domingo, 13 de septiembre de 2015

314 – El Coliseo.





La noche caía sobre la megalópolis de Ciudad Beta, pero era una noche sin estrellas y pocos volvían a sus casas para dormir: Todos estaban demasiados ocupados yendo y viniendo de un lugar a otro, marcando teléfonos y comunicándose entre sí; Empaquetando productos en cajas y transportándolos o instalando antenas por doquier. La luz eléctrica opacaba el azul del cielo nocturno hasta convertirlo en un vacío borroso y sin forma.
En la superficie la ciudad estaba limpia, vibrante, llena de vida… La gente compraba en los centros comerciales objetos que les daban felicidad en base al precio que pagaran, otros reían en las salas de cine y los estadios deportivos se llenaban de aficionados, sin que ninguno de los espectadores hiciera realmente algún deporte. Sin embargo, bajo sus pies y bajo sus sonrisas de felicidad, de paz y armonía, debajo de las bases de la democracia y la libertad (que con el apoyo de la tecnología la ciudad alcanzó un auge casi utópico de orden y justicia), de calles llenas de luz, se encontraba: La oscuridad.
Todas las noches profesores, doctores, abogados, amas de casa, empresarios, comerciantes; Jóvenes, adultos y viejos; hombres, mujeres y una gran mayoría de los ciudadanos y también turistas extranjeros, hacían largas filas en la estación La Torre Negra del Rey para cruzar un pasadizo frío e iluminado por unas linternas viejas hasta una puerta de madera. Los andenes del metro eran fríos por el aire acondicionado y el invierno (temporada que ya era ignorada por los habitante pues el clima artificial sustituía al natural en casi todos los aspectos de su vida). El rugir de los vagones que aparecían de los túneles y se ocultaban sonaba como una bestia que está a punto de agarrar a cualquiera de las personas que hacían fila y tomaba el alma de uno de ellos para luego desaparecer dejando a todos con la incógnita de quién sería el siguiente. Pero el tren sólo surgía y seguía su camino, esa noche no tomaría ningún alma.
Cuando finalmente la gente cruzaba el umbral de la puerta de madera, todo explotaba en un escandaloso espectáculo de luces, sonidos, gritos, sombras, golpes y sangre. La puerta era una de las entradas a El Coliseo, donde cada noche se batían en combate mortal personas de todos los lugares y sitios cuyos deseos de matar superaran al miedo de ser matados. Por adentro, el coliseo asemejaba a un anfiteatro en muchos aspectos y se distanciaba en otros: El Coliseo de Ciudad Beta poseía hermosos acabados de mármol y piedra, pero se iluminaba con luz eléctrica; No tenía una acústica perfecta, en realidad era ruidoso, pero poseía un sistema de sonido moderno que garantizaba a los más ociosos el percibir cada gota de sangre que era derramada en el suelo de la arena; Sin embargo, una reja metálica de al menos cincuenta metros cuadrados separaba a las gradas cuyos asientos poseían un respaldo reclinable.
En El Coliseo de Ciudad Beta, se animaba a sus visitantes a enervarse con alcohol y comida endulzada para exaltar sus sentidos con la grotesca carnicería que tenía lugar en la arena. Donde decenas de hombres y mujeres entraban y sólo uno por noche tenía el derecho de vivir (si es que sus heridas no acababan con él fuera del escenario). La gente que llegaba más temprano podía disfrutar del esplendor del coliseo antes de que se transformara por la avalancha de vísceras  y los afluentes de sangre que corrían como ríos, embarrando todo a su alrededor con fluidos y restos de órganos humanos.
El torneo ya había comenzado, pero la gente seguía viniendo y llenando cada asiento y espacio disponible. Esa noche en particular, alrededor de quinientos hombres, mujeres y otros seres competían por su derecho a la vida. Entre estos se destacaba un bruto que blandía dos exagerados cuchillos para cortar carne, pues el monstruo trabajaba en una carnicería y era conocido por su pericia en destazar y desmembrar animales y su gusto y el placer que sentía por la sangre, especialmente aquella más fresca.
Otros personajes pintorescos que destacaban de entre la multitud de vagos y maleantes, que eran arrojados al escenario para que los verdaderos asesinos se hicieran cargo de sus cuerpos de forma que el público se entretuviera por los segundos que duraban sus cuerpos en caer al suelo, era una dama que sostenía una lanza en sus dos manos: Su vestimenta consistía en pieles de animales, probablemente de un tigre por el patrón de rayas negras en un pelaje amarillo; Poseía un cuerpo forjado en el calor de la batalla y su cabellera negra estaba sujeta por una trenza firmemente apretada con listones del color del bronce y de calzado llevaba unas sandalias de cuero.
También se hallaban entre los combatientes: Políticos que creía que si triunfaban en El Coliseo lanzaría su popularidad (cosa que ya había sucedido antes); Rockeros y artistas de la farándula, buscando más fama y fortuna; personas deprimidas sin nada que perder y que encontraban digna una muerte a manos de un extraño; psicópatas cuyo deseo era matar por placer… Sin que realmente ninguno de ellos tenga alguna oportunidad de sobrevivir los primeros minutos.
