miércoles, 26 de diciembre de 2012

17 – El lobo.


    Era tarde en la noche. Las nubes blancas y esponjadas se oscurecían y avanzaban grises devorando las estrellas y comiéndose su luz.  La calle era el dominio de los espectros y demonios noctámbulos. El frío del invierno se sentía más cerca y las sombras deambulaban.
    Los edificios parecían árboles en un bosque oscuro, en las calles suburbanas de Vallecalmo, mas deambulaba a paso lento una silueta pequeña y regordeta.  Vestía un suéter de lana azul, un bolso rojo tan pequeño que sólo le cabrían algunas monedas, bufanda en el cuello y lentes redondos sobre su nariz. Sus zapatos eran sencillos, cómodos y sus medias tenían algunas rasgaduras. Debajo del suéter había un vestido de flores que le llegaba hasta las pantorrillas. Cargaba una bolsa de compras con algunas frutas y pan.
  Parecía que caminaba tan despacio que amanecería antes de que llegara a su destino. La gente prefería no salir debido a los desafortunados eventos de los últimos días en Vallecalmo. Había una atmósfera eléctrica en el aire, como antes de una tormenta, y el viento que soplaba de vez en vez rozaba las copas de los árboles produciendo aterradores silbidos y aullidos que se combinaban con los ladridos de perros callejeros. Las ratas que se escondían en la penumbra chillaban.
  La pequeña anciana había salido de su hogar por algo de comer pero, aunque conocía el lugar por donde andaba, esas calles tenían la mala fama de ser inseguras para los transeúntes. Era fácil encontrar problemas para cualquier persona que se adentrara tan noche por estos territorios. Bandidos buscaban víctimas indefensas para robar todo aquello de valor que puedan cargar con sus manos. Una mujer de la tercera edad estaría completamente vulnerable ante un ataque similar y la policía era rara vez vista por esos lares.
  Mientras la anciana seguía caminando, a lo lejos, alguien la miraba. Vestido de negro con mangas largas y una gorra, escondido detrás de un árbol se encontraba un hombre con la barba mal rasurada y el cabello marrón oscuro, seco y despeinado. Calzando un par de tenis rotos, empezó a andar paso a paso a través de la calle, procurando no hacer ruido ni ser visto, como un depredador salvaje acechando.
  Sigiloso, el hombre esperaría a estar tan cerca como le fuera posible para hacer su movimiento. Mientras, se escondía detrás de los pocos autos estacionados en la calle. Había hecho esto tantas veces, que podía visualizar cómo sería. Sólo debía aproximarse, tomar el bolso y desaparecer en la oscuridad. Debía actuar sigiloso para no causar alerta y rápido para evitar complicaciones.
  Cuando estuvo a un par de automóviles de distancia, analizó a su presa, buscando cualquier artículo de valor, algún collar, anillos, pulseras o aretes. En este momento, su víctima se detuvo y algo dorado calló al suelo junto a ella, parecía una pulsera de oro y quizá el brillo eran diamantes. El ladrón tomó esto como una señal y corrió sin quitar sus ojos del objeto dorado en el suelo, lo agarraría y escaparía.
  El rufián salió de detrás de los carros donde se escondía, trotando y extendiendo su brazo hacia la cosa dorada, hasta que la tuvo en su mano. Sin embargo, al abrir su palma sólo encontró un pedazo de carbón y al voltear observó unas fauces abiertas tan anchas que cabría una persona entera. Entonces, el monstruo que vestía de anciana devoró al ladrón casi sin masticarlo, se lo tragó completamente y, saciada su hambre, pudo por fin regresar a su hogar, en las profundidades del infierno, antes del amanecer.

FIN

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