Los bosques alrededor de las montañas al oeste de Vallecalmo tenían una capa de nieve que los cubría. A veces, estas nevadas bajaban hasta el valle donde descansaba la ciudad, pero por lo general, especialmente antes de invierno, la nieve quedaba al ras de donde terminaba el bosque y empezaban las casas. Dentro del pueblo, las calles pavimentadas y los edificios dejaban poco espacio para que crecieran los árboles, sin embargo, las áreas residenciales cercanas a la zona turística contaban con parques donde crecían pinos, arbustos y pasto.
Algunos árboles bajaban de la montaña del este hasta la orilla del lago, especialmente en la zona donde estos dos se juntaban. Era en esta parte donde Hugo, un vagabundo errante, trataba de encontrar algo de comer. A diferencia de otros indigentes, su mente estaba sana y era astuto, se hacía llamar “cazador de tesoros” cuando su principal actividad era explorar el bosque en búsqueda de cualquier animal que se dejara atrapar y cocinar o hurgar en los botes de basura.
Buscaba una piedra que sobresaliera junto a al lago para pescar. Desmoronando una galleta, era fácil atraer a cientos de pequeños pececillos y con estos vendrán otros más grandes que querrán comérselos. Para lo cual tenía preparada una red rudimentaria hecha de tela y palos que se encontró en el basurero. Las leyendas sobre peces monstruosos y serpientes gigantes que habitaban en esas orillas le eran exageradas y lo único que temía era que los peces no aparecieran antes de que se fuera la luz del día. No porque tuviera miedo de la oscuridad, sino pensando en la complicación que tendría el armar su campamento en esa condición.
Cuando se topó con un lugar adecuado, tendió su trampa y soltó su carnada. Las migajas de galleta flotaron unos segundos sobre la superficie para luego sumergirse lentamente. Hugo se sentó sobre la piedra para esperar y su pantalón de mezclilla azul se ensució más de lo que ya estaba, sus tenis rotos casi se sumergían en el agua. Su gorra barata le tapa de la luz del sol y, justo cuando iba a rascar su barba crecida y canosa, los pececillos empezaron a llegar. Un cardumen completo se atiborró alrededor de la roca, frenéticamente comiendo tantas migajas como podían.
Hugo observaba desde arriba, como una garza acechando a su presa o un avión bombardero, pero ningún objetivo aparecía. Sólo encontraba peces que, seguramente, le costaría más energía capturarlos que la que recuperaría al comerlos. Se mantuvo paciente, con su respiración tranquila hasta que, de repente, uno de los peces más grande que había visto en su vida surgió de entre las aguas profundas y atravesó el banco de peces. Entonces, tomó su red improvisada y la preparó, pero cuando miró nuevamente el agua, el pez había desaparecido. Estaba a punto de volver a sentarse, cuando el pez apareció otra vez, entonces lanzó su red justo frente de él y al sacarla del agua el pez voló hasta la tierra donde se quedó agitándose y retorciéndose.
El pescado pesaría tres kilos y casi rompe su rudimentaria red de palos viejos al sacarlo del agua. El sol se pondría en una hora. Hugo se apuró a tomar su pez y recolectar ramas secas y un sitio seguro para prender una fogata, para lo cual era habilidoso. Sin embargo, cargaba un puñado de ramas apenas, junto con su pescado que colgaba de su cinturón con un hilo, y estaba a punto de tomar otra del suelo cuando escuchó un sollozo lejano. Su experiencia personal le decía no meterse en problemas ajenos, pero su curiosidad lo forzó a abrir su oreja tanto como pudo en búsqueda del origen de tal sonido.
Se mantuvo quieto un rato, tratando de escuchar nuevamente el ruido y cada segundo que pasaba le hacía pensar que quizá lo imaginó o que se habría confundido. Pero mientras cavilaba, volvió a escuchar el sollozo, esta vez tan claro que le despejó todas sus dudas, incluyendo aquellas sobre de la dirección de origen. Sin dejar en el suelo ese último pedazo de leña, caminó tratando de no hacer crujidos con cada pisada. Sus ojos buscaban a una persona, pero sólo venía árboles y más árboles a su alrededor.
El frío del invierno se sentía más próximo conforme el sol se iba ocultando en el horizonte y Hugo aún no preparaba su campamento. Los sollozos iban y venían. De repente eran claros y otras veces no se escuchaba nada más que el viento. Cansado y frustrado, se sentó en el suelo boscoso e intentó olvidar los sollozos, pero estos surgían de la nada y eran tan difíciles de ignorar como una espina clavada en el pie.
—¡¿Quién está ahí?!— Gritó, era la primera vez en meses que palabras salían de su boca o, al menos, que esas palabras iban dirigidas hacia alguien más que sí mismo. La respuesta no vino en palabras sino en un claro y fuerte llanto que venía cerca del lago. Hugo bajó corriendo, sin despegar la leña de su pecho empujándola con su brazo izquierdo, y al llegar a la orilla se encontró con un árbol negro y frondoso, de tronco ancho casi como una casa y raíces como brazos humanos que sobresalían del suelo. Diferente a los demás árboles de la montaña, que eran de tronco delgado, altos y sin muchas hojas, especialmente en esas fechas.
Hugo dedujo que habría alguien detrás de ese árbol llorando pero, al dar un paso dentro de la sombra escasa del sol que estaba a punto de desvanecerse, un escalofrío corrió por todo su cuerpo. Era la sensación de la muerte, como estar en un cementerio. Tratando de no tropezarse con las raíces, dio unos pasos más adelante hasta que unos crujidos llamaron su atención. Pero al voltear sólo vislumbró ramas y hojas. Siguió su camino para rodear el árbol, pero conforme se acercaba, le parecía que los llantos provenían del tronco, quizá de la copa del árbol.
En el suelo, habían unos zapatos viejos que parecían llevar años ahí, pues las raíces crecieron sobre estos y casi los habían devorado por completo. Junto a estos, también enredados en las raíces, pedazos de tela sobresalían, de diferentes diseños. Hugo ni si quiera intentaría obtener esos tesoros. De repente, la noche lo cubrió. La copa del árbol tocaba el suelo y el vagabundo se vio rodeado de ramas, algunas de las cuales lo jalaron hacia el tronco del árbol, donde una boca con colmillos se habría lentamente, mientras todo el árbol emitía unos crujidos como los de una casa que se destruye por un temblor.
Los intentos desesperados de Hugo para zafarse fueron en vano, la fuerza que tenían esas ramas eran como tentáculos tan grande como un elefante. Las raíces sujetaron sus pies y se los arrancaron como si fuera una hoja de papel en una libreta. Su ropa fue rasgada por las ramas y su cuerpo desnudo, junto con el pescado, terminaron siendo triturados por los dientes y muelas del árbol. Cuando este último terminó de comer, su copa volvió a elevarse y sus raíces regresaron al suelo, agregando un par de zapatos y telas nuevas para su colección.
FIN