miércoles, 10 de diciembre de 2014

310 – El Vagón.



                El día y la noche dejaron de importarles a los habitantes de Ciudad Beta, una de las metrópolis más grandes y tecnológicamente avanzadas del mundo. Pues funcionaban casi las 24 horas todos los servicios públicos, trabajos, oficinas de gobierno y, por lo tanto comercios y tiendas. La gente salía a la calle a esperar el autobús, aún si fueran las 4 de la mañana o las 4 de la tarde. El metro de la ciudad nunca se detenía. Aun cuando en la noche se notaba un descenso en el tráfico, la ciudad seguía tan vibrante e iluminada a las 10 de la noche como a las 3 de la mañana.
                Juan era un joven comerciante que debía viajar por el sistema de transporte subterráneo de la ciudad cada día para movilizarse a su trabajo. Su cabello era castaño oscuro, minuciosamente peinado, excepto por un pelo que apuntaba en dirección contraria al resto, su calzado negro estaba pulcro y su camisa blanca y pantalón gris bien planchados. Cargaba siempre una mochila donde guardaba manuales, libretas y materiales que llevaba de su casa al trabajo cada día. Mientras descendía por las escaleras del metro, sus lentes se le resbalaban con cada paso que daba y debía regresarlos a la parte superior de su nariz con su dedo índice.
                Al sumergirse más y más en la profundidad de los túneles, la temperatura descendía. Todo el ruido que en el exterior era escandaloso, se amortiguaba por las capas y capas de tierra, roca, cables y concreto que separaban los andenes de la superficie. Pero no era silenciado por completo, sino que se transformaba en un solo gruñido grave y hondo, inaudible para el oído humano, pero que se sentía en los huesos como si una bestia feroz estuviera por atacar. Esto ruido estaba orquestado por el ir y venir de los vagones y el marchar de los cientos de personas que recorrían el sitio.
                Tratando de concentrarse en su menester, cansado, su mente se esforzaba por pensar, mientras se adentraba más en el subterráneo. Pero ideas que para él antes hubieran sido anécdotas de poca importancia, hoy aparecían como dudas en su cabeza. Cuando otros encontraban placer en el entretenimiento común, Juan disfrutaba de hacer cuentas; mientras la gente a su alrededor iba a fiestas, banquetes, bebían alcohol y disfrutaban del sexo, él alegremente deducía impuestos. Sin embargo, cuando su disciplina flanqueaba, su mente se rebelaba y se atrevía a soñar.
                Tan preciso era con su rutina, que incluso podía determinar cuánto esfuerzo estaba haciendo, para no sobrepasar sus límites y así estar listo para seguir trabajando como le gustaba. Pero una metrópolis como Ciudad Beta podía estresar y cansar hasta al más habilidoso de los monjes budistas. De forma que, en un parpadeo apenas más largo que los demás, ideas aparecían en su mente. Ideas que para él eran tan locas y absurdas, que sólo duraban unos segundos para ser descartadas por sus pensamientos usuales. En estos momentos pensaba en tomarse unas vacaciones, descansar, detenerse un segundo a respirar con calma, darse algún placer o distraerse con banalidades improductivas.
                El sólo pensar en cuán desquiciada era esto, mientras bajaba esos escalones, lo llevaban a concluir que estaba cansado y lo regresaba nuevamente a una playa, con una bebida alcohólica, de las que aborrecía tanto, a un lado, escuchando el sonido de las olas del mar y el canto de las gaviotas, descansando. Entonces se quitaba los lentes con una mano para frotar sus ojos, sin dejar de caminar, y regresaba a sus pendientes. Concentrándose en dirigir su cuerpo hacia el andén indicado, aun cuando prácticamente su cuerpo se movía sólo en la dirección correcta, tras tantos años de práctica.
                Repentinamente sucedió un hecho casi inédito, un fenómeno que rara vez había presenciado Juan. Su boca comenzó a abrirse lentamente, mientras jalaba una gran cantidad de aire y sus ojos se cerraron repentinamente. Cuando su pecho se infló por completo, se dio cuenta que estaba bostezando —¡Como si fuera la hora de dormir!— exclamaba burlándose de sí mismo y a sus adentros. Esta infamia le causó tal hilaridad que le dio bríos a sus ánimos. Al cerrarse su boca, se esbozó una sonrisa tenue de un lado de su boca. Imperceptible para cualquiera, menos para él que podía sentir los músculos esforzándose de más, como alguien tratando de levantar un auto con la manos.
                Al relajar su gesto, sintió alivio. Encontró placer en el descanso, aunque sea de una sola porción de su cuerpo. Le tomó todavía unos pasos más en darse cuenta de esto. Cuando dio la vuelta para entrar al siguiente túnel, bajó la guardia y el pensamiento de unas vacaciones ya no le parecía tan ridículo. El ir a una fiesta a intoxicarse con la música, la bebida y placeres carnales incluso eran una posibilidad. De inmediato, su cerebro se echaba a andar como un motor de gasolina y empujaba la diversión a un lado, como un régimen que controla todo y no permite que nadie escape. Y sus ideas iban y venían hacia un lado y hacia el otro batallando.