Ya habían doscientos cuerpos regados en trozos por todas partes, el suelo de madera y cubierto de arena se licuó en un lodo rojizo oscuro, haciendo resbaladizo el piso del coliseo, aumentando la dificultad de las luchas que se volvían más brutales conforme las oleadas de cadáveres despertaban en todos los instintos más salvajes y se enloquecían con la furia desencadenada por el dolor y la muerte. Los espectadores se desgarraban sus ropas y derramaban sus bebidas sobre sus cuerpos desnudos extasiados por la masacre que presenciaban y se embarraban de plasma enardecidos.
Varios incautos osaron a pensar que podrían sobrevivir a las oxidadas hojas de los cuchillos de Grulo, el gigante que de día trabajaba como carnicero en un sitio llamado “El altar pagano”, si se organizaban para atacarlo al mismo tiempo con sus armas punzocortantes y rodearon a la bestia. Pero en lo que ellos daban un paso, sus cabezas se volaban por los aires y sus demás miembros avanzaban cada uno en una dirección diferente sin las ataduras del dorso que caía sobre el mismo sitio donde se encontraban como un costal de papas inerte y sanguinolento.
Un ex combatiente de una guerra, por la cual vio morir a sus amigos y por la que muchos protestaron por sus acciones de heroísmo, se abría paso entre la multitud con un cuchillo, acertando golpes mortales tan veloces como un parpadeo: Sus víctimas ya estaban muertas antes de tocar el suelo. Ni disfrutaba el matarlos, pues luchó para defenderlos, pero sentía que debía vengar la muerte de sus colegas ejecutando a aquellos que no entendieron la importancia de su labor.
Mientras el volumen de contrincantes disminuía, eran más visibles las pocas figuras que lucharían al final: Grulo, quien comenzó a perseguir víctimas pues ya nadie se le acercaba; Sonia, quien se despojó de sus pieles de tigre pues estaban tan manchadas de sangre que el peso le reducía su velocidad, ahora luchaba vistiendo únicamente sus sandalias y su lanza; Alan, el excombatiente de la guerra; también, una figura desconocida por todos, de largo cabello dorado y silueta delgada pero con curvas como de una mujer que ágilmente se desplazaba en los perímetros de la masa de gente, lanzando cuchilladas cuando consideraba pertinente; Además de un hombre de gran musculatura, quien se hacía llamar “La torre”, balanceaba un hacha de doble filo, de acero sólido y pesada como un oso, despedazando a todo aquel que se topara en su camino.
En la medida que caía la noche, estos pocos guerreros se encargaban de ejecutar al resto: Algunos desesperadamente intentaban escapar inútilmente, otros permanecían inmóviles esperando sus propias muertes y el resto estaba demasiado traumatizado por la estimulación de sus sentidos o paralizados por el miedo como para moverse. Ya se miraban entre sí, unos a otros, pensando a quién atacarían primero y cómo. Durante la hecatombe, observaban detenidamente los movimientos de cada uno y planeaban sus fatales destinos. Todos, excepto Grulo, quien, sin mucho meditar, se lanzó contra Alan, cuyos brazos no fueron tan largos como para enterrar su navaja en el cuello del carnicero antes de que los cuchillos de este partieran su cuerpo en 7 trozos.
Del otro lado, la guerra misteriosa acabó con Sonia tras correr hacia ella y, con una maroma, posicionarse en su espalda para acertar un golpe mortal, fuera del largo alcance de su lanza. Pero no vio que La Torre arrojó su pesada hacha desde lo lejos y la golpeó con tanta fuerza que su cuerpo cayó agonizante, dejando sólo a los dos gigantes con la fuerza para seguir peleando. Sin dudarlo un segundo, Grulo se lanzó contra La Torre quien apenas alcanzaba a evadir sus arremetidas, las cuales le hacían cortes minúsculos por todo el cuerpo haciéndolo sangrar y debilitándolo. La Torre, por su parte, intentaba alcanzar su hacha mientras esquivaba los filos y cuando por fin puso sus manos en la barra de hierro sólida que era el mango de su arma, estas ya no se encontraban pegadas a sus brazos, pero poco tiempo sintió ese dolor pues su cuello fue el siguiente en ser cortado por Grulo, seguido del resto de sus miembros.
En medio de un estallido de júbilo, Grulo se regocijaba por la orgía de carne y tripas y sesos y pedazos de hueso y gritos. Los reflectores le impedían ver quién le aplaudía y vitoreaba, sin embargo, su mirada estaba perdida, como la de un animal rabioso o un depredador insaciable, sediento de sangre. Cuando el anunciador terminó de despedir a los asistentes, éstos se regresaban a sus casas entre risas penosas por traer sus vestiduras rotas y otros, incluso, agotados y agitados, aun jadeando, por el orgasmo de violencia que habían experimentado.
Grulo tuvo que ser anestesiado con dardos tranquilizantes, que un grupo de guardias armados le disparó, y retirado de la arena con una grúa para prepararlo para la masacre que se celebraría en El Coliseo de Ciudad Beta, pues voluntariamente se había apuntado para participar en todas las batallas de forma permanente. A él no le importaba la fama o la fortuna, sólo le gustaba matar.

