martes, 5 de julio de 2016

401 – El filo inmortal.




                En un lote aparentemente baldío de Ciudad Zeta, donde un puñado de pinos se elevaba hacia la noche, una cabaña de madera descansaba en las sombras. La negrura envolvía todo como un fondo y sólo la luz que brotaba de las ventanas de los edificios dibujaba puntos hacia el cielo.  La muralla de piedra que rodeaba el perímetro del lugar contrastaba con los modernos rascacielos a ambos lados. Una silueta con un maletín alargado en la mano estaba parada junto a la única entrada al terreno y cada vez que prendía su cigarrillo, el rojo deslumbraba su cara y varios metros a su alrededor. La brisa nocturna, susurrando una nota constante y relajante que se perdía con el tiempo, rápidamente alejaba el humo gris hasta desvanecerlo. En breve, esta calma se interrumpió con el mecánico chirrido de la reja al abrirse frente al individuo, invitándolo a entrar. La cabaña ennegrecida por las tinieblas se pintó de amarillo por una fosforescencia que ahora salía de la casa que lo atraía como un embrujo. Después de apagar su cigarro pisándolo y dar dos pasos adentro, de nuevo chirrió tras su espalda la cerca metálica, esta vez cerrándose. Caminó arrastrando los pies pero a un ritmo constante y apretando los músculos hasta ingresar en el lugar.
                La Casa Mágica era acogedora por dentro, a pesar de lo rústico y abandonado de su aspecto exterior. Había alfombras en el piso, lámparas de aceite en las paredes e inciensos, desprendiendo sus aromas característicos y ambientando el lugar con un toque místico, colgando del techo.  Un pasillo corto llevaba a la sala, en la cual fue colocada una fina mesa de madera rectangular. Una silla dispuesta para el huésped y otra donde estaba sentado El Mago Rojo: Alto, cubierto por pieles de lobos y osos, portando un sombrero de alas anchas del cual se asomaban un par de cejas grises revueltas; Su barba y cabello canosos descendían casi hasta el suelo; Sus bigotes se trenzaban más debajo de su cuello hasta unirse a la mitad y unos ojos como los de un demonio que no quitaban la vista del maletín que su cliente sostenía en la mano. Parado junto al sabio se encontraba su asistente y aprendiz, un joven de cuerpo delgado y lentes gruesos, que vestía, más bien, las ropas de un guerrero antiguo.
                —Buenas noches— saludó cordialmente el hombrecillo del maletín— le he traído el arma del que le hablé— su voz intentaba sonar seca, pero un remolino de emociones la llenaba de matices que El Mago no dejaba escapar: La seriedad y firmeza de sus palabras sugería que el hombre no jugaba; Apretaba los dientes de la desesperación, harto y frustrado, con el ceño fruncido y lágrimas en los ojos— Otros exorcistas lo han intentado, pero ninguno ha podido y yo ya no puedo más— continuó— esta espada me atormenta en mis pesadillas, en mi casa, en mis pensamientos… No puedo más con ella, me tiene extenuado, agotado. Acaba con mi energía y mi paciencia y, de seguir así, sospecho que terminará por consumir mi alma y mi vida entera.
                El individuo casi cae de rodillas por la consternación, pero el Mago ni se inmutó —Déjame ver esta arma de la que hablas— cuando el hechicero invocó dichas palabras, que tronaron de su boca gruesas y profundas, intimidaron al pobre sujeto al grado que sus piernas y manos le temblaron. Armándose del poco valor que le quedaba, colocó el maletín sobre la mesa y se alejó dando unos pasos hacia atrás, casi brincando. El sabio tomó la valija y reveló su interior sin titubear: Nadie sabe realmente la edad del viejo, pero hacía muchos años que no levantaba las cejas del asombro, tanto que crujieron los músculos de su rostro que tenían tiempo en desuso; Su ayudante quedó estupefacto y dio medio paso hacia atrás, mientras que el cliente se retorció del miedo.
