sábado, 28 de diciembre de 2013

304 – El Depredador.




                El orfanato infantil #0293 de Ciudad Beta solía ser una escuela religiosa para monjas. Sin embargo, con el desarrollo tecnológico de la megalópolis, las creencias de fé cayeron en desuso entre la mayor parte de los ciudadanos. A pesar de esto, este instituto seguía recibiendo jóvenes huérfanos  bajo el amparo del Padre Aldebardo, un hombre cuya castidad y entrega al cuidado de los más vulnerables se corroboraba por los múltiples premios y reconocimiento por sus servicios de parte de instituciones internacionales y locales.
                El edificio era una antigua construcción de ladrillos. Se veía insignificante en comparación con los rascacielos de un color azul marino oscuro, cuyas ventanas iluminaban el paisaje a kilómetros a la redonda como si fueran faros, que lo rodeaban. Consistía en un área común, un comedor para 20 personas, una habitación y, finalmente, se encontraba la biblioteca y un estudio que servía de dormitorio para el Padre Aldebardo.
                Esa tarde, El Padre estaba encerrado en el baño de su estudio. Vestía la misma sotana que usaba diario y que sólo se quitaba para dormir y para asearla. En estas dos situaciones anteriores, él solía ponerse un pantalón y una camisa de algodón que usaba de pijama. Sus pies descalzos tocaban el piso húmedo y helado. Una ventanilla se abría directo a la calle y el frío aire congelaba el interior. A pesar de esto, Aldebardo sudaba.
                Después de llenar un vaso con agua del lavabo, abrió el botiquín que se ocultaba detrás del espejo cuarteado para tomar un bote de plástico con píldoras en él. Con sus manos temblorosas, puso una de las píldoras en su boca y arrugó su cara cuando esta tocó su lengua. Luego de tragar el agua, la píldora no se iba. Tuvo que realizar varios intentos hasta que, por fin, pasó por su garganta. Aún así, el amargo sabor del medicamento permaneció en su boca, incluso después de hacer gárgaras con el resto del agua.
                Concentraba su mente en el mal gusto del antibiótico, mientras una gota de sangre con pus escurría por entre su muslo, tratando de no recordar la misa de esa mañana. Pero el recuerdo de la vergüenza y el miedo que le produjo eran como la sirena de una ambulancia sonando en su memoria. Una parte de sí mismo le insistía que nadie supo lo que sucedió, pero por otro lado, probablemente todos habrán notado que algo pasó. No sólo no era la primera vez, sino ocurría con más frecuencia.
                Apretó el cilicio en su pierna, intentando causarse más dolor. Y, al tirar del cinturón de cuero,  las agujas de hierro se clavaron más en las heridas abiertas e infectadas que dejaron caer unas gotas de sangre con pus que salpicaron hasta su mano. A su mente venían imágenes pecaminosas de deseos carnales que trastornaban su mente. Escenas de frenesí sexual y brutalidad sólo pensadas por unos pocos perversos en la historia. Con su propio sufrimiento, procuraba borrar estas heridas.
                Aldebardo salió del baño y se tiró sobre su cama, tratando vaciar de pensamientos impúdicos a su cabeza. En este instante de cavilación, hizo memoria de una tarde, hacía ya años, cuando un amable hombre donó diferentes cajas de libros para la biblioteca del orfanato. Los textos iban desde poesía hasta obras literarias clásicas y cuentos para niños. Sin embargo, dentro de una de las cajas, un libro destacaba al instante.
                Cuando Aldebardo abrió una de las cajas de libros que habían sido donadas, encontró un volumen cuya portada era de cuero negro, sin título. Al abrirlo y hojearlo, descubrió aterrorizado, que se trataba de un tratado de artes oscuras. Hechicería, ritos satánicos, invocaciones demoniacas, rituales prohibidos de orgías y misas negras. Los dibujos de tortura, sometimiento y profanación en esas páginas, le provocaron náuseas al Padre. Tal era su repudio que lo arrojó detrás del librero más cercano e intentó olvidarlo.
                Al menos hasta ese día, Aldebardo fue capaz de ignorar tal anécdota. Sin embargo, al contemplar su Biblia en la mesa de noche, cuyas páginas fueron leídas cientos de veces, sin encontrar una solución definitiva para su problema, tuvo la idea de buscar una respuesta en otro lado. Quizá ese libro, si es que aún estaba detrás del librero, podría ayudarlo con su dilema.