martes, 31 de marzo de 2015

313 - El festín





                Ciudad Beta, una de las metrópolis más grandes que ha visto la humanidad. Un sitio de diversidad cultural  único donde conviven personas de todos los continentes y edades. Hay espacio suficiente para la gente en los cientos de rascacielos que se extienden por manzanas y manzanas. La mancha urbana, que inició a la orillas de un lago y fue devorándolo hasta conquistar todo el valle y más allá de las montañas. Su luz ocultaba para sus habitantes del cielo estrellado, miles de millones de puntos de luz, apuntando todos hacia la oscuridad de la noche eterna en silencio.
                Todas las plazas, oficinas, parques, servicios y negocios se encuentran abiertos las 24 horas pues en una ciudad tan agitada como Beta no había tiempo de descansar y los horarios nocturnos eran tan comunes como los diurnos. La iluminación de las calles opacaba al sol de día y hacía que nadie lo extrañara de noche. Si no fuera por relojes y periódicos de todos los días, la gente no sabría a qué hora o en qué temporada del año se encuentran.
                En cada centro comercial, mercado, plaza y hasta en los pocos parques (incluso en jardines sobre los techos), las áreas de comida eran un punto de convergencia entre personas de todos los países. Ahí se podía uno encontrar comida oriental y occidental por igual; vegetariana y carnívora, orgánica y procesada; Pizzerías, puestos de hamburguesas, de tacos, comida árabe, china, japonesa, italiana y gente de pequeñas comunidades que traía sus propias recetas a la civilización.
                En una ciudad sin sueños ni aspiraciones, los placeres mundanos eran de las pocas fuentes de satisfacción y felicidad para sus ciudadanos. Siempre en fiestas, reuniones o eventos felices, las personas consumían comida en grandes cantidades hasta llenar su estómago tanto que por unos instantes sentían sus cuerpos como si tuvieran alma. Por esto, el arte de la gastronomía estaba bien valuado y los ricos más poderosos se reunían para deleitarse con festines exóticos en clubes privados.
                Cuando el reloj marcó la media noche, anunciando la llegada del día 13 de diciembre, las puertas de uno de estos clubes privados se abrió y los comensales se sentaron en la mesa. Era un grupo pintoresco de alta sociedad. El club era tan secreto que no tenía nombre y sólo los más allegados al dueño del lugar podían apartar una silla para comer en la gran mesa del comedor principal cuyo cupo era para 12 invitados, tras pagar una cantidad de dinero que la mayoría de las personas de Ciudad Beta no verían en su vida.
                El salón principal del club parecía digno de un rey. Adornado con exquisitos murales helénicos de emperadores romanos con platos llenos de alimentos de animales ya extintos y frutas que han evolucionado hasta ser diferentes a las de ese momento. Las sillas revestidas de oro parecían tronos individuales y seis candelabros dorados con incrustaciones de piedras preciosas iluminaban la habitación. La mesa aún no estaba servida pero una docena de cubiertos de plata fueron preparados para los participantes quienes esperaban impacientes y hambrientos sus alimentos.
                Pasó sólo un minuto y el anfitrión, un hombre de piel morena y cabeza calva con pelo negro en sus cejas, vestido con un traje y cuya cara se ornamentaba por un espléndido bigote y una poderosa barba antigua y espesa, llamó la atención tocando una campanilla. Al instante los breves murmullos y conversaciones cesaron; Entonces, de las puertas surgieron dos trecenas de meseros quienes sirvieron vino espumoso en las copas. Luego, el anfitrión levantó una copa casi rebosante del líquido amarillento; Uno a uno, fue cruzando su mirada con la de los concurrentes: A su derecha, tenía a dos hombres con turbantes en su cabeza, uno de tela azul y otro de color blanco; Una dama de vestido aguamarina brillante (que lucía un collar de diamantes) y cabello gris; Un hombre de saco y corbata con un peinado impecable y su rostro aseado; otro caballero de saco y corbata, casi idéntico al anterior excepto que las rayas de su camisa eran de un color diferente; y, finalmente, un hombre mayor que vestía ropa gris casual. El anfitrión luego fijó los ojos en sus huéspedes de la izquierda: Una dama joven con un vestido blanco reluciente, otra señorita de rubia cabellera y ropas negras, un hombre de piel oscura con un sombrero de copa, un joven de chaqueta negra y dos varones de sacos grises, uno con corbata roja y otro de corbata azul pálido.
                —Agradezco a todos por su presencia a lo que será El Festín de sus vidas. Todos aceptaron ser parte de esta experiencia irrepetible y han demostrado su devoción con sus generosas donaciones. No quisiera aburrirlos con discursos que los distraigan de las delicias que están por deleitarlos, pero si hay alguien que tenga la más mínima duda sobre permanecer en este salón, es momento de hacerlo.
Hubo silencio en la habitación, algunas de las personas se voltearon a ver y otros ni se inmutaron. Nadie se levantó, todos estaban ciento por ciento seguros de lo que harían. Al no hallar respuesta alguna, El Anfitrión tomó la campanilla entre sus dedos y la tocó dos veces. Al momento, otro grupo de meseros sirvió la entrada que consistía en sopas, panes y canapés ligeros, nada fuera del otro mundo.
