—Por favor, despierta…— dijo una mujer sollozando. En ese momento, tuve consciencia mi existencia, pero no estaba en ningún lugar y tampoco tenía un cuerpo. No me movía y el tiempo no pasaba. No sabía quién era ni dónde estaba. Mi mente era un vacío de oscuridad silenciosa donde lo único que existía era mi consciencia.
—¡¿Hay alguien ahí?!— Grité. Pero no hubo respuesta, tampoco eco. Al menos sabía que no estaba en una cueva —¡¿Hay alguien?!— Insistí, sin resultados.
El miedo de la desesperanza me abrumaba, la curiosidad no satisfecha me alteraba y la soledad me hubiera sofocado si tuviera cuerpo. Pero no podía sentir, ninguna emoción brotaba de mi corazón, ninguna alegría o tristeza. No tenía peso, pero eso no significaba que la experiencia era similar a flotar, simplemente existían mis pensamientos, sin cuerpo, sin forma, ni leyes de la física. Ideas subjetivas viajando en la nada.
— No hay nada que temer, joven— dijo una voz de un hombre joven quien parecía hablar a través de un envase vacío o una radio. Pero su voz vino y se fue. Quizá sólo fue una alucinación mía. —Debes descansar— volvió a surgir la voz —Tienes que dormir— decía. Jamás en mi vida había escuchado esa voz antes, de eso estaba seguro como si tuviera mi memoria.
—¡¿Quién está ahí?!— volví a gritar. Aún sin respuesta. En el vacío donde mi mente flotaba, surgían sonidos de repente. Algunos eran voces, otras sólo fragmentos de palabras indescifrables. Como un teléfono cuya señal está fallando.
—¿Por qué debo descansar?— pregunté a la nada, sin saber qué esperar —¿Por qué debería dormir?— pregunté ya más para mí mismo, que para quien sea que estuviera hablando, si es que tal ser existía —¿Dónde estoy?— cuestioné, pero no recibí una respuesta directa. Sonidos inentendibles llenaban mi cabeza a ratos, pero sin sentido sólo confundía más.
— Ya has estado aquí much… …es descans…— Insistía la voz del hombre, que era la que escuchaba más cercana— … relajarte… sólo duerme…— decía. Sus palabras resonaban en mi consciencia y me adormecían. Conforme me relajaba, todo se iluminó, como si un vehículo se acercara con sus luces prendidas en medio de la noche, pero esta luz no me molestó, al contrario, me hizo sentir de nuevo.
La luz era abrigadora, cálida. La paz que sentía era aquella de flotar sobre un río calmo. Era como una droga que me dopaba. Ya nada me preocupaba, ya no había más problemas.
—¡Despierta, por favor!— sonó. Y la luz se ahuyentó al instante, regresando al oscuro vacío donde sólo existía mi consciencia. La voz se me hacía familiar, la había escuchado antes. En realidad, ya antes había pedido que me despertara. No entendía qué estaba pasando. Los ruidos y las voces volvieron, como criaturas malignas que sólo salen cuando el sol se oculta.
—…es muy tarde…— decía una de las voces —… salir de aquí… … … No habrá mañana… … Nueva vida…— el ruido que había hacía imposible comprender algo más, pero en el fondo era claro que alguien estaba llorando, un sollozo adornaba a lo lejos el caos de sonidos. No sabía quién era esa persona o ser, pero el sitio oscuro y frío en el que me encontraba era todo lo opuesto a la paz y tranquilidad de la luz.
Inmediatamente que pensé en la luz, vino a mi mente la calma. Como una ser bañado por una ola de agua dulce, después de recorrer el desierto, la luz surgió y me rodeó. El placer que sentía era aquel de cuando uno se quita los zapatos y se acuesta para relajarse, después de un día arduo. La felicidad de terminar de leer un buen libro. Ese momento de desconexión durante un orgasmo.
Como si todo mi peso se sumergiera en un colchón suave, me dejé de llevar. Flotando sobre una balsa inexistente a través de un río invisible de sutil corriente. El confort que sentía era del gusto más sencillo, de la textura más blande y tersa que puede existir. Era como el toque de un ángel o como ascender al cielo, donde verías a todos los seres que alguna vez amaste y perdiste.
Conforme me dejaba llevar, iba entrando en un sueño profundo y por fin, una imagen vino a mi consciencia. Era la de un bebé, recién nacido, gritándole al mundo. Luego este niño crecía. Sus padres eran jóvenes, se divertían en el jardín de su casa con una manguera de agua. Ambos reían y un perro trataba de no mojarse más, pero su pelo ya estaba suficientemente mojado, así que se agitó para quitarse el agua, empapando a todo el mundo.
El joven llegaba a la escuela, el olor de los salones era el de pintura fresco y plástico. Recordaba las risas de sus compañeros y su maestro que lo regañaba. Luego, con el cabello crecido y granos en su cara, el joven leía un libro mientras descansaba sobre la rama de un árbol y escuchaba música con unos audífonos. Con sus ojeras más grandes, el adolescente lloraba desconsolado en un árbol, pero una voz lo interrumpió —¿Estás bien?—preguntó una joven compañera suya. De inmediato, él se secó las lágrimas con su ropa.
Esa voz le recordó a aquella que le pedía que se despertara y así comprendió. Haciendo un esfuerzo descomunal, se alejó de la luz y el vacío lo rodeó nuevamente, se vació en él, se dejó consumir por la oscuridad y de la profundidad pudo escuchar su voz, como un gemido de sufrimiento. Entonces, el dolor apareció, junto con la sensación de su peso. Tenía huesos fracturados y golpes.
Cuando abrió los ojos, los doctores se alarmaron y lo rodearon las enfermeras, llenándolo de tubos. La sala estaba completamente iluminada y máquinas alrededor emitían pitidos y zumbidos, junto con la gente que iba y venía y gritaban utilizando terminología científica inentendible. Sin embargo, de entre el caos, los ojos llenos de lágrimas de una mujer se cruzaron con los suyos y ella se paró y corrió hacia sus brazos, haciendo a un lado a los doctores y enfermeras que lo custodiaban.
Con un esfuerzo descomunal y su voz seca, el hombre que estaba acostado en la camilla, lleno de heridas, le alcanzó a decir —Gracias por despertarme…—.
FIN
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