                Tras el ocaso, el Padre se escurrió a la biblioteca con lámpara en mano. Su pierna le punzaba tras cada paso y, con cada vez que las afiladas púas se enterraban en su carne, juraba que se desmayaría por el dolor. Su corazón se agitaba ante la expectativa de volver a tener ese libro en sus manos pues, mientras más cerca lo tenía, más frescos eran los recuerdos sobre su primer encuentro con ese ejemplar. Había algo en esas letras y grabados,  que despertaba en él violentos y sanguinarios deseos de corrupción y depravación. Y ese algo, él sólo podía entenderlo como LIBERTAD.
                Alumbró detrás del dichoso mueble. Si no fuera por telarañas que habían acumulado el polvo después de su abandono, parecería que el tiempo no pasó en ese rincón. El libro aún seguía ahí, tirado, parcialmente abierto  y con algunas hojas dobladas. Aldebardo estiró su brazo y, al rozar las yemas de sus dedos con el cuero oscuro, voces tenebrosas resonaron en su cabeza. Se alejó un instante, pero el dolor producido por el cilicio que lo hería con cada movimiento lo motivaron a estirarse y jalar el libro para consigo.
Una vez con el libro, Aldebardo se enclaustró en su dormitorio y pasó la noche en vela. Temprano, con las primeras luces del día, se le vio salir del orfanato, tomar un taxi e irse cojeando sin dar ninguna explicación. No fue sino hasta la tarde, que regresó cargando cajas y bolsas con compras, que resguardó en su estudio y encerró celosamente con llave. La incógnita de su comportamiento mantenía las bocas de las niñas intercambiando rumores y dudas, con la única certeza de que en la cena, si es que se presentaba el Padre, podrían preguntarle y así resolver el misterio.
Al caer la noche, las jóvenes, las monjas y el padre se sentaron en la mesa para cenar una sopa caliente. Aldebardo, sin embargo, sólo se sirvió una copa de vino y su semblante era rígido, mientras los observaba devorar las sopas y se acaba esa única copa, dando sorbos sólo para humedecer levemente su lengua y saborear su bebida. El cilicio en su pierna estaba clavado a su piel como una uña y el dolor punzante casi no le permitían percibir con claridad el aroma y textura del licor.
Los niños se preguntaban cuál era la razón de tal gesto. Aldebardo, cuya amabilidad era característica, siempre inspiraba paz en quienes lo rodeaban. Pero, poco a poco, su personalidad cambió hasta que ese día, ya nadie se atrevía a dirigirle la palabra. Era como una bomba que no se sabía cuándo o cómo se detonaría. Como un perro gigante durmiendo, con sueño ligero. Tragaban su sopa tan rápido como podían, evitaban murmurar por el miedo, pero el caldo tenía un sabor amargo. Nadie se quejó, pues Aldebardo había preparado él mismo los alimentos para esa noche con especial interés y, en intento de apaciguar la furia evidente de Aldebardo, fingían que les gustaba. Las monjas, acostumbradas a la comida fría e insípida habían perdido el gusto años atrás.
A los pocos minutos, las niñas empezaron a sentirse mal, como mareadas. Una de ellas estrelló la cara contra su plato, pero el resto no reaccionó a este evento repentino pues, poco a poco, todas fueron quedándose dormidas. Tanto las jóvenes como las monjas cayeron ante el poder del somnífero que Aldebardo agregó a las viandas nocturnas. Este último, espero hasta acabarse por completo su copa, para levantarse de su asiento.
La luna surgió del horizonte, junto con las estrellas y cruzó el cielo de lado a lado hasta que la primera de las jóvenes despertara de su sueño involuntario. Aún aturdida por el somnífero, su visión borrosa la impulsó a tallar sus párpados con las manos pero, al estirar su brazo para alcanzar su rostro, sintió un tirón que la frenó de inmediato. Lo mismo percibió en su otro brazo y en sus piernas. Le tomó varios segundos darse cuenta que se encontraba esposada y encadenada en una especie de camastro. Se movía y retorcía tanto como el narcótico le permitía. Quiso gritar, pero su boca no salió más que un sonido enmudecido por una mordaza de telas.
