martes, 26 de noviembre de 2013

31 – El despertar.





                El sol se ocultaba por última vez ese año, detrás de las montañas que rodeaban al pueblo de Vallecalmo. Sosteniendo una copa de vino, una joven miraba desde el balcón de su mansión, al pie de la montaña. Los pinos no permitían ver la ciudad, pero su brillo se iba destacando poco a poco por encima de las copas, conforme la luz natural se ocultaba. Una tenue sonrisa denotaba su rostro. Como aquella de una felicidad planeada. Cuando las cosas salen bien, pero nunca hubo riesgo de que nada mal sucediera y todo fue planeado meticulosamente. El éxito obvio y la alegría de lo esperado.
                Kerrigan se levantó de su cómoda silla de madera y dejó el admirable paisaje para entrar en la calidez de su estudio. Enormes libreros amurallaban la habitación en las cuatro paredes. Una mesa redonda ornamentada con tiras doradas y plateadas, de unos cuatro metros de diámetro, se ubicaba en el centro de esa habitación. Sobre ella, una variedad de documentos y objetos, que iban desde pelos de animal, ropa ensangrentada, pedazos de vidrio, agujas y más, habían sido regados indiscriminadamente. La mesa no tenía sillas pero, alrededor de ella, había mesas de té y algunos sillones, sobre los cuales se apilaban libros de conocimientos que se creían perdidos a través de centurias.
                Mientras ella atravesaba el lugar, el ruido de una radio comenzó a surgir gradualmente, seguido de voces que salían de más de una televisión. A diferencia del toque antiguo del estudio, la siguiente habitación poseía lo último en tecnología moderna de comunicaciones y un sistema de refrigeración que casi emulaba el frío que hacía afuera. Cables cubrían el piso de forma tal que se debía caminar con cuidado para no pisarlos o tropezar con ellos. Una de las paredes estaba cubierta de televisores, apilados uno encima del otro desde el piso hasta el techo; Algunos encendidos, pero sin ningún canal; Otros simplemente estaban apagados o no prendían; El resto sintonizaba canales de noticias, principalmente. Cada televisión se conectada a unos audífonos cuyos cables caían hasta el suelo, exceptuando por un grupo de televisores que transmitían noticias que estaban enchufados a unas bocinas en el centro de la habitación.
                El resto de las paredes estaban tapizadas de computadoras, tan grandes que tocaban el techo. De las cuales, unas imprimían documentos constantemente, otras emitían pitidos y una estaba conectada a otra bocina en el centro y sintonizaba una estación de radio local.
                Las noticias hablaban de la serie de muertes extrañas del último mes. Al menos por 30 días seguidos, la ciudad de Vallecalmo había sufrido todo tipo de calamidades, fatales en todos los casos. Esperanzados que el nuevo año trajera aires frescos al valle, rogaban que, al amanecer el día siguiente, tales eventos vieran su fin al terminar esa última noche. La angustia de cada voz que salía de las bocinas evidenciaba que cada uno de ellos había presenciado, estado en contacto o conocido a alguien de las múltiples tragedias acontecidas ese último mes. Pero Kerrigan sonreía.
