Antes de ser una ciudad en crecimiento, Vallecalmo tenía un pequeño aeropuerto. Con una pista tan corta que sólo pocas naves podía aterrizar en ella. Con los años, esta pista se movió a las afueras de la ciudad, al sureste, para convertirse en un aeropuerto de primer mundo. Sin embargo, del antiguo aeropuerto sólo quedó una atalaya de madera que servía de primitiva torre de control. Esta atalaya fue reubicada como un monumento en la zona turística del pueblo, justo donde terminaría el desfile del último festejo de esa semana de diciembre.
La tarde caía, por la calle se desplazaba una procesión conformada por bailarines, gente disfrazada, turistas maravillados, niños que jugaban y gente parada que salía de sus negocios para admirar el festival. Algunos de los disfraces eran tan exuberantes como sombreros de dos metros de altura o capas que eran cargadas por globos inflados con helio. Todo era diversión y festejo, sin embargo, escondidos en las sombras y tratando de pasar desapercibidos, estaba un grupo de policías, cuyos uniformes azules con detalles metálicos se mimetizaban a la perfección con el resto de los disfraces que circulaban por esa misma calle. Sin embargo, estos eran policías de verdad.
Un operativo completo se había desplegado en los alrededores de la calle principal, en la zona turística de Vallecalmo, pues el departamento de policía local recibió esa misma tarde una carta con un mensaje diciendo “El festival de esta noche tendrá un final muy prendido” y estaba firmado por un tal “murciélago de fuego”. La carta estaba parcialmente quemada por las orillas, además de oler a gasolina. Meses atrás, una carta similar llegó a la oficina que administra los parques y áreas boscosas de la ciudad y hubo un tremendo incendio en el costado de la colina al suroeste que, de acuerdo al análisis forense, fue iniciado deliberadamente.
Se desplegaron policías armados con pistolas de agua que de vez en vez mojaban a las personas que pasaban, además de oficiales encubiertos disfrazados de payasos con globos y supuestos tanques para inflarlos, que en realidad eran extintores. El camión de bomberos fue llenado y se estacionó en un almacén en los muelles. Para terminar de asegurar la zona, todos los malabaristas que llevaran antorchas prendidas de fuego fueron retirados del festival y dos agentes se colocaron en los techos de dos edificios estratégicos que cubrían la mayor parte de la zona. Estos agentes estaban equipados con cámaras de visión infrarroja especiales para captar conatos de incendio.
La tensión era alta. Los agentes de la ley esperaban que nada sucediera, que el evento transcurriera con calma. Pero, entre la gente que se divertía y reía mientras bailaban al ritmo de la música, había alguien que no estaba feliz. Entre el público caminaba un hombre con unos lentes gruesos y anchos, camisa a cuadros con mangas largas fajada en un pantalón de obrero con un cinturón adorado por una hebilla de hierro cromada. Sus zapatos estaban rayados y empolvados, sin embargo, habían sido pintados recientemente con un barniz económico. En la única bolsa de su camisa, guardaba una cajetilla de cigarros y su cara estaba desprovista de pelo.
Este hombre a rayas caminaba tratando de sonreír, pero su gesto estaba entumecido con ceño fruncido severamente y su boca mostraba desaprobación por todo lo que veía a su alrededor. Odiaba la música, odiaba a la gente, a los niños riendo. Su gesto se endurecía aún más cuando veía payasos, colores y a los bailarines disfrazados que pasaban danzando. Sin embargo, nadie le prestaba atención, todos estaban tan entretenidos festejando que pasaba desapercibido. Con la noche ya caída, su atuendo opaco lo hacía destacar menos junto a las brillantes máscaras, pelotas y luces de colores.
Sus lentes estaban rayados y poco le servían para ver, además, todo el ruido lo distraía de cualquier imagen… a excepción de La Atalaya, la antigua torre de vigilancia, que podía verse a través de cuatro calles de distancia. Parte de la procesión ya se acercaba a esta, pero, llegado a un punto, estos se detendrían y la mayoría de las personas se encontrarían en los alrededores del parque donde se encontraba esta edificación construida únicamente de madera y tornillos.
Cuando este hombre veía a un policía, giraba su cabeza para otro lado, sin embargo, al voltear veía enseguida a payasos que a sus pies tenían mochilas con las siglas del departamento de policía y no regalaban globos a nadie. Además, por el reflejo de los binoculares, le fue imposible no darse cuenta que había agentes uniformados sobre los techos de dos hoteles. El no llevaba consigo más que sus cigarrillos, un encendedor en su bolsa y una cartera con un par de billetes y unas monedas. Pero, así como la policía había hecho un despliegue estratégico, él también tenía un plan, así que siguió avanzando con el resto de la multitud.
A sólo dos calles de distancia se encontraba de la Atalaya cuando él se salió de la calle para dirigirse a un teléfono público, donde puso unas monedas y marcó a un número. Sus dedos temblaban cuando cada vez que presionaba los botones. La pareció una eternidad cuando el teléfono marcaba, pero al final contestaron.
— Aquí Mente Maestra— Se escuchó del otro lado, con dificultad.
—Soy el murciélago, enciendo el horno ahora ¿Entendido?— respondió el hombre.
— Entendido, ya sabes la señal— y dicho esto, aquel que se hacía llamar Mente Maestra colgó el teléfono y el murciélago colgó también. Una moneda calló del teléfono cuando terminó su llamada, pero el ruido afuera de la cabina hizo que el hombre no escuchara nada.
El murciélago volvió a sumergirse en el río de personas y se dejó llevar por la corriente de gente que pasaba. Entonces, a los pocos minutos, detrás del ruido de la gente y la música, a lo lejos, se escuchó el inconfundible sonido de la alarma del camión de bomberos. Al oeste de la ciudad, entre las dos montañas, se podía observar humo y una luz rojiza que provenía de los árboles. Los agentes en los techos de los hoteles apreciaron esto a lo lejos con facilidad, sin embargo, el camión de bomberos tuvo dificultades para llegar pues muchos vehículos estaban mal estacionados en la avenida que daba camino al bosque. La policía había facilitado un camino para el camión de bomberos alrededor de las calles del desfile, sin embargo, nadie contaba con que habría fuego en el bosque.
Mientras tanto, en el desfile. El murciélago se seguía abriendo paso entre la multitud, como un vampiro que vuela a toda velocidad y atraviesa la oscuridad de la noche entre árboles, ramas y postes, con la cara como de un monstruo furioso, pero frío y calculador. Faltaba una calle para llegar a la Atalaya, pero volvió a salirse del torrente de personas para refugiarse en una tienda de alimentos, que en ese momento tenía más clientela de lo común. El murciélago compró una botella con un alto grado de alcohol, pagó con el par de billetes que tenía en su cartera y continuó su camino hacia la torre.
En menos de tres minutos, El Murciélago ya había llegado a la base de la torre, completamente inadvertido, a los ojos de la policía, sólo era un paseante que disfrutaba de la noche. Tranquilamente, subió las escaleras de la torre, con su botella en mano. Al llegar hasta arriba, se apoyó en el barandal de madera del borde y puso su botella destapada en el piso y el alcohol en su interior comenzó a derramarse. La gente alrededor sentía el olor al alcohol pero, puesto que había gente bebiendo por doquier, no le prestaron la más mínima atención. Cuando la botella se había vaciado casi por completo y sólo le quedaban unas gotas, el murciélago sacó su encendedor plateado, lo prendió y lo lanzó al charco de alcohol en fondo de la torre, sin pensarlo ni un segundo.
Cuando el fuego del encendedor estuvo en contacto con los gases volátiles que se desprendían de la bebida alcohólica, hubo una explosión. El murciélago no tuvo tiempo de bajar de la torre pues la madera hizo ignición casi al instante. La atalaya estaba tan vieja que las tablas se habían secado casi por completo, además de las capas de barniz en aceite, parecía una antorcha gigante y su calor era tan intenso que los árboles cercanos se prendieron también.
El caos de ese incendio tuvo múltiples víctimas, pero sólo El murciélago falleció incinerado por las llamaradas que él mismo había provocado. Veinte personas murieron aplastadas por el desorden y hubo decenas de heridos. Sin embargo, al final, la predicción de El murciélago de fuego se hizo realidad sólo para él.
FIN
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