preguntarse, la duda lo atormentaba.

    —Quizá, si mi concentración es la suficiente— pensó— pueda atravesar un cristal con una aguja, como los monjes tibetanos o sacar mi espíritu del cuerpo y viajar por otros mundos en los sueños, como un chamán del Amazonas. Mis manos… si las junto y me convenzo de que no puedo separarlas… Porque el poder de la mente supera a la del cuerpo y si yo creo que no puedo separar mis manos, es porque no voy a poder, no existe, en realidad, la posibilidad de separar mis manos, no se puede, así como no se puede penetrar un muro de ladrillos, estas dos manos mías que ahora están juntas, nunca se podrán separar—.

    Cerró los ojos, tratando de concentrarse tanto como podía, destruyendo la idea de que sus manos alguna vez estuvieron separadas, para él, las palabras “manos” y “juntas” eran una sola. No era lógico en su mundo que pudiera separar las manos. Al abrir los ojos, sus manos palmas estaban pegadas y por más que intentaba separarlas, le era imposible. Sentía una cierta satisfacción, por poner a prueba el poder de su mente y descubrir que era capaz de cosas que nunca imaginó. Sin embargo, sus manos seguían pegadas y cada vez que fracasaba en su intento de separarlas, más se convencía a sí mismo de que no podía.

    El abogado comenzaba a desesperarse. Sentía calor y su corbata le apretaba, pero no podía aflojarla pues tenía sus manos atrapadas por su mente. Volteó al teléfono para llamar a emergencias, pero le sería imposible marcar o tomarlo. Entonces, se levantó y se dirigió a la puerta, se esforzaba por girar la perilla con los codos, pero sus actos eran cada vez más desesperados. Le costaba respirar y otra idea loca brotó de la profundidad de su mente. Siguiendo la misma lógica de sus manos, si él se lo proponía, sus piernas igual quedarían inmóviles y no podría ni arrastrarse por ayuda.

    Se vio a sí mismo en el suelo, tirado y sin poder levantarse. Con sus piernas inmóviles y sus manos pegadas. Al instante, cayó al suelo y sus piernas parecían las de un títere sin titiritero. En la imagen aterradora de su mente, él no podía gritar, su lengua estaba entumecida también. Entonces, sus brazos tampoco le respondían y su cuerpo entero se iba convirtiendo en una estatua humana. Sin poder mover ni un dedo, su dorso parecía una estatua de cera y sus piernas eran dos costales de carne aguados. Su mente seguía pensando, atrapada dentro del cuerpo inútil, mientras hacía su mayor esfuerzo por respirar.

    Lo único que escuchaba era el latido de su corazón y su respiración pesada. Sus pulmones se detenían de un momento a otro y el último sonido que quedaba era el de su corazón, que golpeaba con fuerza — Mi mente me ha encerrado en este cuerpo ¿Será capaz de hacer que deje de respirar o que se pare mi corazón? — Entonces, dejó de respirar y sólo quedó el bombeo de su corazón, que se ralentizaba, cada que daba un golpeteo se detenía un instante y parecía que ya no volvería a latir, pero claramente se escuchaba el latir del corazón, hasta que, después de un último latido, este ya no se escuchó más.
 
FIN
   

jueves, 29 de diciembre de 2011

28 - La Mancha


    El hospital trabajaba a más no poder, esa noche de diciembre. Las vacaciones se habían vuelto en turnos dobles para algunos y los accidentes de tránsito, incendios y otros malestares estaban a la orden del día. En una camilla se encontraba sentada  una joven, de al menos 25 años, y un doctor examinaba su brazo que estaba vendado — Entonces, Clara, quiero que me cuentes, desde el inicio, qué fue lo que pasó —. El doctor hizo una pausa para mirarla seriamente a los ojos, pues terminó de quitarle el vendaje, revelando una herida que abarcaba casi todo su brazo, hasta la muñeca.

    —Hace dos días…— explicó Clara— desperté en la madrugada y tenía un piquete como de mosquito en el brazo. No era nada grande, apenas se veía un punto rojizo en mi antebrazo, pero me daba comezón. Me rascaba una y otra vez para tratar de calmarlo, pero no lo lograba. Luego me empezó a doler más y traté de ponerle ungüento para ver si así sanaba más rápido. Pero al cabo de un rato, toda el área a su alrededor estaba enrojecida y me ardía. Esto me preocupó más y traté de limpiarlo con alcohol, pero sentí que me quemó la piel, entonces lavé muy bien mi brazo y lo vendé…—

    Mientras ella hablaba, el doctor ponía especial atención a cada sustancia, pomada o líquido al que había recurrido para sanarse. — Lo que debiste hacer — dijo el doctor— fue no rascarte desde un inicio. Creo que todo eso que te pusiste desde el principio y que te hayas rascado influyó mucho en lo que está en tu brazo. Yo lo que veo aquí es que te arañaste con tus uñas, te causaste heridas y esta comienza a infectarse porque lo debiste cubrir con unas gasas sucias. Te voy a recetar antibióticos y un calmante para la comezón, es muy importante que no te rasques— dicho esto, firmó su receta y le dio las gracias a su paciente.

    Clara no estaba del todo satisfecha con la explicación del Doctor, pero aun así, compró los medicamentos que le recetó. Al llegar a casa, le echó un vistazo a su brazo y lucía peor que antes. Sin saber a quién recurrir, tomó el teléfono y le marcó a su mejor amiga. Los segundos que pasaron antes de que ella respondiera le parecieron eternos, no podía dejar de pensar en su brazo y aún sentía ganas de rascarse, pero le dolía tan si quiera tocarla. Al final, su amiga contestó y se saludaron cordialmente. Clara le explicó de su visita al médico. Sin embargo, la amiga notó algo en su voz.

    —La noche que desperté con la picadura— le explicó Clara a su amiga, quien tuvo que convencerla para que lo hiciera — tuve un sueño extraño. En verdad, no estoy segura de que haya sido un sueño, pues me pareció muy real. En este sueño, yo estaba acostada en mi cuarto y era despertada por una luz blanca que inundaba mi cuarto. Entonces, sentí una presencia maligna, como siluetas oscuras al alrededor de mí, sólo que no podía moverme. Algo me aplastaba el pecho y lo único que podía ver era el techo de mi cuarto. Pareció que fueron horas y, casualmente, cuando desperté tenía esta herida—.

    Su amiga no le creyó la historia, pero trato de tranquilizarla diciéndole que siga las indicaciones de su doctor al pie de la letra y que pronto se curaría y estaría bien. Sin embargo, las palabras alentadoras no tenían efecto en Clara. Quien no soportaba el dolor. Intentó lavar la herida más de un par de veces esa tarde y le puso más ungüento y la cubrió con unos trapos. Pero fue despertada en la madrugada y cuando sus ojos se abrieron, ella descansaba en su cama sin poder moverse. Nuevamente, sintió una presencia maligna en su habitación y su brazo le dolía más que nunca. Cuando finalmente pudo moverse, ya había amanecido.

    Totalmente consternada por su brazo, acudió a emergencias donde otro doctor la recibió. Valientemente, ella decidió contarle la historia completa, pero el doctor la transfirió con un especialista. Clara se ofendió al leer en la tarjeta del doctor la palabra “psiquiatra” y decidió no acudir más a ese hospital. Aun cuando su brazo le seguía doliendo, ella sólo tenía una explicación en su mente, había una causa respecto a lo que le estaba pasando, que ningún doctor entendiera su padecimiento, los seres malignos, algo debían estar haciendo con su brazo, quizá un implante o alguna enfermedad de otro mundo. De ser así, sólo había una forma de salvar el resto del cuerpo.

    Antes de llegar a su casa, pasó a un supermercado que abría toda la noche y compró una segueta y una bolsa con hielos. Llegó a su casa y vació toda la botella de alcohol sobre su brazo y bebió de una botella de absenta. Rápidamente, el alcohol llegó a sus venas y cuando la hoja aserrada cortó su piel, sus músculos y atravesó el brazo, la sangre no dejó de fluir hasta que ella cayó al suelo inconsciente y murió en el piso de su sala. Nunca llegó a abrir la bolsa de hielos.

 
FIN

miércoles, 28 de diciembre de 2011

27 - Blanco y negro



La noche lloraba en paz, aquel diciembre en la gran ciudad. Los nubarrones que tapaban el techo estrellado descargaban chorros de agua sobre los edificios, sobre los autos y sobre el asfalto. Pero las calles estaban solitarias, la gente descansaba tranquila en sus casas, después de días de juergas y misterios. Los festines se habían acumulado y sobraba comida en grandes cantidades. Afuera, sólo unos cuantos recorrían las avenidas en sus vehículos para hacer compras necesarias.

En las afueras de un supermercado, un hombre cargaba con una mano su sombrilla y con la otra, varias bolsas llenas de compras. Su cabello negro y sus zapatos estaban mojados, así como su pantalón hasta las rodillas. Al llegar a su automóvil, mientras luchaba por sacar las llaves de su bolsillo, notó una figura pintada de blanco y negro debajo de un árbol. Conforme más penetraba su mirada en la lluvia, la imagen iba tomando forma de una persona joven y esbelta. Con un sombrero y pantalones negros, camisa de rayas y la cara pintada.

En la cara del mimo caían gotas, que no eran provenían de la lluvia. Salían de sus ojos y eran producto de otro tipo de tempestad. La imagen petrificó al hombre en la posición en la que estaba, sosteniendo su sombrilla, con las bolsas de las compras colgando de su brazo y metiendo su mano en el bolsillo de su pantalón, hasta que el mimo volteó. Fue un asombro ver que este ser, que parecía una antigua fotografía, se moviera y que estuviera vivo. El mimo y el hombre cruzaron la mirada.