                Al salir de esa habitación, subió por una escalera de caracol de mármol por una estrecha torre circular, iluminada por lámparas cada dos escalones, tan poderosa que emulaban la luz y el calor del día. El eco de su caminar era acentuado por la altura de la torre, pero su sonido se iba perdiendo al acercarse a la cima. Al llegar a esta, el viento arremetió contra su cabello rojizo, alborotándolo, de forma que desató una mascada de su muñeca y la amarró en su pelo.
La vista era aún mejor desde esa torre pues, frente de la casa, tenía el valle, la ciudad, el lago y las montañas. Pero para Kerrigan, el paisaje posterior le parecía más interesante, pues el cementerio de Vallecalmo se ubicaba justo en el patio trasero de su cabaña, dado que ella era la dueña de tal negocio. Apoyada de unos binoculares del tamaño de su mano, observaba las lápidas. El musgo crecía en las más viejas y olvidadas, las más afortunadas se acompañaban de restos de flores marchitas. Sin embargo, una nueva ampliación del cementerio debió adaptarse para recibir las defunciones de diciembre.
La forma de la ampliación resultaba peculiar vista desde arriba, pues asemejaba a una espiral de ocho brazos. Cada una de las tumbas poseía un cuerpo con menos de un mes de fallecido.
El viento soplaba cada vez con más intensidad conforme el cielo se iba oscureciendo, en parte por el sol cuyos rayos apenas alcanzaban a apreciarse por detrás de las montañas, y por las nubes negras que se arremolinaban sobre el pueblo y, particularmente, sobre el cementerio, que era el centro de la espiral.
Tras ver las manecillas en su reloj de pulso, la sonrisa de victoria de Kerrigan cambió a una más macabra. El rostro de quien odia y disfruta hacer el mal. La perversa cara del placer obtenido por el sufrimiento ajeno. La cual, le era imposible ocultar. Aún cuando su voz adquirió un tono serio mientras invocaba palabras que no habían sido escuchadas en la tierra desde la edad media. Y, conforme las palabras salían de su boca, un agujero se abrió en el centro de la espiral de nubes y una constelación se rebeló brillante como la luna llena.
La luz que surgía del centro de la espiral apuntaba directamente a la nueva ampliación del cementerio. Las palabras que emanaban de la boca de Kerrigan, aun cuando apenas las susurraba, podían escucharse en todo el valle y sus cantos retumbaban en cada lápida y su eco inundaba las tumbas. Levantando sus brazos al aire, con sus ojos cerrados, podía sentir un poder indescriptible. La fuerza sobrenatural provenía de un plano metafísico, incalculable e irrepetible, intacta e infinita, inmortal y eterna.
Entonces, de la tierra empezaron a surgir brazos humanos y cabezas. De cada tumba, vieja o nueva, surgía un ser no muerto, algunos convertidos casi en puros huesos, otros tan frescos como quien murió ayer. Impulsados por una fuerza oscura, caminaban atraídos por el ruido de la ciudad, hambrientos de cerebros humanos y cada persona cuyo cerebro era comido por estos seres, se convertiría, a su vez, en un no muerto.
Kerrigan observaba desde su torre. Ella los controlaba, ella les ordenaba matar y destruir, acabar con la civilización, acabar con el mundo entero. Su misión no se detendría hasta convertir a cada ser humano sobre la tierra en su esclavo Zombie. Gobernarlos a todos, sólo para llevarlos a su decadencia. Ellos serían el propio motor de su ruina. El hecatombe que tanto planeó, era el inicio de una era de terror y oscuridad.