                El Mago Rojo tomó el sable del mango con ambas manos y se levantó de su asiento sin decir una palabra. Entonces, comenzó a blandir el arma, levantándola y dando fuertes sablazos al aire con letal precisión, absorto, explorando los misterios de esta magnífica creación.
                —Sin duda…— sin soltar el artefacto, hizo pausa breve y siguió: Sin Duda, esta se trata de una obra maestra. Las sinfonías más hermosas y los dispositivos más avanzados no son más que burdas fabricaciones, barbáricas creaciones primitivas comparadas con esta pieza. Sólo una raza, ahora extinta, fue capaz de construir un filo de esta calidad. Está cargada de energía  y tenía aún más, antes de tantos exorcismos y hechizos de novatos. Pero nada le puede quitar su valor, debe ser única en el mundo: Un sable que nunca muere, un fuego que nunca se extingue. El conocimiento para quitarle su poder se ha perdido hace milenios pero, de cualquier forma, si quieres deshacerte de ella, puedes pasarle el peso a otro dueño o destruirla — El cliente al que le hablaba el hechicero tartamudeó pero rápido fue interrumpido — Yo con gusto me quedaré con él y podrás volver a dormir en paz. Nunca más volverás a verlo o saber de él ¿Ese es tu deseo, no?
                Al hombrecillo se le iluminaron los ojos de lágrimas y una sonrisa de felicidad se dibujó en su cara cuando asintió con la cabeza, pues al aceptar entregársela, sintió que se libraba de todos los males del mundo. 
                —…Y respecto a mis honorarios…— agregó. De inmediato, su cliente se puso serio, pero sin poder controlar su manía — por salvar tu alma y tu vida, creo que este artilugio es más que suficiente como para compensar el costo de mis servicios…
                Eufórico, su cliente se puso a brincar y salió corriendo del lugar. Todavía El Mago Rojo y su asistente escucharon los gritos a lo lejos mientras el hombre se alejaba calles a la distancia. Una vez pasado el escándalo, el alumno se acercó a su maestro, quien sostenía con una mano el arma, y se puso a examinar esta última con más detenimiento, acomodando sus lentes con el dedo índice.
                —No está poseída…— Observó el alumno dudoso, volteando a ver a su maestro quien le respondió: Lo estuvo, no sólo por demonios sino también por cientos de almas... quizá miles. Antes de esos rituales de exorcismo… Ahora está tan muerta como una piedra, le quitaron buena parte de vigor, pero aun así…
                — Aun así, su sola presencia es intimidante. Está colmada de un gran poder— completó el aprendiz, esperando del Mago Rojo una respuesta al misterio.
                El Mago Rojo blandió la espada hasta que el filo estuvo a pocos centímetros del cuello de su ayudante— Ya te expliqué por qué de su poder — por unos segundos la tensión de su brazo hacía vibrar la hoja rozando, con cada latido de su corazón y exhalar de sus pulmones, la piel sudorosa del muchacho  hasta que sus músculos se relajaron y ambos pudieron respirar— Hace decenas de miles de años, existió un continente en medio del océano. Dotado de fertilidad y riquezas, los pueblos que la habitaban se unieron para formar una civilización gloriosa…
—¡Los Atlantes!
— Correcto: Esta obra de arte pasó por las manos virtuosas de al menos cien artesanos, cada uno el más diestro de su área. Le habrán dedicado miles de horas en total, con materiales únicos de la alquimia ancestral. Construida para un Rey o un Comandante… No sólo es una herramienta letal excepcional: Su estética, su belleza… el balance y el filo… está hecho para inspirar miedo en los más débiles. A lo largo de los años, habrá participado en feroces batallas y guerras. El imperio de donde nació murió, y los palacios de las civilizaciones que le precedieron no son más que tierra y escombros, enterrados en desiertos o sumergidos en el fondo del mar. Esta reliquia del pasado, es quizá uno de los objetos más valiosos del mundo, gracias a que la manufacturaron con una cualidad única: Es inmortal. Verá tu muerte y la mía, verá el planeta destruirse y el sol extinguirse y seguirá flotando en el espacio hasta el fin de los tiempos.