                Mientras gustosos se entretenían disfrutando de los entremeses, un olor sobresalió de entre las sensaciones. Era un aroma irreconocible. Dulce como un caramelo y refrescante como una hoja de lechuga, hacía que los comensales voltearan sus ojos hacia arriba sólo del placer de sentirlo en sus narices. Como si se transportaran por un instante a un mundo de perfección y deleite sin límites. Sus mentes se regocijaban tratando de adivinar el sabor que tendría un manjar con tal perfume.
                Al pasar unos minutos, los primeros platos y las copas fueron desaparecidas por los meseros sigilosamente y comenzaron a servir vasos con agua y píldoras en platos pequeños que los huéspedes tragaron con celeridad. Las pastillas tenían un efecto psicotrópico que volvía a quien se intoxicase con esa sustancia más susceptible de percibir sabores ínfimos, proveyéndoles de la habilidad de percatarse hasta del más mínimo detalle de su cena próxima. Todos salivaban, pero los caballeros de saco y corbata y peinado impecables se esforzaban por disimularlo limpiándose con pañuelos que eran arrojados y recogidos en el aire por los meseros antes de que tocaran el suelo.
                Pasaron unos minutos, en los que los sirvientes volvieron a llenar la mesa de platos con tentempiés refinados pero comunes que los asistentes devoraron enardecidos por las drogas. Casi satisfechos, pero en estado de éxtasis, percibían con mayor intensidad la agradable esencia del platillo final que estaban a punto de disfrutar. Los hombres de los turbantes tenían estos medio desechos y algunos cabellos largos y rizados se escapaban detrás de sus orejas y en sus frentes y ya ninguna corbata estaba ajustada en esa mesa. Entonces se retiraron todos los platos de la mesa y llegó el momento que tanto ansiaban, el plato principal.
                Cuando las puertas se abrieron una vez más, el olor como almizcle que emitían los platillos provocaba a los invitados cuyos ojos enloquecidos no despegaban de su alimento. La comida consistía en una especie de emparedado con relleno cremoso, tan grande como una hamburguesa. El pan tenía semillas de varios tipos y tamaños y el interior parecía una mezcla de carne con hierbas y aderezos. Al momento en que acercaban la comida a sus bocas, algunos tuvieron una sensación similar a la de un orgasmo y cuando tocó sus labios, una de las damas no pudo evitar apretar sus piernas con fuerza. Todos gemían y hasta se retorcían del gozo que sentían. Como una orgía de sabor en sus bocas, sus consciencias se trasladaban a un mundo donde sólo existía la armonía y la felicidad.
                El joven de chaqueta tenía la boca llena de su cena y lloraba. El caballero de piel oscura había perdido su sombrero tiempo atrás y agitaba su cabeza de un lado a otro desquiciado de encanto. Otra de las damas se dejó caer al suelo para retorcerse y estremecer su cuerpo sin el límite de las sillas y a esta le siguió uno de los hombres de saco, quien se tiró al suelo para sacudirse como una lombriz. El clímax que experimentaban sobrepasaba a cualquier sensación de éxito. Más que las victorias de los grandes conquistadores, más que los conciertos más grandes de la historia y que los premios más codiciados. El universo que les fue creado artificialmente por la ciencia era un transporte a la divinidad, a la perfección de lo intangible y subjetivo amor.
                En un estado de inconsciencia absoluta, no tardaron sus cuerpos en dejar de respirar y sus corazones de latir y cuando el último de los 12 cuerpos dejó de moverse, los meseros retiraron los cadáveres, limpiaron las mesas y prepararon todo para la siguiente cena que tenían programada para el próximo día en ese club privado de Ciudad Beta.

FIN

viernes, 27 de marzo de 2015

312 – El vórtice.






                Ciudad Beta, una hermosa metrópolis como el mundo nunca había visto. Sus rascacielos se elevaban por encima de montañas. De día, el calor tornaba al asfalto y al concreto de pálido gris. En algunas zonas la luz del sol no alcanzaba a tocar el suelo, pero sus brasas quemaban los techos de los edificios, sobre algunos de los cuales fueron plantados jardines verdes. Las paredes dominaban el paisaje como un laberinto. Allá abajo, sobre el suelo, la gente caminaba a las sombras de las construcciones y el ambiente olía a aire acondicionado que refrescaba los pulmones de una insípida sensación que al exhalarse desaparecía y generaba un efecto de vacío que regresaba al inhalar de nuevo.
                La ciudad no sucumbía al pesar de la noche sino que se alimentaba de ella, cobraba vida y brillaba aún más por de millones de ventanas que pintaban las texturas de un tenue color azul marino oscuro, apenas perceptible. En el suelo, las calles poseían la misma cantidad de iluminación, pero los poderes nocturnos teñían el gris opaco del día por ese tono cerúleo de la profundidad de los océanos.