FIN

domingo, 24 de noviembre de 2013

30 - Kardis.




               Era el penúltimo día de diciembre y la nieve se acumulaba en las montañas que rodeaban al pueblo de Vallecalmo. El lago de esta pequeña ciudad se congelaba por partes  y las copas de los árboles en las laderas y en la costa se pistaban de blanco. Por horas, el clima empeoraba y alcanzaba el grado de tormenta, pero, por otros momentos, el valle hacía honor a su nombre. Incluso el frío se sentía menos intenso en esos tiempos calmos. Hasta dentro de la oscuridad de las nubes se podía ver el paraje desolado por el hielo como algo hermoso, pero cuando el viento soplaba y los copos golpeaban como balas era más parecido a una guerra.
                Un par de aventureros disfrutaba por igual los momentos de paz como aquellos de caos. Los dos, subían al oeste del pueblo, ayudándose de picos y otros instrumentos avanzados. Su técnica era evidencia de la experiencia adquirida tras años de escalar picos empinados, cerros, cascadas, cañones y más. Tal pericia les permitía ascender por la colina aún a través del clima más adverso, incluso, tal reto hacía de la experiencia más estimulante para estos buscadores de peligros.
                Mientras trepaban, tenían una conversación habitual, como aquella que tendrían un par de vecinos mientras cortan el jardín. El primero insistía que un bosque tan alto era raro y pocos animales habitarían un lugar como tal. Pero el segundo hablaba del Kardis, una criatura legendaria que, según los cuentos, vivía alrededor de ese sistema montañoso.
Si bien, unas pocas cabras monteses podían subir a las rocas más altas de este pueblo y algunos venados podían perderse de zonas más bajas hasta tales niveles, los avistamientos del Kardis superaban la evidencia física que respaldaba su existencia. En realidad, no había documentación alguna, que no venga de un testigo, sobre el tan renombrado Kardis, también conocido como El Destructor, más allá de supuestas huellas y pelo que siempre resultaba ser de un oso o hechos por bromistas.
De las múltiples voces que cantaban la leyenda de Kardis, la más popular entonaba sobre una criatura de gran tamaño, que caminaba en cuatro patas y poseía colmillos grandes como los de un jabalí. Su ferocidad era temida: Había quienes afirmaban que se alimentaba de osos, otros de venados. Otros decían que su principal fuente de alimento eran turistas que se aventuraban a las partes olvidadas de la montaña, donde el bosque permanecía virgen.
Aquel que no creía en Kardis aseguraba que para que una especie animal existiera, debería contar con una colonia de esta bestia en el área, dejando rastros en diferentes locaciones y, al ser una criatura de gran tamaño, haciendola más fácilmente detectable. Pero quien hubiese escuchado las leyendas del Kardis, tendría la información de que este no se trataba de un animal, sino de un ser sobrenatural. Un demonio o ser maligno de algún tipo.
Para el no creyente de Kardis, afirmar que era un ser mágico era contradecir las mismas leyes por las cuales sus herramientas los mantenían sujetos a la montaña. Un cálculo tan impreciso implicaría que las mismas fuerzas que los sostenían estaban equivocadas. Pero el creyente del Kardis no estaba acuerdo pues, para él, ambas teorías coincidían. Cosas inexplicables podían pasar en el mundo y los cálculos de la física no eran tan precisos como para explicarlo todo.
En este debate se encontraban cuando, por fin, alcanzaron la cima. Desde la cual podía verse todo el valle, el bosque, el lago y las demás montañas. Entonces, como si hubieran sido bendecidos por los dioses al cumplir su hazaña, el cielo se despejó y pudieron observar los alrededores como conquistadores que recién adquirieron un nuevo continente. Todo aquello que se podía ver les pertenecía.