Una tras una, fueron abriendo los ojos, siguiendo el mismo ritual que su instinto le sugería. Con su brazo siendo detenido al intentar tallar sus párpados, su cuerpo retorciéndose inútilmente y sus gritos ahogados por las telas. Boca arriba, su campo visual se encontraba en el techo, el cual reconocieron todas como la biblioteca. Se hallaba tan oscura como de costumbre, pero la poca luz que lograba adentrarse en esa penumbra no era del tono blanco y estable que el foco económico de la mesa del centro emitía, sino, más bien, como de un tono cálido, entre rojizo y amarillento, a veces se desvanecía y otras aumentaba.
Aldebardo no durmió en toda esa noche. Le tomó horas y un esfuerzo sobrenatural el mover, con su pierna herida, a las jóvenes a la biblioteca, quitar los libreros del camino, encadenar a las niñas y degollar a las dos monjas sin ningún remordimiento. Aparte de colocar y prender velas por doquier y usar la sangre de las monjas para trazar un círculo en el centro, con un símbolo que no había sido escrito nunca desde que se inscribió en ese libro de cuero negro. Una vez que terminó todos los preparativos, se sentó a observar a sus presas, paciente, esperando el momento para atacar.
Aún cuando el efecto del somnífero ya había pasado. Los esfuerzos de las chicas por zafarse las debilitaron de forma tal que ahora estaban aún más inmóviles. Fue entonces cuando Aldebardo se levantó de su mullido sofá y el punzante cilicio se le enterró más en su pierna, la cual era un milagro que aún sintiera dolor, pues se había tornado de un color negro verdoso. Se liberó del amarre del cilicio y tuvo que arrancarlo de su piel, para que este cayera al suelo.
Al instante, Aldebardo se sintió liberado. Todos esos años de dolor y sufrimiento se habían terminado por fin. Pues, no necesitaba exculpar sus propios pecados si tenía mártires en los cuales depositar su maldad. O al menos tal era su pensamiento cuando se dirigió a la primera joven, que lloraba asustada y confundida. Esto último no le importó y sacó un afilado cuchillo de cacería con la sangre coagulada de las monjas aún en él y cortó sus ropas, mientras la joven se esforzaba por patalear lo cual sólo logró que el filo del cuchillo le abriera ligeras heridas en su piel. Este acto fue repetido con cada una de las jóvenes.
Después de este primer acto, el padre tomó El libro y hojeó algunas de sus páginas. Al momento, las ideas de perversión y depredación llegaron a su mente, de una crueldad inconcebible para quien fuera llamarse un ser humano. Un texto así sólo pudo haber sido escrito por el demonio. Pero, por primera vez desde que abrió ese tomo, ya no había cilicio en su pierna que lo contuviera. Esa noche no existía poder alguno que aplacara la maleficencia que lo invadía.
El tiempo dejó de pasar en la biblioteca, mientras Aldebardo cometía los desenfrenos libertinos del libro sobre cada una de las chicas, depositando en ellas todo el vigor que acumuló por decenas de años, satisfaciendo su hambre con voraz brutalidad, corrompiendo la virtud y el alma de cada una de ellas hasta destruirla por la completo. Incluso, de algunas de ellas sólo quedaron pedazos de carne y huesos con vísceras esparcidas por todas partes.
Al terminar, el cuerpo de Aldebardo estaba frío y de su pierna escurría sangre y pus a borbotones. Su extremidad ya no le respondía y el ardor insoportable de su herida ahora se generalizaba en su cuerpo. Cayó, inevitablemente, al suelo, y se convulsionó de agonía. Pasaba de sentir el frío de su piel, con el calor en el interior de su cuerpo a tener alucinaciones escalofriantes de criaturas demoníacas y estos seres demoniacos lo poseían a él, corroían su piel y licuaban sus órganos, se comían su carne y rompían sus huesos que estaban frágiles como mondadientes.
Aldebardo estuvo vivo por horas, pereciendo lentamente. En su espalda surgían heridas producto del calor de su cuerpo que se intensificaba e incendiaba aquello que tocara. La alfombra ahuecada en el suelo de esa biblioteca ardió con el cuerpo del padre y los libreros le siguieron. Para cuando los bomberos pudieron apagar el fuego, el orfanato y  los restos de aquellos que ahí vivieron se habían reducido a cenizas y carbón.