Al joven pupilo se le llenaron de lágrimas sus ojos: Antes respetaba a su maestro y le temía al arma, pero ahora, conociendo el poderío de ambos, comenzó a sentir más respeto por el Filo Infinito y temor por la forma tan casual con la que el Mago Rojo la empuñaba.

Continuará…

domingo, 13 de septiembre de 2015

314 – El Coliseo.





La noche caía sobre la megalópolis de Ciudad Beta, pero era una noche sin estrellas y pocos volvían a sus casas para dormir: Todos estaban demasiados ocupados yendo y viniendo de un lugar a otro, marcando teléfonos y comunicándose entre sí; Empaquetando productos en cajas y transportándolos o instalando antenas por doquier. La luz eléctrica opacaba el azul del cielo nocturno hasta convertirlo en un vacío borroso y sin forma.
En la superficie la ciudad estaba limpia, vibrante, llena de vida… La gente compraba en los centros comerciales objetos que les daban felicidad en base al precio que pagaran, otros reían en las salas de cine y los estadios deportivos se llenaban de aficionados, sin que ninguno de los espectadores hiciera realmente algún deporte. Sin embargo, bajo sus pies y bajo sus sonrisas de felicidad, de paz y armonía, debajo de las bases de la democracia y la libertad (que con el apoyo de la tecnología la ciudad alcanzó un auge casi utópico de orden y justicia), de calles llenas de luz, se encontraba: La oscuridad.
Todas las noches profesores, doctores, abogados, amas de casa, empresarios, comerciantes; Jóvenes, adultos y viejos; hombres, mujeres y una gran mayoría de los ciudadanos y también turistas extranjeros, hacían largas filas en la estación La Torre Negra del Rey para cruzar un pasadizo frío e iluminado por unas linternas viejas hasta una puerta de madera. Los andenes del metro eran fríos por el aire acondicionado y el invierno (temporada que ya era ignorada por los habitante pues el clima artificial sustituía al natural en casi todos los aspectos de su vida). El rugir de los vagones que aparecían de los túneles y se ocultaban sonaba como una bestia que está a punto de agarrar a cualquiera de las personas que hacían fila y tomaba el alma de uno de ellos para luego desaparecer dejando a todos con la incógnita de quién sería el siguiente. Pero el tren sólo surgía y seguía su camino, esa noche no tomaría ningún alma.
Cuando finalmente la gente cruzaba el umbral de la puerta de madera, todo explotaba en un escandaloso espectáculo de luces, sonidos, gritos, sombras, golpes y sangre. La puerta era una de las entradas a El Coliseo, donde cada noche se batían en combate mortal personas de todos los lugares y sitios cuyos deseos de matar superaran al miedo de ser matados. Por adentro, el coliseo asemejaba a un anfiteatro en muchos aspectos y se distanciaba en otros: El Coliseo de Ciudad Beta poseía hermosos acabados de mármol y piedra, pero se iluminaba con luz eléctrica; No tenía una acústica perfecta, en realidad era ruidoso, pero poseía un sistema de sonido moderno que garantizaba a los más ociosos el percibir cada gota de sangre que era derramada en el suelo de la arena; Sin embargo, una reja metálica de al menos cincuenta metros cuadrados separaba a las gradas cuyos asientos poseían un respaldo reclinable.
En El Coliseo de Ciudad Beta, se animaba a sus visitantes a enervarse con alcohol y comida endulzada para exaltar sus sentidos con la grotesca carnicería que tenía lugar en la arena. Donde decenas de hombres y mujeres entraban y sólo uno por noche tenía el derecho de vivir (si es que sus heridas no acababan con él fuera del escenario). La gente que llegaba más temprano podía disfrutar del esplendor del coliseo antes de que se transformara por la avalancha de vísceras  y los afluentes de sangre que corrían como ríos, embarrando todo a su alrededor con fluidos y restos de órganos humanos.
