viernes, 17 de diciembre de 2010

Aperitivo nocturno.

Era tarde en la noche, mientras ya todos dormían. Edgar caminaba en la escuela con dos compañeros de la escuela y algunos colegas suyos del trabajo alrededor de él. Le parecía extraña la escuela pues lucía como la secundaria donde había estudiado hacía años, no se parecía tanto a su universidad. Trataba de reconocer el lugar y veía los edificios a lo lejos, hasta que algo le llamó la atención, una chica que había conocido tiempo atrás. Veía sus ojos y ella lo miraba a él, sus ojos eran oscuros y proyectaban inmensidad. Cuando Edgar abrió los ojos, eran ya las tres de la mañana y estaba en su departamento, solo. Trataba de recordar lo que estaba soñando pero no podía. Estaba seguro que había soñaba algo, eso ya era un avance, quizá estaba con algún compañero suyo de la escuela o del trabajo, pero más allá de eso había sólo una nube borrosa que opacaba su memoria. Frustrado, se dirigió a la cocina por un aperitivo nocturno.


Al llegar al pasillo, se alertó, como si una alarma se activara y le hubiese dicho ¡Peligro! Escuchó ruidos en su cocina, como si alguien estuviera ahí, husmeando los platos y los cubiertos. Sin prender la luz y tomando coraje, empezó a caminar por el pasillo. ¿Un ladrón o un animal… o quizá… algo más? Tenía miedo de lo que estuviera en cocina, desconocía si podría estar armado o si era peligroso. No recordaba haber dejado la puerta abierta, así que, quien entró, tuvo que recurrir a métodos violentos o sofisticados, no se trataba de un novato. Al acercarse, cuidando de no hacer ruido, midiendo cada movimiento, pudo ver que todas las luces estaban apagadas, excepto por una...


…La puerta del refrigerador estaba abierta e iluminaba la cocina. Edgar se movía tan silencioso como podía, aún con su pijama, hasta la cocina donde había escuchado los sonidos sospechosos. Sus pies descalzos sentían la alfombra suave pero fría y al poco tiempo pudo escuchar el golpear de una botella de vidrio y como un recipiente de cristal era asentado en la mesa de la cocina. Escuchaba un plato que era agarrado de una pila de trastes sucios, luego claramente pudo oír la llave del lavabo abriéndose. La puerta del refrigerador se cerró, pero se volvió a abrir rápidamente. Edgar estaba a unos metros de la cocina, no podía ver nada y temía asomarse. Pero lo que estuviera en la cocina no parecía tener prisa, pues seguía revisando el refrigerador y manipulando los platos como si estuviera solo.


Por un segundo todos ruidos se detuvieron y, en la oscuridad, el corazón de Edgar era lo único que hacía algún sonido pues azotaba su pecho por dentro. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad rápidamente, pero la puerta del refrigerador se abrió otra vez y lo deslumbró, hasta que nuevamente sus ojos se acostumbraron a la luz del refrigerador, los sonidos continuaron y Edgar pudo tomar aire, al fin. Era obvio que había alguien o algo en su cocina y que estaba haciendo uso de ella.


Tan cerca como podía estar sin ser descubierto, Edgar había alcanzado la puerta de la cocina. Se asomó por los espacios entre la madera vieja y pudo ver movimiento. La puerta del refrigerador se volvió a abrir y por un instante le pareció ver una sombra que se reflejaba en la pared de atrás. No sabía si llamar a quien sea que estuviera en la cocina o llamar primero a la policía. Si venía la policía y el ladrón se encontrara acorralado, podría intentar una locura como tomarlo de rehén o vengarze. Quizá ya lo habían detectado y un cómplice estaría en la cocina haciendo ruidos al azar mientras otro delincuente se escondía en alguno de los cuartos. O quizá era un ser extraño que exploraba su cocina en busca de comida o de algo más.


Edgar volteó al pasillo. Miró al fondo hasta que sus ojos se acostumbraron a la falta de luz. Podía moverse con cierta facilidad en la oscuridad, así que se acercó a la puerta más cercana a él, pisando suavemente, tratando de hacer el menor ruido posible, cuidando de que la madera no crujieran al apoyar su peso en un pie con cada paso. Al llegar a la puerta, estiró su brazo y puso la mano en la perilla y la sostuvo un segundo. Tomó aire profundamente y empezó a girarla tan quedamente como le fue posible. Cuando la perilla giró por completo, la puerta no se abrió. Estaba cerrada con seguro y nadie había irrumpido por esa parte. Volvió a respirar, mientras seguía escuchando movimiento en su cocina y regresó la perilla a su lugar.


A un par de pasos atrás de Edgar se encontraba la puerta del estudio. Algo de vidrio se había golpeado con fuerza en la cocina y después una sartén o una olla había sido estrellada en la estufa, los sonidos eran inconfundibles y seguían. Edgar tragó saliva y miraba la puerta de la cocina, escuchando los ruidos que provenían de ella, sin saber quién o qué los estaba haciendo o qué intenciones tenía. Al girar, la puerta del estudio quedó frente a él y estiró su brazo para abrirla. Puso su mano en la manija, tomó aire y empezó a girarla. La manija giró completamente, pero Edgar no empujó la puerta. Sabía que si la habría, el rechinido de esta llamaría la atención de lo que fuera que estuviese en su cocina. En vez de eso, suspiró y regresó la manija a su lugar, girando su mano en sentido inverso tan lento como pudo.


La puerta del estudio estaba abierta, podría llamar por teléfono a la policía y refugiarse ahí o regresar hasta su cuarto y encerrase, pero en realidad no sabía contra qué se enfrentaba o cuántos eran. Quedaban dos puertas más antes de llegar a su alcoba, las revisaría para ver si su visitante incómodo había traído compañía. En la cocina, seguía sonando la llave del lavabo que se abría y se cerraba, luego unos platos chocaban y un vaso era llenado con el contenido de una botella que había sido destapada y dejó salir gas a presión al abrirse. Alguien jalaba el cajón de los cubiertos y tomaba uno o varios, luego cerraba el cajón de vuelta y al cerrarse de golpe todos los cubiertos sonaron al unísono. Siendo tal la sinfonía de esa noche, caminó hacia las otras dos puertas, un almacén y la habitación de huéspedes. Dio cinco pasos pausados, cuidando de no llamar la atención de lo que sea que estuviera en su cocina, hasta que llegó a la puerta del almacén.


Miró hacia la cocina, que estaba sumida en la oscuridad hasta que la luz de la puerta del refrigerador se coló por los espacios entre la madera vieja al abrirse. Puso su mano en la perilla de la puerta pero cuando trató de girarla esta no se movió. Hizo fuerza un par de veces, pero la puerta no se abría. Tenía llave y llevaba cerrada todo el tiempo, la puerta del cuarto de huéspedes estaba atrás de él. Debería estar cerrada, si estaba abierta significa que alguien ya había estado ahí sin su consentimiento. Se acercó a la puerta y la miró fijamente. Trataba de escuchar cualquier sonido detrás de ella, en el cuarto de huéspedes, pero los ruidos de la cocina lo distraían y sobresalían de todo lo demás. Edgar comenzaba a enojarse, quería gritarle a lo que sea que estuviese en su cocina que se callara, pero sin saber qué era, sólo podía escuchar y esperar. Estiró su brazo, con cierta frustración, y sujetó la perilla. Tomó aire y empezó a girarla hasta que giró por completo. La puerta estaba abierta.


Edgar empezó a temer lo peor, quizá en esa habitación se escondía el cómplice de su visita inesperada o por esa puerta había entrado y, por lo tanto, saldría por ahí en cualquier momento. Hubo unos segundos de silencio, temía que el rechinido de la puerta al abrirse llamara la atención, así que, decidido, fue abriendo la puerta tan lento como pudo y, efectivamente, la puerta rechinó al abrirse, pero Edgar la abrió tan despacio que el rechinido apenas y pudo ser escuchado. Al abrirse, lo primero que vio fue un movimiento brusco cerca de la ventana, una sombra que desapareció al instante. Una brisa de aire frío entró por la ventana y la sombra apareció de nuevo, entonces Edgar supo que la ventana estaba abierta.


Ahora sabía por dónde había entrado su visita incómoda. Edgar no sería tan descuidado como para dejar una ventana y una puerta abiertas. Quién sea que estuviese en la cocina utilizó instrumentos sofisticados, pues ni el cerrojo de la puerta o el seguro de la ventana estaban forzados, habían sido abiertos con maestría. Se enfrentaba a un profesional, alguien que sabía lo que estaba haciendo, seguramente no era la primera vez que lo hacía y por lo tanto tenía la ventaja. Completamente equipado para la situación contra Edgar que aún sentía la alfombra fría en sus pies descalzos, alguien que, contando con las herramientas adecuadas y la experiencia para usarlas, experiencia que sólo se alcanza con la práctica, había llegado hasta su cocina. La situación era cada vez más alarmante.


Edgar ya no prestaba atención a los ruidos de la cocina, se habían vuelto parte del ambiente, pero notó cuando el sonido paró. Espero, quieto en la oscuridad, escuchando lo más profundamente que podía, con sus pies helándose, tratando de adentrarse en la noche tanto como sus oídos le permitían, pero no escuchaba ya nada y esa nada era peor que cualquier otro sonido que hubiera escuchado antes. Cuidando cada paso y cada movimiento, con sus ojos tan abiertos como le era posible, sudando y enfriándose por el viento helado que entraba por la ventana abierta y sintiendo que su corazón se salía, retumbando en su pecho y haciendo un eco que podía sentir en las puntas de sus dedos. Giró hacia la puerta abierta del cuarto de huéspedes, donde se encontraba él y pudo ver que había una luz intensa proviniendo de la cocina, como si toda la sala y el comedor estuvieran iluminados. Además de que se colaba por el pasillo un extraño olor. Parecía una mezcla de líquidos para lavar pisos, platos y demás, con cebolla y muchas otras cosas que Edgar no reconocía.


Sin saber qué hacer, se quedó en la oscuridad un rato, esperando a que algo pasara, algún indicio de si debía correr, esconderse, pelear o esperar la muerte. Pero nada pasó. Tampoco hubo otro sonido. Sólo la luz que entraba a la habitación de huéspedes por la puerta y la mezcla extraña de olores que comenzaban a causarle náuseas a Edgar. Esto le causaba un malestar mayor, combinado con la ansiedad que sentía, su estómago se retorcía y no aguantaba más. Dio unos pasos en la alfombra fría y llegó hasta la puerta del cuarto de huéspedes. Hizo un esfuerzo por escuchar algo, pero no pudo oir nada, su corazón comenzó a latir a mil por segundo, avanzó hasta la cocina y abrió la puerta.


Como si fuera una explosión, Edgar quedó ciego al instante de abrir la puerta de la cocina, pues la luz de la sala y el comedor estaban prendidas y lo deslumbraron, después de tanto tiempo en una oscuridad casi perpetua. Hacía un esfuerzo por ver cualquier cosa fuera de lo normal, pero una gran mancha oscura aparecía frente a él. Sus ojos aún no se reponían y veía borroso, alcanzaba a notar detalles poco a poco, como la mesa del comedor y alguno muebles, pero tardó un rato en darse cuenta que todo estaba en su lugar y todo estaba en perfecto orden.


Nada parecía roto, no había un plato u olla sucios, el bote de basura se encontraba limpio y vacío. Siguió el rastro de olor que llegaba hasta el comedor y vio que una jarra vieja de cristal se encontraba sobre la mesa, llena hasta la mitad con un líquido oscuro y espeso que era imposible saber de qué se trataba. Junto a esta, un ostentoso platón y unos cubiertos de plata con grabados dorados. Parado junto a la mesa, se encontraba un ser de color morado oscuro, con ojos grandes y varias extremidades como tentáculos delgados y largos que salían de un costado y que se abalanzaron sobre Edgar al verlo.


El ser puso a Edgar sobre el platón y le arrancó la ropa de un jalón con varios de sus tentáculos, mientras que de otros lo sostenía de los brazos, los pies y otro más tapaba su boca. Edgar estaba completamente inmovilizado y el ser comenzó a tomar los cubiertos para cortar primero la carne de Edgar y luego abrir su estómago. Edgar se retorcía de dolor hasta que sintió un líquido denso quemándole por dentro. El ser estaba vaciando el contenido del jarrón en su cuerpo y después de que los ácidos hicieron efecto, sacó de entre los tentáculos una especie de hocico con el cual absorbió lo que escurría del cuerpo muerto de Edgar, hasta que se acabó su contenido y sólo quedó una capa de piel y huesos seca sobre el platón. Él tomó los restos y los puso en una bolsa que sacó de una maleta metálica. Luego roció un polvo por todas partes y después un spray, haciendo desaparecer los restos de Edgar que escurrieron fuera del platón. Guardó los cubiertos y todo lo demás en el maletín metálico, arregló la sala tal como hizo con la cocina y salió por la ventana del cuarto de huéspedes, para no regresar jamás.


FIN

lunes, 6 de diciembre de 2010

Cabeza de caballo



Armando tenía una vida rutinaria y aburrida. Después de un día de trabajos repetitivos, regresaba a su departamento para cenar y dormir. Manejaba todo el camino a casa escuchando las noticias, le salía más caro pagar la gasolina y los gastos de su auto y tardaba más tiempo, pero él era un hombre de hábitos, le gustaba sentir el aire acondicionado todo el tiempo, pues no soportaba el calor en lo más mínimo y tampoco le gustaba salir, estar con otras personas. Para él era incómodo interactuar con la gente y más con desconocidos. Disfrutaba ir, en soledad, de su casa a su trabajo y de vuelta. Las salidas para comprar “provisiones” (como Armando solía llamar su despensa y otros artículos caseros) eran como misiones planeadas detalladamente con tiempo, distancias, lista de objetivos y cantidades. Armando es alguien que gusta del orden, la quietud y la limpieza. Todo esto agradaba en gran medida a sus jefes, pues era un empleado modelo, llegaba a su trabajo siempre puntual y saludaba a todo el que encontrara de camino a su puesto, donde se sentaba a trabajar en silencio sin quejarse o exigir nada. Siempre pulcro y bien arreglado, su barba nunca estaba crecida y el corte de su cabello era envidiablemente perfecto todos y cada uno de los días que había asistido, desde que empezó en esa empresa hacía años.