El maquillaje blanco y negro del mimo se corría con la lluvia, dándole la apariencia de un cadáver. Pero se paró muy derecho, con los pies juntos y las manos pegadas al cuerpo. Entonces, hizo una reverencia, quitándose el sombrero y comenzó su actuación. El hombre que miraba no podía creer lo que veía, un mimo con la cara desfigurada bajo la lluvia ejecutando un acto en medio de la noche, en el estacionamiento de un supermercado. Pero no se movió, se quedó a apreciar todo el espectáculo.

El mimo ponía sus palmas  bien abiertas frente a él y simulaba tocar una pared invisible. Después, jaló una cuerda que no existía, lanzó una flecha de un arco imaginario y pasó a pararse detrás de un muro que le tapaba la mitad del cuerpo, donde actuó como si bajara un ascensor, unas escaleras eléctricas y, finalmente, como si estuviera remando en una canoa. El acto fue impecable, pero aterrador, pues la figura del mimo  hacía que las piernas del hombre temblaran y su corazón latiera más fuerte.

Cuando el mimo terminó su acto, hizo una reverencia final y dejó extendido su sombrero que se llenaba de agua de lluvia. El hombre, tiró su sombrilla y metió su mano libre en el bolsillo, sacó las llaves del carro y entró tan rápido como desapareció de la escena. A toda velocidad, recordando los movimientos del mimo, su vestimenta y, sobre todo, su cara, temía tener pesadillas sobre él esa noche o caminar por un pasillo oscuro y encontrarlo sentado o haciendo su acto lúgubre. Pero no tardó mucho en llegar a su casa, cálida y acogedora, con su esposa y sus hijos.

Al llegar a su casa, abrió la puerta y su esposa lo recibió, pero cuando le preguntó por la sombrilla, él no pudo responder. Hacía un esfuerzo por hablar, pero por más que abría su boca y soplaba aire, no salía ningún sonido. Entonces, recordó al mimo, recordó su cara y su figura bajo la lluvia y entendió que, a partir de ese día, tendría que vivir sin poder hablar y en sus pesadillas estará ese mimo, extendiendo su sombrero y él siempre correrá, hacia su perdición.

 
FIN

martes, 27 de diciembre de 2011

26 - El Francotirador


    Había miedo en la calle esa tarde de Diciembre. La gente hablaba de un asesino, un francotirador, que mataba personas al azar, al caer la noche. Nadie sabía quién podría ser la víctima, pero por cinco días seguidos, el tirador aterrorizó la ciudad con sus impredecibles ataques. No había un solo patrón a la hora de elegir a sus víctimas, mujeres, ancianos, hombres adultos e incluso niños habían caído presa de este psicópata.

    La policía estaba completamente confundida y pidió ayuda al ejército, pero no había forma de saber cuándo o dónde iba a atacar, quién moriría esa tarde. Nadie quería salir de su casa y si lo hacían, debían moverse con cuidado, de columna en columna o en un vehículo en movimiento, a toda velocidad, saltándose semáforos, altos y cualquier señalización. Las televisiones estaban prendidas todas en los noticieros, esperando información sobre el asesino.

    Mientras tanto, en uno de los edificios más altos de la ciudad, el francotirador subía las escaleras hasta uno de los últimos pisos donde alquiló una habitación con una falsa identidad. Cargaba con un maletín donde guardaba todo su equipo. Sin prisa ni apuro, subía los escalones con una canción en el corazón que a veces silbaba y a veces tatareaba, como quien da un paseo por el parque. Vestía un sombrero y una gabardina que ocultaban el resto de su cuerpo, excepto por unos zapatos elegantes.

    Cuando el francotirador llegó a su habitación, lo primero que hizo fue echar un vistazo al armario, al baño, la cama. Prendió la televisión y hablaban de él en las noticias, no había una sola pista de él y el ejército no quería hablar al respecto.  La policía afirmaba tener un plan, pero aparentaba ser un intento desesperado de tranquilizar a la población. El Francotirador se sentía como en su casa, se quitó la chaqueta y el sombrero, se sentó en la cama y abrió su maletín.

    El rifle que poseía el francotirador era de última generación. Ligero como si fuera de utilería, pero largo y preciso, con un silenciador que servía de poco y una mira que permitía ver la cara de una persona a un kilómetro de distancia. Ensambló cada pieza en su lugar y cuando todo estaba listo cargó el arma y se dirigió a la ventana. Tenía unos binoculares con los que podía buscar un buen sitio para practicar su tiro al blanco, pero las calles estaban cada día más vacías. La gente pasaba corriendo o en sus autos, nadie esperaba sentado mientras comía un postre, tampoco había personas en la parada del camión.

    En uno de los edificios, un hombre que trabajaba en un ducto de aire. Estaba de espaldas y de rodillas, metiendo su brazo en una ranura de ventilación. Ante esto, el francotirador tomó su rifle y apuntó hacia ese hombre. Tomándose unos segundos para calcular el tiro, sincronizando su respiración con los latidos de su corazón y, cuando lo tuvo justo en la mira, disparó. El hombre cayó en el suelo inmóvil y un charco de sangre comenzó a formarse alrededor de él. El Francotirador no podía ocultar su sonrisa perversa, entonces volvió a tomar sus binoculares.

    En la base de un edificio, otro hombre esperaba dentro de su vehículo. Miraba por todas partes con nerviosismo. Por segunda ocasión, el francotirador tomó su arma y disparó. La cabeza del hombre en el vehículo explotó al recibir el impacto de la bala de gran calibre y su cerebro se esparció  por el interior del carro. El francotirador recargó su arma y la soltó por unos segundos, pues comenzaba a calentarse. Su cara tenía una expresión severa todo el tiempo, pero una sonrisa se dibujaba en su rostro cada vez que acertaba al blanco. Tomó, otra vez, sus prismáticos.

    Cerca del parque, alcanzó a ver a otro hombre, vestido con un traje y sombrero, que cargaba un maletín. Sería un objetivo difícil pues no estaba quieto, sin embargo, daba vueltas una y otra vez, como esperando a que pasaran por él. El Francotirador tomó su arma y apuntó. Le costaba un poco de trabajo seguir al hombre y su mano temblaba levemente por la emoción de acertar ya dos blancos. Calmó su respiración e intentó tranquilizarse, cerrando los ojos un segundo. Se tomaba todo el tiempo del mundo, pues dudaba que lo fueran a atrapar.

    Después de observar por un minuto al hombre, pudo anticipar sus movimientos y cuando calculó que su cabeza estaría justo en su mira, disparó por tercera vez. El hombre de traje cayó al piso y su maletín se estrelló en el suelo y se abrió, pero estaba vacío. Su sombrero fue arrebatado por la bala y al escuchar el silbido de esta pasar sobre su cabellera, olvidó su maletín y sus modales y corrió  a ocultarse detrás de un árbol. El Francotirador estaba furioso de haber fallado, pero el hombre ahora estaba quieto y sería un blanco más fácil. Apuntó su arma hacia donde el pobre hombre se escondía, pero sólo se veía parte de su cuerpo. Cuando lo tuvo en la mira, volvió a disparar, pero falló su cuarta bala.

    Aún le quedaba una bala en su cargador, estaba completamente frustrado por fallar dos tiros. Esta vez, no fallaría. Apuntó su mira hacia el hombre que se escondía detrás del árbol y no se movía de ahí. Respiró profundamente, cerró los ojos y trató de calmarse. Ajustó la mira para verlo tan cerca como fuese posible, debía darle en el corazón o en la cabeza, pues no se conformaría con atinarle en un brazo o en una pierna. Observaba como el hombre hacía algo detrás de árbol, pero no podía identificarlo.
    Toda su atención estaba puesta en cada movimiento del hombre de traje, el centro de la mira estaba en su hombro que sobresalía por detrás del árbol en el que se escondía, tampoco podía ocultar su zapato y de vez en cuando asomaba un poco la cabeza. Estaba sentando y si quería moverse de allá tendría que ponerse de pie, tarde o temprano. El francotirador observó, esperó inmóvil, respirando despacio, sin quitar la mira de su objetivo. El hombre de traje, entonces se escondió completamente detrás del árbol y en ese momento, el lente del rifle explotó y los vidrios y pedazos de metal se incrustaron en su cara.

    Una segunda bala impactó en la cara del francotirador y atravesó su cráneo. En su cuerpo se observaban varios puntos rojos, miras de francotiradores de élite que el ejército había preparado para cuando el asesino atacara. Pusieron diferentes señuelos, como el hombre de traje que comunicó a la central sobre la posición del homicida y otros más que observaban atentos escondidos detrás de arbustos y ventanas de otros edificios, pero lo que delató finalmente al asesino fue el brillo de su mira que anunciaba a todo el mundo su posición.

FIN

lunes, 26 de diciembre de 2011

25 - Avaricia



    Las nubes grises opacaban las paredes de los edificios en la gran ciudad. Las luces de las ventanas iluminaban tanto como podían, pero era evidente que una tormenta ya estaba próxima a iniciarse. La gente hacía lo posible por regresar a sus casas y otros buscaban pronto refugio ante la lluvia que cada segundo era más inminente. Sin embargo, dentro de un departamento las luces estaban apagadas y la única iluminación que había era aquella de varias veladoras y velas colocadas en diferentes puntos de la sala.

    Los sillones, la mesa para café y la carpeta habían sido arrimados hacia las paredes para dejar espacio al símbolo pintado con gis en el centro. Una estrella de cinco picos encerrada dentro de dos círculos con palabras escritas en un idioma obsoleto. Cinco personas, tres hombres y dos mujeres, vestían túnicas negras y sostenían en sus manos diferentes de objetos. Uno de los hombres tenía una copa con su propia sangre y un cuchillo, con el que se había cortado; Otro sostenía un libro abierto con una mano y, con la otra, una veladora que usaba para leer el libro en la oscuridad.