FIN


jueves, 12 de diciembre de 2013

303 - El Esclavo.




            Las ventanas de los rascacielos de Ciudad Beta vibraban agitadas por una fuerza misteriosa. Un gruñido producido por el aire que se colaba entre espacio de los edificios, como tambores de guerra que anunciaban una catástrofe. La noche había caído horas atrás. Aunque la luz del sol no llegaba hasta el nivel de las calles durante el día, abajo estaba alumbrado por el poder de la electricidad. Se trataba de una penumbra iluminada. Vivían en las sombras, sobreviviendo de los focos y las lámparas, convirtiendo al sol irrelevante.

                Aún con esta luminosidad, sumada a aquella que salía de las incontables ventanas de vidrio, algunos callejones eran territorio de la oscuridad. Las personas los frecuentaban como atajos pero, a veces, desafortunados se perdían y terminaban atrapados por el laberinto de callejuelas y rincones, como si de un bosque se tratara. Tal era el caso de Anabel. Quien fue engañada por la noche para girar en una calle equivocada, desubicándola y desviándola de su camino a casa.

                Sólo fue a la lavandería, que abría las 24 horas, como muchos otros servicios en Ciudad Beta. Estaba a unas cuadras de su departamento.  Tantas veces acudió a ese lugar que su cuerpo simplemente se dirigía a su hogar, sin detenerse a pensar en el camino de vuelta. Así fue que el tremor, producido por las ráfagas de aire, distrajo su atención un segundo, tiempo más que suficiente para avanzar una avenida donde no debía.

Esa área de la ciudad se poblaba de rascacielos con departamentos y residenciales que iban del suelo hasta las nubes y todos los edificios eran idénticos uno de otro. Anabel no notó cuando se perdió hasta que un olor putrefacto llegó a su nariz. Era el olor a la muerte que estaba cada vez más cerca. Una mezcla de comida descompuesta, ácido, sangre y gases. Junto con este, un eructo sonó en el fondo.

Por más que las pupilas de Anabel se dilataban y su visión se adentraba en la oscuridad, le era imposible notar algo más que un vacío y frío color negro.  Pero, los ecos de unos pasos resonaron en el suelo como un temblor. Aproximándose poco a poco, la vibración que llegaba hasta las plantas de los pies de Anabel la paralizaba y sólo podía observar una silueta que surgía de las tinieblas.

Cuando la poca luz que se colaba de los pisos más altos llegó hasta el ser cuyo andar provocaba tremores, se reveló como un hombre sin cabello, de al menos dos metro de alto y cuya masa muscular era más similar a la de un elefante. El hombre pesaría más de media tonelada y, aún tras estar rodeado de grasa, poseía el músculo suficiente para mantener en pie a este espécimen.