                Para no desquiciarse, llegó a un acuerdo con su consciencia. Olvidaría las ideas de libertinaje, con la condición de que, en algún momento del día, organizaría un viaje o unas vacaciones programadas operacionalmente con costos, tiempos y lugares. Inspirado por la idea de que, necesitaba descansar si quería seguir trabajando. Así, los músculos de su cuerpo regresaron a la tensión de siempre, de un hombre recto y estéril, que para él era su postura normal y siguió hasta detenerse frente a los rieles, junto con un puñado de gente.
                En el andén había sillas para sentarse a esperar mientras llegaba el tren ligero, pero Juan se decía a sí mismo, con cierto orgullo “Ya habrá tiempo para descansar en las vacaciones”. Pero esto lo enfadó otra vez, había llegado a un acuerdo de que dejaría de pensar en su descanso para concentrarse en lo que era importante en ese momento. Sólo que esta vez, sentía cierta injusticia en sus planes. Quizá lo que él deseaba no era planificar un descanso, sino alocarse y despabilarse. Quizá él deseaba desenfrenarse por un momento de su vida y su viaje programado era demasiado recto para satisfacer esta obsesión.
                El túnel por donde pasaban los rieles se iluminó, anunciando la llegada del metro. Miró su reloj y notó que marcaban las 11:10 pm. En ese instante, y en menos de un segundo, recordó las historias que se contaban sobre el último vagón del metro. Cuentos de libertinaje y placeres sin ataduras. Leyendas de una fiesta sin reglas donde todo era válido y lo único que importaba eran los deseos carnales depravados. Al acercarse rápidamente, el ruido que emitía el tren hacía que todo se inundara de esa canción terrorífica, mecánica, metálica y eléctrica. 
                Cuando el tren se detuvo, Juan miró el último vagón y sus luces estaban apagadas, nada de lo que pasaba ahí adentro era visible desde el exterior. Quizá adentro tampoco habría luz, lo cual activaba de inmediato los otros sentidos. Entonces, las puertas de todos los vagones se abrieron, Juan estaba a tres vagones del último y desde su lugar no apreciaba que la luz se sumergiera en esas entradas abiertas. La curiosidad y la duda lo mataban. Corrió hacia la penumbra abismal y el miedo que sentía lo motivaban a acelerar su paso, antes de que el portal se cerrara, lo cual sucedió en el instante que puso ambos pies dentro de El Vagón.
                El tren comenzó a moverse, pero dentro de esa negrura era imposible saber lo que lo rodeaba. Estiró su mano para pegarse a una ventana y de ahí se arrastró por la pared del vagón unos centímetros hasta topar con un tubo metálico del cual sujetarse. Aferrada al mismo tubo, una mano se deslizó hasta detenerse tras topar con la mano de Juan y esta mano siguió el camino hasta su brazo y antes de que Juan tuviera tiempo de saber cómo reaccionar, otras manos lo sujetaron, pero ahora lo tomaban de la pierna y se escurrían por su espalda.
                Juan estaba pasmado, paralizado. Las manos que lo toqueteaban se aventuraban cada vez más a rincones donde pocos habían estado. Una parte de sí le decía que se dejara llevar y la otra temía por lo que tal libertinaje le pudiera ocasionar. El olor a alcohol apareció del vacío y luego explotó el sabor de algún coctel barato con gran cantidad de ron en su lengua y sus labios se presionaban por la botella que le era pegada a la boca. Y mientras más alcohol tomaba, más su cuerpo se dejaba llevar.
                Apenas habían pasado diez minutos desde que entró en el vagón y ya estaba mareado por el alcohol y el calor que hacía en ese lugar, cuando el color blanco lo cegó. Las puertas del metro se abrieron en la siguiente estación, pero lo único que entró fue algo de aire fresco. Cuando se cerraron y el tren continuó su camino, la fiesta se reanimó. Hombres, mujeres y más criaturas se dejaban llevar por sus perversiones y disfrutaban de sus cuerpos unos con los otros sin límites. Juan había olvidado ya donde comenzaba su cuerpo y empezaba el del resto del grupo.
                Más adelante el tren volvió a detenerse, sus accesos se abrieron y de inmediato todos pudieron ver a una mujer joven que se metía al vagón, pero lo hacía con la calma de quien han perdido el miedo a lo desconocido. Las puertas se pegaron nuevamente y la fiesta y el vehículo continuaron. Las manos rápido desterraron de sus ropas a las recién llegada y su cuerpo se unió al resto del grupo. El éxtasis alcanzado por la orgía era algo espiritual. Su mente se desgarraba y dejaba de ser una persona para convertirse en muchos y no tenía y tenía, a la vez, control sobre su cuerpo y el de los demás.
                Tras parar en la siguiente estación, el portal se volvió a manifestar fuera del vehículo y un hombre con un gorro y traje cruzó el umbral entre la luz y la oscuridad corriendo justo antes de que el portal
El tren no se detuvo en la siguiente estación, continuó su camino cada vez más y más rápido, como enervado por el ritual venéreo. Era como un demonio que se aceleraba y empujaba el vehículo con más fuerza dentro del túnel hasta que, en una curva, los vagones delanteros se volcaron y desprendieron del resto hasta rodar, como una licuadora, disparando trozos de las personas que ahí se encontraban por todo el lugar.  El accidente fue tan brutal que prácticamente nadie sobrevivió, excepto aquellos que se encontraban los vagones finales, como Juan, que sólo sufrieron daños menores y unas pocas secuelas psicológicas.

