lunes, 17 de diciembre de 2012

14 - El Tambor invisible.



    La energía fluía en el mercado de Vallecalmo. Entre los compradores que llegaban por manadas para arrasar con la mercancía para el fin de semana, los mercaderes que invitaban a los posibles clientes y los despachaban con sus ventas, hasta repartidores, limpiadores y administradores que traían nuevos paquetes de alimentos y descargaban camiones enteros que la ciudad consumía.
    Uno de los productos favoritos de los habitantes de Vallecalmo era el pescado. Anteriormente, los pobladores hubieran ido al lago o al río a pescar, sin embargo, desde que se establecieron restricciones para la caza y la pesca, la mayoría de las personas encontraba más sencillo ir al mercado o al centro comercial para comprar una mayor variedad de pescados a un bajo costo y sin la necesidad de esperar a que muerdan el anzuelo.
    Aquellos pescados congelados, que traían desde muy lejos, eran los menos apreciados por los comensales en Vallecalmo. Los mercaderes sabían que si querían vender su pescado debía estar lo más fresco posible. Por esto, los camiones con pescados traídos de la costa al oeste eran los mejor cotizados, pero antes de pasar al mercado a venderse, debían destriparse. Para esto, se había establecido un equipo de expertos destripadores que pasaban todo el día sumergidos entre pescados y restos de vísceras y sangre.
    De los tres destripadores que había en el mercado, uno llevaba trece años trabajando en ese lugar. Era tan veloz que se decía que sacaba las entrañas de los pescados más rápido que lo que se atrapaban. Literalmente, solía terminar el trabajo de toda una jornada en un par de horas. Su técnica era tal que en ocasiones destripaba más de un pescado por segundo. Su nombre era Samir, era soltero y tenía veintinueve años. De los cuales, los diez últimos los había pasado extirpando las vísceras de peces muertos.
    La tarde de ese viernes, se esperaban grandes cantidades de clientes y mercancía que debían despacharse. Samir ya esperaba, sentado en su silla, con su cuchillo afilado y todo listo para comenzar a trabajar, cuando su jefe se acercó para darle malas y buenas noticias. Uno de sus compañeros tuvo un accidente que lo dejó internado en un hospital, grave. Era imposible que viniera a ayudarlo. Por lo que Samir y su otro colega serían los únicos encargados de preparar la mercancía del día. La buena noticia era que si Samir podía cubrir la cuota de su compañero accidentado, él recibiría doble paga.
  Si bien, no estaba acostumbrado a esforzarse más de la cuenta, para Samir sería una labor sencilla hacer el trabajo de otro hombre. Podría hacer la labor relajadamente y aún tener tiempo para un par de descansos. Siempre y cuando su compañero no lo atrasara, le esperaba un día que pasaría en un parpadeo. Para él era dinero fácil.
  Su técnica fue desarrollada con la maestría que sólo produce la disciplina y la práctica de un monje tibetano. Entrenó tanto su cuerpo como su mente. El área en el que trabaja estaba grabada como jeroglíficos en la piedra de su cabeza, literalmente podía hacer su trabajo con los ojos vendados. Todo debía estar en su lugar, incluyendo el banquillo donde se sentaba, la piedra para afilar, el agua y los pescados. En el momento en que estos últimos fluían, su mente se desconectaba completamente del mundo. Cualquier deseo, sueño, necesidad, pensamiento, idea o recuerdo, cualquier duda, problema o urgencia, todo quedaba borrado de su cerebro y dentro del universo en el que existía su consciencia sólo estaban él y los pescados.
  Samir parecía un robot trabajando, de un solo movimiento complejo destripaba a los pescados. Con su mano izquierda tomaba uno pescado de una pila que era alimentada por una banda por donde fluían los pescados y estos los arrojaba a otra banda de donde salían los animales listos. Era durante el trayecto que, con su mano derecha, él enterraba su cuchillo y jalaba para tirar las tripas del otro lado. Posteriormente, su mano izquierda iría a agarrar otro pescado, mientras que con su brazo derecho sumergiría el cuchillo en una cubeta con agua. Cuando su herramienta perdía el filo, una capacidad sensitiva única que él había desarrollado le advertía y de inmediato pasaba la piedra afiladora por la hoja, lo cual haría tan rápido como los ingenieros cambian las llantas en una competencia de carreras de autos.
  Detrás de todo esto, Samir aseguraba que el único secreto de su velocidad era la sincronía. Sin tener tiempo para estar viendo un reloj, Samir desarrolló una forma de medir el tiempo al sentir los latidos de su corazón y su respiración. Su corazón era como un tambor invisible que le indicaba cuándo debía hacer el siguiente movimiento, como engranes en un mecanismo.