Entonces, repentinamente fueron azotados con fuerza por las ventiscas de la tormenta que iba y venía. Las ráfagas casi los derriban por la pendiente, a cientos de kilómetros de altura sobre un suelo de rocas afiladas. Pero su equilibrio bastó para mantenerlos en pie sobre la cima de la montaña, sin mencionar que aún contaban con un sistema de cuerdas que los conservarían aferrados a la roca sólida de la montaña, aún si resbalaran por la orilla.
Cuando los vientos dejaban de soplar, la belleza regresaba a sus alrededores, similar a estar en el paraíso o en el cielo. Desde las alturas, el pueblo de Vallecalmo parecía tan insignificante que convertía al más engreído en el más humilde. La eternidad de las montañas junto la temporalidad de los autos, las casas y las personas, con la paciencia del espectáculo estelar y la temperatura que enfriaba hasta los huesos, hacía que las mentes de estos aventureros se proyectaran a realidades que no existían antes de ser concebidas por sus pensamientos.
Perdidos en el éxtasis de la victoria, no notaron que tenían compañía. Poco a poco, completamente cubierto de nieve, un ser se acercaba a ellos. Sus grandes colmillos, como un zapato, le ayudaban a, técnicamente, cavar su camino hacia los aventureros, a través de la nieve. Cuando la tormenta arreciaba, la criatura avanzaba; Cuando había paz, aguardaba. Así logró estar a tal distancia, que el ruido de sus cuatro patas contra el suelo no fue disipado por los vientos y, al voltear los exploradores, pudieron mirar al ser a los ojos, rojos como los de un demonio que está soñando.
Tan cerca estaba que podían olerlo y su aliento y pelo tenían el aroma a muerte. Como carne recién arrancada de un ser vivo, como la miasma que escapa del mismo infierno. El corazón de este ser, tan agitado como el de los montañistas, retumbaba como un tambor de guerra, mientras nadie emitía otro sonido. Parado frente a ellos, sus orejas sobresalían poco entre la capa de nieve que lo cubría.
La reacción inmediata de uno de los aventureros fue dar un paso hacia atrás rápidamente, pero ese brinco repentino hizo que resbalara por la pendiente. Rápidamente tomó la cuerda y esta lo frenó, tal como su seguridad lo tenía planeado, pero tuvo el efecto, también calculado, de jalar consigo a su colega. Quién gritó hasta que su descenso fue detenido por las sogas que lo sujetaban. Aquel que era creyente se encontraba en un estado de pánico, convencido de ser un testigo del Kardis. Pero su compañero no estaba tan seguro. Para él, Bien podría ser una cabra montesa, otro animal  o, incluso, una alucinación por la altura y temperaturas.
Sus cuerpos colgaban a un metro de distancia uno del otro. Aquel que estaba más arriba debía subir y jalar a su compañero, acto que habrían realizado en múltiples ocasiones, incluso varias veces ese día. Sin embargo, cuando el aventurero no creyente del Kardis tiró de la cuerda para impulsarse, su cuerpo descendió unos centímetros de golpe y luego otros y, en menos de un parpadeo, cayó libremente hacia el suelo rocoso a cientos de metros, muriendo al instante. Al momento en que esto sucedió, el otro explorador igual cayó, pero fue detenido y su cuerda, a la que él se aferraba con toda su fuerza, fue alada hacia arriba con tal poder que este explorador salió volando hasta precipitarse sobre la cima de la montaña.
Frente a él, se alzaba un ser de ojos rojos como una rosa, cuyos colmillos salían de su hocico, completamente cubierto de nieve. Parado sobre tres de sus cuatro patas, sostenía con su mano libre la cuerda que arrastró al alpinista hasta ese lugar, y que ahora el Kardis usaba para atraerlo hacia sus fauces, pero el explorador, en pánico, se aferraba de la cuerda como si aún colgara de la pendiente y su vida dependiera de ello, por lo que no la soltó y, cuando estuvo al alcance de los colmillos del Kardis, fue devorado con celeridad por la bestia, de unas cuantas mordidas, hasta que del explorador quedaron sólo restos de su equipo para escalar hechos pedazos.