                FIN

lunes, 30 de junio de 2014

309 – La Anomalía.





                Era un día soleado en Cuidad Beta, una de las metrópolis más grandes de La Tierra. Los rascacielos se elevaban como islas en un mar vacío que era el cielo. Dentro de estos edificios, las televisiones se encontraban prendidas, recibiendo todo tipo de señales. En el departamento 240 del piso 22 de uno de estas construcciones, un experto en mecánica veía el noticiero local. Los escándalos políticos cubrían la hora completa del programa. Su vecino, un profesor del departamento 241, sintonizaba la repetición de un viejo programa de comedia. Tan antiguo que su moderna televisión tenía problemas para transmitirlo con el formato original.
                En las salas de espera del hospital Beta7 un programa de concursos distraía a los parientes de los pacientes que esperaban impacientes. En el Estadio Ballena Azul, se proyectaba en una pantalla descomunal una grabación de lo que pasaba en el campo, pero la calidad superior del video hacía que los espectadores prefirieran observar el dispositivo eléctrico más que a los propios jugadores. Un hombre se bañaba con la puerta abierta en su departamento de soltero para poder ver la televisión de su sala, donde un presentador del clima aseguraba los pronósticos indicaban que ese día no llovería o habría poca probabilidad de precipitaciones.
                Pero no todos tenían su vista clavada en la caja idiota. Algunos ciudadanos encontraron un último espacio de esparcimiento en el techo de sus edificios, tras la conquista de estos últimos del suelo, en las alturas podrían ver el paisaje, y no sólo muros de concreto, disfrutar del clima, diferenciar del día y la noche, pues, bajo los edificios, las calles estaban iluminadas por el poder de la electricidad, creando un día eterno. Desde floricultores que plantaban coloridos jardines llenos de vida sobre la cima de los edificios más grises y estériles, hasta amantes y amigos y cualquiera que hubiera descubierto el secreto de las azoteas que hallara la forma de subir.
                Uno de estos jardineros salió con su regadora en mano, llena de agua, listo para hidratar su cosecha. Pero al subir, notó que todo estaba mojado y húmedo. No había más que una nube negra y densa, pero solitaria, en todo el cielo, pero aún así había llovido. La vida de este señor pasó entera frente a sus ojos, al instante en que su cuerpo caía al suelo, fulminado por un rayo. El estruendo casi rompe los vidrios de las ventanas, pero su tronido se sumergió entre el complicado sistema de calles que dividían a los rascacielos, creando en el suelo un aullido como el de un huracán.
                La luz que provocó este rayo fue vista desde un edificio cercano, por un grupo de amigos que disfrutaban de un picnic a la luz del sol. Habían llevado una mesa, sillas, comida, refrescos, botanas e incluso conectaron una antena para poder escuchar la narración de un partido de su equipo favorito. La radio que transmitía el evento deportivo explotó en mil pedazos. Algunos fragmentos se clavaron como balas en los cuerpos de quienes estaban en su camino, pero, a pesar de eso, la electricidad fue a cada uno de sus cuerpos como si ellos fueran las antenas, dividiéndose como un río.
