jueves, 12 de diciembre de 2013

303 - El Esclavo.




            Las ventanas de los rascacielos de Ciudad Beta vibraban agitadas por una fuerza misteriosa. Un gruñido producido por el aire que se colaba entre espacio de los edificios, como tambores de guerra que anunciaban una catástrofe. La noche había caído horas atrás. Aunque la luz del sol no llegaba hasta el nivel de las calles durante el día, abajo estaba alumbrado por el poder de la electricidad. Se trataba de una penumbra iluminada. Vivían en las sombras, sobreviviendo de los focos y las lámparas, convirtiendo al sol irrelevante.

                Aún con esta luminosidad, sumada a aquella que salía de las incontables ventanas de vidrio, algunos callejones eran territorio de la oscuridad. Las personas los frecuentaban como atajos pero, a veces, desafortunados se perdían y terminaban atrapados por el laberinto de callejuelas y rincones, como si de un bosque se tratara. Tal era el caso de Anabel. Quien fue engañada por la noche para girar en una calle equivocada, desubicándola y desviándola de su camino a casa.

                Sólo fue a la lavandería, que abría las 24 horas, como muchos otros servicios en Ciudad Beta. Estaba a unas cuadras de su departamento.  Tantas veces acudió a ese lugar que su cuerpo simplemente se dirigía a su hogar, sin detenerse a pensar en el camino de vuelta. Así fue que el tremor, producido por las ráfagas de aire, distrajo su atención un segundo, tiempo más que suficiente para avanzar una avenida donde no debía.

Esa área de la ciudad se poblaba de rascacielos con departamentos y residenciales que iban del suelo hasta las nubes y todos los edificios eran idénticos uno de otro. Anabel no notó cuando se perdió hasta que un olor putrefacto llegó a su nariz. Era el olor a la muerte que estaba cada vez más cerca. Una mezcla de comida descompuesta, ácido, sangre y gases. Junto con este, un eructo sonó en el fondo.

Por más que las pupilas de Anabel se dilataban y su visión se adentraba en la oscuridad, le era imposible notar algo más que un vacío y frío color negro.  Pero, los ecos de unos pasos resonaron en el suelo como un temblor. Aproximándose poco a poco, la vibración que llegaba hasta las plantas de los pies de Anabel la paralizaba y sólo podía observar una silueta que surgía de las tinieblas.

Cuando la poca luz que se colaba de los pisos más altos llegó hasta el ser cuyo andar provocaba tremores, se reveló como un hombre sin cabello, de al menos dos metro de alto y cuya masa muscular era más similar a la de un elefante. El hombre pesaría más de media tonelada y, aún tras estar rodeado de grasa, poseía el músculo suficiente para mantener en pie a este espécimen.

Su cara estaba teñida de sangre que escurría hasta un babero en su pecho. Y su cuello estaba oprimido por un collar de hierro, con un dispositivo electrónico, que no le permitía espacio para moverlo. Las manos de esta criatura apretaban sus puños ensangrentados y sus dientes con una furia letal. Se movía con la velocidad de una neblina que desciende y devora todo a su paso. Las piernas de Anabel no respondían. Su corazón latía tan fuerte como nunca y no respiraba.

Al posarse frente a ella, el gigante viró su mirada hacia un lado, donde otra figura se escondía en la negrura. Anabel puso sus ojos en la sombra detrás del monstruo. Una niña, de no más de 10 años, con un vestido rosado y coletas doradas, con un control remoto en su mano. Pero en el rostro de esta niña no existía la inocencia. Una maldad indescriptible se esculpía en su cara. La expresión de perversidad máxima. El villano más cruel no se comparaba con el ceño fruncido y la sonrisa enfermiza  de esta pequeña.

—¡¿Qué esperas?!— regañó la niñita al gigante, para después presionar el único botón que tenía el control en sus manos.  De inmediato, el hombre enorme se convulsionó y emitió gemidos de dolor y sufrimiento —¡Mátala, esclavo!— le insistió la niña y soltó el botón. El monstruo miró a Anabel a los ojos e imaginaba que ella era la niñita que lo controlaba. Entonces, puso una mano sobre la cabeza de Anabel y aplastó su cráneo en un instante, como si fuera un huevo de gallina. El cerebro y la sangre pringaron por todas partes y el gigante usó su otra mano para llevarse el cuerpo a la boca y tragarlo de unas cuantas mordidas, con todo y ropa.

Tras el acto brutal, la niñita presionó el botón que electrocutaba al gigante una vez más y, al soltarlo, el gigante se movió mientras gruñía y apretaba sus puños con sangre fresca, para perderse ambos en las tinieblas de los callejones en la megalópolis de Ciudad Beta.

FIN

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