FIN

domingo, 10 de noviembre de 2013

29 – El homicida onírico.




                Samir era un residente de Vallecalmo. No siempre se fijaba en sus sueños, pues pasaba largas noches de desvelo en su trabajo como guarda de seguridad en un almacén cerca de los muelles y al llegar a su casa lo único que quería era dormir profundamente, tan profundo como es posible durante el día, pues descansaba cuando la mayoría estaba activo y despertaba cuando quedaban pocas horas de sol.
                Samir bostezaba en su trabajo. Nunca sucedía nada fuera de lo normal en su turno, nadie robaría peces y carnes frías, en medio de la noche. Podía relajarse y su mayor esfuerzo era para no quedarse dormido. Esa noche en particular, anhelaba su cama, lo suave de su pijama y la calidez de su habitación. Al final de su jornada, tras el amanecer, nada se comparaba a quitarse los duros zapatos y el uniforme; Prender la televisión y ver programas al azar hasta quedarse dormido.
                Las raras veces que recordaba lo que soñaba, ese recuerdo sólo le duraba unos minutos, pues el agua fría de la regadera se llevaba todo su sueño por la coladera. Sin embargo, cuando esa rara ocasión tenía lugar, cuando él se interesaba en sus sueños, siempre le venía a la mente una recurrente pesadilla donde alguien o algo lo perseguía. Nunca podía ver qué o quién era, simplemente tenía la sensación de que era perseguido, como cuando soñamos que nos caemos sin saber precisamente desde dónde, y que debía huir, escapar de ese lugar. Cuando despertaba, le era imposible saber de qué escapa o a qué le temía, pero poca importancia le daba y seguía con su vida como si nada.
                Esa noche en particular, en una televisión, que funcionaba a baterías y de la que Samir disponía para entretenerse a altas horas, transmitían una película de terror de un hombre que despertaba en una cabaña y, tras leer un documento, debía escapar de ahí antes de la media noche, pues su alma sería capturada para siempre. La trama, a la cual Samir poco entendió, no le llamó la atención, sino el terrorífico desenlace donde el hombre era finalmente capturado.
                En esta escena final, algo venía tras el protagonista y daba un último grito, hasta que la pantalla se desvanecía y los créditos finales comenzaban a rodar. El efecto de la cámara acercándose y persiguiendo a ese hombre, le recordó a Samir su sueño recurrente. Pensó que el monstruo que lo perseguía era en realidad un camarógrafo que lo grababa en su mente o que simplemente no era nada y sólo su imaginación lo torturaba.
                Tales eran sus cavilaciones, cuando las manecillas del reloj que colgaba en la pared marcaron la hora exacta para salir. Nada lo detuvo entonces hasta llegar a su casa, quitarse su uniforme, ponerse su pijama, acostarse en su suave cama, en su cálida habitación, para prender la tele y ver cualquier programa, hasta quedarse dormido.
                Dando vueltas en su cama, su mente lo transportaba a un universo paralelo donde la lógica no necesariamente era exacta. Al principio, estaba seguro de encontrarse en una avenida conocida de su ciudad, pero, conforme avanzaba por la acera, cada cosa que veía se le hacía extraña, irreconocible, como estar perdido en un barrio que no conocía o nunca hubiese visitado.
Antes de que pudiera tener idea de por qué seguía avanzando sin rumbo, temió. Como si supiera de un sufrimiento inminente, quizá alguien o algo lo atacaría en cualquier momento. Pero, a su alrededor, no observaba a nadie, pues las calles estaban muertas. Ni un animal o un hombre u otro ser rondaba esos parajes, sin embargo, aún temía.
Algo tras un vehículo viejo, estacionado en medio de la calle, como si hubiese sido abandonado repentinamente, hizo un sonido que de inmediato llamó la atención de Samir. Sin embargo, al voltear pudo ver que se trataba de un periódico que se enredó en la antena del vehículo. Otro ruido, del otro lado de la avenida, hizo que volteara la mirada, pero sólo se trataba de las ramas de un árbol que crujía al soplar del viento.
Las sombras iban y venían. No podía distinguir si era de día o era de noche. Tampoco si las luces de la calle estaban encendidas. Todo poseía un tono grisáceo y azuloso. Mientras Samir caminaba en ese amanecer perpetuo, miraba las fachadas de los edificios. Algunos tenían prendida la iluminación que daba a la calle y en otros sólo podía verse luz que salía de las ventanas. Muchas más casas estaban completamente apagadas, sin embargo, aún así era posible distinguir todo lo que había dentro de ellas, como si fuese de día.
El inconfundible marchar de pasos de una persona cercana alertó a Samir. Sin embargo, no lograba distinguir exactamente de dónde provenía… Pero se acercaba y además, con cada vez que sus zapatos golpeaban el suelo, aceleraba un poco más y un poco más.
Samir no tenía idea de quién fuera la persona que hacía ese ruido, pero sintió la repentina necesidad de escapar. Sin hacerlo muy evidente, comenzó a caminar en la dirección opuesta del sonido, apretando la marcha lentamente hasta que, sin darse cuenta, ya estaba corriendo y aquellos pasos que escuchaba detrás de él ya lo perseguían. No importa cuán rápido avanzara sobre la calle interminable, los pasos estaban cada vez más cerca.
Su corazón estaba agitado como nunca en su vida, su cabeza le iba a estallar, sus pulmones apenas podían satisfacer la necesidad de su cuerpo de energía, pero la cosa estaba cada vez más y más cerca. Confundido, Samir pensó que tal situación era como de una pesadilla e inmediatamente se dio cuenta de que estaba soñando. Recordando sus cavilaciones mientras se encontraba despierto, decidió dejar de correr. Cansado de tener que huir de sus miedos.
Se detuvo y permaneció parado, escuchando aquello que le causaba miedo acercarse casi hasta estar detrás de él. Entonces volteó parar mirar a su pesadilla a los ojos, pero aquello que se encontraba detrás de él no parecía humano. Un ser bípedo, de al menos dos metros y medio de alto, con una piel escamosa y una cara ancha como una sandía con una boca que cruzaba esa cara de esquina a esquina y del centro de esa boca salió un tentáculo que se enredó en Samir, apretándolo con fuerza y jalándolo hacia la boca con dientes, cortándolo en pequeños pedazos mientras era tragado por la criatura.
Samir nunca despertó de esa pesadilla. Su cuerpo se quedó tendido en su cama, con sangre que salía de sus oídos y un rostro que expresaba el horror que había sentido.