Su casa estaba impecable. El piso, la pared y las lámparas blancas hacían juego con la sala, el comedor y el resto de la casa que era dominado por este color. No podría decirse que tenía mal gusto, tampoco buen gusto, simplemente todo era plano y estéril, como un laboratorio de alta tecnología. Parecería que el único ser vivo que habitaba esa casa era su dueño, pues no había una sola maceta con plantas o flores, tampoco ratones, insectos o cucarachas. No había televisión, el librero estaba lleno de diccionarios y anuarios. Uno de cada año de la misma editora. Armando leía dos libros al año, uno era el diccionario y el otro era un anuario. No veía televisión, no escuchaba música. Toda su comida era pedida a domicilio o congelada y había pasado largo tiempo que no hablaba con otra persona, más allá de un saludo, las gracias y una despedida. Casi cada detalle de su vida estaba bajo control, esterilizado y en perfecto orden.


A pesar de la pulcritud, la vida de Armando era amarga. Vivía con miedo constante de que algo saliera mal. Temía infectarse con cualquier tipo de bacteria o de algún virus, contraer una enfermedad horrible y tener una muerte llena de dolor y sufrimiento. Cualquier emoción intensa le parecía intolerable y el temor lo acosaba a donde sea que fuese. Así como un aleteo de una mariposa puede iniciar un huracán del otro lado del mundo, cualquier error podría desencadenar una catástrofe. La suciedad le era completamente desagradable. Al ver polvo o humo o sentir un olor desagradable tapaba su nariz y boca con una mascarilla, que siempre llevaba consigo. No podía ver una minúscula mota de polvo sin sentir nauseas, los insectos lo mareaban y al ver a los animales y a otras personas, no podía evitar imaginar la cantidad de enfermedades, parásitos y todo tipo de mugre y basura que esas personas traían consigo y en sus ropas desarregladas. Personas llenas de errores que todo el tiempo cometía equivocaciones y tenían vidas poco productivas, inexactas, llenas de caos, enfermedades y riegos innecesarios. Apenas podía diferenciar de los animales que comían de la basura al resto de las personas, pues para Armando la naturaleza era lo peor. En lo salvaje, los animales se comen unos a otros crudos, tiran sus desechos por todas partes y sus patas están llenas mugre y así pelean entre sí, se revuelcan en el lodo y siempre todo se rompe, quema, destruye, enferma y muere y se pudre.


Al llegar a su casa, prendió el aire acondicionado. Respiró profundamente para sentir el aire limpio y fresco que pasaba por su nariz y entraba a sus pulmones. Sentía el frío en la piel, pero eso a él le gustaba, lo prefería al calor que hacía sudar y cansarse. El olor a su casa era como una tienda de químicos industriales. Cada rincón había sido desinfectado y este aroma se quedaba impregnado en el ambiente. Se dio un baño para quitarse la suciedad del trabajo, tomó un vaso de agua fría y calentó en el microondas un plato de comida congelada, que era la misma que comían los astronautas. Cuando terminó de comer, puso los cubiertos desechables y el empaque de comida en una bolsa. Se cepilló los dientes y se dio otro baño, pues al sacar la basura se había contaminado con la suciedad del exterior e inició su rutina diaria de limpiar.


Usando varias botellas de desinfectante, pasaba diferentes trapos y toallas especiales para limpiar el piso, las paredes y el techo. Este último, para que el polvo que se acumulaba ahí no cayera sobre él. Aspiró todos los muebles, se aseguró de que todo estuviera en perfecto orden y cuando se sintió satisfecho guardó todo en su lugar y se dio otro baño, para pasar a su actividad favorita, que era leer el diccionario. La noche anterior, se había quedado en la palabra Fenotipo. Leía el diccionario como si se tratase de una novela, de diez a once de la noche. Cuando daban las once era hora de dormir.


Después de otro baño, se puso su pijama blanca y suave de algodón. A él le gustaba el algodón, pues le recordaba a los hisopos que usaban los médicos para esterilizar heridas e instrumentos. Entró a su alcoba y caminó descalzo por el piso que brillaba de limpio, prendió el aire acondicionado, apagó la luz y se acostó justo en medio de la cama, con una almohada detrás de la cabeza y cubriéndose con la colcha a la altura del pecho, cerró los ojos y estaba a punto de dormirse cuando recordó que no había lavado los zapatos que usó ese día en el trabajo. Se levantó y cambió de ropa. Con esmero y cansancio, pulía los zapatos negros con una cera especial, teniendo cuidado de no manchar nada más, los boleó hasta que quedaron reluciendo de limpios. Los puso a secar en el lugar de siempre y se fue a bañar. No se había manchado su ropa o sus manos, pero se sentía sucio después de haber agarrado los zapatos. Se puso una pijama nueva, igual a la anterior, apagó la luz y volvió a acostarse en su cama, en la misma posición. Cerró los ojos, hizo un repaso mental de que todo estuviera limpio y cuando la lista había terminado, como si hubieran presionado un botón, quedó completamente dormido.


Armando nunca soñaba. Para él, el dormir era un instante más corto que un parpadeo. Cerraba los ojos y cuando los abría ya habían pasado 8 horas y estaba listo para iniciar el día. Nunca se levantaba en la madrugada para ir al baño o por agua. Los sonidos del exterior no lo molestaban, pues sus ventanas siempre estaban cerradas. Descansaba completamente su cuerpo y su mente, de las angustias del día y el trabajo, de las preocupaciones constantes y el miedo. Al fin podía poner su mente en blanco de las ideas que lo fastidiaban las veinticuatro horas del día. Pero esa noche fue diferente a todas las demás.


Armando despertó en la madrugada. Veía su techo ennegrecido y tardó unos segundos en comprender que las luces estaban apagadas y aún no era de día. Se le hizo extraño despertar sin razón alguna y esto lo preocupó, comenzó a sentir miedo. Cerró los ojos, intentando no dejarse vencer por la preocupación y el temor, tratando de recuperar el sueño, pero un olor llamó su atención. Era algo que nunca había olido antes, un fuerte olor grasoso y repugnante. Junto con este, un hedor fuerte y penetrante apareció. Era como una granja con muchos animales o un zoológico, algo completamente insoportable para Armando. Se sentó sobre su cama escrutando hondo en la negrura, tratando de averiguar el origen de ese hedor que le estaba causando nauseas. Pero a primera vista no pudo ver nada.


Armando analizaba la situación y creía saber qué estaba pasando. Por la noche, quizá un ratón viejo salió de su madriguera para venirse a morir a su cuarto. Si este era el caso, llevaba horas inhalando los restos de un ratón muerto. El pelo putrefacto, lleno de insectos y bacterias que lo devoraban y arrasaban con él fácilmente lo podrían infectar por dentro y comenzar a pudrir sus órganos causándole una prolongada y dolorosa muerte, como una tortura. No quería prender la luz, no quería averiguarlo. Esto era algo que nunca había pasado, se cuestionaba a sí mismo, dudaba de su cordura y su razón, pues no podía recordar qué había olvidado o cuál error había cometido, una variable que no había sido anticipada, por culpa de ese pequeño descuido ahora una catástrofe iba a suceder, su vida seguramente ya era más corta y su salud no podría mejorar de ahora en adelante.


Se sentía una energía negativa en el cuarto, una tensión eléctrica, espectral y sobrenatural en el aire. El hedor grasoso y salado, se mezclaba con la fetidez de la jaula de algún animal y le provocaba náuseas. Por supuesto que no vomitaría, pues para él sería algo tan desagradable que no sabría qué hacer. Tenía que averiguar qué era, tarde o temprano y encontrar una solución a ese problema, antes de que se saliera completamente de control, si es que no ya era demasiado tarde. Armando se quitó la colcha de encima y prendió la luz. Al momento, la imagen del interruptor apareció frente a él, en una pared blanca, manchada de marrón oscuro. La mancha tenía la forma de su mano y el interruptor tenía una marca igual, pero con su dedo.


Al verse las manos, Armando entró en pánico, pues una sustancia café, grasosa y viscosa las cubría casi por completo. Veía con horror sus manos llenas del extraño líquido pegajoso y pasaba sus dedos tratando de averiguar de qué se trataba. Sus manos olían a grasa y animal de granja, pero no eran la fuente de ese olor. Armando abrió los ojos ampliamente y sus pupilas se dilataron cuando notó que la mancha de esa sustancia se extendía por toda su cama y su colcha parecía estar impregnada de ella, así como también su ropa y él mismo. Empezó a hiperventilarse, estaba a punto de darle un ataque cardiaco o de otro tipo, la situación era alarmante, llamaría a emergencias por ayuda o quizá no pueda controlarse y pierda la razón por completo y muera de un infarto. Su mente trabaja a mil por hora, las posibilidades eran repulsivas, conforme miraba su cama y sentía el hedor que lo mareaba, pero no vomitaba. No iba a vomitar y haría todo lo posible por no hacer algo tan asqueroso como eso en su propia cama.


La fuente del hedor que estaba sintiendo era la clave para entender lo que estaba pasando. Armando se iba a levantar de la cama pero vio un bulto que sobresalía, algo debajo de su colcha que no era su almohada. La mancha marrón que se extendía por su colcha tenía un tono rojizo intenso en esa parte y al poner la mano sobre el bulto que sobresalía de la colcha pudo sentir calor. Calor que detestaba y aborrecía y sus manos se mancharon de algo parecido a la sangre humana, pero más denso y que apestaba. Completamente asqueado, decidió indagar a fondo en su colcha y la jaló de un solo tirón, dejando ver la cama completamente descubierta, revelando el origen de la mancha. Una cabeza de caballo cercenada desde el cuello.


Los ojos del caballo estaban abiertos, al igual que su boca. Tenía unas pestañas largas y gruesas y ojos unos negros que expresaban dolor y sufrimiento. Los dientes del caballo sobresalían de su boca unos centímetros y su lengua salía de entre los dientes y colgaba de su hocico. El caballo era marrón, pero estaba cubierto de sangre y pedazos de carne, piel y pelos. El cuello parecía haber sido cortado con una sierra o un serrucho, instrumentos poco apropiados para tal menester. Armando vomitó al instante que vio el cuello, pues se podía ver el interior lleno de gusanos que comían la carne putrefacta de la cabeza del caballo. Armando volvió a vomitar y su pijama y el piso se mancharon de vómito, al igual que sus pies. Se sentía tan asqueado que no podía soportarlo, vomitaba una y otra vez, aunque ya no hubiera nada adentro de él.


Agotado, cayó al piso lleno de su propio vómito y tosía y vomitaba a la vez. Atragantándose con su propio vómito. Trataba de levantarse, pero no podía dejar de pensar en la cabeza del caballo. Su ojo con la mirada de agonía, la lengua colgando y los dientes saltones. La sangre por toda su cama y su cuerpo y el vómito que se había esparcido por la habitación y formaba un charco donde él se encontraba tirado boca abajo, vomitando y ahogándose con su propio vómito. Se resbalaba en su propio vómito y sus manos, llenas de sangre de la cabeza de caballo, se deslizaban cuando se sujetaba de la cama. Tosía y se seguía ahogando en su propio vómito, trataba de girar su cuerpo para poder sacar algo del vómito que le llenaba la garganta, pero era demasiado tarde. Sus pulmones se habían llenado por completo de sus jugos gástricos y otros fluidos y había muerto asfixiado en su alcoba.


FIN

viernes, 3 de diciembre de 2010

El acosador

El viento soplaba por las calles de la ciudad conforme las luces de las casas se apagaban tras la caída de la noche. La tranquila zona residencial, atraía a los seres de las tinieblas por su quietud, en búsqueda de oportunidades, aprovechándose de la confianza y pasividad de aquellos que duermen. Hurgan en cada rincón, robando comida, rompiendo cables, acechando y reptando por nuestros objetos más apreciados. El alumbrado público amarillo ilumina partes de la calle y deja entrar algo de su luz a las casas y la luz que no entra por la ventana, forma siluetas monstruosas en los cuartos de los niños.

Nancy se tapaba con la colcha de su cama en su cuarto de paredes rosadas que estaba ensombrecido por la noche. La colcha era gruesa y la ocultaba por completo, pero su miedo no se iba. Juraba haber visto a alguien en su ventana y que ese alguien la observaba. Ella estaba completamente paralizada por el horror, temía que ese alguien pudiera entrar de por la ventana abierta y no sabía qué intenciones podía tener. La brisa y el sereno hablaban. Susurraban con frialdad a los árboles y éstos respondían agitando sus ramas y sus hojas, haciendo un sonido como el de la lluvia. Afuera de la ventana, Nancy escuchaba una respiración densa y pesada, mecanizada, que iba y venía, que Inhalaba y exhalaba, lentamente, como con pesadez o dificultad. Como el último aliento de un hombre agonizando por la vejez, como alguien que había fumado demasiados cigarrillos o como un loco.

Las cortinas no permitían ver el exterior, pero con cada ráfaga del exterior éstas revoloteaban por la habitación de Nancy, mientras que ella se aterrorizaba y se volvía a esconder en la colcha, en la aparente seguridad de su cama. Estaba cansada, pero su corazón no le permitía dormir, martilleaba fuertemente con cada arremetida del viento, quería dormir, quería descansar, pero no podía. Las cortinas se extendían como garras y rozaban la colcha, siseando en su idioma noctámbulo, aterrorizando más a la pobre Nancy. La respiración nunca se iba, pero Nancy tenía mucho miedo de voltear ver.

El frío bajó hasta las calles desde la caída del sol y empezó a invadir cada habitación de la casa, hasta conquistar por completo aquello que sucumbiera bajo su amparo. El cuarto de Nancy parecía congelarse ante el arremeter de la ventisca. Sus piernas temblaban más que el resto de su cuerpo, pues sentía los pies helados y comenzaban a entumirse. El poco calor que quedaba bajo esa colcha era insuficiente y la pijama de unicornios de Nancy era delgada y suave, como su cabello amarillo, más preparado para los cuidados de princesa que a una noche llena de espantos y angustia.

El tiempo seguía corriendo y Nancy no aguantaba más, el miedo y el frío forzaban la necesidad de salir del refugio sagrado de la cama y adentrarse en la oscuridad de la noche. La puerta del baño no existía en ese mundo oscuro, en su lugar había una sombra negra que cubría toda la pared y varios objetos a su alrededor, como el fondo de una cueva. Pero la puerta y esa pared aparecían de repente, cuando el viento soplaba y elevaba las cortinas, rozando la colcha con sus garras, dejando entrar algo de su luz amarilla. Sentía escalofríos y lágrimas salían de sus ojos en chorros, pero no decía nada. No se atrevía a gritar, sería peor.

La noche anterior había sido similar y la anterior a esa también. Los padres de Nancy despertaban asustados y corrían a su habitación al escuchar los gritos de su hija. Cuando prendían la luz, el cuarto se iluminaba de rosa, los peluches estaban en su lugar, las muñecas también. El cuarto estaba en orden, pero Nancy lloraba y pedía ayuda debajo de su colcha. Pero al levantarla tampoco había nada, la niña aterrorizada no sangraba ni le dolía nada, lloraba de miedo y a duras penas podía explicar qué estaba pasando pues era presa del pánico. Decía que había alguien en su ventana, pero al asomarse su padre no vio nada más que las ramas de los árboles, meciéndose en el exterior.

La primera noche Nancy durmió con sus padres, a salvo de lo que sea que estuviera afuera de su ventana, viéndola y respirando pesadamente. La segunda noche también, pero tuvo que protestarles y rogarles pues ellos pensaban que había sido sólo un sueño y nada más. Sus padres le advirtieron que no debía despertarlos si sólo había tenido una pesadilla, pero ella podía escuchar la respiración de alguien afuera de su ventana. Tenía que ir al baño, pero no podía levantarse, cualquier oscuridad podría ser la puerta a un horror. Debajo de su cama, el closet, cualquier sitio podría ser escondite de los seres de la noche. Tenía que cerrar su ventana si quería sentirse tranquila, tenía que estirar su brazo para jalar la ventana hacia abajo y aislarse de los miedos de la noche, pero la ventana estaba más lejos de lo que parecía.

Nancy se arrastró hasta la orilla de la cama, jalando consigo la colcha y tapándose cuanto pudo. Conforme se acercaba, podía escuchar con más claridad la respiración pesada de afuera y esto la asustaba más. Hacía todo su esfuerzo por alcanzar la ventana, pero sus brazos eran cortos y delgados. Nancy estaba al borde de un abismo y su salvación dependía de una ventana de vidrio y, detrás de esta, una criatura perversa la observaba. Estiraba su brazo y su cuerpo, sujetándose del colchón de la cama, aferrándose a su colcha que insistía en resbalarse de su cuerpo, exponiéndola al mal. Ella era jalada por el piso fuera de su cama y se alejaba de la ventana para volver a intentarlo una y otra vez. Cada vez que lo hacía se acercaba más, pero igual aumentaba el riesgo de caer al precipicio, donde reinaba la oscuridad. Estaba cada vez más y más cerca, su corazón bombeaba a toda potencia y su respiración era más pesada y densa que la que se escuchaba afuera de su ventana. Pero al sentir que se iba a caer, se echó hacia atrás y cayó sobre su cama. No aguantaba más, lo intentaría una última vez.

Nancy era una niña insegura, temerosa, acosada por pesadillas e imágenes borrosas de sufrimiento y dolor, su cuerpo era dominado por la ventisca y la oscuridad. Veía la ventana y podía escuchar una respiración densa y repugnante, como pervertida o loca, que provenía de afuera. Tenía que cerrar la ventana a toda costa para aislarse de los miedos de la noche. Juntando el poco valor que le quedaba, se acercó a la orilla del colchón pero era arrastrada por los horrores bajo la cama de su cuarto. Su corazón se detuvo un segundo cuando dio un último estirón a la ventana. Pudo sentir el vidrio frío y húmedo en su mano cuando sus dedos lo tocaron y resbalaron. Para ella fue un segundo: Su mano se acercó a la ventana lo suficiente para tocar el cristal, pero su cuerpo estaba más afuera de la cama que adentro y los horrores de la noche la arrastraron hasta el fondo.

Por unos instantes, todo lo que Nancy podía escuchar era su corazón latiendo, parecía que en cualquier momento le daría un infarto. Abría lo ojos pero no podía ver nada a su alrededor. Entonces soplaba el viento, levantaba las cortinas que se extendían por el cuarto de Nancy como garras y dejaban entrar la luz amarilla que revelaba por unos instantes las muñecas y los peluches de su cuarto. Luego, la oscuridad regresaba en forma de un negro profundo del cual los ojos no se podían acostumbrar. Entonces, escuchó una respiración que no era la suya. Esta era densa y pesada, como alguien que jadeaba. En ese momento empezó a sentir sudor frío en toda su piel, volteó a su ventana de un golpe y vio la cara de un ser extraño, sin pelo en su cabeza, de ojos grandes y raros, con una boca y nariz que no parecían humanas y, sea lo que sea este ser, la estaba viendo con sus ojos negros y girando su cabeza un poco, sin dejar de ver a la pequeña Nancy.

Nancy entonces gritó con toda su fuerza, una y otra vez, gritaba tanto como podía. Pero esta vez sus padres no entraron corriendo como la noche anterior, Nancy estaba sola en la oscuridad del piso de su cuarto, con la criatura viéndola directamente a los ojos, respirando pesadamente, como si necesitara ayuda mecánica para hacerlo. Nancy gritaba y lloraba, pero nadie venía, la puerta no se abría y su cuarto estaba en completa oscuridad. Una mano gris y arrugada entró por la ventana, con dedo largos y delgados, luego otra mano entró junto a la primera y Nancy sólo podía observar, desde el oscuro suelo de su cuarto, como el ser ponía un pie adentro, luego otro y, en poco tiempo, su cuerpo entero ya estaba parado junto a Nancy, pequeño, haciendo la silueta como de un niño en su alcoba, siempre respirando pesado, siempre mirándola, con movimientos quietos, delicados y su cabeza extraña.

Nancy no gritó más, cerró los ojos tanto como podía y lloraba, se tapaba con sus manos, arrinconada en el suelo de su cuarto y sintió unos dedos largos que tocaban su hombro y bajaban por su espalda. Nancy gritó y lanzó un golpe a ciegas. Cuando abrió los ojos pudo ver sus muñecas, sus peluches, la pintura rosa en la pared de su cuarto y la luz de la mañana que se colaba por una cortina. Al jalar esta última, vio que su ventana estaba cerrada. Con terror, recordaba los sucesos extraños de la noche, miraba sus manos para tratar de entender la realidad, pero su pijama estaba rota y había una mancha de sangre que cubría parte de la cama. Volvió a gritar, ahora con más fuerza que nunca y esta vez sus padres si vinieron y esta vez sus padres sí le creyeron.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Antenas

¡Psss! — Un siseo se escuchaba en una casa, pasada la tarde — ¡Psss, Psss!— Seguía sonando. En la casa, una joven, llamada Tina, tapaba su nariz y boca con su blusa y su mano, mientras que con la mano izquierda sostenía un insecticida. Tosía un poco, pero seguía disparando el veneno en una esquina de su alcoba. Apuntaba a todas partes pues volteaba la mirada y tenía los ojos cerrados.
La habitación era cálida, las ventanas habían sido abiertas de par en par pero no por el calor de la temporada sino para ventilarlo del gas tóxico que llenaba el cuarto con su fuerte olor sintético. En el piso de esa esquina de la habitación, una cucaracha yacía con sus patas hacia arriba moribunda. Sus antenas se movían y se retorcía de repente. Por un segundo o dos se quedaba inmóvil, pero luego volvía a retorcerse y convulsionarse.

La chica paraba de rociar el insecticida y juntaba todo su valor para mirar el cuerpo inerte de la cucaracha. Hasta que se retorcía en agonía y ella daba un pequeño grito, volteaba a un lado y seguía rociando insecticida por todos lados mientras lloraba silenciosamente.

Pasaron unos segundos y dejó de rociar. Volvió a juntar valor para ver la cucaracha que yacía en el suelo de su cuarto. Se secó las lágrimas con la mano, sus ojos estaban irritados y su corazón acelerado se detuvo un instante al ver el cuerpo que estaba ahí tendido, quieto. Ella podía observar con claridad todas las desagradables partes de la cucaracha. Sus patas asquerosas, su pequeño cuerpo rastrero, las pinzas de su boca y sobretodo, sus antenas, que le provocaban náuseas. El cuerpo de la cucaracha regresó del más allá y volvió a convulsionar sus patas y sus antenas. El siseo del insecticida llenó la habitación, junto con un grito de susto hacia adentro y un leve llanto. Cuando el insecticida dejó de salir de la lata, ella miró a la esquina. La cucaracha ya no se movía. La miró un rato y sus patas le asquearon. Imaginaba todos los lugares horrendos donde esas patas habrían estado. Toda la basura que podrían tener esas pequeñas patas repulsivas y de tan sólo pensar en ellas, podía sentir sus filosas patas enterrándose en su piel, rasguñándola e inyectándole bacterias y enfermedades.

Estaba mareada y tenía nauseas. Parecía que había subido a una montaña rusa, pues sudaba profusamente y su corazón latía tan fuerte que casi se salía de su pecho. Por no respirar el insecticida, aguantaba la respiración tanto como podía y esto le hacía toser más fuerte. Toda su ropa y cabello olían a insecticida y se sentía sucia. Tina prefirió salir de la habitación para darse un baño y cambiarse la ropa.

Cuando giró una manija, el agua empezó a salir de la regadera. Sentía como el agua refrescaba su piel y la hidrataba. La basura tóxica y la contaminación se iban por la coladera pero de repente el agua empezó a sentirse diferente. Las gotas de la regadera empezaban a arder al tacto y un leve vapor empañaba el espejo del baño. Al cerrar la perilla del agua caliente y abrir la del agua fría, la temperatura bajó hasta que su frialdad enchinaba la piel. Tomó el jabón y empezó a hacer espuma al frotarlo con su cuerpo. El jabón estaba perfumado, eso la relajó al punto que desapareció un dolor de cabeza que había cargado desde hacía un día. Tomó un poco de acondicionador con las manos y se lo aplicó en el cabello. Apretaba sus pestañas para que la espuma que escurría de su cabello no le entrara en los ojos.

Se enjuagaba el cabello cuando algo le llamó la atención. Por debajo de la puerta del baño, podía ver un par de antenas que se asomaban. Eran largas, oscuras y se movían en todas las direcciones. Tina abrió los ojos de golpe y el acondicionador le escurrió en la cara, haciendo que sus ojos ardieran y obligándola a cerrarlos de nuevo. Su corazón empezó a latir fuerte y apresuró a enjuagarse la espuma de su cabello y de su cara. Abría los ojos cuando podía y veía las antenas que sobresalían por el espacio debajo de la puerta, moviéndose y amenazando con irrumpir en el baño.

Terminó de quitarse todo el acondicionador del pelo y de la cara, pero su visión era borrosa. Escrutando en la puerta no volvió a ver las antenas. Pero en el suelo había una cucaracha más grande aún que la que había visto antes, parada en la orilla entre la pared y el suelo, a unos centímetros de la puerta. Movía sus antenas como analizando el entorno, seguramente podía sentir el olor del miedo en el aire. Sintiendo cada movimiento, cada gota de agua que azotaba el suelo con sus patas. Avanzó rápidamente por la orilla de la pared hasta esconderse detrás del cesto de ropa sucia.

Tina esperó un rato en la regadera, con su corazón a punto de salirse de su pecho. Lejos de un insecticida, Tina estaba indefensa ante la cucaracha, que podía salir de debajo del cesto en cualquier momento o quizá de otra parte, podría haberse metido en la tubería y salir por la regadera o cualquier hueco de la pared. Tenía que tomar acciones rápido. Miró su toalla colgada en la pared y estiró su brazo para alcanzarlo, ella temblaba en parte porque el agua fría comenzaba a calarle los huesos y además porque el miedo comenzaba a dominarla. Se secó cuanto pudo y luego se envolvió torpemente con la toalla.

Aun escurriendo de agua, caminó resbalándose por el piso del baño, pero alcanzó a sostenerse del toallero. Su toalla se le caía y desde la posición en que se encontraba pudo ver a la cucaracha, que salió corriendo de su escondite y se dirigía hacia Tina, quien dio un salto y un grito al instante. La cucaracha trepó por la pared hasta la puerta y después se perdió en el espacio entre el marco y la pared, apenas visible. Tina buscó en el armario otra toalla, teniendo cuidado de que en la toalla no hubiera un intruso más en su casa, la agitó y vio de arriba abajo sin dejar de echar vistazos a las orillas de la puerta y alrededores. Estaba limpia y la usó para terminar de secarse. Mientras veía la puerta, esperando a que apareciera el insecto, esperando que se fuera. Lo peor era que no sabía si el insecto seguía afuera o si se había ido a otro lado, a su cama o su cocina. Quizá había más cucarachas en otras partes de la casa.

La tensión la estaba matando, se acercó a la puerta lo suficiente para estirar su brazo y al girar la perilla de la puerta y jalarla dio un salto hacia atrás. La puerta se abrió de golpe y rebotó con la pared por lo que se cerró casi por completa. Tina no tuvo tiempo de ver si la cucaracha seguía detrás de la puerta, pero volvió a estirar su brazo y abrió la puerta, esta vez con más sutileza. Vio de arriba abajo la puerta, cada esquina, no había nada. Observó el piso frente a ella, el marco de la puerta, la pared y repasó todo a su alrededor con los ojos sin encontrar rastro alguno de aquellas asquerosas antenas.

El alivio fue inmediato. Terminó de secarse y se cubrió con la toalla haciendo un nudo más firme. Secó su cabello en el lavabo, pero aún miraba la puerta abierta para ver si había algún insecto rastrero. Al terminar de secar su cabello, pasó a su habitación para ponerse su pijama para dormir. Había sido un día extraño y lleno de malos momentos. Necesitaba tiempo para respirar en paz, le urgía después de tanta tensión y angustias.

Al entrar a su habitación lo primero que sintió fue el olor al insecticida. Ya se había disipado un poco, pero el olor era inconfundible. Acercándose, observando por todas partes. Había tantos posibles escondites… El librero, las muñecas empolvadas, el ropero, los peluches en el suelo y habían varios rincones con collares, pulseras y diferentes cosas sin ordenar. Mucho desorden que podría atraer a más insectos y criaturas rastreras. Pero al mirar con detenimiento la esquina de su cuarto, donde había acabado un bote entero de insecticida, el cuerpo de la cucaracha había desaparecido. Más resistente de lo que había pensado, quizá la mala puntería de Tina fue la salvación de la cucaracha.

No la veía por ninguna parte ni la que estaba en su cuarto ni la que encontró en el baño. Pero no tardó mucho en avistar una cucaracha. Del mismo tamaño que la primera, asumió que era la misma pero ahora sin el efecto tóxico del insecticida. Pegada a la pared, agitaba sus alas y las dejaba abierta. Las volvía a agitar como si quisiera volar, pero no lo hacía, se quedaba trepada en la pared y pasaba sus antenas por sus mandíbulas feroces, una y otra vez. Tina no soportó más y se dispuso a salir de la habitación, pero la otra cucaracha ahora había entrado por debajo de la puerta y recorría el piso a toda velocidad. Tina saltó a la cama y, al caer, la cucaracha que estaba en la pared abrió sus alas y comenzó a volar a la otra pared. La cucaracha que estaba en el suelo se había perdido de vista en un parpadeo.

Tina estaba paralizada del miedo. No podía gritar y respiraba tan fuerte que casi se ahoga a sí misma. Sentía náuseas y giraba sus ojos, mirando por todos lados, en búsqueda de la otra cucaracha. La que había volado ahora caminaba por el librero, contaminando todo con sus patas. La otra surgió de un mueble en el piso, con unos peluches y unas muñecas, caminaba sobre un oso de peluche y luego empezaba a subir a la mesa con las joyas y el maquillaje.

Tina observaba paralizada como las cucarachas infectaban toda su habitación con sus patas rastreras y cómo caminaban por todas partes dejando sus gérmenes y residuos de comidas putrefactas del basurero, incluso restos de animales muertos, no podría volver a leer esos libros sucios y asquerosos, no podría volver a abrazar los osos de peluche y seguramente su ropa y todas sus cosas habían sido infectadas por las cucarachas. Así pues, sacó un encendedor de su bolsa y prendió la cortina.

El fuego se extendió en pocos segundos al ropero y, cuando alcanzó las ropas, el calor aumentó en la habitación. En ese momento, un enjambre de cucarachas salió disparado detrás del ropero y algunas chocaron en la cara y el cuerpo de Tina, raspando su piel y algunas atorándose en su ropa, para después escapar por la ventana. Pero tina no fue era tan rápida y el miedo la había paralizado. El fuego la envolvió y entre gritos se retorció en el suelo hasta morir calcinada en un incendio que acabó con ella y con toda su casa.

FIN

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La paradoja

Eran las dos de la mañana un lunes en la gran ciudad. Las luces de los rascacielos y la iluminación pública creaban un destello que se expandía más allá del cielo, apartando a las estrellas de la vista, como compitiendo por la conquista de la noche. Sin luna, la ciudad dormía tranquila y el sonido de algunos carros en las calles y camiones en las autopistas era lo único que se podía escuchar, pues el viento no entraba tan profundo en la ciudad ni si quiera de noche. El aire acondicionado de los edificios y los departamentos sonaba al unísono en un monótono e hipnótico tono grave que arrullaba a sus dueños.
En muchos de los edificios se podían ver algunas ventanas iluminadas. Una de estas ventanas, era propiedad de una empresa de desarrollo de software exitosa. Uno de sus programadores se encontraba despierto en su escritorio frente a la computadora trabajando en un proyecto que debía terminar con urgencia. Sus ojeras destacaban por debajo de sus lentes y pasaba su mano por su cabello con la cabeza baja suspirando. No tardaba mucho en dar un vistazo rápido alrededor y volver al teclado.
Debía terminar el software en el que estaba trabajando para ese día y su suerte no le ayudaba en nada. Había llegado la tarde del domingo y planeaba terminarlo temprano en la noche. Pero conforme cayó la tarde se topó con una desagradable sorpresa. Al momento de probar su software, encontró un error grave y potencialmente peligroso que debía ser corregido con apuro. Habló a su casa para disculparse pues sabía que esa sería una larga velada.
El programador había aflojado su corbata horas atrás y reposaba su cuerpo en la silla de oficina mientras miraba la pantalla del monitor con el mensaje de “error grave y potencialmente peligroso” en la pantalla. Había repasado de inicio a fin todas las líneas del código. Recurrió a los manuales varias veces para asegurarse que todo estuviera en orden, pero aun así el programa le seguía marcando error.
La lámpara, que colgaba sobre su cabeza, se movió de repente y se balanceó levemente cuando una polilla se había golpeado en el foco, atraída por la luz de la lámpara que creaba imágenes extrañas con las sombras al moverse. El zumbido del regulador de corriente se había perdido ya con el ruido de fondo del aire acondicionado, la computadora y el goteo de la cafetera.
El programador prendió un cigarro y después de ponerlo en su boca regresó a su trabajo. Cerró el error y volvió al código. Pensaba que una de sus líneas debía estar mal, pero no sabía cuál. Había revisado todas con el manual en mano y todo parecía estar en orden, pero el error seguía apareciendo. Volvió a leer el programa desde el inicio, sin pasar ninguna letra o símbolo y todo parecía estar en orden, sin embargo el error seguía apareciendo. El programador comenzaba a enloquecer de rabia. No entendía que estaba pasando y cada minuto que pasaba preguntándose era como un ladrillo más que le pesaba sobre su pecho.
Se levantó con dificultad de su silla, la cual se deslizó un poco con sus ruedas, como si también se tomara un descanso, y se dirigió a la cafetera. Respirando profundo, miró el vapor que salía de su taza de café caliente. El olor lo despertaba y animaba. Sin ponerle azúcar, crema o leche, le dio un sorbo grande a la bebida hirviendo y el ardor del líquido pasando por su boca y su garganta lo despertó al instante. El efecto del café vino poco después, sus ojos cansados se abrieron y su espalda encorvada se enderezó. Tenía energía para continuar, por el momento.
Se acercó a su escritorio y jaló su silla de oficina para sentarse, dio otro sorbo de café y continuó. Pensando que el sistema nuevo podría tener algún error con el manual viejo que tenía, se dispuso a investigar y consiguió un manual más moderno del sistema que estaba usando. Quizá con esto encontraría el error que le seguía apareciendo. Le tomó media hora hacer algunas anotaciones y regresó a su código, lo modificó un poco y corrió la prueba.
El software trabajaba a la perfección. El error que le seguía apareciendo ya se había ido y todo marchaba de maravilla. Se sentía orgulloso de su trabajo y pensaba que cómo había sido tan tonto de no revisar el manual actualizado primero. Después de otro sorbo de café, prendió otro cigarrillo como premio y comenzó a fumar tranquilamente frente al monitor, el error se había ido y era hora de partir a casa. Apagó su cigarrillo en el cenicero y cuando se volteó al monitor una alertaba estaba parpadeando en una esquina de la pantalla. Al abrirla, vio que había un error grave en el programa que había terminado y que el sistema lo había eliminado por considerarlo potencialmente peligroso.
Se quedó boquiabierto al ver el mensaje, el error había sido eliminado junto con su programa. Por fortuna tenía un respaldo, pero era previo a las modificaciones del manual nuevo. De cualquier forma, el error no estaba solucionado. De un último sorbo acabó con todo el café de la taza y golpeó el escritorio con fuerza al aporrear su taza. Después de un suspiro, volvió a revisar el manual nuevo. Aún no sabía de qué se trataba el error y averiguando su origen encontraría su solución. Empezó a intentar cosas nuevas, agregando unas líneas erróneas a propósito para ver si le marcaba más errores y, efectivamente, todos los errores que provoca a propósito como prueba eran detectados y al corregirlos se solucionaban sin problema alguno. Revisó una vez más todo su código y no encontró ningún otro error, el programa era perfecto y había sido diseñado con maestría, pero seguía marcando error.
La tensión aumentaba. Apretaba su puño, sus ojos y sus dientes con coraje en silencio. Sólo el zumbido del regulador de corriente y los demás de la oficina que se mezclaban se escucharon por unos instantes. Mirando la cafetera ya casi agotada y su último cigarro acabado, dio un suspiro largo y continuó. Tomando un poco de riesgo, decidió rehacer parte del programa, modificarlo para que funcionara con una lógica diferente, quizá no era la óptima pero aunque sea hubiera sido funcional y empezó a trabajar en las nuevas líneas. Quitó algunas que nunca le gustaron e incluso usó algunas ideas suyas que no habían sido probadas. Cuando terminó y todo parecía estar en orden puso a prueba el software y la pantalla de inicio apareció sin ningún problema. El programador empezó a revisarlo y entonces un error apareció. Uno de los textos de información que traía el programa tenía una palabra escrita dos veces, nada grave, borró la palabra duplicada y continuó revisando que todo estuviera bien.
Contento de que todos los aspectos del programa estuvieran funcionando como deberían, guardó sus avances y lo cerró, pero del CPU salió un pitido y la pantalla se congeló en menos de un parpadeo. Mirando el monitor con los ojos bien abiertos, probó diferentes combinaciones de teclas hasta que presionó el botón de apagar de su computadora por unos segundos hasta que se cortó la energía por completo. Miró el monitor, estaba completamente negro excepto por una pequeña luz que parpadeaba de un costado indicando que estaba aún prendido. Contó hasta 10 y, después de otro suspiro, volvió a encender la computadora, que arrancó sin ningún problema.
Buscó su programa y sólo encontró el respaldo viejo con el error grave. Pensaba que alguien debía estarle jugando una broma, no podía ser que fallara tan repentinamente cuando ya todo estaba revisado y probado. Debe haber algo mal con la computadora o quizá algún virus o un hacker jugando con la red. —No puede ser, mi programa está bien hecho y no debería marcar ningún error—susurraba, mirando el CPU— Alguien debe estar jugando conmigo—. Pero por más que el programador volteaba a ver a su alrededor, no podía ver a nadie. Su computadora, conectada directamente al modem por un cable, no tenía acceso inalámbrico de ningún tipo. Revisó que no hubiera ningún disco o tarjeta metida, alterando el sistema, pero no encontró nada.
Hizo un escaneo del sistema en búsqueda de virus. Sus ojos le ardían, sus ojeras seguían aumentando y su cabello se alborotaba de tantas veces que había pasado su mano por su cabeza. Mientras la computadora escaneaba, encontrando unos errores menores, los ojos del programador se cerraron y su cuerpo se hundió en la silla de oficina. Su mente empezaba a divagar en el insomnio. Volteaba a la computadora y el software había pasado todas las pruebas, no tenía ya más errores. Pero abría los ojos y el escaneo continuaba, todo fue un sueño, su mente le jugaba bromas.
Veía la luz del día llenando la habitación y sus compañeros de oficina que llegaban —Llevo toda la noche trabajando en esto— decía sin abrir los ojos, hasta que un sonido repentino, cerca de la puerta, lo despertó. Un vistazo rápido en la oscuridad, pero no había nada ahí, nadie había ahí tampoco. Volvió a pasar su mano por su cabeza y dio otro suspiro. El escaneo de virus había terminado, ningún virus encontrado. Los resultados de otros análisis del sistema mostraron una computadora sana, que ha sido usada en condiciones óptimas, con un mantenimiento de primera, tal cual se esperaría encontrar en una oficina de programación de software. El sistema estaba sano, el software estaba bien programado, pero seguía marcando el mismo error.
La luz del día comenzaba a asomarse y el programador estaba hecho un desastre, sus ojeras caían por su rostro pálido y sus labios estaban resecos por el aire acondicionado que seguía zumbando en el fondo, pero ya nadie le prestaba atención. Ya no tenía más cigarrillos y sus manos temblaban, su mente divagaba sobre el error, estaba seguro de que no había ningún problema, pero aun así le marcaba la misma advertencia de siempre. Estaba enojado, frustrado, confundido, desvelado y amargado. El destino le jugaba una cruel broma, como un niño divirtiéndose torturando una hormiga. Tenía que haber algo que no había visto, nuevamente regresó a su código de respaldo y lo leyó todo. Empezó a comparar otros códigos que había hecho, usaba las mismas indicaciones en todos que las que decía el manual viejo y estas eran compatibles con el nuevo. Según el texto no había ningún error. Pero este seguía apareciendo cada vez que hacía la prueba.
El programador estaba a punto de cruzar el límite de la frustración a la desesperación, comenzaba a imaginar todo tipo de posibilidades absurdas. Que los astros se alinearon ese día para hacerle pasar un mal rato, que era una víctima más de la providencia, quizá su alma le pertenecía a satán y estaba pagando su deuda con sufrimiento o está siendo probado por la empresa, monitoreado por cámaras escondidas en alguna parte para observar su comportamiento, quizá de su desempeño en este momento dependa su trabajo. Golpeaba su escritorio con su puño, y derramando una lágrima en cada ojo, lo intentaría una vez más.
Probando una nueva forma de programar jamás antes vista, empezó a rediseñar el programa desde cero. La lámpara seguía prendida, pero su luz se opacaba por la del sol que salía de entre los edificios más altos que ensombrecían algunas partes de la habitación. El teclear del programador se escuchaba por toda la oficina, azotaba el teclado levantando sus manos para arremeter con sus dedos contra él. No dejó de teclear hasta que terminó y al poner el programa a prueba la máquina empezó a trabajar. Todo parecía en orden, hasta que un pitido anunció un error.
—“Error grave y potencialmente peligroso.”— Decía la pantalla. Pasaron dos o tres segundos y el programador gritó “¡No puede ser!” Miró el monitor con la advertencia en primer plano y entonces volvió a gritar “¡No puede ser!”. Cerró el programa e hizo la prueba de nuevo. Pero apareció el mismo error. “¡No puede ser!” gritó por tercera vez. Corrió la prueba y volvía a marcar el error, entonces gritó “¡No puede ser!” una vez más.
Así, siguió pasando la prueba y gritando. No podía creer lo que veía, todo estaba en orden pero había un error que seguía apareciendo. Golpeaba con su puño el escritorio mientras seguía gritando “¡No puede ser, no puede ser, no puede ser…!” Corría la prueba y volvía a salir el error. Una y otra vez.
Cuando la primera persona llegó a la oficina, encontró al programador en su silla gritando y golpeando su escritorio “¡No puede ser, no puede ser…!” sin parar. Pero de ese estado no lo pudieron sacar nunca, había algo que su mente no pudo entender y la paradoja lo enloqueció. Aún hoy sigue gritando, desde su habitación en el hospital psiquiátrico: ¡No puede ser, no puede ser…!

FIN