viernes, 14 de diciembre de 2012

12 – El mercader vagabundo.



    Era tarde en la noche, en un barrio suburbano de Vallecalmo, cuando Ariel caminaba por la banqueta rumbo a su casa. La noche tenía un tono azulado y eléctrico. Había llovido toda la tarde y todo tenía una capa de agua encima, el aire era húmedo y había charcos de lodo por doquier. Los tacones de Ariel resonaban en el piso haciendo un leve eco. Era como si nadie estuviera ahí, como si todos desaparecieran y dejaran sólo los edificios y los autos. Un zumbido eléctrico dominaba el ambiente y el viento helado que agitaba las copas de los árboles creaba la ilusión de que aún llovía.
    Con temor, caminaba a paso acelerado, sujetando su bolso con fuerza. De repente, una persona salió por la esquina y se dirigió hacia ella, para pasar de largo y seguir su camino. Pero un perro surgió de la calle trasera, ladrando y corriendo. A este perro le siguieron otros dos que lo perseguían y en unos segundos se perdieron y un silencio tenso tomó control del lugar. Ariel estaba paralizada, por los perros y la persona que se asomó de repente, pero la soledad no era segura y el pensar en esto la llevó a moverse de nuevo.
    A una cuadra de llegar a su casa, un sonido llamó su atención. En realidad, se trataba de una orquesta de ruidos provocados por botellas, cartones, metales, plásticos, bolsas y basura que se agitaban dentro de un carrito de compras que vibraba y se estremecía como vasijas y sartenes azotándose unas contra otras. Como una fiera que se acercaba poco a poco, el sonido empezó de un rincón oscuro en la calle, pero fue creciendo y aumentando su volumen, cada vez más y más fuerte hasta que, de repente, todo se silenció.
    Ariel vio movimiento a unos veinte metros de distancia, justo en una parte donde la luz del alumbrado público no alcanzaba a ahuyentar las sombras de la noche, un brillo plateado que surgía como una estrella solitaria, pero no estaba en el cielo sino en la calle. En ese instante, el ruido regresó, tan o más fuerte que antes, como el escándalo de latas arrastradas por el suelo     y, de la penumbra, surgió un carrito de supermercado y, detrás de él, un hombre anciano.
    Su barba estaba crecida tanto como podía, su cabeza, calva por algunas partes y con largos cabellos lacios en los costados, estaba cubierta por un gorro con un agujero en la parte de arriba. Llevaba guantes de tela rotos y su ropa y su olor se asemejaban en lo putrefacto. El hombre no sonreía, su mirada parecía la de un loco perdido en el laberinto de su mente, pero apuntaba hacia Ariel. Ella estaba paralizada por el miedo y creía que, en cualquier momento, este hombre la atacaría. Pero no fue así.
    —Joven… tengo algo para usted— dijo el viejo y, al abrir la boca, sus dientes descompuestos expelieron un repugnante olor. Sus uñas estaban negras y crecidas. Ariel no respondió, el terror la tenía petrificada. Entonces, el hombre sumergió sus manos en la pila de basura sobre el carrito de supermercado y, después de meter casi la mitad de su cuerpo, surgió con una caja, envuelta en plástico — Lo que me de por ella está bien— dijo el vago.
    La expresión de Ariel se relajó para después sorprenderse. Por varios meses, había estado ahorrando para comprar una cámara fotográfica nueva y el vago le estaba mostrando justo la que ella quería, nueva y ofreciendo una nada por él, pero algo en su interior le dijo que no aceptara. Cuando algo es demasiado bueno para ser real, seguramente es demasiado bueno para ser real, pensaba.
    —¿Cómo sé que funciona? ¿Cómo sé que no es robado? — le dijo ella, intrigada. Su curiosidad superaba su inseguridad.
    —Funciona, sólo necesita baterías, pero no lo voy a abrir si no me veo unos billetes— respondió el vago.
    Ariel dudaba, sospechaba del vago, pero, aún si la cámara no servía quizá podría repararla a un precio más económico que el costo de una nueva.
