lunes, 27 de agosto de 2012

El Piso 11



                En una isla perdida en el Océano Pacífico, El Dr. Alan se encontraba inconsciente en un elevador dentro de un edificio de oficinas. El agotamiento extremo lo llevó a esta condición pues tuvo que huir por su vida y no fue hasta que encontró un refugio que su cuerpo pudo descansar. Pasaron horas hasta que abrió los ojos, pero a su alrededor sólo había oscuridad. El eco del movimiento de su cuerpo contra el aluminio del piso y las paredes del elevador y una ráfaga de viento en el exterior repentina eran los únicos sonidos que podía escuchar. Pero no gritaría, ni se movería mucho. Su intención era pasar desapercibido. No quería que sus perseguidores supieran de su presencia. Su cabeza le dolía un poco.

                Sin luz o electricidad, estaba atrapado en la negrura y sus ideas lo acosaban, perdiendo la cordura por momentos y regresando a la sanidad después. Pensaba que era su fin e imágenes aparecían lúcidas frente a él. De su esposa con el vestido que tanto le gustaba, su mejor amigo con su bola y zapatos de boliche, lugares donde había estado antes y a los que, si no salía de ahí, no vería jamás. Entonces su ánimo cobraba bríos y, con quietud, comenzó a investigar los alrededores con las manos. Tocando las paredes con las yemas de sus dedos para hacerse una perspectiva del elevador, notaba que era un espacio pequeño donde cabrían, máximo, 6 o 7 personas.

                Del techo se filtraba aire, por lo que el elevador estaba bien ventilado, pero la brisa fresca arrastraba algo más tenebroso que no se podía ver. El Dr. Alan sentía el hedor nauseabundo de carne descompuesta y no tenía duda de que era de los cadáveres de sus compañeros menos afortunados, que no habían podido escapar del horror. Aún si lograba salir del elevador ¿Cómo regresaría a su casa? ¿Habría algún bote capaz de navegar hasta una isla próxima? Rodeado de oscuridad, pensaba… Pensaba  en un plan para salir de ahí, cuando de repente, se prendió un foco arriba de él.

                La música empezó a sonar dentro del elevador y las paredes, que ahora eran visibles por el único foco prendido que no estaba roto, estaban pringadas de sangre, como si fuera una violenta escena del crimen. Se revelaron abolladuras en el aluminio, varios focos rotos y pequeños fragmentos de vidrio tirados en el suelo. De repente, se escuchó una nota dulce salir del altavoz y los mecanismos se activaron, todo empezó a moverse. Al momento, se fijó en qué piso se encontraba y distinguió el número ocho prendido arriba de la puerta y que, después de moverse, rápidamente pasó hasta el número siete.

                La música del elevador seguía sonando, era calmada pero un tanto festiva, anticuada pero sonaba populachera, como algo agradable y tranquilo que le gustaría a cualquier persona, sin importar su edad. Cuando el elevador paró, la tonada siguió, pero al tocarse la nota dulce que se escuchó cuando el mecanismo se activó, el elevador se detuvo. El número siete estaba prendido arriba de las puertas y cuando se abrieron de par en par el doctor se paralizó. Sus ojos se abrieron como si acabara de ver a la muerte misma a la cara. Estuvo quieto, mirando a través de la puerta abierta frente a él.

                La iluminación de ese pasillo estaba destruida. Del exterior, un zumbido eléctrico tensaba el ambiente como el vuelo de un abejorro o como una vieja lámpara de un almacén que se prende y apaga. Algo se movía en ese pasillo, dos pares de ojos brillaban verdes en la oscuridad, apuntando directamente a los ojos del doctor. De inmediato, soltaron un graznido como el de un ave de rapiña y las figuras empezaron a moverse, cada vez más rápido. En segundos estarían dentro del elevador. Pero el doctor presionó de un salto el primer botón que encontró. Las puertas apenas se alcanzaron a cerrar cuando, justo en ese instante, algo golpeó el metal detrás de ellas, aquello que perseguía al doctor se había estrellado contra el aluminio.

                Alan estaba agitado, sudando frío, su corazón casi salía de su pecho, pues había estado tan cerca de la muerte como nunca. La música alegre y tonta del elevador seguía sonando y la luz detrás del número siete subió al ocho, nueve, diez y así siguió hasta detenerse en el piso 11. Después, el altavoz tocó la nota dulce y las puertas se abrieron, nuevamente. El doctor veía aterrorizado el pasillo frente a él. Esta vez, con la suficiente luz para vislumbrar los alrededores, pero peor que si tuviera a dos de esas criaturas frente a él, esta vez no podía ver a ninguna. Creía que estarían escondidas, preparando una emboscada. Un letrero que decía “salida de emergencia” resaltaba en rojo al final del pasillo y fue lo último que pudo ver hasta que las puertas se cerraron y tuvo tiempo para pensar.

                Recordaba que cuando despertó se encontraba en el piso 8 y que no era seguro, tampoco el siete y este piso once no le daba confianza. No podía quedarse en el elevador para siempre, tenía que escapar de ahí, del edificio y de la isla. Si podía encerrarse en algún lugar, sería en los pisos superiores, pues cada piso, escalera y puerta serían obstáculos naturales para esas criaturas. Pero de repente, la sangre tibia que escurría de su pierna le recordó que estaba herido, su pierna le dolía  y sangraba a la altura de la espinilla. Quizá sólo era una cortada pequeña, producto de los vidrios de los focos rotos, pero le incomodaba.

                La música del elevador seguía sonando, era la misma melodía que se repetía una y otra vez. Decidido a escapar, presionó el botón del último piso: El número 18. Al instante, los mecanismos se accionaron y el ascensor comenzó a moverse. Mientras los altavoces continuaban tocando aquella melodía, los números del ascensor iban subiendo del 11 al 12, luego al 13, seguido del 14 y al llegar al piso 15 todo se detuvo. Las luces se apagaron, la música se silenció, los mecanismos dejaron de andar. El doctor se quedó en el silencio y la oscuridad unos segundos y lo único que rompía la quietud era el olor a muerte y la tormenta que azotaba con fuerza el exterior. Entonces, el estruendo atrasado, producido por un relámpago, llenó el elevador como una explosión e impulsó al doctor hasta una esquina, como si lo hubieran golpeado por un gigante.

                Ensordecido por el trueno, atrapado en la oscuridad de ese elevador, el Dr. Alan comenzaba a desesperarse. Se frustraba por no poder gritar por ayuda y por más que abría sus ojos, sólo podía ver oscuridad a su alrededor y en esa oscuridad recordaba a las criaturas y el miedo comenzaba a fluir por sus venas. Lentamente, el sonido de las gotas de la lluvia brotaba de esa negrura y arreciaba. Como una imagen vívida en su mente, podía sentir cada gota de lluvia que se estrellaba con el edificio, el suelo y las plantas,  y los vientos agitando las palmeras en el exterior. En este momento de calma, pudo deducir que un rayo había causado el apagón y que estaría a la merced de la noche, atrapado en ese elevador, hasta entonces.

                Recordó las cortaduras en su pierna, ya habían dejado de sangrar, pero, en el silencio, su atención se centró en ellas, quizá le sería más difícil caminar o correr. Pensaba que su final podría llegar en ese elevador en cualquier momento hasta que, repentinamente, una nota dulce se escuchó y la luz regresó. Todo se iluminó y fue como si el doctor también hubiera recibido electricidad, pues se paró de un brinco. La música del elevador siguió justo donde se había quedado, juguetona, festiva y tonta, y los mecanismos del ascensor empezaron a andar otra vez. Subiendo al piso 16, luego al 17, hasta el 18 que se detuvo para abrir las puertas.

                El piso 18 era diferente a la mayoría, parecía el estacionamiento de un centro comercial, un espacio amplio, lleno de columnas y con tuberías en los techos. La mayor parte de la iluminación no funcionaba y parecía un bosque oscuro con claros que eran las pocas lámparas aún encendidas que se mecían con el edificio y el viento y las columnas como troncos de árboles. Había goteras, charcos y el viento parecía filtrarse por todas partes, pero hasta el fondo, como a cincuenta metros de distancia, podía apreciarse en un rojo resplandeciente el inconfundible letrero que marcaba la salida de emergencia.

Las puertas se cerraron al pasar unos segundos y el Doctor trató de calmarse para poder decidir. La música del elevador lo distraía, pero hacía un esfuerzo por pensar… Si algo estaba escondido en ese estacionamiento, él no podría verlo. Podía intentar correr tanto como le fuera posible, exponiéndose a hacer mucho ruido, llamar la atención de lo que sea que se escondiera ahí. Pero con su pierna lastimada, no lograría llegar muy lejos. Si intentaba ir cuidadosamente y algo lo atrapara en el camino, regresarse y esperar a que las puertas del elevador se volvieran a abrir le tomaría un tiempo letal. Quizá en otros pisos tendría una mejor oportunidad.

Presionó el botón para abrir las puertas y escudriñó el estacionamiento. Puso sus manos detrás de sus orejas, amplificando la cantidad de sonido que recibía, pero el ruido de la lluvia, los vientos y uno que otro trueno que caía ocasionalmente le impedían adentrarse más en la espesura. De todas las opciones, esperar su muerte en el elevador no era su favorita, pero tampoco era la peor. Decidido, asomó su cabeza fuera del ascensor, tratando de ver tanto como pudiera, sin quitar su mano de la puerta para evitar que esta se cerrara. Dio un paso afuera, luego otro, pero nunca quitaba su mano de la puerta del ascensor. Lentamente, empezó a caminar, adentrándose en la oscuridad, atento de cualquier cosa que podría esconderse entre las sombras.