                Entonces, al suelo cayeron los rugidos como ráfagas que arrancaban los periódicos de las manos y derribaban a más de una mujer con tacones altos. Desde esa distancia, y con tanta distorsión por los edificios, era imposible adivinar que el sonido que escuchaban se trataba de un fenómeno meteorológico. Además que los ciudadanos estaban acostumbrados a los fuertes soplidos del viento de vez en vez. Pero en la ciudad no había árboles que derribar ni postes. Cada edificio iluminaba el exterior con su propia luz y las calles no necesitaban de alumbrado público.
                La humedad que se sentía arriba era casi como la de una neblina que cubría todo, pero invisible, sólo podía olerse el agua en el aire y la estática como una energía que irradiaba en ese instante. Esto dificultaba el trabajo de unos astrónomos aficionados, que intentaban capturar fotografías del sol con un equipo sofisticado. Los lentes de estos artefactos se empañaban con el leve rocío del viento. Hasta que otro rayo arrasó con la vida en esa azotea. Una vez más, abajo resonó como trompetas de guerra, sin que perturbara a nadie más que por el instante de distracción.
                Una nube negra solitaria se desplazaba lentamente sobre la ciudad y, donde su sombra tapara al sol, dejaba muerte a su paso. Cruzó hasta posarse sobre otro edificio, donde se habían colocado sillas para que la gente pueda platicar, descansar o leer un libro. Entonces, como una metralla, salieron relámpagos de la nube que golpeaban el suelo más rápido que una bala, a veces dejando un hueco en el concreto o una mancha negra. Las chispas salían de los ojos y la boca de las personas que eran impactadas antes de caer moribundos, con quemaduras incurables.
                El siguiente edificio sobre el que voló la nube densa fue asediado con rayos que parecían misiles dirigidos y no hubo ningún sobreviviente. En menos de cinco minutos, esa nube ya había cobrado la vida de cien personas. Pasó sobre el techo de otro rascacielos y los relámpagos iluminaron toda su superficie, afortunadamente ningún ser se hallaba en ese lugar en ese instante. Sin embargo, la nube fue atraída hacia el siguiente rascacielos como un clavo de hierro a un imán.  Pues tenía una antena como ninguna otra.
                La sede principal de la cadena de televisión de la ciudad también era el cuartel general de comunicaciones de las empresas que proveían televisión de paga. En el techo, una antena destacaba por sobre el paisaje, que en realidad era una estructura que servía para colocar antenas de varios tipos, las cuales, una tras una, eran golpeadas por la nube que descargaba su ira eléctrica contra ellas. Entonces, las televisiones en todos los edificios dejaron de sintonizar los canales de los cuales dependían esas antenas. Esto causó la ira de la población afectada.
                Algunos vecinos tenían diferentes compañías proveedoras de cable, por lo que en la misma región unos podrían estar contentos y otros furibundos. En salas de hospitales, cuarteles de la policía, oficinas de gobierno, escuelas, estadios, departamentos y en cualquier lugar que hubiera una tele que no transmitiera despertaba un enojo y provocaba una reacción inmediata.
                La nube se disipó tras acabar con la torre encima de la estación de TV. A los muertos por los rayos se apuntaron decenas que fallecieron tras enfrentamientos en las calles de la policía contra los quejosos de su televisión. Y nunca más en ciudad Beta u en otro lago se llegó a registrar algo como lo que se vivió ese día, jamás en otra parte del mundo se volvió a manifestar en el clima tal anomalía.

FIN

viernes, 13 de junio de 2014

308 – El Martillo.





                Ciudad Beta. Desde la altura de los satélites aparece magnífica, como la vía láctea. Eterna y poderosa como la profundidad del espacio, pero vibrante y llena de vida.  Habitada por millones de ciudadanos, no importaba cuán grandes fueran los sucesos o cuán catastróficos resultaran los accidentes, en una ciudad tan grande, cuyos edificios rascan las nubes con sus antenas, no hay ruido que llegue de un lado a otro de la ciudad. Ni si quiera en los sitios con mayor volumen, como el estadio Océano, llamado así porque su mercadotecnia insistía en que era tan grande como para albergar a una ballena azul. Esto último, por supuesto, nunca fue comprobado.
                A pesar de las distancias, las noticias y la información corrían de un lado a otro en menos de un segundo. Los anuncios, publicidad y propaganda de los diferentes productos, servicios y eventos que la ciudad ofrecía a sus habitantes estaban disponibles al alcance de la mano de cualquiera con sólo voltear a cualquier dispositivo con conexión a la banda ancha del internet. Tal era el caso de uno de los conciertos más titánicos jamás vistos, interpretado por “El Martillo”, mismo artista que ideó ese acto de salvajismo acompañado de música que ambientaba tal ritual.
                En la radio, televisión, por correspondencia o a través del internet. En carteles, pósters y en bardas pintadas aparecía la imagen de “El Martillo” con su guitarra eléctrica en forma de V, catalogando su próximo concierto en Ciudad Beta como “El evento más brutal del milenio”. Sin embargo, no cualquiera asistiría a dicha invitación, pues su música controversial y sus actos de barbarie en el escenario les parecían perturbadores a la mayoría de la ciudadanía. Había incluso personas que se manifestaban en las calles, con estampas en sus autos y a través de internet en su contra.
                La llegada de “El Martillo” y su concierto “Headbangers Beta” había despertado el odio en el corazón de quienes pensaban diferente. Una furia que llevaba a estos individuos incluso a quemar en lugares públicos todo lo que tuviera que ver con el artista, su banda, su música, su movimiento y su concierto. Hasta utilizaban sus influencias en los políticos corruptos, que luchaban por el control de la ciudad y del mundo, para boicotear a las empresas que apoyaban el concierto. A pesar de esto, la tecnología ponía a disposición de la mayoría de las personas el conocimiento para organizarlos en una sociedad avanzaba que impedía la censura de dichos acontecimientos.
                La salida del sol anunciando un nuevo día, era la señal para los fanáticos de ocupar sus lugares en las afueras de las taquillas del estadio Océano, quienes, por miles, salían de sus departamentos como impulsados por un poder hipnótico que movilizaba sus cuerpos para hacer una hilera que alcanzaba varias cuadras. Otros ingenuos intentarían comprar sus boletos por internet, sin embargo, la saturación de las líneas hacía este acto azaroso y un riesgo. Además, los fanáticos debían hacer la fila afuera de la taquilla para demostrar su devoción al artista, como parte del ritual.
                Los fanáticos vestían con camisas y playeras de la marca de “El Martillo” y usaban botas y zapatos idénticos a los de los integrantes de la banda. Sus peinados eran tan alocados como los de otros músicos similares y sus gustos musicales eran parecidos entre sí, al igual que sus posturas políticas respecto algunos temas. En la fila, todos hablaban de lo maravilloso que sería el concierto, del espectáculo que presenciarían y formarían parte. Se emocionaban de pensar en poder ver a su ídolo frente a frente, aunque sea desde lejos, y algunos afortunados alardeaban que comprarían los mejores lugares, tal como un cazador en la prehistoria ostentaría el poder cazar al ciervo más grande de la manada en su expedición.