    — No tengo más que este billete…— le dijo ella, metiendo su mano en su bolsa para sacar un billete pequeño que apenas alcanzaría para una bebida. Pero el vago no regateó  ni cuestionó, le arrebató el billete de la mano y casi le arrojó a Ariel la caja conteniendo la preciada cámara, la cual casi se le resbala de las manos. Entonces, el ruido regresó, junto con el vagabundo que empujaba su carrito y este desapareció como el sonido de un avión que se aleja.
    Ariel no podía creer la oferta que había hecho, tan cerca de su casa que estaba, moría de ganas de abrirlo, por eso, corriendo tan rápido como sus tacos le permitieron, voló hasta la puerta de su casa con una sonrisa enorme en el rostro. Al entrar, se quitó sus zapatos y los dejó tirados en el suelo, junto con su bolsa y se dirigió a la mesa de su sala para ver su nueva adquisición. Prendió las luces de esa habitación y notó que el plástico del empaque se encontraba intacto. Era una buena señal y esto la ilusionó aún más.
    Con sumo Cuidado, Ariel cortó el empaque y adentro encontró la cámara soñada, junto con un par de pilas, los manuales, aditamentos y todo lo que necesitaba. Tenía ese olor de plástico nuevo que vuelve locos a los compradores compulsivos. La ensambló y al presionar el botón de encendido, una luz verde se prendió y el lente de la cámara se asomó. Después de quitarle la tapa y echar un vistazo a su alrededor con ella, tomó su primer foto y la calidad era excelente.
    La emoción por su nueva adquisición habíale quitado la sensación de cansancio de la cual padecía. Pero, después de dar un gran suspiro y guardar la cámara nuevamente en su caja, volteó a ver el reloj que colgaba en la pared en medio de la sala y era hora de dormir. En ese momento no podía creer lo afortunada que había sido, casi no podía esperar por contarle a sus amigos sobre su aventura, pero mientras más rápido se fuera a dormir, más rápido sería el día de mañana, así que, después de ponerse su pijama, Ariel se envolvió en sus sábanas y durmió profundamente esa noche.
    Al día siguiente, lo primero que cruzó por su mente al abrir los ojos fue en su nueva cámara fotográfica. Pero cuando corrió a su sala, la cámara ya no estaba. Después de guardarla en su caja, Ariel había colocado la cámara sobre una mesa para el té, pero ahora había desaparecido. De inmediato, pensó que el vagabundo la había seguido hasta su casa y por la noche entró a robarse la cámara de vuelta, ganando así un billete. Pero, después de checar puertas y ventanas, todo estaba perfectamente cerrado y ningún cerrojo fue forzado. Era un misterio que, con los pocos minutos que tenía para ir directo a su trabajo, no podría resolver en ese momento.
    Esa noche, ella regresaba de su trabajo caminando en la calle oscura. Sus tacones hacían eco con cada paso y el clima estaba frío y húmedo. Se sentía una electricidad en el aire. Se sentía Insegura y el Miedo aceleraba su corazón. Su respiración aumentaba. Al instante, su cuerpo se paralizó por completo, pues unos perros pasaron corriendo, pero éstos se fueron tan pronto como aparecieron. Tenía la sensación de que algo no marchaba bien, como si algo faltara o estuviera de más.
    Cuando su cuerpo se relajó lo suficiente como para seguir caminando, emprendió el trayecto habitual a su hogar. Sin embargo, a unos pocos metros de alcanzar la puerta, un sonido llamó su atención. Era como el agitar de objetos metálicos, como cubiertos de hierro dentro de una cazuela o como un tren sobre las vías. Entonces, fue cuando vio al vagabundo, empujando su carrito metálico, saliendo de las penumbras.
    Sin apuros, el vagabundo empujó su carrito y le dijo —Joven… tengo algo para usted…— y de entre la basura sacó una cámara, justo la que Ariel quería. Después de darle un billete por el artículo, el vagabundo desapareció y ella corrió a su casa para abrir el paquete. Al llegar, probó la cámara para ver si funcionaba y tomó una foto. Y la foto que tomó ese día fue igual a la del día siguiente y al del día siguiente y de este bucle infinito no pudo salir nunca más.

FIN

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