    La mujer más joven sostenía en sus manos un collar con un colgante y una piedra negra en ella, parecía obsidiana. La otra mujer cargaba un incensario de serafines que colgaba de dos cadenas casi rozando el piso y llenaba de humo la habitación. El último de los hombres sostenía con ambos brazos un tridente casi tan alto como el departamento y de un brillo fantasmal, parecía hecho de plata o algún hierro pulido o cromado. Además, esta magnífica arma estaba ornamentada con simbología mítica de pueblos ancestrales.

    Conforme la tormenta avanzaba dentro de la ciudad, el agua y los vientos se colaban por la única ventana abierta de la habitación. Se sentía una electricidad en el aire y las velas se agitaban amenazando con extinguirse, pero resistían el embate de las ráfagas de aire. El círculo en el piso, que originalmente era blanco, se tornaba de un color rojizo y empezó a salir del centro una luz que se arremolinaba y se transformaba en un humo carmesí que se comprimía y adquiría una forma humanoide.

    Cuando la luz dejó de salir del centro del círculo, una figura demoníaca se reveló ante los cinco. Sus cuernos chocaban con el techo, a pesar de estar encorvado. Tenía patas de chivo, garras como de águila y el dorso, los brazos y el cuello de un humano. Su cabeza parecía a la de un león y poseía una cola con una punta como de flecha. Una poderosa hacha era blandida por el ser infernal y la hoja era tan ancha como una persona promedio.

    Al instante que el ser puso la mirada en el hombre del libro y este último le hizo una señal a aquel del tridente, quien rápidamente respondió dando una estocada directo al pecho del demonio. Pero este tomó el tridente con una mano y se lo arrebató de un tirón, como quien le quita un dulce a un bebé y terminó volando hasta estrellarse contra la pared y caer el suelo inerte. Todos los demás dieron un paso atrás, pero no corrieron, pues estaban petrificados ante el tamaño y poder del ser que tenían frente a ellos.

    De un solo tajo, cortó la cabeza del hombre que sostenía el libro y de la joven. Luego miró el tridente que sostenía y pareció reconocer su origen. Entonces tiró su hacha, y atravesó al hombre y mujeres faltantes como un palillo a través de una salchicha. De entre la sangre y pedazos humanos, el demonio agarró el collar que sostenía la joven y se lo colgó al cuello. En seguida, sus ojos se tornaron negros. Finalmente, salió por la ventana, trepó por la pared hasta subir al techo del edificio y fue saltando de azotea en azotea hasta perderse en medio de la tormenta.
 
FIN

sábado, 24 de diciembre de 2011

24 - El poder del fuego



    Cada día están más cerca los festines de fin de año, las celebraciones paganas de rituales más poderosos. La fiesta más grande de toda la ciudad tendría lugar el último día del año y sería épica. Los afortunados invitados lucirían sus mejores ropas y joyería. Pero no todos recibieron regalos de piedras preciosas y oro. No todo era cetros y coronas de plata. Algunas personas, locas por solitarias, debían comprar sus propios atuendos y, sin mucho presupuesto para invertir, tenían que arreglárselas para llevar, aunque sea un medallón, un anillo o un collar que honre los dioses del fin de año.

    Esta era una joven mujer, harta de la vida, harta de la existencia banal, vil y cruel. De un mundo malvado que le había arrebatado todo: Familia, amor, dinero, propiedades, amistades. La providencia del destino la llevó a un callejón sin salida y con las pocas monedas que tenían en su bolsillo, jamás alcanzaría para comprar el único requerimiento del ritual pagano al que había sido invitada. Probando una última vez su suerte, recurrió a un barrio desamparado de la ciudad para conseguir el artículo deseado.

    Caminaba por una calle sucia, acompañada de hojas de periódico que seguían al viento, sus tacones bajos hacían un eco cada que golpeaban el suelo. Los edificios en esa zona de la ciudad tenían ventanas tapiadas con maderas y la única tienda abierta no tenía pinta de ser confiable, pero, dado que no tenía nada más que perder, decidió entrar, casi como retando a su suerte en este Diciembre, mes del terror.

    La tienda parecía opacada por la desolación del exterior, sin embargo, por dentro era algo diferente. Tenía un estilo de tiempos atrás, quizá podría llamarse clásico por los más recatados o anticuado por los menos conocedores, pero los artículos disponibles para la venta definitivamente no eran de fabricación barata, se trataba de Platos, vasos, copas, anillos, tronos y demás piezas ornamentadas y artesanales… asemejaba a un sitio digno para la realeza, más que para una simple plebeya. Sus tacones bajos hicieron eco dentro del piso tienda para así poder penetrar en el misterio.

    El tendero lucía un traje elegante, con porte fino y arrogante. Saludó cordialmente a la joven, pero denotando cierto desprecio clasista. El astuto tendero supuso que ella buscaba un artículo barato para presumirle al mundo, algo que oculte el fracaso que tenía escrito en todo su cuerpo. Sin entablar conversación, le mostró un collar con un colgante de bronce que lucía una piedra rojiza en el centro. Ella, en seguida, pensó que eso funcionaría para la fiesta, si el precio era suficiente. Sin ninguna explicación, quizá intentando que ella se fuera de su tienda con la mayor premura posible, aceptó las pocas monedas que poseía en su bolsillo, la envolvió en un papel y la dejó ir con su nuevo poder.

    Al poner sus dos pies en la acera, los cerrojos de la puerta de la tienda sonaron uno seguido del otro y luego las luces se apagaron. Cuando la joven pudo admirar con más calma su nueva posesión, notó que tenía inscripciones chinas alrededor que no podía entender, pero al colgarlo alrededor de su cuello sintió un vigor que no había pasado por sus venas en mucho tiempo, quizá nunca lo había sentido en realidad. Miraba a su alrededor como si fuera un demonio que acababa de llegar a una nueva dimensión y estuviera listo para conquistar un nuevo mundo.

    Sentía calor en su cuerpo, pero no le molestaba, la relajaba, soplaba aire caliente de su boca y sus manos le temblaban. Caminaba y sentía que sus pies golpeaban el suelo con tal fuerza que parecía romperse. Sus ojos se posaron en un buzón, de un color rojo como la piedra de su collar y, antes de que se diera cuenta, ya salía humo del contenedor y fuego. Al ver esto, se alejó tanto como pudo para resguardarse, pero de alguna manera lo sabía, el fuego no había venido de cualquier lado, ella lo había iniciado y era gracias a su nuevo collar.

    Intentó una vez más, mirando unas cajas con basura en un callejón. A pesar de la humedad, éstas prendieron de un chispazo y el fuego se elevó hasta una ventana cercana que estaba cerrada. La idea de incendiar un edificio entero le pasó por la mente y el vidrio de la ventana explotó y llamaradas salieron de esta y el humo atiborró la calle. Ella escapó tan rápido como podía. Su corazón latía con fuerza, jadeaba, sentía un calor en su interior que le quemaba, pero lo gozaba, no sentía remordimiento alguno, merecía este poder, ahora ella tenía los dados en las manos y planeaba apostarlo todo, antes de tirarlos.

    Al llegar a una congestionada avenida puso a prueba sus poderes. Oculta detrás de una muralla, pensó en los autos y podía visualizarlos envueltos en llamas y en su mente escuchaba los gritos de la gente que se quemaba viva. Miró un edificio y el humo empezó a brotar. El caos se apoderó de la ciudad, los autos incinerados expulsaban gases tóxicos y los cimientos de los edificios crujían a punto de desplomarse como un galleta seca. La joven sentía una excitación que no podía explicar ni entender. Pero el calor de su corazón le impulsaba a seguir destruyendo y matando y quemando todo lo que estaba a su alcance.

    Uno tras otro, los vehículos abandonados por la gente que corrió envuelta en pánico, se calcinaban y hacían una cadena que crecía y crecía. La joven estaba histérica, maníaca, no había forma de detenerla y el fuego que sentía en su interior finalmente la quemó. Su cuerpo nunca tocó el suelo, pues se convirtió en una estatua de ceniza que fue barrida por el viento y del medallón con el poder del fuego no se volvió a saber nada, nunca más.

FIN

viernes, 23 de diciembre de 2011

23 - ChinShua



    Era la locura en las tiendas departamentales, cada vez más cerca las festividades del Mes del Terror, los locales y supermercados se abarrotaban de gente dispuesta a vaciar sus bolsillos para comprar regalos escalofriantes a sus seres queridos, formando grandes filas en las cajas registradoras y estacionamientos. No era raro ver árboles con pinos amarrados sobre el techo de los vehículos, personas vestidas de duendes y cuernos de carnero por doquier, así como carritos de supermercado llenos de cajas envueltas en llamativos papeles.

    Los elevadores en los edificios no descansaban, el aire acondicionado trabajaba al Máximo, pues el asfalto y los vidrios se calentaban con el radiante sol tropical de la gran ciudad, además del calor humano y mecánico. Las avenidas y calles estaban congestionadas y el ruido y un aparente caos era la única melodía que se podía respirar en el ambiente. Pero algunos rincones oscuros eran más calmos que otros, había sitios olvidados por el tiempo que se esforzaban  por sobrevivir a pesar del abandono.

    El Barrio chino solía estar colmado de vida pero, comparado con el resto de la ciudad en estas fechas, era un sitio relajado y pacífico, exceptuando por una tienda, ubicada en uno de los callejones más confinados. Se trataba de una tienda de mascotas que ofrecía animales de rincones exóticos de toda  china. Uno de estos animales era una especie de lagarto con alas, de color verde orejas como de conejo, pero sin pelo, y una cola como de rata. Todo cubierto de escamas.