Su cara estaba teñida de sangre que escurría hasta un babero en su pecho. Y su cuello estaba oprimido por un collar de hierro, con un dispositivo electrónico, que no le permitía espacio para moverlo. Las manos de esta criatura apretaban sus puños ensangrentados y sus dientes con una furia letal. Se movía con la velocidad de una neblina que desciende y devora todo a su paso. Las piernas de Anabel no respondían. Su corazón latía tan fuerte como nunca y no respiraba.

Al posarse frente a ella, el gigante viró su mirada hacia un lado, donde otra figura se escondía en la negrura. Anabel puso sus ojos en la sombra detrás del monstruo. Una niña, de no más de 10 años, con un vestido rosado y coletas doradas, con un control remoto en su mano. Pero en el rostro de esta niña no existía la inocencia. Una maldad indescriptible se esculpía en su cara. La expresión de perversidad máxima. El villano más cruel no se comparaba con el ceño fruncido y la sonrisa enfermiza  de esta pequeña.

—¡¿Qué esperas?!— regañó la niñita al gigante, para después presionar el único botón que tenía el control en sus manos.  De inmediato, el hombre enorme se convulsionó y emitió gemidos de dolor y sufrimiento —¡Mátala, esclavo!— le insistió la niña y soltó el botón. El monstruo miró a Anabel a los ojos e imaginaba que ella era la niñita que lo controlaba. Entonces, puso una mano sobre la cabeza de Anabel y aplastó su cráneo en un instante, como si fuera un huevo de gallina. El cerebro y la sangre pringaron por todas partes y el gigante usó su otra mano para llevarse el cuerpo a la boca y tragarlo de unas cuantas mordidas, con todo y ropa.

Tras el acto brutal, la niñita presionó el botón que electrocutaba al gigante una vez más y, al soltarlo, el gigante se movió mientras gruñía y apretaba sus puños con sangre fresca, para perderse ambos en las tinieblas de los callejones en la megalópolis de Ciudad Beta.

FIN

martes, 3 de diciembre de 2013

302 – El Arquero.




                La luz no entraba en la habitación de Gustavo. En realidad, pasaron días ya desde que el calor o el aire fresco del exterior  se mezclaron con el frío y mohoso ambiente dentro de ese departamento. El trabajar desde su computadora le permitía no salir a no ser que fuera completamente necesario o que requiriera algún producto que no estaba disponible para su entrega a domicilio, servicios con los cuales la Megalópolis de Ciudad Beta contaba de sobra.


                Esa tarde, Gustavo estaba inmerso en su computadora, jugando un videojuego en línea como todos los días, mientras bebía un refresco energético. Sus ojeras caían por debajo de sus anteojos. En su imaginación, Él era un arquero cuyo poder sólo era superado por su precisión. Años y horas de práctica, millones de flechas lanzadas, lo habían convertido en uno de los mejores arqueros que el reino de ese servidor habían conocido. En la vida real, tal era su fascinación con este artefacto, que poseía una colección de arcos y ballestas en su casa, que podía utilizar pero sin la misma destreza que en el videojuego.

                Con su grupo, conformado por varios guerreros, magos y un duende, se hallaba próximo a vencer el desafío máximo. Un nivel que pocos usuarios alcanzaron, pero sus amigos y él, esperaban, poder vencer. Se trataba del último jefe del videojuego. El legendario hechicero Oscuro, conocido como El Emperador, quien, según la historia del juego, consolidó su poder bajo un régimen brutal basado en la fuerza bruta apoyada de su magia negra. Poseía el Vigor de un soldado, pero atacaba con encantamientos que salían de su espada larga de dos manos. Era ágil, a pesar de su armadura legendaria, pesada, sólida e impenetrable. Y esta armadura legendaria era el premio final.

