Era lunes y la luna ya casi había desaparecido por completo en el pueblo de Vallecalmo. Las tiendas comenzaban a aumentar sus ventas por los festejos del fin de año y el tráfico en las calles arreciaba. Las vacaciones estaban un paso más cerca y la mayoría gente se apresuraba a concluir sus actividades, pensando más en el descanso que en el trabajo, queriendo abrir regalos que aún no se han comprado. Conforme se adentraba diciembre, aumentaba el frío y las noches eran más oscuras.
En un gimnasio en pleno centro de Vallecalmo, el corazón de un hombre se agitaba y bombeaba sangre a todo su cuerpo como un motor en su máxima potencia. Se trataba de Adrián, conocido en el mundo de la clandestinidad como el Buque Stukov, un traficante de narcóticos especializados para aumentar la musculatura, acelerar el metabolismo, aumentar de peso y todo tipo de suplementos y sustancias para mejorar el rendimiento. Cinco años atrás, él hubiera pasado las noches sumido en los libros, con su cuerpo aún adolorido por las palizas que recibía en su escuela todos los días. Pero ahora, su cuerpo endeble se había transformado por el de un atleta griego. Su sus músculos eran tan grandes, que tenía que pasar caminando de costado, como un cangrejo, por la puerta de su casa y aun así, no era un trabajo sencillo.
Llevaba varios minutos levantando las mismas pesas sin parar. Ya casi todas las luces del gimnasio estaban apagadas y el lugar estaba vacío. Pasaba tanto tiempo en ese gimnasio, que había hecho arreglos con el dueño para tener una llave del lugar sabiendo que lo encontraría ahí, la mañana siguiente, levantando pesas o en alguna de las máquinas. En esta ocasión, Adrián se había inyectado un coctel de sustancias selectas, adecuadas a un régimen de calorías veinte veces superior al normal, las cuales obtenía únicamente a base de pollo, arroz, hongos y licuados de huevos con malteadas. Su mente sólo pensaba en hacer la repetición que seguía. Su nariz soplaba como una locomotora a vapor. Junto a él, unas bocinas tocaban un ritmo electrónico y repetitivo, monótono y minimalista.
Se ejercitaba enojado. Esa semana había tenido una serie de desaciertos y su lunes no fue mejor. A Adrián le enfadaba cuando su régimen alimenticio y de ejercicio no le salía como estaba planeado. En la mañana, si licuadora se quemó y en un acto de furia la arrojó por la ventana, rompiendo un vidrio. Más adelante, alguien estaba usando su máquina preferida en el gimnasio y casi termina arrojado por la ventana también, si no fuera porque su amigo, el dueño, estaba por ahí a tiempo para calmarlo. Además, unas horas atrás, el celular se aplastó contra su mano, cuando sus dedos anchos no alcanzaban a teclear correctamente y, colérico, apretó su puño con el aparato adentro. Pero su mente no estaba concentrada en problemas mundanos. Para él, gastar energía pensando en cualquier cosa, que no sea el ejercicio, era un desperdicio de tiempo y esfuerzo.
No sentía dolor en sus músculos, un torrente de energía corría por sus ventas, pero esta sólo se acumulaba más y más. Como si fuera un lápiz, lanzó las pesas que estaba levantando y éstas fracturaron el suelo al estamparse. Adrián, entonces, tomó una barra y la llenó con todas las pesas que pudo encontrar, de ambos lados. Empezó a levantarla y las venas de su cuello y cabeza parecía que iban a reventar. Pero no sentía dolor ni esfuerzo, la energía se acumulaba más y más y esto le frustraba.
Por segunda ocasión arrojó la barra con las pesas hasta impactar el suelo y gritó de desesperación. Apretaba sus músculos tan fuerte como podía, tratando de que ese cosquilleo que sentía se reemplazara con el placer que viene con el dolor del esfuerzo físico, pero no era suficiente. Fue directo hacia una de las máquinas que estaba fija al suelo con remaches bien atornilladas y de hierro sólido. Puso sus dos manos en los costados y empujó. El piso comenzó a crujir a los pocos segundos de que el gigante puso fuerza, pero por más que empujaba, la máquina no se movía. Sin embargo, su espalda tronó y el gigante cayó al suelo.
Ese último tronido sí lo había sentido. Tirado en el suelo, sus músculos latían junto con su corazón, deseaba satisfacer su deseo de quemar calorías pero su espalda no le dejaba continuar.