El torneo ya había comenzado, pero la gente seguía viniendo y llenando cada asiento y espacio disponible. Esa noche en particular, alrededor de quinientos hombres, mujeres y otros seres competían por su derecho a la vida. Entre estos se destacaba un bruto que blandía dos exagerados cuchillos para cortar carne, pues el monstruo trabajaba en una carnicería y era conocido por su pericia en destazar y desmembrar animales y su gusto y el placer que sentía por la sangre, especialmente aquella más fresca.
Otros personajes pintorescos que destacaban de entre la multitud de vagos y maleantes, que eran arrojados al escenario para que los verdaderos asesinos se hicieran cargo de sus cuerpos de forma que el público se entretuviera por los segundos que duraban sus cuerpos en caer al suelo, era una dama que sostenía una lanza en sus dos manos: Su vestimenta consistía en pieles de animales, probablemente de un tigre por el patrón de rayas negras en un pelaje amarillo; Poseía un cuerpo forjado en el calor de la batalla y su cabellera negra estaba sujeta por una trenza firmemente apretada con listones del color del bronce y de calzado llevaba unas sandalias de cuero.
También se hallaban entre los combatientes: Políticos que creía que si triunfaban en El Coliseo lanzaría su popularidad (cosa que ya había sucedido antes); Rockeros y artistas de la farándula, buscando más fama y fortuna; personas deprimidas sin nada que perder y que encontraban digna una muerte a manos de un extraño; psicópatas cuyo deseo era matar por placer… Sin que realmente ninguno de ellos tenga alguna oportunidad de sobrevivir los primeros minutos.
Ya habían doscientos cuerpos regados en trozos por todas partes, el suelo de madera y cubierto de arena se licuó en un lodo rojizo oscuro, haciendo resbaladizo el piso del coliseo, aumentando la dificultad de las luchas que se volvían más brutales conforme las oleadas de cadáveres despertaban en todos los instintos más salvajes y se enloquecían con la furia desencadenada por el dolor y la muerte. Los espectadores se desgarraban sus ropas y derramaban sus bebidas sobre sus cuerpos desnudos extasiados por la masacre que presenciaban y se embarraban de plasma enardecidos.
Varios incautos osaron a pensar que podrían sobrevivir a las oxidadas hojas de los cuchillos de Grulo, el gigante que de día trabajaba como carnicero en un sitio llamado “El altar pagano”, si se organizaban para atacarlo al mismo tiempo con sus armas punzocortantes y rodearon a la bestia. Pero en lo que ellos daban un paso, sus cabezas se volaban por los aires y sus demás miembros avanzaban cada uno en una dirección diferente sin las ataduras del dorso que caía sobre el mismo sitio donde se encontraban como un costal de papas inerte y sanguinolento.
Un ex combatiente de una guerra, por la cual vio morir a sus amigos y por la que muchos protestaron por sus acciones de heroísmo, se abría paso entre la multitud con un cuchillo, acertando golpes mortales tan veloces como un parpadeo: Sus víctimas ya estaban muertas antes de tocar el suelo. Ni disfrutaba el matarlos, pues luchó para defenderlos, pero sentía que debía vengar la muerte de sus colegas ejecutando a aquellos que no entendieron la importancia de su labor.
Mientras el volumen de contrincantes disminuía, eran más visibles las pocas figuras que lucharían al final: Grulo, quien comenzó a perseguir víctimas pues ya nadie se le acercaba; Sonia, quien se despojó de sus pieles de tigre pues estaban tan manchadas de sangre que el peso le reducía su velocidad, ahora luchaba vistiendo únicamente sus sandalias y su lanza; Alan, el excombatiente de la guerra; también, una figura desconocida por todos, de largo cabello dorado y silueta delgada pero con curvas como de una mujer que ágilmente se desplazaba en los perímetros de la masa de gente, lanzando cuchilladas cuando consideraba pertinente; Además de un hombre de gran musculatura, quien se hacía llamar “La torre”, balanceaba un hacha de doble filo, de acero sólido y pesada como un oso, despedazando a todo aquel que se topara en su camino.