  Así estaba trabajando, Samir, ese viernes. Como cada día, sin presión alguna, concentrado en un cien por ciento en su trabajo. Habían pasado ya un par de horas y Samir estaba por darse un pequeño descanso para beber agua e ir al baño, cuando un tremendo golpe rompió su concentración. Dos policías uniformados entraron, tras romper una puerta con un ariete de hierro y fueron directo hacia donde estaba su compañero. Después de leerle el contenido de unos documentos, lo esposaron y se lo llevaron arrestado.
  Su jefe estaba histérico, gritaba a medio mundo. Pero si algo lo tranquilizaba era Samir. Sabía que él podría hacer el trabajo de 3 hombres sin problema, aún en un día tan atareado como ese. Sin dudarlo, le aseguró a Samir una paga extraordinaria por su trabajo, sin embargo, ahora ya no podría descansar, el tiempo ya no era tan relajado como antes. Debía concentrarse y no detenerse, a la mayor velocidad que pueda, hasta terminar. No se movería hasta no terminar de destripar a esos peces.
  Regresó a su puesto de trabajo y preparó su mente. Según sus cálculos, le tomaría unas cuatro horas más terminar de hacer todos los pescados. En este tiempo, él no podrá levantarse ni perder la concentración y sus brazos moverlos tan rápido como su corazón le permitía. Cuando estuvo listo, dio un suspiro largo, puso su mano sobre el primer pescado, sumergió su cuchillo en el agua y empezó.
  Los pescados entraban por torrentes de un costado y salían destripados por el otro. La velocidad de su trabajo no le restaba calidad, pues parecía que fueron operados por la mano de un cirujano, quedando perfectos para cocinarse. Uno tras otro, Samir estaba desempeñando su labor con la misma intensidad que siempre, mientras el reloj seguía su marcha y el tambor invisible de su corazón tocaba a un ritmo acelerado.
  Conforme pasaban las horas, su corazón se aceleraba más, pero esto no lo notaba. Para él, un latido de su corazón le indicaba que debía tomar un pescado y otro que debía dejarlo del otro lado listo. Nunca había trabajado tantas horas a esa velocidad, generalmente cuando estaba apurado podía durar unas dos horas o dos horas y media máximo. Ya había excedido ese límite y le quedaban todavía más dos horas. Cada vez le costaba más trabajo mantener su concentración. Minuto a minuto aumentaban las probabilidades de cometer errores. Sus brazos le dolían, sus dedos temblaban. El olor a pescado, al cual estaba tan acostumbrado, comenzaba a molestarle. Sin embargo, no podía detenerse, pues las pilas de pescados frescos seguían llegando y creciendo.
  En un momento, casi  tira su cuchillo cuando estaba por afilarlo. Ese breve instante le sirvió para perder la concentración y a partir de entonces comenzó a cometer error tras error. Su cuchillo no siempre entraba en el pescado, a veces tomaba los pescados al revés y en otra ocasión uno de los peces no cayó sobre la banda de salida y tuvo que levantarse para recogerlo. Mientras las pilas de pescados se acumulaban más y más.
  Determinado a terminar su trabajo, tomó un largo suspiro, cerró sus ojos. En su mente, se visualizaba a sí mismo repitiendo paso a paso su técnica. Ahora no cometería errores, debía destripar a todos esos pescados y no se iría hasta que cada uno de ellos tenga sus vísceras en un lado y su cuerpo del otro.
  Mientras acababa con esos pescados, la gente que iba y venía, incluyendo a su jefe, comenzaban a atiborrarse alrededor de él, deslumbrados por la velocidad del hombre. Su concentración, su determinación. Era como un guerrero que debía abrirse paso tras hordas y hordas de soldados para proteger a su nación y a su familia. Cuando tomó el último pescado, todos a su alrededor le aplaudieron y vitorearon. Seguramente este hombre habría roto un record mundial e histórico. Su esfuerzo descomunal sería bien recompensado. Sin embargo…
  Al terminar con un el último pescado, sus brazos siguieron moviéndose como si siguiera trabajando. Como destripando pescados invisibles. Su jefe, se aproximó a él para felicitarlo y sacarlo de su concentración. Pero nunca salió de esta. Al acercarse, Samir tomó a su jefe del cuello y enterró su cuchillo en su estómago para sacar sus vísceras. Al momento, la gente alrededor se horrorizó y un par de pescadores fueron a auxiliar al jefe y detener a Samir, pero cayeron bajo el cuchillo de este último y así, uno tras otro de las personas que intentaron detenerlo, fueron destripados por la hoja de Samir, quien tuvo que ser derribado con un arma de choques eléctricos y nunca recobró su mente consciente. 

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario