viernes, 9 de enero de 2015

311 – La Jauría.



         

       En ciudad Beta, los rascacielos son el paisaje principal, como los árboles en un bosque. En este bosque de edificios se puede avistar claros de vez en vez, claros de árboles de verdad que al ser más pequeños que sus contrapartes de acero y concreto terminan viéndose como huecos desde los techos de las construcciones. Estos claros de árboles eran parques, las pocas zonas verdes de la ciudad, donde aún el pasto crecía verde y las luces no eran tan brillantes.
                Los parques de Ciudad Beta, así como las calles y demás, llevaban una numeración de acuerdo a la zona donde se encontraran, sin embargo, todos eran casi tan idéntico uno del otro, como lo las diferentes sucursales de los súper mercados. Los mismos árboles de copas altas y pinos, con un pasto común y corriente y algunos arbustos esparcidos por ahí, generalmente podados con figuras de animales y otros símbolos conocidos. Aparte del pasto, estos sitios estaban bardeados por una cerca de concreto con rejas de hierro que se elevaban un par de metros. Diferentes entradas o “puertas” se hayan distribuidas en cada lado de la manzana y estas se unían a través de caminos de cemento que serpenteaban y se cruzaban un par de veces antes de llegar a entrada del lado opuesto. Como si fuera una isla, todo el complejo estaba rodeado de avenidas que parecían ríos de autos que lo bordeaban.
                Algunos ciudadanos de Beta encontraban en los parques una experiencia nostálgica. Sólo aquellos que vivieron en sitios apartados de la civilización, donde la naturaleza aún ejercía su influencia, disfrutaban de estos espacios abiertos y libres de aparatos electrónicos. Aunque se hallaban rodeados de columnas grises iluminadas por miles de ventanas, no podían evitar sentir cierta frescura en el aire, como si todo allá irradiara vida. La gente aprovechaba para ejercitarse al aire libre, desde corriendo, patinando, trotando, caminando o en bicicleta, hasta aquellos que llevaban sus equipos de pesas, mancuernas, mantas para hacer yoga, aros de hula-hula y pelotas de todos los deportes. También estaban quienes debían trasladarse de un edificio a otro y decidían atravesar el parque para descansar, aunque sea por breves minutos, de la ausencia de color de sus respectivas oficinas y negocios, con el verde del follaje y el crujir de las hojas secas bajo sus zapatos.
                El desfile de personajes que marchaban todo el tiempo por esos parajes iba de gente con trajes de colores muertos y zapatos negros, jóvenes y viejos con ropas deportivas que cargaban botellas de plástico con bebidas energéticas, familias que empujaban carritos de bebés, obreros con guantes de Kevlar y casco amarillo de seguridad, personas paseando a perros de todos los tamaños, razas y colores, gente uniformada y hasta uno que otro vagabundo con ropas harapientas que rondaban en búsqueda de tesoros. Y todos estos seres, cada uno de ellos, estaban conectados a un dispositivo electrónico, por lo menos, pues había gente que poseía dos o tres aparatos colgados en el cinturón o repartidos en las bolsas de su ropa. Todos, exceptuando a los perros y a los vagabundos.
                El día 11 de diciembre circulaba con normalidad. El ruido de los motores de los autos, el claxon, millones de personas comunicándose a través de sus celulares y hablando al mismo tiempo mientras caminan, venden o hasta en el baño. La metrópolis vibraba como unas bocinas en un gran concierto y burbujeaba como un vaso de cerveza siendo servido. En el parque No. 293 de la sección C, una reportera y su equipo entrevistaban ciudadanos para un programa de la vida diaria, para el canal de noticias de Ciudad Beta. Reportajes sin contenido real que sólo reforzaban los estereotipos, valores e ideales del status quo contemporáneo patrocinados por las empresas interesadas en imponer tales valores.
La entrevistadora le preguntaba a las personas sobre cuál era su opinión sobre las elecciones que tendrían lugar próximamente, mientras su camarógrafo regordete grababa y otro asistente, más pequeño y delgado como un duende, enrollado en cables, hacía un esfuerzo por no tirar el café de su jefa porque un pequeño perro insistía en meterse entre sus piernas. Las respuestas de las personas contrastaban unas de las otras. Había quienes apoyaban a un candidato y al otro, quienes preferían no opinar y otros que no tenían idea de quién era quién. Varios afirmaron que desconocían que las elecciones tendrían lugar y otro interrumpió apurado a la reportera buscando un baño.
Con unos minutos de la opinión de un puñado de personas, la renombrada periodista estaba por dar por terminada su investigación, cuando otro hombre la interrumpió…
Frente a ella se encontraba un ser espantoso. Sucio, demacrado y maloliente. Apenas manteniéndose en pie, aferrándose a un carrito de supermercado oxidado con sus manos cuyas uñas crecidas y amarillas comenzaban a enrollarse. La tela de su ropa estaba manchada por una variedad de sustancias, desgastada y agujereada, de un color gris tan opaco como nubes de tormenta. Como la sombra de un viejo árbol muerto o un zombi andante. Calzaba unas sandalias amarradas con cuerda de tendedero en sus pies mohosos. De su boca con pocos dientes amarillos surgía un olor tan fulminante que podría ser usado como arma química. El nudo de su cabello jamás podía ser desenredado y la costra de mugre que esa red atrapaba seguiría en esos pelos, aún después de numerosos baños. Temblando, como tambaleándose, se esforzaba por enfocar a la dama con sus ojos llorosos y atiborrados de lagañas sólidas. La barba grisácea de su rostro estaba tan seca que podría fracturarse como papel quemado.
¡Tú!— Tosió el hombre, como si la palabra fuera una flema que tuviera atorada en su garganta por mucho tiempo— ¿M-me… me ves?— y estiró la “s” hasta que sus pulmones se quedaron sin aire.
Nada en toda la carrera de entrevistas con estrellas de la farándula y personajes populares en los medios y en sus divertidos viajes a destinos exóticos y vacacionales  en todo el mundo la había preparado para enfrentar a un ser de una repugnancia que superaba su imaginación. Su mente difícilmente asimilaba que frente a ella existiera un ser vivo, si quiera, pues sólo veía reflejada en él la sombra oscura de la muerte, pobreza, vejez, enfermedad y locura, todos unidos en uno sólo, como si se apersonaran en una entidad que las reunía a todas y si estas fueran todas contagiosas. La sola presencia del vagabundo destruía todo el mundo que ella conocía y en el cual era feliz.
—¿Me… ves?— volvió a preguntar el hombre— ¿Me ves?— repetía. Pero ella era incapaz de comprender la situación en la que estaba, era como tener contacto con vida extraterrestre o una entidad sobrenatural y lo que este ser le intentaba comunicar era a través de su idioma extraño. Pero su cerebro hábil para encontrar patrones, como el de cualquier humano, le permitía identificar un dejo de familiaridad en los sonidos que salían del vago, como si ya hubiera escuchado eso antes, pero no podía recordar qué significaban y cada vez que el vagabundo lo repetía perdía aún más sentido.
Como si a una computadora le cayera un rayo, la mente de la periodista hizo corto circuito y las áreas más primitivas de su ser se activaron: Cerró los ojos, apretó sus párpados, puños y todos los músculos de su cuerpo y emitió un grito descomunal, agudo como un pitido. No era como una “A” extendida, ni como una “i” sino algo entre ambas. Su camarógrafo se agazapó detrás de su cámara, que era quien estaba más cerca y para quien el ser extraño era prácticamente invisible pues para él sólo era una sombra, un pedazo de basura en la acera o una mancha en el camino. Su asistente tiró su café y cayó bajo el peso de los cables.
La mayoría de los asistentes al parque tenía sus oídos tapados por dispositivos que reproducían música, por esto no alcanzaron a escuchar el grito de ayuda de la dama y continuaron con lo que estaban haciendo sin interrupción. Otro grupo de personas sí escuchó, algunos extrañados se quedaron mirando y unos cuantos rieron pensando que se trataba de una broma. Pero el vago no hizo ningún movimiento más que en su rostro donde arrugó, aún más, su entrecejo. Cuando la presentadora abrió los ojos, notó otra vez al ser frente a ella, su grito no lo había ahuyentado sino que su ahora expresaba un gesto más amenazador. Ella volvió a gritar una segunda vez, aún con más fuerza. Y la gente alrededor que alcanzaba a escuchar murmuraba y estiraban sus cuellos para poder ver mejor. Algunos sacaban sus cámaras y empezaron a tomar fotos o grabar a la mujer gritando.
El vagabundo desfiguró su cara totalmente en un signo de amargura y deprecio. Entonces, aspiró tanto aire como pudo y, con los ojos perdidos, emitió un aullido  de un poder poco visto. Era el salvajismo y la capacidad de destruir violentamente en la forma más pura que salían de su boca maloliente. Como una corriente eléctrica que atravesaba el cuerpo en un segundo, pero ese segundo duraba una eternidad y podías sentir cada parte de tu cuerpo siendo golpeada por el impacto sonoro.
Pero el viejo no quería asustarlos. El aullido no era para esas personas. Ya antes trató de comunicarse en su idioma y fracasó, ahora recurría a otros animales diferentes.
Por todo el parque, cada perro que se encontraba ahí se detuvo. Atónitos por el abrumante dominio del macho alfa, sometidos a su control total por la amenaza de sufrir su ferocidad. Fue entonces, cuando todas sus orejas estaban bien paradas y apuntándolo a él, que el vagabundo aulló una vez más. Esta vez con más brutalidad. Y los perros de todas las razas actuaron a la orden lanzándose contra sus dueños humanos. Los más grandes saltaban para derribar a sus amos y morderles el cuello, los más pequeños atacaban dando pequeñas mordidas y alejándose ágilmente.
El vagabundo seguía tronando el aire con sus agudos tonos, enervando a los caninos del parque a continuar su arremetida. No dejarían sobrevivientes. Pero los gritos de muchas personas activaron las alarmas y los mecanismos de la ciudad se activaron. A los pocos minutos llegaron los primeros policías, quienes, consternados, empezaron a disparar en un esfuerzo por salvar a los pocos que aún mostraban signos de vida y que eran agredidos por los perros. Algunos de estos últimos se abalanzaron sobre los agentes de la ley, cayendo al suelo por las heridas de las balas. Pero las bestias le temían más a su general que a su enemigo con armas de fuego, por lo que avanzaron tras ellos.
Un zoológico cercano, el equipo táctico de la policía, bomberos y un batallón del ejército se movilizaron al lugar para poder frenar la masacre a la fuerza y la batalla se prolongó por más de dos horas. Con rifles, escopetas, fusiles semiautomáticos, granadas y gases lacrimógenos lograron acabaron con cada uno de los perros en el lugar. En las calles alrededor del parque las ambulancias formaban una fila intentando rescatar a los menos heridos. Pero los pocos que sobrevivieron estaban infectados por la saliva venenosa de la jauría y morirían horas o días después por la infección. En ese parque no quedó un alma viva, exceptuando al vagabundo que se mimetizó con la sombra de un arbusto hasta desaparecer nuevamente de los ojos del mundo.

FIN