En la medida que caía la noche, estos pocos guerreros se encargaban de ejecutar al resto: Algunos desesperadamente intentaban escapar inútilmente, otros permanecían inmóviles esperando sus propias muertes y el resto estaba demasiado traumatizado por la estimulación de sus sentidos o paralizados por el miedo como para moverse. Ya se miraban entre sí, unos a otros, pensando a quién atacarían primero y cómo. Durante la hecatombe, observaban detenidamente los movimientos de cada uno y planeaban sus fatales destinos. Todos, excepto Grulo, quien, sin mucho meditar, se lanzó contra Alan, cuyos brazos no fueron tan largos como para enterrar su navaja en el cuello del carnicero antes de que los cuchillos de este partieran su cuerpo en 7 trozos.
Del otro lado, la guerra misteriosa acabó con Sonia tras correr hacia ella y, con una maroma, posicionarse en su espalda para acertar un golpe mortal, fuera del largo alcance de su lanza. Pero no vio que La Torre arrojó su pesada hacha desde lo lejos y la golpeó con tanta fuerza que su cuerpo cayó agonizante, dejando sólo a los dos gigantes con la fuerza para seguir peleando. Sin dudarlo un segundo, Grulo se lanzó contra La Torre quien apenas alcanzaba a evadir sus arremetidas, las cuales le hacían cortes minúsculos por todo el cuerpo haciéndolo sangrar y debilitándolo. La Torre, por su parte, intentaba alcanzar su hacha mientras esquivaba los filos y cuando por fin puso sus manos en la barra de hierro sólida que era el mango de su arma, estas ya no se encontraban pegadas a sus brazos, pero poco tiempo sintió ese dolor pues su cuello fue el siguiente en ser cortado por Grulo, seguido del resto de sus miembros.
En medio de un estallido de júbilo, Grulo se regocijaba por la orgía de carne y tripas y sesos y pedazos de hueso y gritos. Los reflectores le impedían ver quién le aplaudía y vitoreaba, sin embargo, su mirada estaba perdida, como la de un animal rabioso o un depredador insaciable, sediento de sangre. Cuando el anunciador terminó de despedir a los asistentes, éstos se regresaban a sus casas entre risas penosas por traer sus vestiduras rotas y otros, incluso, agotados y agitados, aun jadeando, por el orgasmo de violencia que habían experimentado.
Grulo tuvo que ser anestesiado con dardos tranquilizantes, que un grupo de guardias armados le disparó, y retirado de la arena con una grúa para prepararlo para la masacre que se celebraría en El Coliseo de Ciudad Beta, pues voluntariamente se había apuntado para participar en todas las batallas de forma permanente. A él no le importaba la fama o la fortuna, sólo le gustaba matar.

martes, 31 de marzo de 2015

313 - El festín





                Ciudad Beta, una de las metrópolis más grandes que ha visto la humanidad. Un sitio de diversidad cultural  único donde conviven personas de todos los continentes y edades. Hay espacio suficiente para la gente en los cientos de rascacielos que se extienden por manzanas y manzanas. La mancha urbana, que inició a la orillas de un lago y fue devorándolo hasta conquistar todo el valle y más allá de las montañas. Su luz ocultaba para sus habitantes del cielo estrellado, miles de millones de puntos de luz, apuntando todos hacia la oscuridad de la noche eterna en silencio.
                Todas las plazas, oficinas, parques, servicios y negocios se encuentran abiertos las 24 horas pues en una ciudad tan agitada como Beta no había tiempo de descansar y los horarios nocturnos eran tan comunes como los diurnos. La iluminación de las calles opacaba al sol de día y hacía que nadie lo extrañara de noche. Si no fuera por relojes y periódicos de todos los días, la gente no sabría a qué hora o en qué temporada del año se encuentran.