    La gracia de este animal, llamado ChinShua,  era su capacidad para volar, el poco cuidado que necesitaba y que cantaba a la luz de la luna, además de su rareza que lo convertía en único. Era completamente pasivo y se podía meter en una caja un día entero sin que muriera por asfixia. Todo lo que requería era la luz de la luna para darle energía y bambú, que comía con la lentitud de quien vive más de cien años. En sí, la criatura era un adorno, pero volaba por toda la casa y solía posarse en la ventana para cantar. Cientos de estas criaturas se vendieron.

     Todos los ChinShua estaban bien empaquetados en sus cajas sobre las pilas de regalos, esperando la mañana del día siguiente para abrirse y poder volar y cantar por toda la casa. Ningún niño o adulto, que serían los nuevos dueños de esta criatura, tenía idea de qué era lo que contenía la caja, pues apenas hace una semana que se anunció la venta de este peculiar espécimen. Sólo una bolsa de varas de bambú revelaba el misterio pero, nadie sospechaba que eran alimento para una criatura en una caja cerrada.
    Cuando llegó el gran día, todos rasgaron el papel de regalo y abrieron las cajas develando al ChinShua. Sin embargo, este no se movía, no cantaba ni volaba. Sólo estaba quieto como una estatua, con sus ojos rojos viendo a todos alrededor. La gente que había recibido esta criatura estaba sorprendida y confundida. Aún después de explicarles sus gracias, la gente no entendía, pues sólo estaba ahí, parado inmóvil y nada más.

Una oleada de frustración y reclamos invadió el local en el callejón del señor Li, el anciano dueño de la tienda de mascotas, pues la gente le llevaba su ChinShua inmóvil como una piedra, algunos dudaban si estaba vivo, pero el viejo sólo les explicaba que el ChinShua actuaba cuando él deseaba, no cuando las personas le ordenaran y que debía ser tratado con respeto, pues se ofendía con facilidad. Aseguró que el animal estaba vivo y hacía todos los chistes indicados.

Después de que todos regresaran a sus casas, algunos fueron más reverentes con la criatura, pidiéndole de favor que comiera, caminara o hiciera las cosas, ofreciéndole tratados de amistad y hasta servidumbre. Sólo así, la criatura se movió, caminó y hasta voló. Pero nunca se le veía cantar a la luna, como el viejo había dicho. La decepción llegó nuevamente a muchas de las casas y el enojo empezó a dirigirse hacia el exótico animal, que debía ser tratado como un rey.

La gente que compró el ChinShua estaba decepcionada, nunca lo habían oído cantar, hasta que llegó la luna nueva, el 24 de diciembre. Tanto aquellas criaturas que no obedecían a sus dueños  como las que habían entablado una buena relación con sus amos humanos, se posaron en la ventana o rendija más cercana y, apuntando sus ojos rojizos al vacío del espacio, empezaron a cantar. Los ChinShua que eran felices entonaban una bella melodía, armoniosa y dulce como un piano. Pero aquellos que fueron desdichados o humillados por el mal trato de sus amos cantaban en un tono diferente.

Cuando los ChinShua que habían sido maltratados cantaban, su melodía se oía brutal, como un grito de guerra y muerte, desagradable para los oídos humanos y tan potente como para ensordecer a cualquiera en toda una cuadra. La cantidad de ChinShuas infelices era tal, que hubo un magnífico concierto de ferocidad, que destrozaba los oídos y estos no pararon hasta que sus amos se disculparon, les pidieron perdón y prometieron tratarlos mejor de ahora en adelante. Pero el daño estaba hecho y los nuevos sordos que atendieron a su ChinShua, no importa cuán bien los trataran, pues ya no podían oír su dulce canción nunca más.
 
FIN

jueves, 22 de diciembre de 2011

22 - El incensario de serafines



    Las estrellas adornaban esa noche de diciembre, opacadas por una capa de contaminación lumínica y por otros gases, como el humo que salía de la ventana, en uno de los edificios más altos de la gran ciudad, que estaba apenas abierta pues el aire frío y veloz que venía del exterior se colaba por cualquier grieta. Como una lucha de dos fuerzas mágicas, el humo que venía del interior del edificio y el viento, daban pasos hacia adelante y hacia atrás, dejando entrar el aire por momentos y en otras jalando al humo hacia afuera.

    El origen de este humo se encontraba pendiendo del techo, sobre el sofá de un hombre que intentaba calentarse con un incensario de hierro decorado con serafines que colgaba de unas cadenas, emitiendo su humo aromático sobre el pobre hombre que sufría por el frío. La tele de la habitación estaba prendida y, aunque la pantalla emitía cierto calor, el zumbido de la electricidad aumentaba la sensación de frialdad en el ambiente. Las voces apagadas de los presentadores, las imágenes computarizadas, nada de lo que salía ahí le daba el abrigo que necesitaba, pero no podía dejarla, como a una adicción.

    Se levantó de su asiento y puso la manta con la que estaba envuelto sobre el respaldo del sofá. Cubierto de pies a cabeza, exceptuando por la cara, traía una bufanda, una chamarra y  calcetas gruesas dentro de pantuflas, caminó hasta la ventana para cerrarla un poco más. El aire que entraba por el espacio que quedaba era suficiente para empujarlo por momentos, lo cual le dificultó llegar a su objetivo, pero con la ventana un poco más cerrada, la temperatura aumentó. Regresó a su colchón y el incensario de serafines ya no se mecía con tanta velocidad, pero sus ojos juguetones parecían mirarlo y burlarse.

    De vuelva a su sillón preferido, se sumergió en la suavidad de sus colchones. Nuevamente cubierto por la manta, se relajó y disfrutaba de la televisión. Las voces monótonas de los actores en la película que veía, denotaban la falta de esmero de quienes producían tal película, sin embargo, ya había perdido la cuenta de las veces que la había visto. La madrugaba le pesaba, el reconfortante aroma del incienso lo relajaban y en cada momento le era más difícil permanecer despierto. Repentinamente, un silbido lo despertó y al voltear atrás, casi pudo ver al viento entrando como una invasión de seres sobrenaturales.

    Su cuarto se congelaba, toda la calidez que ahí quedaba se había extinguido. Con un esfuerzo brutal, caminó nuevamente a la ventana y la cerró todavía más. Quedando un espacio del tamaño de su dedo, el aire entraba con debilidad y la tranquilidad regresó a su hogar, una vez más. Regresó a su sillón favorito, se sumergió en la suavidad de su colchón y continuó su rutina de televisión. Ahora que los vientos estaban calmos, no había distracción, pero la monotonía de la tele y algo en el ambiente lo hipnotizaban.

    Como en un estado de trance, él se veía a sí mismo sentado en su sofá, viendo la televisión. Todo estaba contaminado de opacidad, miraba al incensario que se mecía con los serafines, viéndolo a los ojos, y pensaba que debería apagarlo, pues el humo que generaba llenaba la habitación. Sobre una mesa para el café, había un vaso con agua suficiente, pero ya no lo tomó. Pudo ver toda su vida pasar frente a sus ojos en un instante, desde que nació, hasta el momento en que se quedó dormido sobre el sofá y murió asfixiado por el humo del incensario de serafines.


FIN

miércoles, 21 de diciembre de 2011

21 - El bello jardín



    Raro es, ver en la ciudad, jardines al aire libre. Aparte de algunos parques, las áreas verdes han cedido su territorio al pavimento y el concreto. Sin embargo, una nueva moda ha brotado de entre los ladrillos y las vigas: Jardines sobre los techos de los edificios. Como el moho que crece sobre rocas húmedas, los techos de varios edificios comenzaban a teñirse de verde. Es en el techo de uno de estos edificios donde tiene lugar esta historia que comienza una noche de diciembre.

    El reloj ya marcaba las 12 en la cocina de Marta, una señora de gusto por lo tranquilo y la decoración, cuando ella se despertó de un sueño especial. Hacía un esfuerzo, sentada al borde de su cama, por recordar lo que soñaba y venían imágenes de ella subiendo al techo y encontrando una planta extraña en una maceta pequeña. La planta era diminuta y hermosa, se movía con el viento, pero no como si la empujaran, parecía que bailaba y se mecía con el viento y, al hacer esto, liberaba un aroma dulce como el merengue de limón.

    La señora Marta estaba más que encantada por su sueño y, sin creerlo mucho, se puso sus pantuflas, un suéter y una bufanda y subió al techo para echarle un vistazo al jardín que cuidaba día a día. Con una lámpara en mano, subió los 3 pisos por la escalera y cuando llegó a la azotea, abrió la puerta con expectación. Apuntando su lámpara hacia la oscuridad de su bello jardín, que de noche se convertía en un bosque de pesadillas, pero lo único que podía ver era pasto, algunas enredaderas y flores durmiendo plácidamente.

    No estaba del todo decepcionada pues ni ella misma lo creía, pero la ilusión que la hizo subir fue un golpe duro a sus ánimos. En esto cavilaba ella cuando sintió un aroma dulce como el merengue de limón. Ella pensaba que estaba soñando despierta pero, esta vez, el olor era inconfundible. Cegada por la armoniosa esencia, empezó a caminar hacia ella. Sentía calor, como si su cuerpo le exigiera sumergirse en un baño de agua fría y, cuando se dio cuenta, no escuchaba nada a su alrededor.

