domingo, 9 de diciembre de 2012

09 – El espejo del Tzelaga.



    Una gota de agua se escurría a través de la piedra, cayendo por una gotera hasta tocar el suelo de La Cueva de los Cráneos, orquestando el ambiente junto con sonidos de tambores de piel, huesos huecos golpeados con troncos de árboles y cascabeles hechos con semillas dentro de cáscaras secas. Dentro de esta cueva,  armado de una antorcha que le iluminaba el camino y una espada, se encontraba Esquilax, un héroe que vagaba por el mundo en búsqueda de peligros y tesoros.
  Esta vez, después de salvarle la vida a decenas de pobladores tras derrotar a un dragón, fue recompensado con un libro tan viejo que sus hojas parecían las de los árboles en otoño.  De este libro obtuvo un mapa que lo guió hasta esta cueva bajo la sospecha de que al final encontraría una corona de luz que le daría al guerrero la capacidad de convertir la noche en día donde sea que él esté. El lugar debía su nombre a los cráneos que decoraban las paredes a cada lado. Cientos o miles de cráneos, uno junto al otro, como miles de caras sin ojos que te observan mientras se atravesaban los peligros del sitio ancestral.
  Esquilax surcó corredores, cámaras, pasillos y pasadizos, rogándoles a los dioses, que lo bendijeron por sus sacrificios y martirios, para que el fuego de su antorcha no se apagara. Sin embargo, la rama de madera que sostenía en su mano fue encendida por el alquimista del pueblo y le aseguró que su llama no se acabaría. Llevaba horas moviéndose a través de hordas de esqueletos armados con lanzas, espadas, escudos, arcos, flechas, ballestas y otros esqueletos con armaduras pesadas y sables de hierro gruesos como un brazo humano, tanto que podrían partir el tronco de un árbol de un golpe.
  Finalmente, alcanzó la cámara más amplia y grande de todo el complejo. El techo era tan alto como un árbol y se sostenía por columnas talladas con historias de batallas épicas y fantásticas. Una mesa rústica de madera se extendía en el centro con platos, tazas, vasos, velas, cubiertos y algunos canastos con panes y frutas momificadas. Sin embargo, todo estaba pintado por una capa de polvo y decorado con telarañas, unas encimas de las otras, como sábanas que cubrían una habitación sin uso.
  En las paredes se encontraban nueve sarcófagos, ocho estaban en los dos costados (había 4 de cada lado) y uno en la pared de enfrente. Aquellos de los costados eran de dos metros de altura pero el noveno de ellos medía un brazo más.
  En el momento en que Esquilax dio un paso dentro de esta cámara, detrás de él, cayó una reja de metal sólido que se clavó en el suelo de piedra, haciendo primero un ruido como de cadenas y posteriormente un estruendo al penetrar la roca. Posteriormente, las puertas de los ataúdes fueron empujadas desde adentro y de ellos salieron esqueletos que portaban armas y cuyos ojos brillaban verdosos. Parecidos a los esqueletos contra los que Esquilax se había enfrentado antes, estos diferían del resto pues poseían una mayor altura y todos portaban coronas doradas sobre sus cabezas huesudas.
  El esqueleto que surgió del ataúd del centro también poseía una corona, sin embargo, de este aditamento surgía luz como si de una antorcha se tratara. Ese debía ser el tesoro que Esquilax estaba buscando. Al instante, los esqueletos fueron a atacarlo: Tres de ellos estaban armados con flechas y arcos; otro, tenía una ballesta; del resto, dos blandían espadas y otro par más empuñaban hachas de guerra. El esqueleto de la corona brillante, cargaba consigo una lanza dorada ornamentada con piedras preciosas, de la cual empezaron a salir chispas y rayos que se abalanzaron directamente contra Esquilax.
  El guerrero dio un salto para resguardarse detrás de una columna y las flechas volaron a pocos centímetros de él. Sujetó su antorcha con piedras y se asomó para analizar la situación. Los cuatro guerreros con armas de corto alcance se dirigían corriendo hacia él, mientras que los esqueletos que lanzaban flechas se mantenían a una distancia segura. El esqueleto de la lanza dorada  no se movía, seguía parado justo donde había puesto sus pies huesudos al salir del ataúd.
  Esquilax, entonces, salió corriendo de detrás de la columna, hacia el par de esqueletos con espadas que ya estaban a unos metros de él. Cuatro flechas volaron en su dirección en un instante y fueron a dar directo al cráneo de uno de los esqueletos que se encontraba en medio del camino. Esquilax arremetió con su espada contra el otro monstruo. Con el mismo impulso, dio un salto para volver a resguardarse detrás de la columna. Las flechas alcanzaron a rozar uno de sus zapatos de cuero, apenas rayándolo como si fueran agujas.
  Rápidamente, Esquilax corrió, tan agachado como pudo, hasta el otro lado de la cámara y pudo posicionarse detrás del esqueleto que portaba una ballesta, al cual le fue imposible defenderse del filo de su espada. Los guerreros armados con hachas dieron media vuelta para ir tras Esquilax, mientras que el esqueleto de la corona brillante volvió a atacarlo, desde su lugar, con una ráfaga de chispas y rayos. Pero, esta vez, Esquilax golpeó este meteoro mágico con su espada, como si bateara una pelota y los rayos fueron a dar contra el grupo de tres arqueros, que estaban a punto de soltar sus flechas en dirección a donde él estaba, regando sus huesos por doquier.