                Las sombras los rascacielos oscurecían el suelo de forma que la iluminación allá abajo siempre estaba prendida, convirtiéndola en un estado de día perpetuo, excepto cuando la electricidad fallaba en alguna zona que se tornaba en una penumbra inmortal. Pero los relojes en todos lados marcaron la hora de apertura y de las taquillas empezaron a fluir los boletos de un lado y los billetes y el dinero hacia el otro. Y así como iban comprando sus boletos, la gran fila se dividía en múltiples y los cuerpos de los fanáticos marchaban al unísono hacia los lugares que pudieron comprar.
                La expectativa era irreal, tal como presenciar a un dios o la misma razón de la existencia. Cada segundo que pasaba, los corazones del público latían más y más rápido. Mientras el escenario recibía los últimos retoques de los técnicos sin nombre que hacían todo posible, pero a nadie importaban. Gradualmente fueron desapareciendo, hasta dejar vacío allá arriba. Entonces, las luces se apagaron un segundo y, de un momento a otro, chispas y explosiones de fuego y humo salieron por los costados del estadio y un grito agudo estremeció al público como un temblor.
                Los reflectores apuntaron hacia donde estaba el martillo y casi como un acto de magia, toda su banda se encontraba en su lugar, frente a sus instrumentos, tocando una de las canciones favoritas del su público objetivo. El frenesí de gritos era tan potente que las bocinas luchaban para hacerse escuchar, era una batalla entre la música armónica y el caos discordante. Aun así, la audiencia estaba estupefacta, maníaca por los ritmos acelerados que sentían en su cuerpo y el alcohol y otras drogas que llevaban rato consumiendo, en la espera de su ídolo.
                 Cuando terminó esa primera canción espontánea, El Martillo saludó al público y cada vez que hacía una pregunta, ellos respondían al unísono, como un general de la antigüedad dando una orden a sus soldados, entonces, tras unas palabras monótonas, que repetía en cada ciudad que visitaba pero adecuando el nombre y que hacía mucho tiempo habían perdido sentido para él, continuó su acto con la siguiente canción brutal. Tras esta otra, siguieron más piezas de agresión y destrucción, de caos y anarquía, de violencia y libertad. Y cada cosa que decían sus letras, eran cantadas por los fanáticos como si fueran ellos quienes dieran el concierto.
                Después de hora y media, del estadio salía tanto calor que irradiaba casi como el fuego. Los fanáticos sudorosos aún disfrutaban del evento social cuando “El Martillo” anunció su más nuevo hit. El Martillo decía que para disfrutar esta canción con la ferocidad necesaria, habría que golpearse las cabezas unos contra otros y dejarse llevar por la fiereza de sus ritmos. Y tal como ordenaba su ídolo, los fanáticos obedecían, pegándose sus cráneos con fuerza al ritmo de la batería.
                Algunos afortunados caían inconscientes después de varios impactos en el cráneo, sin embargo, cientos de los asistentes continuaban arremetiendo unos contra los otros, usando sus cabezas como arietes, aún después que de éstas escurrían de sangre hasta que sus cerebros dañados salían hechos trozos  por su nariz y sus ojos, convulsionándose hasta morir. También había unos cuyo último sonido que jamás escucharían sería el tronido de sus cuellos por la fuerza de un impacto.
Tras terminar la canción, “El Martillo” había acabado con la vida de miles de sus fanáticos, sin embargo, ese mismo concierto, la venta de sus discos y de todos los productos de la empresa que lo promocionaba, le había generado tantas ganancias que no pudieron imputarle ningún cargo, pues su equipo de abogados tenía comprado al sistema judicial.