Su mochila estaba a pocos metros de él y llegar hasta ella, sólo con sus brazos, le tomó el mismo esfuerzo que a cualquier otra persona le costaría cambiar la hoja de un libro. Al abrirla, varias jeringas y paquetes con pastillas y sustancias químicas se desparramaron por el suelo, junto con alcohol, algodones, gasas y bebidas energéticas. Aún en el suelo, se apoyó boca arriba y abrió los paquetes de pastillas, ingiriendo todas las que tenía, sin beberlas, simplemente masticándolas y tragándolas. Posteriormente, tomó una jeringa y empezó a inyectarse el contenido de ampolletas, una tras otra, mecánicamente, como si fuera un ejercicio, y él contaba cada una que metía en su cuerpo. Cuando se le agotaron los medicamentos, bebió de los refrescos energéticos y, entonces, su adrenalina se disparó al máximo.
Se puso de pie de un brinco y apretó sus músculos tanto como pudo, mientras gritaba eufórico. Dio un salto desde donde estaba y su camisa se rasgó con el techo, él terminó por arrancársela y arrojarla. Inconsciente de lo que hacía, se dirigió hasta la salida corriendo y, al pasar por la puerta, sus brazos golpearon los costados de esta, pero no frenó su camino, los ladrillos salieron disparados como si hubieran explotado y el Buque salió a la calle.
Afuera del gimnasio, cruzando la calle, estaba uno de los bares más exclusivos del lugar. Adrián era bien conocido ahí, sin embargo, al acercarse a la puerta, los guardias lo detuvieron de inmediato.
—Sabes que no puedes entrar así, Stukov—. Le dijo uno de los guardias, ambos se conocían bien pues Stukov solía surtirle suplementos alimenticios. Pero, al ver el rostro del Buque, que era como un toro a punto de embestir a una bestia, le dijo rápidamente— ¡Anda! Consigue una camisa y te invito una copa… o mejor… ¡Una botella!— agregó nervioso.
El gigante intentó responder y sonidos salieron de su boca, pero parecían más bien gruñidos. No podía articular palabra alguna y empujó al guardia con sus dos manos. Este hombre, que pesaba más de cien kilos, fue a dar a una pared a dos metros de distancia y cayó tan adolorido que le fue imposible levantarse.
Inmediatamente, los otros dos guardias se abalanzaron sobre el gigante, pero era inútil. Stuvok los tomó de sus cuellos y apretó tan fuerte que sus ojos salieron disparados y sus cabezas se separaron de su cuerpo, mientras gritaba maniaco. La gente entró en pánico, algunos de los que estaban en la fila corrieron y se tropezaron con la soga que servía de separador. Otros buscaron dónde esconderse y algunos pocos estaban paralizados del terror. Una joven se quedó parada en la fila, gritando descontrolada y el Buque fue directo hacia ella.
Cuando estuvo a un metro de distancia, un par de hombres se interpusieron para ayudar a la dama en apuros y uno de ellos dirigió su puño contra El Buque, pero este último no se movió ni un centímetro. Quizá, si hubieran golpeado un edificio, este hubiera temblado, pero no Stukov, quien arrojó a los tres con un solo movimiento de su brazo. Una patrulla de policía se detuvo y los agentes salieron con sus pistolas apuntando al monstruo.
—¡Alto ahí!— Le gritaban desde un altavoz — ¡Alto o disparamos!— Pero, en la cabeza de Adrián, esas voces apenas y eran perceptibles. Corrió hacia la calle hasta un automóvil que estaba estacionado frente al bar y entre Stukov y los policías. Puso sus dos manos bajo el vehículo y lo elevó por los cielos, como si se tratara de la caja de cartón de un refrigerador, cayendo sobre y destrozando el vehículo policial. Ambos policías saltaron y apenas alcanzaron a salvarse. Les costaba trabajo entender lo que había pasado, pero esos segundos de confusión fueron suficientes para que El Buque tomara a uno de ellos de su pierna y lo lanzara a volar. Su cuerpo fue a dar en el techo de un edificio.
El policía que quedaba vivo, le quitó el seguro a su arma, cargó y jaló del gatillo seis veces. Pero las balas no detuvieron al buque. En realidad, no daba muestras de haber percibido los balazos, sólo fue hacia el policía y lo aplastó como un elefante pisoteando a un león. Pero Adrián no estaba satisfecho aún, al ver el edificio de oficinas que tenía al lado, tuvo una necesidad de derribarlo, como si fuera un oponente que debía derrotar. Puso sus manos en las paredes y empujó con tanta fuerza como pudo, pero el edificio no se movía. Además, tenía seis agujeros de bala en el pecho y, cada vez que su corazón latía, chorros de sangre salían de su cuerpo, manchando de rojo a su alrededor.