                En cada centro comercial, mercado, plaza y hasta en los pocos parques (incluso en jardines sobre los techos), las áreas de comida eran un punto de convergencia entre personas de todos los países. Ahí se podía uno encontrar comida oriental y occidental por igual; vegetariana y carnívora, orgánica y procesada; Pizzerías, puestos de hamburguesas, de tacos, comida árabe, china, japonesa, italiana y gente de pequeñas comunidades que traía sus propias recetas a la civilización.
                En una ciudad sin sueños ni aspiraciones, los placeres mundanos eran de las pocas fuentes de satisfacción y felicidad para sus ciudadanos. Siempre en fiestas, reuniones o eventos felices, las personas consumían comida en grandes cantidades hasta llenar su estómago tanto que por unos instantes sentían sus cuerpos como si tuvieran alma. Por esto, el arte de la gastronomía estaba bien valuado y los ricos más poderosos se reunían para deleitarse con festines exóticos en clubes privados.
                Cuando el reloj marcó la media noche, anunciando la llegada del día 13 de diciembre, las puertas de uno de estos clubes privados se abrió y los comensales se sentaron en la mesa. Era un grupo pintoresco de alta sociedad. El club era tan secreto que no tenía nombre y sólo los más allegados al dueño del lugar podían apartar una silla para comer en la gran mesa del comedor principal cuyo cupo era para 12 invitados, tras pagar una cantidad de dinero que la mayoría de las personas de Ciudad Beta no verían en su vida.
                El salón principal del club parecía digno de un rey. Adornado con exquisitos murales helénicos de emperadores romanos con platos llenos de alimentos de animales ya extintos y frutas que han evolucionado hasta ser diferentes a las de ese momento. Las sillas revestidas de oro parecían tronos individuales y seis candelabros dorados con incrustaciones de piedras preciosas iluminaban la habitación. La mesa aún no estaba servida pero una docena de cubiertos de plata fueron preparados para los participantes quienes esperaban impacientes y hambrientos sus alimentos.
                Pasó sólo un minuto y el anfitrión, un hombre de piel morena y cabeza calva con pelo negro en sus cejas, vestido con un traje y cuya cara se ornamentaba por un espléndido bigote y una poderosa barba antigua y espesa, llamó la atención tocando una campanilla. Al instante los breves murmullos y conversaciones cesaron; Entonces, de las puertas surgieron dos trecenas de meseros quienes sirvieron vino espumoso en las copas. Luego, el anfitrión levantó una copa casi rebosante del líquido amarillento; Uno a uno, fue cruzando su mirada con la de los concurrentes: A su derecha, tenía a dos hombres con turbantes en su cabeza, uno de tela azul y otro de color blanco; Una dama de vestido aguamarina brillante (que lucía un collar de diamantes) y cabello gris; Un hombre de saco y corbata con un peinado impecable y su rostro aseado; otro caballero de saco y corbata, casi idéntico al anterior excepto que las rayas de su camisa eran de un color diferente; y, finalmente, un hombre mayor que vestía ropa gris casual. El anfitrión luego fijó los ojos en sus huéspedes de la izquierda: Una dama joven con un vestido blanco reluciente, otra señorita de rubia cabellera y ropas negras, un hombre de piel oscura con un sombrero de copa, un joven de chaqueta negra y dos varones de sacos grises, uno con corbata roja y otro de corbata azul pálido.
                —Agradezco a todos por su presencia a lo que será El Festín de sus vidas. Todos aceptaron ser parte de esta experiencia irrepetible y han demostrado su devoción con sus generosas donaciones. No quisiera aburrirlos con discursos que los distraigan de las delicias que están por deleitarlos, pero si hay alguien que tenga la más mínima duda sobre permanecer en este salón, es momento de hacerlo.
