Las ventanas de los rascacielos
de Ciudad Beta vibraban agitadas por una fuerza misteriosa. Un gruñido
producido por el aire que se colaba entre espacio de los edificios, como
tambores de guerra que anunciaban una catástrofe. La noche había caído horas
atrás. Aunque la luz del sol no llegaba hasta el nivel de las calles durante el
día, abajo estaba alumbrado por el poder de la electricidad. Se trataba de una
penumbra iluminada. Vivían en las sombras, sobreviviendo de los focos y las lámparas,
convirtiendo al sol irrelevante.
Aún
con esta luminosidad, sumada a aquella que salía de las incontables ventanas de
vidrio, algunos callejones eran territorio de la oscuridad. Las personas los
frecuentaban como atajos pero, a veces, desafortunados se perdían y terminaban
atrapados por el laberinto de callejuelas y rincones, como si de un bosque se
tratara. Tal era el caso de Anabel. Quien fue engañada por la noche para girar
en una calle equivocada, desubicándola y desviándola de su camino a casa.
Sólo
fue a la lavandería, que abría las 24 horas, como muchos otros servicios en
Ciudad Beta. Estaba a unas cuadras de su departamento. Tantas veces acudió a ese lugar que su cuerpo
simplemente se dirigía a su hogar, sin detenerse a pensar en el camino de
vuelta. Así fue que el tremor, producido por las ráfagas de aire, distrajo su
atención un segundo, tiempo más que suficiente para avanzar una avenida donde
no debía.
Esa área de la
ciudad se poblaba de rascacielos con departamentos y residenciales que iban del
suelo hasta las nubes y todos los edificios eran idénticos uno de otro. Anabel
no notó cuando se perdió hasta que un olor putrefacto llegó a su nariz. Era el
olor a la muerte que estaba cada vez más cerca. Una mezcla de comida
descompuesta, ácido, sangre y gases. Junto con este, un eructo sonó en el
fondo.
Por más que
las pupilas de Anabel se dilataban y su visión se adentraba en la oscuridad, le
era imposible notar algo más que un vacío y frío color negro. Pero, los ecos de unos pasos resonaron en el
suelo como un temblor. Aproximándose poco a poco, la vibración que llegaba
hasta las plantas de los pies de Anabel la paralizaba y sólo podía observar una
silueta que surgía de las tinieblas.
Cuando la poca
luz que se colaba de los pisos más altos llegó hasta el ser cuyo andar
provocaba tremores, se reveló como un hombre sin cabello, de al menos dos metro
de alto y cuya masa muscular era más similar a la de un elefante. El hombre
pesaría más de media tonelada y, aún tras estar rodeado de grasa, poseía el
músculo suficiente para mantener en pie a este espécimen.
Su cara estaba
teñida de sangre que escurría hasta un babero en su pecho. Y su cuello estaba
oprimido por un collar de hierro, con un dispositivo electrónico, que no le
permitía espacio para moverlo. Las manos de esta criatura apretaban sus puños
ensangrentados y sus dientes con una furia letal. Se movía con la velocidad de
una neblina que desciende y devora todo a su paso. Las piernas de Anabel no
respondían. Su corazón latía tan fuerte como nunca y no respiraba.
Al posarse
frente a ella, el gigante viró su mirada hacia un lado, donde otra figura se
escondía en la negrura. Anabel puso sus ojos en la sombra detrás del monstruo.
Una niña, de no más de 10 años, con un vestido rosado y coletas doradas, con un
control remoto en su mano. Pero en el rostro de esta niña no existía la
inocencia. Una maldad indescriptible se esculpía en su cara. La expresión de
perversidad máxima. El villano más cruel no se comparaba con el ceño fruncido y
la sonrisa enfermiza de esta pequeña.
—¡¿Qué
esperas?!— regañó la niñita al gigante, para después presionar el único botón
que tenía el control en sus manos. De
inmediato, el hombre enorme se convulsionó y emitió gemidos de dolor y
sufrimiento —¡Mátala, esclavo!— le insistió la niña y soltó el botón. El
monstruo miró a Anabel a los ojos e imaginaba que ella era la niñita que lo
controlaba. Entonces, puso una mano sobre la cabeza de Anabel y aplastó su
cráneo en un instante, como si fuera un huevo de gallina. El cerebro y la
sangre pringaron por todas partes y el gigante usó su otra mano para llevarse
el cuerpo a la boca y tragarlo de unas cuantas mordidas, con todo y ropa.
Tras el acto
brutal, la niñita presionó el botón que electrocutaba al gigante una vez más y,
al soltarlo, el gigante se movió mientras gruñía y apretaba sus puños con
sangre fresca, para perderse ambos en las tinieblas de los callejones en la
megalópolis de Ciudad Beta.
FIN
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