FIN

jueves, 12 de junio de 2014

307 – La Boa.





               
                Las afueras de Ciudad Beta eran sitios interesantes. Cualquier ciudad estaría rodeada por algún desierto, bosque, montañas, playas y demás ecosistemas. Pero Beta estaba rodeada de marginación, los puntos más oscuros, donde la pobreza y la ignorancia reinaban por sobre todo, donde el salvajismo se arrastraba en las sombras para robar aquellos desechos que cayeran de la civilización. Algunos puntos más oscuros que otros.
A veces las afueras de ciudad Beta, durante el tiempo que duraban antes de ser convertidas en rascacielos,  parecían pueblos antiguos, como espacios temporales de quienes esperaban vivir en un edificio gris, utilizando una mezcla de técnicas rústicas con herramientas modernas. Era en estos espacios donde las tradiciones más antiguas, que ya no tenían cabida en la metrópolis, aún se preservaban. Era sitio de superstición y mito, donde existía la magia y la imaginación inocente.
Era en uno de estos suburbios, en un lote baldío que debía ser un parque pero servía de tiradero de basura, que un espectáculo cada vez más insólito tenía lugar: Una feria. Iluminada por los miles de focos de los juegos mecánicos cuyos motores rechinaban como si el fin del mundo estuviera cerca, el piso se cubría parcialmente por cables de corriente sobre los que la gente caminaba. Había puestos de comida y botanas, de algodón de azúcar y papas fritas. Donde vendedores ambulantes cargaban globos con figuras de los personajes animados que estuvieron de moda años atrás.
Las atracciones no hacían falta en esta fiesta. Desde la clásica casa de los espantos con dibujos de películas de terror de bajo presupuesto, “Betty” la vaca de tres cabezas y seis patas, el hombre lagarto, hasta la mujer barbuda, “La Boa”, el increíble señor Skaransky quien aseguraba cargar una tonelada de peso y el Mago “Octopodus”. También había carritos chocones, carruseles, una montaña rusa pequeña cuyos vagones tenía la forma de un gusano y una diversidad de otros juegos mecánicos donde las personas terminaban completamente mareados al final.
Un par de horas antes del anochecer, el mago presentaría uno de los shows que más impactaban al público. No sólo haría sus regulares trucos, sino que además presentaría a “La Boa” quien haría su aterrador acto. Alrededor de veinticinco personas observaban de pie al mago quien hacía maromas con una varita “mágica” y mientras lo hacía, pañuelos de colores surgían de la punta de este. Después determinar su acto, se quitó su sombrero para reverenciar al público y una paloma salió volando de este, no sin dejar una desagradable sorpresa en el cabello de Octopodus, quien usó su sombrero para tapar rápidamente las heces del ave.
—¡FINALMENTE, SEÑORAS Y SEÑORES!— Gritaba con todas las fuerzas que podía, tanto que algunos espectadores dieron un paso hacia atrás —¡Ha llegado la hora del gran espectáculo de esta noche! ¡Les presentaré la magnífica, insaciable, el pozo sin fondo, la puerta hacia el más allá, el portal a otro mundo, la barriga de acero, la mujer más gorda del mundo… con ustedes…! ¡¡LA BOA!!— El público asombrado miraba expectante que algo sucediera. Entonces, un vagón con cuatro ruedas surgió de la oscuridad, empujado por el poderoso Skaransky, y sobre este vehículo de madera, reposaba el cuerpo de La Boa.
Completamente desparramado, de su cuerpo grumoso salían sus cuatro extremidades que agitaba hacia los lados. Vestía ropa que había sido diseñada para elefantes del circo, pero a ella le quedaban a la perfección. Su miraba estaba perdida, su boca era norme, como la de un sapo y de ella escurría saliva a borbotones que chorreaban en su ropa hacia una gran mancha amarillenta. —¡Les advierto, si sus corazones son sensibles al horror, es mejor no mirar, porque sólo los más osados soportan una visión tan grotesca como la que están a punto de presenciar!— decía Octopodus batiendo los brazos en el aire.
Su capa negra volaba por el aire conforme iba de un lado a otro del escenario, incitando al público a acercarse, pero advirtiendo de la perversidad del acto de carnalidad absoluta que tendría lugar a continuación. Tras generar suficiente expectativa, y al notar que nadie más se acercaba a la carpa del show, a pesar de que había comenzado a lloviznar recientemente, Octopodus se acercó a una mujer del público, que sostenía un bebé con una manta azul. Le susurró rápidamente algo al oído y después le preguntó, dirigiéndose al público más que a ella —¡Señora! ¿Qué edad tiene su bebé?— a lo que ella contestó —Apenas cumplirá seis meses—.
El mago repetía lo que ella decía, pero gritando —¡6 meses, damas y caballeros!— y regresaba a la señora con quien hablaba —¿Cómo se llama el pequeño o pequeña?— y ella respondió — María, es una niña— y Octopodus gritaba al público —¡Una niña, damas y caballeros, es una niña y su nombre es MARÍA!— Entonces cargó a la bebé en sus brazos, casi arrebatándoselo a su madre, y se dirigió nuevamente hacia ella — Calculo que debe pesar como unos ocho kilos ¿Me equivoco?— y tímidamente asintió con la cabeza. —¡Ya la oyeron, señoras y señores, un bebé de 8 kilos!— subió al escenario cargando a la bebé y se aproximó a La Boa.  —¡A continuación, La Boa, la mujer más grande del mundo, tragará vivo a este bebé!— Al instante, la gente quedó estupefacta, algunos se ofendieron con la sola idea. Un caballero vomitó segundos después, posiblemente después de imaginar el espectáculo mortuorio.
La señora, a la que se le arrebató a la bebé, estaba atónita, no decía palabra alguna, pero en sus ojos se percibía el terror, la duda y las desconfianza. Fue entonces cuando los gordos dedos de La Boa alcanzaron a la pequeña María y se la llevó directo a su boca, sin titubear. Todo el cuerpo de la pequeña entró en esa bocaza mientras la gente escuchaba los llantos descontrolados de la infante, ahogados por las capas de grasa y piel del cuerpo de La boa.
Los gritos de la bebé sonaron cada momento más desesperados, hasta que se apagaron por completo. Entonces, la señora comenzó a gritar a todo pulmón —¡MI HIJA, MI HIJA! ¡QUÉ LE HAN HECHO A MI HIJA!— y la furia de los espectadores se hizo sentir por sus abucheos, insultos y objetos que arrojaban hacia el mago que hacía todo lo posible por evitar los más contundentes, pues le era imposible evadir toda la basura que llegaba hacia el escenario.
—¡Señoras y señores! ¡Damas y caballeros!— y al decir estas palabras, todo se oscureció, exceptuando un reflector que iluminaba a Octopodus —¡Con ustedes… María!— y otro reflector se prendió, que iluminaba un costado sombrío de la carpa y la luz reveló al poderoso Skaransky y en sus brazos sostenía a un bebé con una manta idéntica a la de la señora. De inmediato, ella se acercó corriendo a mirarla, y durante el trayecto nadie respiró, entonces, cargó al bebé en sus brazos y dijo —¡Es ella, es María, es mi hija!— y el público estalló el aplausos y alabanzas, chiflidos y ahora, en vez de tomates podridos, algunas flores llegaron hacia las manos del mago quien no podía evitar esbozar una sonrisa en su rostro anciano y decadente. Como si sintiera satisfacción, pero no completamente.
La ovación terminó y el puñado de gente salió agitada por el susto, pero relajados por la sorpresa de ver a la señora con el bebé y de tener en mente que era un truco de magia brillante. La Boa respiraba pesadamente, trataba de decir algo, de decirle algo al mago. Este la azotó levemente con su varita de plástico, sin dejar de sonreír tontamente a las últimas personas que salían de la carpa. Cuando el último  de los espectadores salió, La Boa volvió a gruñir.— Mhh… Mhaarghh…!— pero el mago la golpeó con su varita nuevamente, pero esta vez le dio con toda la fuerza que tenía.
Cuando Octopodus golpeó a La Boa con su varita, emitió un espeluznante chillido. —¡Ya, ya, silencio!— le regañó el mago— ¡Skaransky, tráele uno más a la gorda! — A lo que el gigante salió del lugar para perderse en la oscuridad. La gigante se agitaba y gruñía con más entusiasmo — Maah…. Maas..— decía y nadie hubiera entendido qué decía si la escucharan, excepto el mago y Skaransky que sabían a qué se refería.
Skaransky regresó acompañado de la señora que cargaba el bebé durante el espectáculo, pero ahora tenía un niño un poco mayor, casi de un año. Skaransky lo tomó con sus brazos enormes como si fuera una hoja de papel y La Boa abrió su boca tanto como podía. El bebé entró completo y se lo tragó en un segundo. Entonces Skaransky empujó el carrito donde estaba La Boa hasta su jaula y El Mago y la señora se alejaron del lugar y mientras estos caminaban, el mago le preguntó a ella — ¿Y qué pasó con la niña?— a lo que la señora respondió con orgullo —la que atrapamos ayer está más pesada, este lo agarramos apenas hace un rato. Mañana nos movemos y la hay que guardarle algo a la gorda para el viaje—.
Al día siguiente, del lote donde antes se asentaba la feria no quedó nada. Las máquinas trabajaron rápido y debían terminar de construir un rascacielos en ese sitio lo antes posible. La feria se había mudado no a otra ciudad, sino que permanecía en las orillas, que ahora se alejaban un poco más, en las sombras, donde nadie tiene nombre y no se ven rostros. Al otro lado, que era más lejano, incluso, que otros pueblos y ciudades. Al mundo oscuro donde antes se asentó y que ahora la ciudad reclamaba como suyo, para construir monumentos gigantes que ensombrecen los alrededores donde la feria habita.

FIN