FIN

28 - Idea fatal.



El pueblo de Vallecalmo basaba su imagen en la paz y tranquilidad de sus aguas, de lo divertido de sus bosques y montañas. Era un sitio donde la gente iba a relajarse y pasársela bien, realizando todo tipo de actividades recreativas al aire libre, desde la pesca, campamentos, natación, canotaje y mucho más. Sin embargo, la vida del residente de este poblado no era tan calma como el nombre sugería. Por lo contrario, los diferentes negocios y empresas dedicadas al turismo debían competir arduamente y poner a sus empleados a trabajar con la misma intensidad.
En el apartado industrial de Vallecalmo, el área más retirada al lago. Una zona rodeada de edificios grises de pocas ventanas, donde las calles se llenaban de autos y la gente debía caminar calculando cada paso para no estrellarse contra los diferentes obstáculos en el camino y andar rápido, pues el tiempo era dinero y un empleado que pierde tiempo, pierde dinero y pierde su puesto. Tal era el pensamiento de Edna, quien surcaba el torrente de personas, postes y, a veces, autos. El golpear de sus zapatos formales contra el suelo se mimetizaba con el andar de cientos de personas, cuyo calzado emitía un ruido similar al andar sobre el asfalto.
El color gris dominante opacaba la monotonía del día a día. Las personas concentradas en su trayectoria, no solía mirarse a la cara, ni mucho menos saludarse. Todos eran extraños que veían pasar sus vidas por esas calles.  Edna ya salía del trabajo y se dirigía a su hogar para descansar, pero aún ocupaba su mente con los menesteres del día siguiente, sin dejar de evadir obstáculos, como un mono en una selva de concreto, hasta que un olor llamó su atención…
Del fondo siniestro entre dos edificios, donde cajas de cartón se cubrían de periódicos y bolsas de basura arrastrados por el viento, un viejo y sucio hombre, cuyas barbas grises y, a veces, negras, se enmarañaban con su cabello crecido, pero calvo en la coronilla y arriba de las cienes, sostenía un pedazo de cartón con una frase escrita con carbón.
Los rayones y el tiempo habían borrado partes de las letras que, de por sí, estaban mal escritas. Sin embargo, claramente se podía distinguir el contenido de tal mensaje:
 “TODOS SE VAN A MORIR”
Y era todo lo que decía. Edna miró el letrero y al hombre andrajoso, pero sintió como si hubiera cambiado su televisión a un canal que no le gustara, al instante, enfocó su mirada a la calle y concentró su mente en sus deberes. Pero algo había cambiado, en su cabeza algo era diferente.
La imagen del vagabundo loco sosteniendo el letrero, con sus pies descalzos negros por la mugre, no se disipaba de su memoria. Sólo lo miró un instante, pero eso bastó para dejar una cicatriz en sus pensamientos. Por más que se esforzaba por recordar aquello que debía hacer al llegar, por fin, a su hogar; Por más que se enfocaba en los obstáculos que se atravesaban en su camino; y, por más que lo intentaba, no podía quitarse esa visión en su cabeza. Le acosaba.
No sólo era el trastornado ser que le perturbaba, sino el mensaje escrito en el pedazo de cartón. La idea de que todos se vayan a morir. Mientras navegaba el torrente de personas, imaginaba la ciudad vacía, sin vida… Como un sitio, antes, lleno de vida y, ahora, donde esta se había extinto. Pensaba en lo mucho que había trabajado para su casa, en sus sueños y en sus amigos. En sus posesiones y aquellas que deseaba poseer. Las aventuras por realizar. Y de cómo sería si todo eso desapareciera.
Por supuesto la idea le parecía absurda, pero ahí estaba, como una piedra en el zapato que, con cada paso, va punzando y lastimando hasta que es insoportable y se necesita retirar el calzado para limpiar la suciedad. El tiempo que le tomaba llegar a casa dejó de existir para Edna. El camino no estaba, tampoco la gente ni los postes ni los autos… nada existía, más que el viejo y la muerte; El mal y la perdición; El infierno y la eternidad.
Pero su cuerpo seguía moviéndose. Con cierto automatismo, ella se desplazaba entre el torrente de gente y autos. Mas este automatismo no era total: Sus ojos, ante los cuales estaba el letrero rojo brillante de “ALTO”, mucho más llamativo que aquel del viejo, estaban desconectados de su mente que viajaba por rincones nunca antes había recorrido. Así que no ordenó a su cuerpo detenerse, por lo que este siguió su camino, aun cuando las decenas de personas que la rodeaban sí hicieron lo primero. Y, al momento en que dio dos pasos dentro de la avenida, un camión la atropelló, matándola casi al instante.