                Ciudad Beta fue devorando pueblos y ciudades en su expansión. Las pequeñas escuelas de estas poblaciones fueron demolidas para construir grandes instituciones educativas en los alrededores de la ciudad, pero la metrópolis nunca dejó de crecer y aún esos edificios más modernos parecían agujeros oscuros pues su altura no competía con los rascacielos inmensos que lucían como titanes inmortales, algunos de los cuales sobrepasaban los cien pisos.
                Los miles de focos de las escuelas estaban encendidos día y noche. El cielo estrellado rara vez era visible desde esa altura; Esto es debido a los titanes de concreto que rodeaban la institución y por la intensa contaminación lumínica que generaban. Por esto, los estudiantes poco habituados estaban a levantar sus cabezas, pues, sobre ellos, sólo existía la vista pálida y monótona de un cielo sin estrellas. El sutil ruido de las hojas rascándose unas contra las otras al empuje de las brisas que llegaban hasta esas alturas a veces llamaba la atención del oído de los estudiantes y maestros que pasaban cerca de los árboles plantados en perfecto orden en los jardines de las escuelas, sin que estos dieran uso de su cuello o sus ojos para voltear en búsqueda del origen de tal sonido.
                Esa tarde, el viento no soplaba y el  rasguño de las hojas al rosarse sus bordes entre sí sonó a un ritmo más descontrolado de lo usual. Esto llamó la atención de dos alumnos que cruzaban cerca de ese lugar, virando sus miradas ligeramente más alto que la línea del horizonte hacia la copa uno de los 5 árboles que se enfilaban junto al muro de la escuela, tan altos que daban sombra a los primeros cinco pisos de los edificios en la manzana continua. Algo hacía que se agitaran las ramas de aquel que se encontraba en medio de esa hilera.
                Diana y German, de tercer grado de primaria, curioseaban para resolver el enigma de qué podría estar moviendo a esa planta de tal forma. Sus zapatos negros eran del mismo color que sus cabellos; corto de él y largo el de ella. Las mochilas que cargaban eran idénticas excepto porque una era rosa y la otra azul y por los dibujos de un poni, en la primera, y un soldado, en la segunda. Sin embargo, los intentos de ambos resultaron infructuosos en averiguar qué sucedía entre la vegetación. A pesar de esto, lograron llamar la atención de otros alumnos que, extrañados de verlos con la cabeza apuntando hacia arriba, se acercaban y giraban sus sentidos hacia las hojas en movimiento.
Intrigados todos, a algunos de ellos comenzó a entrarles el miedo y preferían no ver, pero la curiosidad siempre les ganaba y volvían a mirar. El resto se acercaba tanto como podía o rodeaban el tronco para observar el fenómeno desde otros ángulos. Por momentos, el movimiento se detenía y las hojas volvían a bailar al compás del viento, pero luego se agitaban arrítmicamente. Arturo, un niño de sexto, se situó junto al tronco e intentó treparlo, pero sólo logró ensuciar sus ropas. Otro consiguió hacerse de un palo de escoba y se lo pasó a Arturo, que era el más alto de ellos, para que intentara abrir un espacio en el follaje que permitiera inspeccionar con más claridad, pero era inútil pues el palo, de apenas metro y medio, ni si quiera llegaba a las primeras ramas, a tres metros de distancia del pasto.
Tras el paso de varios minutos, la escena de decenas de niños volviendo sus cabezas hacia el árbol, atrajo a adultos cercanos: Un par de maestros y el conserje; Algunos infantes les informaron que “había algo” y este rumor se expandió entre los demás. En breve, ya cada uno tenía en sus cabezas historias de qué era lo que había y cómo llegó hasta ahí, siendo el cuento de que un gato estaba atrapado el más popular, pues la mayoría escuchó del conserje salir esa palabra, y aquel de que un extraterrestre se ocultaba para espiarlos y robarles sus dulces la que gustaba a menos. Esta última historia enunciada por un niño regordete que se quejaba y preocupaba constantemente de la desaparición de sus meriendas. También, la idea de que un pájaro tenía ahí su nido fue suficiente para  aburrir a un puñado de estudiantes que se alejaron y siguieron con lo suyo.
El grupo se hizo más grande cuando, por órdenes del director de la escuela, que ya se encontraba en el lugar con su secretaria y un grupo de maestros aduladores que lo seguían a todos lados, siempre asintiendo tras cada orden que él les daba en un intento de ganarse su afecto y un puesto mejor pagado y que requiera menos vocación que dar clases a los alumnos, el conserje trajo una escalera y la clavó al pie del árbol, en la tierra fresca debajo del pasto verde, apoyándolo en el tronco. Con un par de guantes de Kevlar, William trepó pensando que rescataría a un felino que se subió y no supo cómo bajar. Por esto, pidió amablemente a los niños que se hicieran a un lado, por si el animal caía de repente. Conforme ascendía, su cuerpo se fue sumergiendo en la espesura hasta que sólo sus botas enlodadas eran visibles y, mientras lo hacía, la zona donde las hojas se agitaban se convulsionó aún con más intensidad.
Repentinamente, un rugido grave como el croar de un sapo alcanzó a oírse a varios metros a la redonda, seguido por un doloroso y seco quejido de William quien bajó de inmediato, tapándose uno de sus ojos con la mano: De su cara escurría sangre y la mayoría de las niñas gritaron al unísono ante la escena. Algunos varones emitieron ruidos huecos de asombro. El conserje urgía una ambulancia y el director indicaba que se trajera a los bomberos también, mientras los alumnos sollozaban y varios maestros trataban de calmarlos afirmando que no se trataba de una herida profunda y pronto se pondría bien. Pero lo que asustaba más a los infantes no era la sangre sino aquello que sus imaginaciones le indicaban que estaba en ese árbol. Ya no era simplemente un gatito, ahora se trataba, según sus mentes jóvenes, de un monstruo horrible y, si “casi mataba” a un adulto, ellos poca oportunidad tendrían de defenderse contra tal abominación.
William no sabía qué era, le pareció ver algo gris que se movía, luego escuchó el sonido y, al voltear, fue golpeado por un objeto delgado. Para él, quien presenció de cerca los hechos, era incierto si lo golpeó una rama, fue arañado por un gato o algo más peligroso se ocultaba ahí. De cualquier forma, no volvería a subir, pues les bastaba con saber que la herida le abrió la piel por encima del ojo, sin que su vista se afectara, más allá de las gotas de sangre que le escurrían de su ceja.
Tras minutos de agitación, llegó una ambulancia y los paramédicos se encargaron de atender al conserje que no quería saber nada ni que le preguntaran al respecto. Después llegaron los bomberos; tras explicarles la situación por el director, pensaron que se trataba de algún animal acorralado, por lo que estacionaron su camión sobre la acera, junto al muro, y elevaron su escalera mecánica hacia el árbol. Armado con una red y sus ropas gruesas, además de su casco, un bombero se internó en las profundidades de la copa intentando resolver el misterio. En la calle, muchos curiosos se acercaban y tomaban fotografías con sus celulares del evento, sin saber qué era lo que ocurría. Casi todos aquellos que preguntaban, se iban satisfechos con la respuesta de que probablemente todo el alboroto era originado por un felino.
Los segundos se hicieron eternos, en especial para los alumnos de la escuela, mientras el valiente bombero se sumergía en el enigma. Pero el mismo rugido agudo resonó y la escalera se estremeció. Esta vez, el rugido se repitió numerosas veces, hasta que el cuerpo del bombero cayó dentro de la escuela, sobre el pasto al pie del tronco... Inmóvil. Sus ropas estaban tan rotas como ensangrentadas y no tenía su casco, pues se quedó colgando de una rama. Los paramédicos corrieron a asistirlo, pero mientras lo subían a la camilla todo el árbol tembló y una luz cegó a todos aquellos que no estaban cansados del cuello de tanto observar hacia arriba.
Una corriente de aire estremecía la escuela y las calles a su alrededor y del cielo brotó un vórtice de luz que sumergió todo en una blancura total, cegando a todo aquel abriera los ojos, incluyendo a los paramédicos que buscaban signos vitales en el bombero caído. En ese instante, que fue eterno para muchos, los sonidos de la ciudad se silenciaron por un instante y sólo el extraño croar hizo eco en las mentes de los espectadores. A este ruido grave le respondió uno similar, proveniente de la fuente de luz sobre los edificios
Cuando las sombras regresaron para darle forma y profundidad a los objetos, el árbol había perdido gran parte de sus hojas y sus ramas ya no se agitaban más que al ritmo calmo de la brisa natural. El bombero en el suelo se desangraba agonizante y con sus últimos esfuerzos trataba de susurrarle algo a los paramédicos, pero estas palabras no alcanzaban a ser lo suficientemente legibles como para que tuvieran sentido. Así, mientras lo subían a una camilla, su cuerpo se relajó por completo.
De lo sucedido ese día corrieron muchos rumores, pero la mayoría concordaba en que se trató de un extraño y misterioso fenómeno inexplicable. Algunos creían que el bombero intentó decir “Están aquí”; otros, afirmaban que sus últimas palabras iban dirigidas a su esposa; Lo que es seguro, es que esos alumnos no olvidarán ese croar o la columna de luz que a su escuela bajó en forma de vórtice.

viernes, 9 de enero de 2015

311 – La Jauría.



         

       En ciudad Beta, los rascacielos son el paisaje principal, como los árboles en un bosque. En este bosque de edificios se puede avistar claros de vez en vez, claros de árboles de verdad que al ser más pequeños que sus contrapartes de acero y concreto terminan viéndose como huecos desde los techos de las construcciones. Estos claros de árboles eran parques, las pocas zonas verdes de la ciudad, donde aún el pasto crecía verde y las luces no eran tan brillantes.
                Los parques de Ciudad Beta, así como las calles y demás, llevaban una numeración de acuerdo a la zona donde se encontraran, sin embargo, todos eran casi tan idéntico uno del otro, como lo las diferentes sucursales de los súper mercados. Los mismos árboles de copas altas y pinos, con un pasto común y corriente y algunos arbustos esparcidos por ahí, generalmente podados con figuras de animales y otros símbolos conocidos. Aparte del pasto, estos sitios estaban bardeados por una cerca de concreto con rejas de hierro que se elevaban un par de metros. Diferentes entradas o “puertas” se hayan distribuidas en cada lado de la manzana y estas se unían a través de caminos de cemento que serpenteaban y se cruzaban un par de veces antes de llegar a entrada del lado opuesto. Como si fuera una isla, todo el complejo estaba rodeado de avenidas que parecían ríos de autos que lo bordeaban.