    Marta estaba confundida, veía un bello jardín a su alrededor, pero no era verde sino morado. Todo estaba iluminado, como si fuera de día, pero no había un foco a su alrededor. Sin embargo, el olor dulce de merengue de limón continuaba y la obligó a avanzar en la maleza que asemejaba a la de una casa abandonada. Algunas de las plantas que rozaban sus pantorrillas descalzas la arañaban pero no le hacían daño. Pocos metros adelante, se encontró con una mesa de madera azul.
    La mesa tenía sobre de sí, la planta pequeña y danzante que había visto en su sueño, además de ser el origen del dulce aroma. Dio los últimos dos pasos de distancia y todo se aceleró de repente. El viento la golpeaba en la cara y la congelaba, pero esto no duró más que un instante pues murió al momento de estrellarse contra el pavimento. En el techo de su casa, la pequeña planta en la maceta pareció estremecerse con la muerte de la señora y cuando su éxtasis terminó, un cristal la envolvió, junto con una luz y desapareció en lo profundo del espacio.

 
FIN

martes, 20 de diciembre de 2011

20 - El pulpo Gigante

 
 
    La oscuridad tomaba las calles de la gran ciudad. Por las noches, se sentía un ambiente de guerra, como si las tropas del mal ya marcharan por las calles y en cualquier momento se fueran a enfrentar contra las del bien. Pero el regocijo llenaba los bares, los salones de fiestas y las casas. Pues el placer y el hedonismo aumentaban conforme las fiestas de finales de diciembre, el mes del terror, se acercaban. A todas horas se podía ver a personas andando en la calle y no siempre en sus cinco sentidos…

    Esta era un hombre joven que caminaba por la calle, pasada la media noche. Vestía un saco barato y sus zapatos, que estuvieron bien boleados hasta hace poco, ahora lucían manchados por el lodo de las lloviznas decembrinas. Caminaba tambaleándose, se le veía alegre, pero sus ojos se cerraban mientras su cuerpo seguía andando. Tenía hipo y no era seguro de su destino, pues ya había pasado por esa misma calle minutos antes.

    El joven se detuvo en una esquina de la calle para leer las indicaciones viales y darse una pista de su ubicación, pero las letras se desenfocaban y duplicaban, haciéndolas imposibles de leer. Sin seguir intentando, decidió hacer caso a un instinto surgido de la nada y seguir por la calle en la que se encontraba, cuando, repentinamente, algo llamó su atención detrás de él. Un fuerte golpe metálico había roto el silencio de las calles que susurraban con el viento. No había nadie más cerca del hombre y sin duda, nada tan pesado como para hacer ese ruido.

    El hombre siguió caminando, buscando su casa, otro bar o un hotel donde sobrevivir la noche, pero las ideas se le agotaban. A su alrededor sólo veía locales que hacía mucho tiempo habían dejado de funcionar y tremendas paredes de edificios departamentales que se extendían más allá de donde el joven podía alzar la mirada sin irse de espaldas. Al voltear atrás, dio un salto hacia la pared pues volvió a escuchar otro ruido metálico, esta vez más cerca y más pesado, pero tampoco tuvo tiempo de ver de qué se trataba, pues cerró sus ojos por el miedo.

    Se apoyó del muro de la fábrica donde se había estrellado para ponerse de pie, fue toda una hazaña pero, al final, lo logró y continuó su camino, tratando de permanecer en la banqueta, pero de vez en cuando un pie suyo caía fuera del borde y justo cuando estaba a punto de pisar el asfalto se balanceaba del otro lado y volvía a andar sobre la acera y siempre que esto pasaba, volvía a escuchar el ruido. Le molestaba que alguien pudiera jugarle una broma mientras él estaba perdido, cansado y embriagado.

    Decidido a descubrir el origen del sonido, escudriñó los alrededores en búsqueda de una pista, pero nada pasaba. Luego fijó su vista en la tapa de la alcantarilla, que era pesada y metálica. Dando traspiés, bajó de la acera y, al instante que piso el asfalto de la calle, la tapa de la alcantarilla se movió y un tentáculo salió de ella, moviéndose directamente hacia el joven hombre, quien apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando el tentáculo lo sujetó con fuerza y se lo llevó a las profundidades del drenaje, para no ser visto nunca más.
 

FIN

lunes, 19 de diciembre de 2011

19 - REQUIEM


    Esta es la historia de un viejo músico que trabajaba como maestro en una conocida academia de música dando clases de Piano a alumnos jóvenes. El maestro había pasado por mejores tiempos décadas atrás y ahora su habilidad estaba en decadencia. A sus 50 años, no había tenido un solo éxito, no era querido por sus alumnos y carecía de amigos. Debía cuidarse a sí mismo con el poco salario que ganaba y ya nadie lo contrataba para dar conciertos, pues decían que su habilidad se había extinto, lo consideraban obsoleto.

    La vida del maestro era deprimente, dedicaba el tiempo libre a beber vino y escuchar sus obras favoritas en el tocadiscos, mientras descansaba todo su cuerpo en un sofá cubierto de piel agrietada y endurecida, fumando habanos como si fuera inmune a su tóxico humo, mientras el piano se cubría de polvo y el suelo se iba llenando de partituras rotas y pisoteadas. Nada en la casa estaba en su lugar, como si un huracán hubiera arrasado sólo dentro de su hogar y las botellas de vino rotas se acumulaban en cada rincón, junto con las copas a medio acabar sobre casi todos los muebles.

    Era diciembre y el músico estaba más deprimido que nunca, cansado de una vida sin sentido, decidió darle a la humanidad una última obra maestra, una pieza que haría temblar a la ciudad entera, sería algo que recordarían toda su vida y sólo lo tocaría una vez. Sus planes iban más allá de dar un simple concierto, había calculado todo. No durmió en noches enteras terminando su obra magnífica, pero no la tocaría aún, sólo escribía, pues una pieza tan magnífica sólo debía ser tocada una vez y nunca más.

    Se anunció así, el concierto del maestro. Sin mucho interés por parte de la sociedad, casi a regañadientes tuvieron que asistir algunos de los participantes, pues eran pocas las personas en esta ciudad que aún disfrutaban de la música producida por un instrumento acústico en vivo en un auditorio, tocado por un maestro entrenado a la vieja usanza. Pero la noche del concierto llegó y los reflectores apuntaron a un piano de cola blanco de fabricación japonesa y, después de ser anunciado, el maestro entró acompañado de unos breves aplausos desairados.

    El maestro se sentó frente al piano esperando que los aplausos cesaran. Entonces, con un silencio prolongado como inicio, comenzó a tocar. Pasaba sus dedos suavemente sobre las teclas, tocando unos acordes apenas audibles, subiendo poco a poco el volumen hasta que un tono solemne fue reconocible, no era una alabanza a la nobleza, pues tenía un ritmo bélico, de marcha de guerra, con cierta tristeza y nostalgia, pero con orgullo, sin flaquear, como el entierro de un héroe caído en el campo de batalla. Alguien que luchó y dio la vida por los demás y su última recompensa sería una última marcha gloriosa hasta su sitio de descanso.

    Al terminar la primera parte, hizo una pausa y entonces los aplausos estallaron. El polvo en la vieja casa de la ópera se estremecía como en sus mejores tiempos y el polvo en los rincones más escondidos se elevaba con el viento, como si la vida que irradiaban las palmadas al maestro purificara la mugre que se había acumulado por el abandono, restaurando el auditorio a su auge original. El maestro apenas podía contener las lágrimas, pero su rostro estaba rígido, endurecido por años de amargura.

    Con su espíritu renacido, el maestro regresó al piano y esta vez no esperó a que los aplausos silenciaran para empezar a tocar, pero el público calló de inmediato en el momento en que se sentó en el banquillo. Nuevamente, empezó a tocar suave, apenas rozando las yemas de sus dedos con sus dedos, pero de un segundo a otro, sus manos tomaron la forma de una garra y empezó a tocar con la fuerza de un maníaco, siempre con el mismo tono solemne de marcha de guerra de la primera parte. 

Virtuoso, brillante, conmovedor, agresivo y hasta arrogante, toda su técnica, todos sus estudios y entrenamiento estaban siendo puestos a prueba esa noche, en ese momento. El cabello del maestro se revolvía y adquiría el aspecto de la melodía que tocaba, haciéndolo ver como un demente fuera de control. Su expresión se endureció todavía más y cada vez que azotaba el piano, con toda su fuerza, el corazón del público se detenía y algunos daban un brinco en sus asientos y esto lo hacía una y otra y otra y otra vez. Cada vez con más intensidad, como quien mata a otro ser humano a puñaladas, queriendo desquitar su odio, disfrutándolo.

La música que salía del piano tenía al auditorio hipnotizado, nadie estornudaba, nadie tosía y los ojos de todos apuntaban al gran maestro. Al terminar su segundo acto, los aplausos fueron mayores. Los flashes de las cámaras opacaban los reflectores del escenario y los gritos viajaban más allá de los muros de la casa de la ópera, extendiéndose por toda la ciudad. Era notable que un suceso inédito tenía lugar allá y aún faltaba un último acto. El público no quería de aplaudir, como si no hubiera aplausos suficientes para hacerle honor a la interpretación de tal  pieza, única en su tipo, pero el deseo de escuchar el final los invadió al unísono. Como si hubiera dejado de llover de repente y la existencia se resumiera a un lienzo en blanco que estaba a punto de convertirse en una obra maestra, todos expectantes, curiosos.

El maestro, entonces, se sentó frente a su instrumento, apretó sus puños un par de veces y movió sus dedos en el aire, dio un suspiro tan profundo que parecía ser el último que daría en su vida y cuando exhaló, volvió a tocar. La marcha heroica que antes tocó con tanto vigor, se convirtió en un cortejo fúnebre, retomando el ritmo calmo de la primera parte, aún bélica, poderosa, pero más solemne, casi como un vals, juguetona, hipnótica. Las teclas eran presionadas con dulzura, pero siempre un tono oscuro resonaba de fondo, atrapando este otro tono más dulce, que se desesperaba y quería gritar pero cuando lo intentaba ¡Bum! Regresaba el acorde tenebroso y lo callaba.