FIN

martes, 5 de noviembre de 2013

27 – El soldado del futuro.





                Era un día festivo de fin de año. En una casa a unas cuantas calles del Lago de Vallecalmo, se celebraban cumpleaños de amigos atrasados y se honraba al nuevo año que estaba a punto de llegar. El Alcohol fluía, la música resonaba. Una banda anticuada de un rock olvidado tocaba a todo volumen una triste canción que, bajo el ritmo adecuado, animaba a la multitud a mover el cuerpo sin exaltar sus sentidos. Entonando himnos de desesperanza, la cruda voz que invocaba realidades perversas era ignorada por la gente que enfocaba su atención en el ritmo monótono de la pieza.
                Acostumbrada a no salir de casa, Tasia prefería leer historias de extraterrestres y máquinas avanzadas. Estudiar las ciencias y noticias extrañas. Pasar la noche alrededor de un juego de mesa. Soñando y anhelando con fantasías increíbles. Sentía el efecto adormecedor del alcohol a través de todo su cuerpo. La banda hacía varias copas que había dejado de tocar, los vehículos se retiraban del estacionamiento y el reloj y la luna seguían avanzando sin detenerse.
Agotadas las razones para permanecer en la casa cerca del lago, Tasia decidió retirarse, no sin antes despedirse de las pocas personas que conocía entre aquellos que aún seguían rumoreando. Sólo debía caminar unas cuadras para llegar a los muelles, donde diferentes transportes funcionan a altas horas, cualquiera de los cuales la podría regresar a la calidez de su hogar.
Tasia caminaba por una calle oscurecida por los edificios abandonados que carecían de iluminación. Sólo algunos postes de alumbrado servían y, los pocos, en ocasiones se apagaban y prendían sin un patrón aparente. De repente, el eco de sus botas contra el piso fue opacado por un vehículo que quemaba llantas a alta velocidad. Parecía construido a mano por alguien de recursos limitados. Además de estar cubierto con algún tipo de blindaje de hierro, formado por láminas de hierro con diferentes pinturas, grosores y formas.
El vehículo extraño cruzaba la noche a alta velocidad. Sobre la misma calle en la que caminaba Tasia y una cuadra antes de llegar a ella, el conductor pisó el freno a fondo, derrapando al menos 20 metros. Por unos momentos parecía que nunca se detendría, pero paró justo a un lado de la joven. Al instante, la puerta del pasajero se abrió y dentro de él un hombre con acento extranjero le gritó —¡Sube al auto, no hay tiempo de explicar!—.
Tasia se paralizó, sostenía con ambas manos su bolso presionándolo fuerte contra su pecho, temiendo que pudiera ser robado, pero el hombre insistió —¡Sube, no hay tiempo de explicar!— Al instante, el resonar de una sirena lejana llegó a sus oídos. Por lo que el hombre volteó hacia todos lados —¡Vamos, no hay tiempo!— gritó, pero esta vez estiró su brazos hasta alcanzar la muñeca de Tasia, quien no opuso mucha resistencia al ser jalada hacia el asiento del pasajero.
Al acelerar el vehículo, la puerta se cerró de golpe y el hombre condujo como un bólido por toda la ciudad hasta las afueras. Entonces él la miró y, con la seriedad de quien preside un velorio, comenzó a hablarle, procurando voltear constantemente a la calle. Al principio, ella no entendía lo que decía, todo era tan rápido y parecía sacado de la mente de un loco, sin embargo, conforme él respondía sus preguntas, todo comenzó a tomar sentido para ella.
El dijo ser un comandante enviado para protegerla. Debía refugiarse en un sitio seguro, pues un androide enviado del futuro estaba ahí para matarla. Pues, en unos años, el desarrollo de la inteligencia artificial, los robots autómatas y la bioingeniería genética llevarían a la aniquilación de la raza humana. Sin embargo, ella es inmune al virus mortal diseñado por las máquinas para “liberarse” de sus “esclavizadores” y vengarse por la explotación. Para convencerla de esto, le mostró un arma extraña ubicada en la parte trasera del vehículo, la cual ella jamás había visto en ninguna película o en libros. Además, tenía una fotografía de ella cuando era joven, apenas visible por el deterioro de los años. Detrás de esta foto, venía escrito “Hay esperanza para un mejor futuro”. Además de un tatuaje de un ejército para un país que no existía, sino de un grupo de rebeldes unidos en la lucha contra las máquinas inteligentes.
El conductor giró en una calle, un poco más calmado pero aun yendo rápido, hasta que se detuvo un instante enfrente de un garaje, el cual se abrió lentamente, en una casa con un jardín verde y una reja blanca de madera. Las luces del vehículo iluminaban el interior, parecía común y corriente. El auto entró y motor no se apagó sino hasta que la puerta del pórtico estuviese completamente cerrada. Entonces, él le pidió a Tasia que bajara del auto, —Te conduciré a un bunker reforzado donde no podrás ser rastreada—. A lo que ella lo siguió.
Tras cruzar la primera puerta se revelaba una sala con muebles, un televisor con antena de conejo, una pecera en la cocina, libreros. Era un sitio cálido y cómodo como la casa de una abuela o la suya propia. Sin embargo, al bajar las escaleras, las diferencias surgían. Cinco diferentes llaves eran necesarias para abrir la puerta que daba al sótano. Abajo estaba iluminado con lámparas tan brillantes como la luz del día y al final del pasillo frío de cemento, existía una única puerta, que parecía sacada de un submarino o un portaaviones. Sin duda, de un metal sólido y resistente.
El hombre abrió la escotilla y Tasia entró a la habitación. Adentro no había nada más que una caja larga de madera. Cuatro paredes de cemento fresco y frío, sin sillas, alfombras ni nada más que un foco que colgaba del techo. Cuando Tasia iba a voltearse para preguntar, el hombre la tomó del cuello y la empujó contra la pared, golpeando su cabeza fuertemente. Sin perder la consciencia, pero debilitada por el golpe, ella hacía lo posible por forcejear contra el hombre que no soltaba su cuello con una mano, mientras que usaba la otra para tocarla, disfrutando cada centímetro de su piel erizada.
Ambos corazones latían fuerte. La visión de Tasia comenzó a nublarse, hasta desmayarse, pero él no la soltó. La excitación que sentía en ese momento era lo más intenso que él había sentido, sus pantalones apenas podía contener su poderosa erección. Hasta que el cuerpo de Tasia se relajó por completo. Él la dejó caer en el suelo, puso su mano en su corazón y no hubo ni un latido. Entonces, abrió la caja de madera y de ahí sacó un pico y una pala, la cual usó para guardar a la última víctima de sus asesinatos

FIN.