                Algunos ciudadanos de Beta encontraban en los parques una experiencia nostálgica. Sólo aquellos que vivieron en sitios apartados de la civilización, donde la naturaleza aún ejercía su influencia, disfrutaban de estos espacios abiertos y libres de aparatos electrónicos. Aunque se hallaban rodeados de columnas grises iluminadas por miles de ventanas, no podían evitar sentir cierta frescura en el aire, como si todo allá irradiara vida. La gente aprovechaba para ejercitarse al aire libre, desde corriendo, patinando, trotando, caminando o en bicicleta, hasta aquellos que llevaban sus equipos de pesas, mancuernas, mantas para hacer yoga, aros de hula-hula y pelotas de todos los deportes. También estaban quienes debían trasladarse de un edificio a otro y decidían atravesar el parque para descansar, aunque sea por breves minutos, de la ausencia de color de sus respectivas oficinas y negocios, con el verde del follaje y el crujir de las hojas secas bajo sus zapatos.
                El desfile de personajes que marchaban todo el tiempo por esos parajes iba de gente con trajes de colores muertos y zapatos negros, jóvenes y viejos con ropas deportivas que cargaban botellas de plástico con bebidas energéticas, familias que empujaban carritos de bebés, obreros con guantes de Kevlar y casco amarillo de seguridad, personas paseando a perros de todos los tamaños, razas y colores, gente uniformada y hasta uno que otro vagabundo con ropas harapientas que rondaban en búsqueda de tesoros. Y todos estos seres, cada uno de ellos, estaban conectados a un dispositivo electrónico, por lo menos, pues había gente que poseía dos o tres aparatos colgados en el cinturón o repartidos en las bolsas de su ropa. Todos, exceptuando a los perros y a los vagabundos.
                El día 11 de diciembre circulaba con normalidad. El ruido de los motores de los autos, el claxon, millones de personas comunicándose a través de sus celulares y hablando al mismo tiempo mientras caminan, venden o hasta en el baño. La metrópolis vibraba como unas bocinas en un gran concierto y burbujeaba como un vaso de cerveza siendo servido. En el parque No. 293 de la sección C, una reportera y su equipo entrevistaban ciudadanos para un programa de la vida diaria, para el canal de noticias de Ciudad Beta. Reportajes sin contenido real que sólo reforzaban los estereotipos, valores e ideales del status quo contemporáneo patrocinados por las empresas interesadas en imponer tales valores.
La entrevistadora le preguntaba a las personas sobre cuál era su opinión sobre las elecciones que tendrían lugar próximamente, mientras su camarógrafo regordete grababa y otro asistente, más pequeño y delgado como un duende, enrollado en cables, hacía un esfuerzo por no tirar el café de su jefa porque un pequeño perro insistía en meterse entre sus piernas. Las respuestas de las personas contrastaban unas de las otras. Había quienes apoyaban a un candidato y al otro, quienes preferían no opinar y otros que no tenían idea de quién era quién. Varios afirmaron que desconocían que las elecciones tendrían lugar y otro interrumpió apurado a la reportera buscando un baño.
Con unos minutos de la opinión de un puñado de personas, la renombrada periodista estaba por dar por terminada su investigación, cuando otro hombre la interrumpió…
Frente a ella se encontraba un ser espantoso. Sucio, demacrado y maloliente. Apenas manteniéndose en pie, aferrándose a un carrito de supermercado oxidado con sus manos cuyas uñas crecidas y amarillas comenzaban a enrollarse. La tela de su ropa estaba manchada por una variedad de sustancias, desgastada y agujereada, de un color gris tan opaco como nubes de tormenta. Como la sombra de un viejo árbol muerto o un zombi andante. Calzaba unas sandalias amarradas con cuerda de tendedero en sus pies mohosos. De su boca con pocos dientes amarillos surgía un olor tan fulminante que podría ser usado como arma química. El nudo de su cabello jamás podía ser desenredado y la costra de mugre que esa red atrapaba seguiría en esos pelos, aún después de numerosos baños. Temblando, como tambaleándose, se esforzaba por enfocar a la dama con sus ojos llorosos y atiborrados de lagañas sólidas. La barba grisácea de su rostro estaba tan seca que podría fracturarse como papel quemado.
¡Tú!— Tosió el hombre, como si la palabra fuera una flema que tuviera atorada en su garganta por mucho tiempo— ¿M-me… me ves?— y estiró la “s” hasta que sus pulmones se quedaron sin aire.