La muerte estaba al lado del Maestro, escuchando su última obra, una que no había sido escuchada por ningún ser humano o inmortal. La melodía que salía del piano creaba la sensación de un espacio profundo, de un lugar eterno del que no podría volverse nunca más, alcanzando un pico de intensidad para de ahí ir cayendo, poco a poco, de la forma más sutil, nota por nota, alcanzando a extender este último camino tanto como podía, tan suave como copos de nieve en una noche de invierno.

Y justo cuando el tocar de las notas era tan débil que ya no producía sonido alguno, el maestro aporreó sus dedos contra el piano y el alma de todos casi se sale al instante. Sus dedos se movían con la velocidad de una tormenta, con una furia interminable. Tal era la potencia de su interpretación que derribó el banquillo con sus piernas, pero siguió tocando de pie, lo que aumentó todavía más su ímpetu. El piano se rompería en mil pedazos en cualquier momento, pero la música seguía saliendo, golpe tras golpe, sin perder la melodía o la tonada original, subiendo y bajando hasta ya no poder más.

Con toda la fuerza de su cuerpo, dio los últimos zarpazos al piano y cuando terminó, cayó muerto. Su cabeza golpeó las teclas antes de tocar el suelo, pero nadie lo rescató. No hubo aplausos, ni gritos. Tampoco los flashes de las cámaras se dispararon. El maestro pudo soportar el poder de su propia obra, pues se preparó varias noches para esto, pero ni el resto del auditorio ni nadie estaban listos para una pieza tan magnífica, no había un corazón capaz de sobrevivir el odio, la locura y la genialidad del último réquiem del maestro pianista.
FIN

 

domingo, 18 de diciembre de 2011

18 - El totem



    No todos descansaban en las vacaciones, muchos trabajaban arduamente como si fuera pleno verano. Especialmente, en aquello que necesitaba mantenimiento, vías de comunicación u obras que, una vez en marcha, ya no se pueden detener. Entre estas, la red subterránea de transporte es especialmente eficiente al realizar su labor, pues construye kilómetros de vías en poco tiempo, conectando la ciudad de un lado a otro, sin embargo, esta tarde en especial, las obras se vieron obligadas a parar.

    Después de picar una pared de piedra que obstaculizaba la construcción de las vías, los trabajadores encontraron una cámara que llevaba a diferentes pasillos con pinturas jeroglíficas de tiempos ancestrales. Siguiendo con el protocolo, mandaron a las autoridades encargadas de obras antiguas. Estos últimos, al llegar, continuaron la excavación hasta toparse con lo que aparentaba ser una cámara funeraria, repleta de artículos arqueológicos invaluables: Collares de jade y de vasijas de barro pintadas, además de lanzas de obsidiana con detalles elaborados, tocados ornamentados con plumas y más jade.

    En el centro de la cámara funeraria se encontraba un sarcófago con inscripciones en un idioma antiguo. Los intrépidos antropólogos pensaron que sería buena idea echarle un vistazo al interior y, con ayuda de todos los obreros, lograron empujar la lápida de piedra que se asentaba sobre el sarcófago y en su interior encontraron a un ser humano. Su piel era tan pálida como la de una lagartija, pero mientras miraban su pecho, notaron que se infló de repente. Como si hubiera respirado y después de desinflarse volvió a llenarse.

    Todos dieron un paso atrás cuando vieron que este ser respiraba ¿Quién o cómo podría haber sobrevivido encerrado tanto tiempo? Era imposible que en ese espacio cerrado hubiera sobrevivido sin alimento, agua o aire. Él mismo no pudo haber movido la lápida que le costó a veinte hombres un esfuerzo brutal. Un hozado antropólogo intentó comunicarse, sin respuesta alguna. Al dar un paso adelante, vio sus ojos abiertos y sus brazos, que antes estaban cruzados, moverse enfrente de él, con la lentitud de un viejo mecanismo oxidado que era reactivado después de estar sin uso por centurias.

    Al momento en que levantó la mitad de su cuerpo, de forma que quedó sentado, un par de trabajadores le pusieron un trapo en los hombros, como para calentarlo y en seguida pidieron agua y una ambulancia. El hombre, sin embargo, no hablaba. Sólo observaba a su alrededor, atónito. Sin que lo ayudaran, tan lento como un camaleón, puso una mano en el borde de su sarcófago y otra en la lápida, apoyándose para salir de ahí. Miraba a todos y todos lo miraban. Medía más de dos metros y su cuerpo parecía esculpido en mármol por algún artista griego y sus ojos… Sus ojos tenían la profundidad de las de un demonio que estuvo soñando mucho tiempo.

    El cielo ya se había teñido de negro y los murmullos comenzaron a llenar la cámara de pequeños ecos. El tráfico se hizo presente, los reflectores que apuntaban todos hacia el ser que seguía de pie junto a su sarcófago lo cegaban. Podía sentir el frío de los vidrios y el metal, sus puños se cerraban, su ceño se fruncía. La expresión en su rostro paralizó a los obreros que miraban expectantes, los antropólogos no tuvieron tiempo de reaccionar, cuando de sus ojos salieron rayos de color morado que los incineraron al instante, siguiendo con los trabajadores que uno tras uno se convirtían en cenizas y  huesos chamuscados.

    Cuando el humo de los restos se dispersó, el ceño del ser se relajó, entonces, como si fuera un robot, su cara tomó una expresión de susto, como el de un animal indefenso que está acorralado en un lugar desconocido. Todo le asqueaba, todo el caos, el ruido, las luces. Por más que su oído se adentraba en el escándalo, más intenso y desorganizado se escuchaba. Nuevamente, sus puños comenzaron a apretar y los músculos en todo su cuerpo se tensaron, la rabia regresó a su rostro, sus ojos volvieron a brillar, pero, esta vez, todo a su alrededor se iluminó con una luz blanca.

    La luz que provenía del ser aumentaba su intensidad, todo a su alrededor se sacudía, los cristales de las lámparas fueron los primeros en romperse. Después la tierra entera comenzó a temblar y rayos salían del epicentro, justo donde el ser estaba parado, y, de un momento a otro, hubo una explosión, tan grande como la manzana de una ciudad. No se pudo encontrar nada en ese perímetro, de los obreros, las vías, el ser extraño o la cámara funeraria, pero testigos afirman que vieron salir una estela de luz que desapareció en una zona oscura del firmamento nocturno.
    FIN
   

 

sábado, 17 de diciembre de 2011

17 - Péndulo



    El caos se apoderaba de la ciudad, esa noche de diciembre. Las calles se inundaban del olor a caucho quemado y sangre. El tráfico era una locura y la policía hacía su mayor esfuerzo por  evitar la anarquía. Todos los noticieros hablando de la misma nota y las ambulancias y hospitales no se daban abasto por la cantidad de accidentes automovilísticos en las carreteras, que incluían carambolas de decenas de autos.

    Se oían, por todas partes, sirenas de patrullas de la policía y otros servicios de emergencia, que iban de un lado a otro, sin descanso. La cantidad de accidentados manejando se había incrementado a cientos y los reporteros estaban enloquecidos por la información que recibían de testigos que acontecieron los eventos que iniciaron el caos en la ciudad. Nadie creía lo que decían y tampoco había evidencia que los respaldara. Hasta donde se sabía, todos habían tenido la misma alucinación, pero esto sería, bajo reserva de las circunstancias, imposible.

    Los reportes indican que todo comenzó cerca del anochecer. Algunas líneas de emergencia habían sonado pero, al acudir, los elementos de rescate no encontraron nada. Pensaron que se trataban de falsas alarmas, al principio coincidiendo en su rareza. Mas, los agentes, después de interrogar a quienes realizaron las llamadas, se daban cuenta que no eran niños jugando bromas pesadas, se trataba de personas comunes y corrientes que habían reportado un hecho que, según ellos, presenciaron, pero el cual no dejó rastro alguno.

    A los pocos minutos, las autoridades de tránsito fueron reportadas de choques de vehículos. Al principio, dedujeron que eran los típicos accidentes provocados por automovilistas alcoholizados propios de la temporada. Pero conforme pasaba el tiempo, más y más vehículos impactaban postes, casas, edificios, a otros coches y, finalmente, en las avenidas principales, aparecieron las carambolas. La gente entraba en pánico y dejaba sus automóviles estacionados donde sea para salir corriendo lejos de donde se encontraban, pero a cada vuelta de la esquina, lo volvían a ver.

     Varios de los conductores simplemente fueron impactados por otros que se distrajeron al momento del fenómeno. Pero el resto, pudo advertir, con la claridad con que se ven los objetos en la noche, a personas colgando de sogas alrededor del cuello, amarrados a postes de luz, semáforos, candelabros, ventanas e incluso de los cables de la electricidad. En un momento, ahí estaban colgados, balanceándose ligeramente por el viento, como un péndulo, marcando los segundos, pero antes que un parpadeo, esta horrífica visión desaparecía.