  Los últimos dos entes, aquellos armados con hachas, corrían hacia donde estaba Esquilax. El  esqueleto del casco brillante apuntó su lanza hacia el guerrero y arremetió por tercera vez. Esquilax se hizo a un lado, de inmediato, y el poder oscuro del hechicero impactó contra los últimos dos esqueletos. Ahora estaban solos Esquilax y el hechicero de la corona dorada. Ambos se miraron a los ojos. Los del esqueleto no eran más que cuentas huecas de las cuales provenía un brillo verdoso.
  Esquilax metió su mano en la bolsa y, antes de que el esqueleto pudiera darse cuenta, una bomba de humo explotó entre los dos. El esqueleto empezó a lanzar bolas de fuego por todo el lugar, pero el filo de la espada de Esquilax decapitó su frágil cuello de un solo golpe. El cuerpo del esqueleto cayó como una pirámide de dominós y su cráneo fue a dar a unos metros de la mesa. El guerrero tomó la corona que brillaba y la admiró, pero no se la puso, la guardó y se dispuso a salir de la cueva, cuanto antes, para llevarla a un lugar seguro, pero notó algo detrás del sarcófago principal.
  Un tenue rayo de luz salía por detrás del ataúd de piedra. Era imposible que el fuego pudiera estar prendido en un espacio cerrado tanto tiempo, pues el polvo que se acumuló junto a ese ataúd sugería que la cámara no fue abierta en cientos o miles de años. Esquilax, curioso, se acercó a la lápida y quiso moverla empujando tan fuerte como pudo. Al fracasar sus intentos, tomó varias espadas de los guerreros caídos y las usó de palanca. De esta forma, el ataúd se movió suficientes centímetros como para que entrara su cabeza, y por ende, el resto de su cuerpo.
  Detrás del sarcófago había oscuridad y piedras regadas al azar. No parecía haber sido construido deliberadamente, más bien lucía como un error en la construcción. Sin embargo, tirado en la tierra había un espejo con un marco de plata. Del vidrio salía luz, como una lámpara y el guerrero se escabulló entre el pasadizo para agarrarlo pero, antes de que le pusiera un dedo encima,  un espíritu se manifestó a su lado y su grito hizo eco en todo el recinto —¡ALTO AHÍ!—.
  Sin pensarlo dos veces, Esquilax adoptó posición de combate y sacó un cuchillo que escondía en su ropa. Sus labios no se movieron, pero su rostro mostró fortaleza.
  —No vengo ni puedo hacerte daño, soy sólo un espíritu sin cuerpo. Yo soy el creador de este espejo y las calamidades que ha traído al mundo condenaron a mi espíritu. Para redimirme, mi alma vivirá el resto de los tiempos junto al espejo, para advertir de los terrores que lleva consigo. Pero escucha bien, pues sólo una vez te lo diré, el Tzelaga no puede tomarse a la ligera, es un portal a otra dimensión y cualquiera que se observe en él pagará la pena máxima, no en su cuerpo sino en su alma— dijo el espíritu y al momento su cuerpo se desvaneció como el humo del incienso a la intemperie.
  Edgar, que era el joven que jugaba el videojuego, nunca había oído hablar del Espejo del Tzelaga ni de una bóveda secreta detrás del sarcófago del rey esqueleto. Pensaba que se trataba de un error, guardó el juego sin tomar el espejo y lo cerró. Recorrió foros y páginas dedicadas a ese videojuego, buscando por “El espejo del Tzelaga”, pero después de varias horas de exploración no pudo encontrar ni un rastro y la única respuesta lógica que obtuvo era que se trataba de un extraño error  en la programación y que lo mejor era reiniciarlo.
  Hambriento y cansado de que lo llamaran loco, se levantó de su asiento con la espalda adolorida y emprendió el rumbo hacia su cocina. Pero, cuando apenas había dado unos pasos fuera de su  computadora, a Edgar le pareció ver un brillo plateado, sobresaliendo entre las mantas de su cama. Atraído y maravillado, avanzó hacia él. En su mente, caminaba sigiloso y con la guardia en alto. Cuando estuvo a un metro del objeto, pudo descubrirlo jalando la manta que lo tapaba.
  Su boca estaba abierta completamente, su corazón se agitaba y sus ojos no podían creer lo que veían. El Espejo del Tzelaga se encontraba ahí mismo, frente a él, en su habitación. Recordó la advertencia que escuchó en el videojuego pero, en esta ocasión, el espíritu no se manifestó, ninguna voz sonó en su cabeza. Sólo eran él y el espejo.
  La tentadora idea de observar otra dimensión a través de un espejo mágico le fue irresistible a Edgar, especialmente con un cuerpo tan cansado, que había vivido tanto tiempo en la fantasía. Por lo que tomó el espejo con sus dos manos, lo colocó frente a sí y pudo ver un remolino de nubes que giraban en espiral y se precipitaban al fondo de un agujero negro  del cual salían rayos y chispas de todos los colores del espectro observable. Este remolino, comenzó a jalar la cabeza de Edgar hacia el fondo del agujero y su cabeza atravesó el cristal.
  Algunos pedazos de vidrio se enterraron y otros le abrieron la piel  de su cráneo cuando este atravesó el marco. El golpe fue tan duro que su cuerpo cayó del asiento de su computadora, quedando más inconsciente de lo que estaba y muriendo a los pocos minutos. La policía de Vallecalmo encontró su cuerpo junto al asiento de su computadora, con el monitor destrozado y registraron la muerte como un suicidio.

FIN

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