Nada en toda la carrera de entrevistas con estrellas de la farándula y personajes populares en los medios y en sus divertidos viajes a destinos exóticos y vacacionales  en todo el mundo la había preparado para enfrentar a un ser de una repugnancia que superaba su imaginación. Su mente difícilmente asimilaba que frente a ella existiera un ser vivo, si quiera, pues sólo veía reflejada en él la sombra oscura de la muerte, pobreza, vejez, enfermedad y locura, todos unidos en uno sólo, como si se apersonaran en una entidad que las reunía a todas y si estas fueran todas contagiosas. La sola presencia del vagabundo destruía todo el mundo que ella conocía y en el cual era feliz.
—¿Me… ves?— volvió a preguntar el hombre— ¿Me ves?— repetía. Pero ella era incapaz de comprender la situación en la que estaba, era como tener contacto con vida extraterrestre o una entidad sobrenatural y lo que este ser le intentaba comunicar era a través de su idioma extraño. Pero su cerebro hábil para encontrar patrones, como el de cualquier humano, le permitía identificar un dejo de familiaridad en los sonidos que salían del vago, como si ya hubiera escuchado eso antes, pero no podía recordar qué significaban y cada vez que el vagabundo lo repetía perdía aún más sentido.
Como si a una computadora le cayera un rayo, la mente de la periodista hizo corto circuito y las áreas más primitivas de su ser se activaron: Cerró los ojos, apretó sus párpados, puños y todos los músculos de su cuerpo y emitió un grito descomunal, agudo como un pitido. No era como una “A” extendida, ni como una “i” sino algo entre ambas. Su camarógrafo se agazapó detrás de su cámara, que era quien estaba más cerca y para quien el ser extraño era prácticamente invisible pues para él sólo era una sombra, un pedazo de basura en la acera o una mancha en el camino. Su asistente tiró su café y cayó bajo el peso de los cables.
La mayoría de los asistentes al parque tenía sus oídos tapados por dispositivos que reproducían música, por esto no alcanzaron a escuchar el grito de ayuda de la dama y continuaron con lo que estaban haciendo sin interrupción. Otro grupo de personas sí escuchó, algunos extrañados se quedaron mirando y unos cuantos rieron pensando que se trataba de una broma. Pero el vago no hizo ningún movimiento más que en su rostro donde arrugó, aún más, su entrecejo. Cuando la presentadora abrió los ojos, notó otra vez al ser frente a ella, su grito no lo había ahuyentado sino que su ahora expresaba un gesto más amenazador. Ella volvió a gritar una segunda vez, aún con más fuerza. Y la gente alrededor que alcanzaba a escuchar murmuraba y estiraban sus cuellos para poder ver mejor. Algunos sacaban sus cámaras y empezaron a tomar fotos o grabar a la mujer gritando.
El vagabundo desfiguró su cara totalmente en un signo de amargura y deprecio. Entonces, aspiró tanto aire como pudo y, con los ojos perdidos, emitió un aullido  de un poder poco visto. Era el salvajismo y la capacidad de destruir violentamente en la forma más pura que salían de su boca maloliente. Como una corriente eléctrica que atravesaba el cuerpo en un segundo, pero ese segundo duraba una eternidad y podías sentir cada parte de tu cuerpo siendo golpeada por el impacto sonoro.
Pero el viejo no quería asustarlos. El aullido no era para esas personas. Ya antes trató de comunicarse en su idioma y fracasó, ahora recurría a otros animales diferentes.
Por todo el parque, cada perro que se encontraba ahí se detuvo. Atónitos por el abrumante dominio del macho alfa, sometidos a su control total por la amenaza de sufrir su ferocidad. Fue entonces, cuando todas sus orejas estaban bien paradas y apuntándolo a él, que el vagabundo aulló una vez más. Esta vez con más brutalidad. Y los perros de todas las razas actuaron a la orden lanzándose contra sus dueños humanos. Los más grandes saltaban para derribar a sus amos y morderles el cuello, los más pequeños atacaban dando pequeñas mordidas y alejándose ágilmente.
El vagabundo seguía tronando el aire con sus agudos tonos, enervando a los caninos del parque a continuar su arremetida. No dejarían sobrevivientes. Pero los gritos de muchas personas activaron las alarmas y los mecanismos de la ciudad se activaron. A los pocos minutos llegaron los primeros policías, quienes, consternados, empezaron a disparar en un esfuerzo por salvar a los pocos que aún mostraban signos de vida y que eran agredidos por los perros. Algunos de estos últimos se abalanzaron sobre los agentes de la ley, cayendo al suelo por las heridas de las balas. Pero las bestias le temían más a su general que a su enemigo con armas de fuego, por lo que avanzaron tras ellos.
Un zoológico cercano, el equipo táctico de la policía, bomberos y un batallón del ejército se movilizaron al lugar para poder frenar la masacre a la fuerza y la batalla se prolongó por más de dos horas. Con rifles, escopetas, fusiles semiautomáticos, granadas y gases lacrimógenos lograron acabaron con cada uno de los perros en el lugar. En las calles alrededor del parque las ambulancias formaban una fila intentando rescatar a los menos heridos. Pero los pocos que sobrevivieron estaban infectados por la saliva venenosa de la jauría y morirían horas o días después por la infección. En ese parque no quedó un alma viva, exceptuando al vagabundo que se mimetizó con la sombra de un arbusto hasta desaparecer nuevamente de los ojos del mundo.

FIN