     Nadie pudo explicar el fenómeno, las agencias de seguro se negaban a asumir las responsabilidades por lo sucedido, pues afirmaban que era culpa del que iba distraído, sin embargo, dada la extrema rareza del evento, algunos asumían que se trató de alguna alucinación temporal, algo causada por el exceso de fiestas y cansancio acumulado durante todo el año. Otros aseguraban que, la energía negativa de la temporada provocaba que las puertas dimensionales se torcieran, causando que situaciones ocurridas tiempo atrás, vuelvan a tener lugar en otras partes del tiempo y del espacio, incluso, simultáneamente.
FIN

viernes, 16 de diciembre de 2011

16 - Cocodrilo en las alcantarillas



    La ciudad vibraba de la intensa actividad que tenía lugar sobre el asfalto, pero abajo, en las profundidades de las alcantarillas, el sonido era diferente. No era como si el escándalo de arriba no alcanzara tales distancias pero, de alguna forma, era transformado por el asfalto, los cimientos, tuberías y la infraestructura debajo del piso, en alguna especie de gruñido. Era más bien una sensación en el cuerpo, como una vibración, que algo que se pudiera escuchar, amplificado por los túneles por donde pasaba el agua.

    Era dentro de este laberinto de ductos que dos empleados de mantenimiento se abrían paso entre las aguas. Sus botas les cubrían hasta las rodillas y el resto de su vestimenta de trabajo los mantenía secos por dentro. Sus máscaras filtraban los gases tóxicos, pero no el olor que irritaba sus ojos. Sin embargo, la experiencia adquirida por años de trabajo les impedía devolver todo su desayuno dentro de su traje. Armados únicamente de un casco con una lámpara enfrente y una caja de herramientas simples y su memoria, buscaban una obstrucción cerca de esa zona.

    Cada desviación estaba debidamente marcada con un número y una letra, de tal forma era fácil ubicarse en un, sin embargo, ya habían pasado por esta área antes y para ellos, el laberinto de ductos era como un patio de juegos. Tomaban cada precaución debida, pero se movían con seguridad, sin llegar a la ingenuidad. Cuando finalmente llegaron al área señalada en su orden de servicio, la obstrucción se hizo obvia. El agua se estancaba y formaba un charco en cuya superficie flotaba basura sobre al agua sucia.

    De no eliminar la obstrucción, el agua podría seguir aumentando y ellos mismos quedarían atrapados y morirían ahogados en aguas pútridas y malolientes. Antes de que su tiempo se les acabara, empezaron a trabajar. Uno de los trabajadores fue a la entrada más cercana para desviar tanta agua como pudiera, mientras el otro buscaba sus herramientas en la orilla del charco cuando, tan rápido como un látigo, un cocodrilo salió del agua, lo sujetó del cuello y lo llevó de regreso al agua, donde se lo tragó entero. Las piernas que salían de la boca del cocodrilo aún se movían antes de que terminara de deglutirlo por completo.

    Cuando el otro trabajador llegó cerca del charco, ya no encontró a su colega y, ante su ausencia, decidió hacer el resto del trabajo él solo. Tomó una barra de metal para remover la basura atorada cerca del ducto, pero algo duro y pesado se escondía dentro de las aguas. Entonces, tomó un gancho, que amarró a una soga y lo lanzó del otro lado del charco, para así jalar los desechos. Pero llegaba un punto donde su fuerza ya no le alcanzaba y se tuvo que rendir. Trataba de pensar en una solución a su problema, pero también se preocupaba por el paradero de su colega.

    Sentado al borde del charco, un montículo de desperdicios en un rincón le llamó la atención, pues no era el típico sedimento depositado por el agua, sino que estaba apilado de forma cuidadosa, como si se hubiera hecho así por alguna razón en particular. Se acercó, entonces, al montículo y, al apuntarlo con su lámpara, vislumbró unos cascarones rotos. Sin ser un biólogo experto, sabía que ni peces ni aves podrían sobrevivir en tales condiciones, entonces debía tratarse de alguna especie de reptil. Pero más allá de los huevos, le asombró la cantidad, pues eran más de los que podía contar.

    Su cavilación se vio interrumpida por una presión en su bota. Un cocodrilo de unos centímetros mordisqueaba su calzado tratando de comérselo y otro más también atacó la misma bota. Entonces, más cocodrilos pequeños surgieron de la basura y el agua estancada y se trepaban sobre el trabajador, rasgando su ropa, arrebatándole la máscara y derribándolo por el peso de tantos animales. Con cada mordida que daban, se acercaban más a la carne fresca y conforme siguieron devorando, llegaron al hueso y este también lo hicieron añicos, no dejando rastro del obrero, más que su caja de herramientas esparcida por el suelo.
FIN
   

jueves, 15 de diciembre de 2011

15 - El laberinto en la selva



    Iniciaban las vacaciones y las avenidas de la gran ciudad se congestionaban. Venía gente de todos lados y otros salían para despejarse del tráfico y las oficinas. Una familia, en particular, manejaba su auto compacto, verde limón, atravesaba una calle paralela a la carretera, en mal estado y llena de curvas entre la selva que no permitía ver lo que se avecinaba.  Viajaron por más de una hora, sin descanso, tratando de ubicar la entrada a un pequeño pueblo cerca de la capital, sin embargo, dado que no podían ubicarse en el único mapa del que disponían, estaban perdidos.

    La familia estaba compuesta por dos hermanos pequeños y sus padres. Mientras el vehículo se adentraba en la selva, aumentaba la necesidad de los pequeños de ir al baño y la de los padres de comer y descansar. Pero a su alrededor, era difícil encontrar evidencia de que algún ser humano le diera un uso a ese camino, pues la calle estaba en tan malas condiciones que quizá era más rápido ir a pie que en un automóvil, pero no se bajarían hasta encontrar un lugar donde poder refrescarse.

    La noche estaba a punto de caer cuando, en una curva, se vislumbró un letrero de madera que tenía pintado el cartel de un laberinto en medio de la selva más adelante y, siendo la única señal de vida inteligente a su alrededor, decidieron seguir hasta encontrarlo y parar por provisiones. Entonces, a un par de curvas más adelante, pudieron ver un estacionamiento y la indicación de entrada al laberinto, donde una figura vieja, sentada en una silla, ocultaba su cabeza detrás de un gran sombrero.

    Se bajaron casi corriendo, olvidando el hambre y otras necesidades, para dirigirse a la entrada del laberinto. Uno de los padres le preguntó al hombre el costo de la entrada, pero sólo alzó la mano indicándoles que podían pasar. Sin hacer más preguntas, los adultos dieron un paso dentro del agujero cortado a la perfección dentro de la espesura de la selva.

    El laberinto por dentro era más parecido a una cueva, pues la familia se desplazaba a través de túneles formados por arcos de árboles, ramas, plantas, organizados de una complejidad avanzada. No parecían simplemente macheteados, en realidad, era más como si algo hubiera ocupado el espacio que ahora estaba vacío, mientras que la selva tuvo oportunidad de crecer a su alrededor, para desaparecer como por arte de magia, dejando sólo la maleza acomodada en forma de un túnel.

    La luz no parecía provenir de ningún foco o lámpara, pero de alguna forma, todo estaba bien iluminado, casi como si fuera de día. La familia caminaba dentro, buscando una salida, pensando que al final encontraría un área de juegos, quizá un modesto restaurante y hasta un motel donde pasar la noche. Sin embargo, no tenían un mapa del laberinto, no había un guía ni referencias, cada bifurcación era idéntica a la anterior y por más que se adentraban y el tiempo seguía pasando, la noche nunca arribaba.

    Cada paso que daban los sumía más en la desesperanza, los niños pensaban que jamás saldrían de ahí, pero sus padres los reconfortaban diciéndoles que algún guía debía recorrer siempre el laberinto en caso de que alguien se perdiera. También, al ver que no han salido, se preocuparían y vendrían a buscarlos. Sin embargo, estas palabras ya no las repetían con tanta seguridad, pues ellos mismos comenzaban a dudar al respecto. Pasado un rato, lo mejor que decidieron hacer fue detenerse para descansar.

    Estaban sentados en el suelo hojoso de la selva, cuando las plantas a su alrededor comenzaron a crecer a un ritmo acelerado, tanto, que no sólo podía verse a simple vista, sino que, al poco tiempo, ellos mismos quedaron encerrados y atrapados entre las raíces, ramas y hojas, que, conforme se iban estructurando, emitían rayos de luz blanca que iluminaban el suelo, elevando toda la estructura por encima del selva y volando hacia el cielo, para perderse en lo profundo del espacio.

FIN

   

miércoles, 14 de diciembre de 2011

14 - Cimitarra



    El invierno no llegaba del todo a la gran ciudad, sólo hacía frío por las noches, pero el calor del verano regresaba todo el día hasta que el sol volvía a meterse por el horizonte. Es por esto, que los edificios necesitaban mantenerse bien ventilados, aún en pleno diciembre. Ninguna construcción requería de calefacción, pero en todas eran indispensables equipos de refrigeración, tanto para las personas como para sus alimentos y otros productos. Para congelar, enfriar y refrescarse a ellos mismos.

    Esta era una de las oficinas de un edificio de pocos pisos cerca del centro. Cuando el calor era intenso, cerca de las 11 del día, el aire acondicionado requería de apoyo de ventiladores de techo, de piso, de escritorio y ventiladores para las computadoras, baños y ventilas.  Los ductos de ventilación reciben mantenimiento constante y los jefes, pensando siempre en la eficiencia de su empresa, suelen actualizar los sistemas de refrigeración frecuentemente.

    Sergio era un encargado del área de ingeniería e informática. Iba de un lado a otro configurando las computadoras de acuerdo a las actualizaciones de los sistemas de refrigeración automatizados y ultra eficientes. Revisaba diferentes valores en cada computadora que analizaba, fijándose en un manual del tamaño de un directorio telefónico y comparándolos, para luego hacer las modificaciones correspondientes.

    En su última hoja de servicio, tenía programado un trabajo especial. Por alguna razón, en la zona de “observaciones” su jefe escribió que alrededor de las computadoras que debía revisar, la gente ha reportado que pasan sucesos extraños y que se siente una presencia incomoda. Por supuesto que esto no lo creyó pero le pareció de lo más anormal. Sin darle importancia, subió hasta el tercer piso, pero al abrirse las puertas del elevador, algo cambió la seguridad en su rostro.