                Tras años sumido en laberintos y descubrir los tesoros más valiosos de ese juego, sólo esa armadura legendaria faltaba en la colección de Gustavo. Pues se trataba de una nueva versión de tal juego. Por lo que entrenó con sus amigos por semanas hasta obtener las habilidades más poderosas y, después de planear una estrategia brillante, vestir los ropajes avanzados, que guardaba celosamente en sus baúles secretos, de empuñar sus mejores arcos y gastar la mayor parte de sus ahorros de todo ese tiempo en flechas especializadas y pociones curativas, se reunió con su partida en la entrada de las puertas de El Calabozo del Emperador.

                Su idea era sencilla. Los guerreros y hechiceros abrirían el paso al frente, mientras que él usaba su ventaja para atacar a los enemigos a la distancia. Cuando llegase el momento en que enfrentarían a El Emperador, él usaría su puntería, ayudado con encantamientos de los magos, para dispararle justo en un punto descubierto de su armadura. El único punto débil, el espacio en su casco para poder ver.

Se necesitaría acertarle en el mismo punto en repetidas ocasiones, en medio del asedio de cientos de criaturas infernales que acudían al comando de El Emperador y sus ágiles movimientos. Pero confiaba en su plan y en sus habilidades. Además de que, no podía permitirse perder pues, fuera de la oportunidad de obtener esa armadura, la cual seguramente le sería otorgada por su equipo tras su hazaña, si llegara a fallar, perdería todos esos ítems valiosos que llevaba consigo y por los cuáles pasó noches enteras de desvelo. Pero estaba convencido de que lo lograría y triunfaría.

                Finalmente, él y su equipo se encontraron frente a frente contra El Emperador. De inmediato, hordas de criaturas infernales avanzaron como el torrente de un río contra los valientes aventureros. Rápidamente, los guerreros se formaron en la vanguardia para chocar de frente contra estos seres, apoyados por los magos que lanzaban bolas de fuego, rayos y picos de hielo a los enemigos, mientras un hechicero blanco sanaba las heridas de los soldados e invocaba protecciones santas. Sin embargo, el emperador, tan alto como 3 de ellos, uno encima del otro,  atacó su formación y casi mata a dos soldados. Entonces, el enjambre de monstruos se acercó peligrosamente a los magos y a Gustavo, quienes eran vulnerables a corta distancia. Pero los soldados, se levantaron con ayuda del mago blanco y retomaron su posición para defenderlos.

                Era el momento justo para el contra ataque. Lanzando flechas al por mayor, Gustavo logró hacer retroceder temporalmente a la corriente de bestias que los asediaban, mientras los soldados aseguraban su posición. Sin embargo, El Emperador volvió a arremeter contra ellos, levantando su espada en el aire y lanzándoles rayos de luz roja que incendiaba todo lo que tocara. Mientras los hechiceros intentaban repasar sus conocimientos para resolver tal dilema, Gustavo aprovechó. Apuntó hacia El Emperador y una de las flechas especiales fue a dar justo entre los ojos del Oscuro.

                Esto lo aturdió por unos segundos, tiempo más que suficiente para que Gustavo tomara otra flecha, apuntara y volviera a disparar, inmovilizando a El Emperador, nuevamente. El arquero usó esta técnica una y otra vez. Sin los constantes ataques del maligno, los soldados podían enfrentar solos a las entidades que los acosaban, dejándoles a los magos la oportunidad de usar sus hechizos en Gustavo. Haciendo sus flechas más rápidas, poderosas, concediéndole el poder del fuego, los rayos, el hielo, veneno y gastando hasta sus últimas reliquias, con tal de asegurar la derrota de El Emperador.

                Las nuevas saetas aturdían aún más tiempo a El Emperador, por lo que Gustavo podía tomarse más tiempo en apuntar y disparar, cuidando cada tiro. La victoria estaba a unas flechas más de distancia. Con cada vez que levantaba su arco y miraba su tiro golpear justo donde puso sus ojos, estaba convencido de que sería el último. Entonces,  dos notas musicales llamaron su atención. Confundido por este tono dulce y desconocido, contrastante con los tambores y trompetas de batalla, bajó la guardia un segundo y su personaje se detuvo. Pero, rápidamente, sus compañeros le advirtieron que siguiera atacando, antes de que El Emperador recobrara sus fuerzas. Y así lo hizo, aventando flecha tras flecha contra el punto débil del Sombrío, hasta que volvió a escuchar esas dos notas, primero una vez y luego otra más.

                Sus manos sentían su teclado y el ratón. El calabozo gigantesco donde se encontraba, de pronto cabía en el monitor de su computadora, podía escuchar el ruido del aire acondicionado y el olor a humedad. El tono de dos notas sonó una cuarta vez. Entonces, supo que se trataba del timbre de su casa. Pero no importaba quién tocaba a la puerta, nada tenía una relevancia mayor que derrotar a El Emperador. Sin embargo, cuando sumergió sus ojos al mundo virtual, sus amigos guerreros virtuales ya habían sucumbido ante la espada del Oscuro. Los magos luchaban contra las hordas de criaturas pero eran demasiadas y fueron arrasados por éstas. Gustavo siguió y fue presa fácil de las abominaciones. Los rayos que El Emperador disparaba con sus ojos incineraron al arquero, matándolo y dejando en ese laberinto todas sus más valiosas y raras armas y reliquias.

                Gustavo no lo podía creer. Veía el cuerpo de su personaje virtual muerto en la pantalla frente a él. Y quien tocaba el timbre en la puerta de su casa aún estaba ahí. El Ding dong que sonaba cada pocos segundos, ocasionaba que el corazón de Gustavo se detuviera un instante, que su cara hiciera un tic, mientras rechinaba sus dientes y sus ojos se enrojecían.

                La puerta se abrió y, de inmediato, el repartidor uniformado saludó cordialmente a Gustavo.

— Buenas tardes— le dijo— traigo un paquete a nombre de Gus…— una flecha, que atravesó sus costillas y se clavó en el corazón del hombre, interrumpió sus palabras. Pero Gustavo no se detuvo ahí, pues, armado con una ballesta, y cargando una mochila llena de flechas, descendió por su vecindario, matando a cada persona que veía. Apuntando como lo hacía en el juego, con una precisión letal. Algunos afortunados podían escapar a la lluvia de flechas y sus gritos llamaron la atención de una patrulla de policía cercana.

                De esta patrulla, surgieron dos policías quienes identificaron a Gustavo y le gritaron que tirara su arma. Pero, este último, le dio a uno de los agentes en la garganta y al otro logró herirlo en un hombro. Entonces, el policía se tiró al suelo y pudo ver los pies de Gustado por debajo del carro. Tomó su pistola y le atinó en un tobillo. Gustavo cayó al suelo como si hubiera tropezado con una piedra. El policía aprovechó que Gustavo estaba aturdido para apuntar su pistola justo entre los ojos.

                Después de jalar del gatillo, Gustavo cayó en el suelo, muriendo casi al instante. La espantosa imagen de la masacre y de su cerebro, que se derramó por el agujero que dejó la bala, la recordarán por siempre en la Megalópolis de Ciudad Beta. Pero los sobrevivientes nunca olvidarán la habilidad, el arrojo, el valor y la precisión del policía que lo mató, quien fue condecorado con honores y premios, por sus años de experiencia y estudio.

FIN

301 - EL EJECUTOR.