Empujó una segunda vez sin resultados. Entonces, golpeó repetidas veces la pared con sus puños y de sus nudillos empezó a salir sangre. Los huesos de sus manos estaban a punto de romperse cuando todo se desvaneció. Su gigante cuerpo se desplomó en un charco de sangre, pálido e inconsciente. Su cerebro, sin sangre, murió y su corazón lo siguió. Falleciendo así El Buque Stukov.
En un gimnasio en pleno centro de Vallecalmo, el corazón de un hombre se agitaba y bombeaba sangre a todo su cuerpo como un motor en su máxima potencia. Se trataba de Adrián, conocido en el mundo de la clandestinidad como el Buque Stukov, un traficante de narcóticos especializados para aumentar la musculatura, acelerar el metabolismo, aumentar de peso y todo tipo de suplementos y sustancias para mejorar el rendimiento. Cinco años atrás, él hubiera pasado las noches sumido en los libros, con su cuerpo aún adolorido por las palizas que recibía en su escuela todos los días. Pero ahora, su cuerpo endeble se había transformado por el de un atleta griego. Su sus músculos eran tan grandes, que tenía que pasar caminando de costado, como un cangrejo, por la puerta de su casa y aun así, no era un trabajo sencillo.
Llevaba varios minutos levantando las mismas pesas sin parar. Ya casi todas las luces del gimnasio estaban apagadas y el lugar estaba vacío. Pasaba tanto tiempo en ese gimnasio, que había hecho arreglos con el dueño para tener una llave del lugar sabiendo que lo encontraría ahí, la mañana siguiente, levantando pesas o en alguna de las máquinas. En esta ocasión, Adrián se había inyectado un coctel de sustancias selectas, adecuadas a un régimen de calorías veinte veces superior al normal, las cuales obtenía únicamente a base de pollo, arroz, hongos y licuados de huevos con malteadas. Su mente sólo pensaba en hacer la repetición que seguía. Su nariz soplaba como una locomotora a vapor. Junto a él, unas bocinas tocaban un ritmo electrónico y repetitivo, monótono y minimalista.
Se ejercitaba enojado. Esa semana había tenido una serie de desaciertos y su lunes no fue mejor. A Adrián le enfadaba cuando su régimen alimenticio y de ejercicio no le salía como estaba planeado. En la mañana, si licuadora se quemó y en un acto de furia la arrojó por la ventana, rompiendo un vidrio. Más adelante, alguien estaba usando su máquina preferida en el gimnasio y casi termina arrojado por la ventana también, si no fuera porque su amigo, el dueño, estaba por ahí a tiempo para calmarlo. Además, unas horas atrás, el celular se aplastó contra su mano, cuando sus dedos anchos no alcanzaban a teclear correctamente y, colérico, apretó su puño con el aparato adentro. Pero su mente no estaba concentrada en problemas mundanos. Para él, gastar energía pensando en cualquier cosa, que no sea el ejercicio, era un desperdicio de tiempo y esfuerzo.
No sentía dolor en sus músculos, un torrente de energía corría por sus ventas, pero esta sólo se acumulaba más y más. Como si fuera un lápiz, lanzó las pesas que estaba levantando y éstas fracturaron el suelo al estamparse. Adrián, entonces, tomó una barra y la llenó con todas las pesas que pudo encontrar, de ambos lados. Empezó a levantarla y las venas de su cuello y cabeza parecía que iban a reventar. Pero no sentía dolor ni esfuerzo, la energía se acumulaba más y más y esto le frustraba.
Por segunda ocasión arrojó la barra con las pesas hasta impactar el suelo y gritó de desesperación. Apretaba sus músculos tan fuerte como podía, tratando de que ese cosquilleo que sentía se reemplazara con el placer que viene con el dolor del esfuerzo físico, pero no era suficiente. Fue directo hacia una de las máquinas que estaba fija al suelo con remaches bien atornilladas y de hierro sólido. Puso sus dos manos en los costados y empujó. El piso comenzó a crujir a los pocos segundos de que el gigante puso fuerza, pero por más que empujaba, la máquina no se movía. Sin embargo, su espalda tronó y el gigante cayó al suelo.
Ese último tronido sí lo había sentido. Tirado en el suelo, sus músculos latían junto con su corazón, deseaba satisfacer su deseo de quemar calorías pero su espalda no le dejaba continuar.
Su mochila estaba a pocos metros de él y llegar hasta ella, sólo con sus brazos, le tomó el mismo esfuerzo que a cualquier otra persona le costaría cambiar la hoja de un libro. Al abrirla, varias jeringas y paquetes con pastillas y sustancias químicas se desparramaron por el suelo, junto con alcohol, algodones, gasas y bebidas energéticas. Aún en el suelo, se apoyó boca arriba y abrió los paquetes de pastillas, ingiriendo todas las que tenía, sin beberlas, simplemente masticándolas y tragándolas. Posteriormente, tomó una jeringa y empezó a inyectarse el contenido de ampolletas, una tras otra, mecánicamente, como si fuera un ejercicio, y él contaba cada una que metía en su cuerpo. Cuando se le agotaron los medicamentos, bebió de los refrescos energéticos y, entonces, su adrenalina se disparó al máximo.
Se puso de pie de un brinco y apretó sus músculos tanto como pudo, mientras gritaba eufórico. Dio un salto desde donde estaba y su camisa se rasgó con el techo, él terminó por arrancársela y arrojarla. Inconsciente de lo que hacía, se dirigió hasta la salida corriendo y, al pasar por la puerta, sus brazos golpearon los costados de esta, pero no frenó su camino, los ladrillos salieron disparados como si hubieran explotado y el Buque salió a la calle.
Afuera del gimnasio, cruzando la calle, estaba uno de los bares más exclusivos del lugar. Adrián era bien conocido ahí, sin embargo, al acercarse a la puerta, los guardias lo detuvieron de inmediato.
—Sabes que no puedes entrar así, Stukov—. Le dijo uno de los guardias, ambos se conocían bien pues Stukov solía surtirle suplementos alimenticios. Pero, al ver el rostro del Buque, que era como un toro a punto de embestir a una bestia, le dijo rápidamente— ¡Anda! Consigue una camisa y te invito una copa… o mejor… ¡Una botella!— agregó nervioso.
El gigante intentó responder y sonidos salieron de su boca, pero parecían más bien gruñidos. No podía articular palabra alguna y empujó al guardia con sus dos manos. Este hombre, que pesaba más de cien kilos, fue a dar a una pared a dos metros de distancia y cayó tan adolorido que le fue imposible levantarse.
Inmediatamente, los otros dos guardias se abalanzaron sobre el gigante, pero era inútil. Stuvok los tomó de sus cuellos y apretó tan fuerte que sus ojos salieron disparados y sus cabezas se separaron de su cuerpo, mientras gritaba maniaco. La gente entró en pánico, algunos de los que estaban en la fila corrieron y se tropezaron con la soga que servía de separador. Otros buscaron dónde esconderse y algunos pocos estaban paralizados del terror. Una joven se quedó parada en la fila, gritando descontrolada y el Buque fue directo hacia ella.
Cuando estuvo a un metro de distancia, un par de hombres se interpusieron para ayudar a la dama en apuros y uno de ellos dirigió su puño contra El Buque, pero este último no se movió ni un centímetro. Quizá, si hubieran golpeado un edificio, este hubiera temblado, pero no Stukov, quien arrojó a los tres con un solo movimiento de su brazo. Una patrulla de policía se detuvo y los agentes salieron con sus pistolas apuntando al monstruo.
—¡Alto ahí!— Le gritaban desde un altavoz — ¡Alto o disparamos!— Pero, en la cabeza de Adrián, esas voces apenas y eran perceptibles. Corrió hacia la calle hasta un automóvil que estaba estacionado frente al bar y entre Stukov y los policías. Puso sus dos manos bajo el vehículo y lo elevó por los cielos, como si se tratara de la caja de cartón de un refrigerador, cayendo sobre y destrozando el vehículo policial. Ambos policías saltaron y apenas alcanzaron a salvarse. Les costaba trabajo entender lo que había pasado, pero esos segundos de confusión fueron suficientes para que El Buque tomara a uno de ellos de su pierna y lo lanzara a volar. Su cuerpo fue a dar en el techo de un edificio.
El policía que quedaba vivo, le quitó el seguro a su arma, cargó y jaló del gatillo seis veces. Pero las balas no detuvieron al buque. En realidad, no daba muestras de haber percibido los balazos, sólo fue hacia el policía y lo aplastó como un elefante pisoteando a un león. Pero Adrián no estaba satisfecho aún, al ver el edificio de oficinas que tenía al lado, tuvo una necesidad de derribarlo, como si fuera un oponente que debía derrotar. Puso sus manos en las paredes y empujó con tanta fuerza como pudo, pero el edificio no se movía. Además, tenía seis agujeros de bala en el pecho y, cada vez que su corazón latía, chorros de sangre salían de su cuerpo, manchando de rojo a su alrededor.
Empujó una segunda vez sin resultados. Entonces, golpeó repetidas veces la pared con sus puños y de sus nudillos empezó a salir sangre. Los huesos de sus manos estaban a punto de romperse cuando todo se desvaneció. Su gigante cuerpo se desplomó en un charco de sangre, pálido e inconsciente. Su cerebro, sin sangre, murió y su corazón lo siguió. Falleciendo así El Buque Stukov.
FIN
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