    Al momento de dar paso, su corazón pareció enfriársele, empezó a sentirse incómodo, mareado. Con pesado andar, se dirigió a su objetivo. Una oficina con al menos seis computadoras, todas conectadas a una principal. La habitación era más fría que fresca, pues había dos ductos del aire acondicionado y un nuevo ventilador industrial de techo, que giraba a toda potencia. Su cabeza se sentía ligera, no tenía náuseas, pero definitivamente su estómago no estaba bien y al momento que volteó por sobre su hombro, le pareció ver que había alguien, pero estaba solo, pues, últimamente, nadie se atrevía a poner un pie cerca de donde él se encontraba.

    Sergio se sentó y aflojó un poco su corbata con el dedo índice. Se sentía abochornado, a pesar del frío, como si hubiera salido de un baño sauna y los bellos de su piel se erizaban. Su pecho se sentía como tener un costal de cemento encima, mientras el ventilador de arriba giraba al máximo, golpeándolo con ráfagas de viento constantes. Con un esfuerzo descomunal, presionó el botón de encendido de la computadora maestra y al instante, todas las demás arrancaron en serie. Miraba de reojo por sobre su hombro pues en cada instante tenía la sensación que había alguien o algo detrás de él.

    Por más frío que tuviera, no podía apagar el aire simplemente presionando un botón, pero este no sólo le incomodaba por el viento que producía, sino que al girar con tanta potencia, generaba un zumbido, un ruido con un ritmo monótono que al principio era insoportable pero dejaba de ser estimulante al poco rato y la gente lo ignoraba, sin embargo, cada vez que las ráfagas arañaban la piel de Sergio, la imagen de las aspas le venía a la mente y, como un fósforo que es encendido, el ruido del ventilador regresaba con intensidad, hasta que iba extinguiéndose gradualmente.

    Cada segundo que estaba en esa oficina, era como un minuto. Las computadoras generaban pitidos cada vez que un comando nuevo era tecleado por el ingeniero. Revisando su manual, se pudo alertar de que la energía consumida en esa habitación era mayor de la esperada. Empezó a trabajar cambiando los voltajes y redirigiendo la energía donde era más necesaria, pero, mientras hacía esto, juraba que alguien estaba detrás de él, jugándole una broma, en el mejor de los casos. No entendía que era todo eso que sentía, pero siguió trabajando en redirigir la energía a donde debía.

    Mientras el joven daba los últimos clics, el ventilador comenzó a girar a una velocidad increíble y el tubo metálico que lo mantenía pegado al techo parecía estirarse, bajando las aspas, que lucían afiladas, hasta rozar el cabello del ingeniero para dar un sablazo final, directo al cuello, como si alguien sujetara una cimitarra y de un solo corte separara la cabeza de su cuerpo. Pero Sergio agitó la cabeza y dejó de pensar en tonterías, continuando con su trabajo y justo  al presionar una tecla final, hubo paz. El ventilador comenzó a girar a una velocidad calmada y en la habitación y todo el piso se sentía la calidez de un hogar. Como por arte de magia, los síntomas desaparecieron y la gente volvió a utilizar esas computadoras.
 
 
 
FIN

martes, 13 de diciembre de 2011

13 - Ideas de muerte.



    Un hombre colgaba de una soga que rodeaba su cuello, ahorcándolo, cortándole la circulación al cerebro. La puerta de esta habitación había sido sellada con tablas de madera, de forma que tendrían que usar un hacha o un ariete para derribarla, pues girar la perilla sería completamente inútil. En la esquina había una planta de sombra, rodeada de muebles de piel, libreros con enciclopedias y tomos de historia, y una mesa para el café de mármol, sobre la cual se hallaban facturas, papeles y cartas de deudas, algunas de ellas amenazantes, todas ellas debajo de una hoja de papel con escritos a mano, acerca de planes con la muerte.

    El individuo que se estaba ahorcando en esa habitación, vestía ropa comprada en una tienda de segunda mano, exceptuando por los zapatos que parecían italianos y una mochila deportiva en la espalda. Carecía de joyería y su barba tenía, al menos, un par de días de crecido. Su cara lucía un aspecto decadente, parecía que no había comido adecuadamente, pues su piel se veía anémica y las ojeras denotaban largas noches de desvelo e insomnio. Sus últimos esfuerzos desesperados por desamarrar el nudo fueron inútiles y su vista empezó a nublarse, rodeándose pronto de una penumbra total. Su corazón se detuvo y su cuerpo dejó de moverse.

    Su consciencia se perdía en el más allá y ante él, una figura espectral empezó a manifestarse. Conforme la imagen se iba condensando, un ser cubierto de una túnica negra, sosteniendo un reloj de arena, surgió. Y este ser se presentó frente a él como La Muerte. Le extendió su mano huesuda pero el hombre empezó a llorar. Le dijo al inmortal que había fallecido por su pobreza, su vida miserable no le había dejado ni un par de monedas para transportar su alma al otro mundo, pero que era una persona honrada y si tenía que trabajar, aún en el purgatorio, no habría problema, lo pagaría, de todas formas.

    Así pues, La Muerte le dio una oportunidad. El hombre remaría la balsa por La Muerte, pero con la única condición de que a mitad de camino él se bajaría y después ella guiaría a las almas hasta su destino, procurando que él nunca esté tan cerca del otro mundo como para escaparse y, de este modo, recibiría una moneda por cada milenio que trabajase. No teniendo opción, aceptó el trato y, a partir de ese momento, comenzó su labor de remero. 

El espíritu lo guió al puerto y le mostró el camino que debía tomar, entonces desapareció entre las sombras y al cabo de un rato regresó, acompañado del alma de una persona. Al subirse esta al bote, el ser inmortal se perdió en las tinieblas y el remero empezó su labor milenaria. Aquellos que transitan el río hacia el más allá no suelen emitir palabra durante el solemne recorrido, mas el remero interrumpió el momento sagrado para hablar de su pesar. Que por ser pobre, no pudo pagar su viaje hasta la otra vida y entonces por eso trabajaba para La Muerte. La persona no contestó, pero el navegante insistió, preguntándole si había pagado su cuota. Aún así, no salió palabra  alguna de su boca y al llegar exactamente a la mitad del camino, parada sobre una roca que sobresalía en medio del río, una figura espectral se formó de entre la oscuridad.

La Muerte subió al bote y de su túnica surgió un sonido metálico, como el choque de dos monedas, dentro de alguna bolsa. Entonces,  le indicó a su remero que se bajara y permaneciera parado en la roca hasta su regreso. Hecho el intercambio de lugares, el bote retomó su rumbo, pero nadie estaba moviendo los remos, simplemente se deslizaba en el agua impulsado por una fuerza invisible. Sin saber cuánto tiempo estaría rodeado de esa neblina, del frío y la nada del río que llevaba al otro mundo y por más que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, él sólo veía  oscuridad y nada más.

Al cabo de un rato La Muerte volvió tripulando el bote y este se detuvo suavemente junto a la roca. Esta vez, cuando descendió del navío, su ropa no hizo ruido más que el de la tela. El hombre tomó los remos y los manejó en la dirección que le fue indicado. Llegando al primer puerto, donde abordaría un pasajero más. Pero esta vez, cuando llegó a la roca donde se encontraba su amo, no se acercó, siguió navegando lejos de su alcance hasta llegar a la orilla opuesta al muelle de inicio hasta que su bote se clavó en la arena. Fijándose en las huellas del suelo arenoso, rápidamente aquellas que eran de zapatos o pies, que iban en todas direcciones, se identificaban como humanas y sólo unas parecían pisadas de un esqueleto.

Las siguió por esa playa, cubierta de un techo con estalactitas que todo el tiempo se veía como un sueño, hasta tocar la pared y de ahí hasta una cueva de la cual salía un brillo dorado, que parecía el único color de entre tanta negrura y opacidad. Las monedas estaban heladas, pero su lustre era tal que provocaban la sensación de calidez, como estar frente a una fogata en una noche gélida. Cayó de rodillas, al ver las montañas de monedas y otros tesoros como espadas, coronas, cetros, dagas y poderes antiguos. Pero el objetivo de todo su plan, era llenar la mochila que tenía siempre en su espalda con todas las monedas de oro que pudiera cargar.

Y así, con sus dos manos, echaba por montones la fortuna en oro dentro de su mochila deportiva, fabricada especialmente para ser resistente y no romperse, hasta que ya no cupieron más. Entonces empezó a meter monedas en sus bolsillos y dentro de sus zapatos, tantas como podía y cuando sintió que tenía suficientes para poder cargar y que el bote no se hundiera, regresó al río y navegó de vuelta a la entrada del mundo de los vivos y cuando pasó por la roca, La Muerte seguía ahí y lo observaba con una sonrisa en la cara y un reloj de arena en una mano. Al tocar la orilla del otro lado y correr lejos de la bahía, como si despertara de un sueño, recobró la consciencia y sus ojos se abrieron dentro de la habitación donde se había ahorcado, hasta que su cabeza se separó de su cuerpo por el peso de las monedas.

Al volver al otro mundo, se encontró a La Muerte y cuando le extendió la mano, esta vez él tenía monedas de sobra, pero el ser ancestral no aceptó el trato, pues todas esas monedas eran robadas y debería pagar mil años por cada moneda ultrajada, pero, esta vez, llevará una cadena en cada brazo, anclada a cada remo del bote y otra más, que llevaría por toda la eternidad, para mantener pegada la cabeza a su cuerpo.
 
FIN