Sus ojos estaban tan abiertos como los de un gato, pero apenas podía ver más allá de los claros de luz iluminados por lámparas que no apartaban la sombra a más de un metro de donde estaban. El doctor procuraba calcular cada paso, siempre oculto, siempre vigilante, le tomó pocos segundos llegar a la primera columna, apoyándose de espaldas a esta. Volteó a la derecha, a la izquierda y no vio nada, pero al momento en que suspiró sonó con fuerza el mecanismo que activaba las puertas del elevador y estas se cerraron. Casi se le para el corazón, pero sentía alivio de ya no escuchar esa boba música de ascensor. Se quedó ahí esperando, pensando que el elevador podría irse en cualquier momento, pero no se fue, estuvo junto a él como un amigo que le cuidaba la espalda si algo pasaba.

Con más confianza, avanzó a la siguiente columna. Cuidando cada paso, siempre atento y vigilante, pero con más energía.  Dando unos pocos pasos, que hacían tanto ruido como una gota de agua que toca el piso seco, alcanzó la siguiente columna rectangular.  Cada vez más cerca de la salida de emergencia, pero más lejos del elevador, el único lugar que, hasta entonces, había demostrado que era seguro. Rodeado de un bosque de columnas, trataba de prestar atención a los ruidos que lo rodeaban, pero le era imposible. Entre las goteras, el viento, el zumbido de las lámparas y otros ruidos generados por motores que encendían y se apagaban de repente y repetían esto en ciclos.

Allan continuó abriéndose paso en la oscuridad, sobre los charcos, cada vez con menos cuidado, cada vez haciendo más ruido. Llegó a la tercer columna, luego a la cuarta y finalmente hasta la quinta, que se encontraba justo a la mitad. En ese momento, miró las puertas cerradas del elevador detrás de sí y los botones que lo activaban. Al avanzar más allá de esa quinta columna, él estaría más lejos del elevador que del letrero de salida de emergencia. Su pierna le incomodaba al andar, sabía que no podría correr, así que la distancia lo sería todo.

Al momento en que avanzó hacia la siguiente columna, escuchó un ruido que no había oído antes. Entre el caos de sonidos de la tormenta, una salpicadura en un charco sonó como algo más fuerte que una gota de agua. Algo había golpeado un charco con fuerza, quizá una de las criaturas. Se sintió estúpido en ese momento, se vio a sí mismo, rodeado de oscuridad y decenas de lugares donde esconderse, con su pierna herida, en un lugar expuesto y ningún tipo de ayuda. Es justo ese momento el que usaría cualquier depredador para cazar a su presa, pero no atacarían justo al verlo, no… Un verdadero cazador es paciente, espera a que su presa se siente confiada, lo deja avanzar hasta una trampa. Pero ya no había vuelta atrás, pues, para el doctor la salida más cercana era aquella puerta de emergencia.

Al llegar a la sexta columna ya había escuchado algo caer en los charcos más de dos veces. No se detuvo en la sexta, avanzó, ya sin ver a su alrededor. Llegó a la séptima columna cojeando, su respiración se aceleraba y el dolor en su pierna aumentaba. Las tuberías que goteaban arriba de él, empapaban su camisa y cada vez que las gotas rozaban su ropa, pensaba que era el fin. Llegó a la octava columna y ahora lo escuchó con claridad, no tenía duda de que no estaba solo, el inconfundible llamado de un depredador al ataque. En ese momento, el dolor de su pierna le desapareció y una energía llenó su cuerpo que le permitió correr. De pocas zancadas, llegó a la novena columna y siguió corriendo, pasando la décima, cuando volvió a escuchar el chillido de guerra.

El piso estaba mojado, sus zapatos resbalaban y tropezaba con cada zancada que daba. Pero milagrosamente pudo mantener el equilibrio hasta estrellarse contra la pared junto a la puerta con el letrero rojo de salida de emergencia. Miró la puerta y su mirada pasó directamente a un letrero pegado en la puerta. Los sonidos de las criaturas, que destacaban de la tormenta que soplaba y mojaba todo, le hicieron dar un brinco y ponerse frente a la puerta. La empujó, pero esta no se abrió. Tiró de ella, pero por más que intentaba no se movía. La golpeó con sus puños con desesperación pero nada de lo que hacía tenía efecto. Cuando volteó, lo último que vio fueron unos ojos verdes, brillantes, como los de un gato, al menos 3 pares de ellos. Completamente atrapado, no hubo nada que pudiera hacer para escapar de los velocirraptores que arrancaron la carne de sus huesos con los dientes con precisión quirúrgica.  Y la sangre del cuerpo del doctor se esparció por todos lados, sobre el piso, sobre la pared, en la puerta y sobre el letrero que decía “Salida de emergencia clausurada, pase al piso 11”.

FIN