                Unas pocas estrellas eran visibles esa noche, pero no por las nubes que las ocultaran, sino por la iluminación Ciudad Beta. Una de las metrópolis más grandes del mundo. Mil millones de destellos, provenientes de miles de casas, edificios, postes, autos, aparatos eléctricos y reflectores de los estadios, se proyectaban hacia el firmamento opacando la misma luz de las estrellas, excepto por una que otra que se resistía a la energía y poder humanos.
                Vladimir regresaba a su casa, después de una jornada laboral, con una sonrisa en la cara. Mientras escuchaba los éxitos del momento en la radio, recordaba su día en el trabajo en la penitenciaría. Habían ejecutado a un hombre en la silla eléctrica, acusado de asesinar brutalmente a toda su familia. Como la mayoría de los delincuentes, se declaró inocente, pero la evidencia que lo ligaba al arma homicida era irrefutable. Su pistola era el arma homicida, no era una familia del todo feliz, constantemente peleaban (según los vecinos) y el hombre pasaba largo tiempo ebrio y enojado.
                Cuando la policía llegó, el hombre estaba sumido en alcohol y sangre de su esposa, sus tres hijos y hasta su perro. Debido a la intervención de los medios informativos, la noticia se dio a conocer rápidamente y el juicio fue veloz. Sentencia de muerte, irrevocable. Por lo que, esa tarde, lo sentaron en la silla y fue Vladimir quien accionó la palanca, cosa que disfrutaba con un placer perverso y enfermizo. Tal era su gusto por esta actividad, que llevaba recuerdos a su hogar de dicho evento. Una agujeta, un botón, un pedazo de prenda del sentenciado. Cualquier cosa que le sirviera para recordar la alegría que le provocaba el quitarle la vida a otra persona.
                Se acercaba a su hogar, con una agujeta del ejecutado enredada entre sus dedos de la mano derecha, cuando su sonrisa se hizo aún más pronunciaba. Por todas las vidas que había tomado en tan poco tiempo. Aceleró el paso hasta detenerse frente a su cochera, meter su auto y entrar a su casa corriendo como un niño que encontró un tesoro.
                Vladimir era soltero, no tenía hijos, vivía solo y pasaba desapercibido entre el resto de las personas. Nadie que lo viera en la calle supondría que matara personas por las tardes o que recibiera un salario por ser el ejecutor de la penitenciaría. Pero era un hombre meticuloso, matemático e inteligente. Abrió la puerta de una habitación y, automáticamente, la luz se prendió. Iluminada como el día, este cuarto se atiborraba de botones, pedazos de tela, joyas, mechones de cabello, agujetas y más. Que estaban situados en cajas sobre repisas. Parecía más el almacén de un museo, pues cada caja estaba rotulada y etiquetada cuidadosamente, pero llenas por encima del borde.
                Una de las cajas se hallaba fuera de lugar, sobre una mesa cercana. Cuando Vladimir entró, se dirigió hacia esta caja, no sin antes observar sus repisas con orgullo. Una vez frente a la caja, tomó una bolsa plástica de la mesa y guardó la agujeta enredada en los dedos de su mano, selló la bolsa y la depositó junto a un moño, el ojo de un oso de peluche, un calcetín de bebé y un mechón de cabello de la esposa del hombre que ejecutó hoy en su trabajo. Luego colocó esta caja, rotulada con el número 9583, en un espacio vacío de las repisas.
                Vladimir se deleitaba con su motín. Para él, matar era como una droga. Una necesidad que debía cubrir para sentirse bien, pues su vida triste y llena de tragedias sólo se iluminaba cuando miraba a otro ser humano dar su último aliento. Su trabajo en la penitenciaría, como verdugo, le era placentero, pero debía fingir seriedad en dicho momento y no significa lo mismo para él que eliminar a una víctima vulnerable, aterrada y sentir su sangre pringándole en la cara.
Lo que realmente disfrutaba era asesinar a sangre fría, inculpar a alguien más y rematarlo ejecutándolo por la vía legal. Cosa para la cual se había vuelto un maestro por años y años de práctica. Tal como hizo con la familia del hombre que ejecutaron.

FIN

Tercer Maratón de Terror de Diciembre, el mes del terror.

   Diciembre es el mes del terror y por esta razón, El Oscuro Mundo de PouKii se enorgullese en presentar 31 historias de terror y de locura, una por cada día del mes.

Y aquí vamos...