Hubo silencio en la habitación, algunas de las personas se voltearon a ver y otros ni se inmutaron. Nadie se levantó, todos estaban ciento por ciento seguros de lo que harían. Al no hallar respuesta alguna, El Anfitrión tomó la campanilla entre sus dedos y la tocó dos veces. Al momento, otro grupo de meseros sirvió la entrada que consistía en sopas, panes y canapés ligeros, nada fuera del otro mundo.
                Mientras gustosos se entretenían disfrutando de los entremeses, un olor sobresalió de entre las sensaciones. Era un aroma irreconocible. Dulce como un caramelo y refrescante como una hoja de lechuga, hacía que los comensales voltearan sus ojos hacia arriba sólo del placer de sentirlo en sus narices. Como si se transportaran por un instante a un mundo de perfección y deleite sin límites. Sus mentes se regocijaban tratando de adivinar el sabor que tendría un manjar con tal perfume.
                Al pasar unos minutos, los primeros platos y las copas fueron desaparecidas por los meseros sigilosamente y comenzaron a servir vasos con agua y píldoras en platos pequeños que los huéspedes tragaron con celeridad. Las pastillas tenían un efecto psicotrópico que volvía a quien se intoxicase con esa sustancia más susceptible de percibir sabores ínfimos, proveyéndoles de la habilidad de percatarse hasta del más mínimo detalle de su cena próxima. Todos salivaban, pero los caballeros de saco y corbata y peinado impecables se esforzaban por disimularlo limpiándose con pañuelos que eran arrojados y recogidos en el aire por los meseros antes de que tocaran el suelo.
                Pasaron unos minutos, en los que los sirvientes volvieron a llenar la mesa de platos con tentempiés refinados pero comunes que los asistentes devoraron enardecidos por las drogas. Casi satisfechos, pero en estado de éxtasis, percibían con mayor intensidad la agradable esencia del platillo final que estaban a punto de disfrutar. Los hombres de los turbantes tenían estos medio desechos y algunos cabellos largos y rizados se escapaban detrás de sus orejas y en sus frentes y ya ninguna corbata estaba ajustada en esa mesa. Entonces se retiraron todos los platos de la mesa y llegó el momento que tanto ansiaban, el plato principal.
                Cuando las puertas se abrieron una vez más, el olor como almizcle que emitían los platillos provocaba a los invitados cuyos ojos enloquecidos no despegaban de su alimento. La comida consistía en una especie de emparedado con relleno cremoso, tan grande como una hamburguesa. El pan tenía semillas de varios tipos y tamaños y el interior parecía una mezcla de carne con hierbas y aderezos. Al momento en que acercaban la comida a sus bocas, algunos tuvieron una sensación similar a la de un orgasmo y cuando tocó sus labios, una de las damas no pudo evitar apretar sus piernas con fuerza. Todos gemían y hasta se retorcían del gozo que sentían. Como una orgía de sabor en sus bocas, sus consciencias se trasladaban a un mundo donde sólo existía la armonía y la felicidad.
                El joven de chaqueta tenía la boca llena de su cena y lloraba. El caballero de piel oscura había perdido su sombrero tiempo atrás y agitaba su cabeza de un lado a otro desquiciado de encanto. Otra de las damas se dejó caer al suelo para retorcerse y estremecer su cuerpo sin el límite de las sillas y a esta le siguió uno de los hombres de saco, quien se tiró al suelo para sacudirse como una lombriz. El clímax que experimentaban sobrepasaba a cualquier sensación de éxito. Más que las victorias de los grandes conquistadores, más que los conciertos más grandes de la historia y que los premios más codiciados. El universo que les fue creado artificialmente por la ciencia era un transporte a la divinidad, a la perfección de lo intangible y subjetivo amor.
                En un estado de inconsciencia absoluta, no tardaron sus cuerpos en dejar de respirar y sus corazones de latir y cuando el último de los 12 cuerpos dejó de moverse, los meseros retiraron los cadáveres, limpiaron las mesas y prepararon todo para la siguiente cena que tenían programada para el próximo día en ese club privado de Ciudad Beta.

FIN