La neblina, que se acumulaba sobre el lago de Vallecalmo, opacaba las aguas y obstruía la visibilidad, sin embargo, esto no detuvo a un bote que se abría paso entre las tinieblas, a paso lento pero firme, en una esquina poco frecuentada del lago. Un poderoso reflector luchaba contra la densidad, pero la frialdad lo superaba, apenas dando al capitán Abat unos metros para calcular sus maniobras y no estrellarse en la costa o golpear a otra nave.
Abat se encontraba solo, su cuerpo decadente ya no solía navegar como en los viejos tiempos, sin embargo, un fuego en su interior, que se notaba en sus ojos, le daba brío por emprender su misión secreta. Sostenía el timón con una mano y, en la otra, una pechera de plata labrada, que habrá pertenecido a tribus ancestrales, la cual tenía inscrito constelaciones antiguas, como las creencias mitológicas que lo impulsaban al capitán.
Aferrándose al timón para no caerse, rehusaba a cargar un bastón. Rechazaba cualquier soporte. Era un lobo solitario y así sería o moriría siéndolo. Sin embargo, su barba mal rasurada, su ropa sucia y agujereada, sus dientes podridos y los serios daños en su bote, cuyas letras “La condenación” en un costado eran apenas visibles, como apenas visible era el mundo para los ojos grises del marinero, denotaban lo necesitado que estaba este hombre de ayuda.
Aparte de cuerdas viejas, en el bote había otra pechera de plata labrada, junto con un cuchillo de obsidiana. Esta segunda obra artesanal, contaba una leyenda con dibujos, sobre un ser todo poderoso que habitaba el fondo de un lago, un dios. En la imagen, un hombre, que sólo vestía un taparrabo, se inclinaba frente a un torbellino en el agua del cual salía un tentáculo que sujetaba la mano del hombre, de la cual salía sangre. A un lado, varios indios levantaban las manos hacia el cielo.
Nada más de este fenómeno estaba escrito o tallado en piedra. Sólo la leyenda y los cuentos que pasan de voz en voz y que llegaron a los oídos del capitán. Era tal la variedad de leyendas, que Abat debió investigar a profundidad, preguntando, escuchando a los indios que aún habitaban las pocas tierras vírgenes que quedaban. Algunos hablaban de mitos y otros de hechos, pocos afirmaban decir que sabían la verdad, pero casi todos aseguraban haber escuchado algo. Fue así, juntando pieza con pieza, que el Capitán llegó a armar el rompecabezas detrás de la leyenda del dios octópodo y el poder de La Eternidad.
Conforme se acercaba a su destino final, Abat repasaba en su mente cada paso del ritual. Convencido de que el cuerpo era sólo un contenedor del alma y la muerte era el siguiente paso en el camino para alcanzar la eternidad, estaba dispuesto a todo para ascender a un plano superior de existencia. Para esto, debía contentar al Dios del Lago, conocido por algunos como Dios octópodo, El eterno, El Ser del torbellino, la criatura del más allá. También llamado por quienes le temen “El devorador de almas”, “El monstruo del lago”, “El demonio de la oscuridad” y más.
Contentar a este ser era fácil. La sangre auto derramada lo despertaba de su sueño inmortal, una cordial reverencia para demostrar respeto y, finalmente, las palabras “Selendi, Zeratu, Artani” para declarar lealtad y sumisión a su poder. Estos eran los pasos que Abat practicaba en su cabeza, esperando alcanzar La Eternidad, tan añorada.
Después de lo que parecieron horas, el capitán apagó el motor de su bote. Tiró un ancla por el borde y contempló el agua que salpicaba mientras su herramienta se sumergía en la negrura. Cuando la superficie del lago volvió a su estado estático, como congelado, como si el tiempo no existiera, Abat tomó el cuchillo de obsidiana y sin pensarlo dos veces hizo un corte en su muñeca izquierda. La obsidiana abrió la piel como si se tratara de un bisturí y la sangre fluyó.
Las primeras gotas se derramaron en el bote, pues el dolor causado por la cortadura hizo que el capitán se contrajera, pero, después de estirar su brazo, el vital líquido se precipitó hacia la oscuridad. Conforme Abat se desangraba, la debilidad que sentía en su cuerpo obsoleto acrecentaba. Su visión nublosa se ensombrecía más. Un sudor frío brotaba de sus poros.
La temperatura sobre el lago descendió, el bote se comenzó a agitar. A pocos metros, el agua se arremolinaba, cada vez más y más fuerte, hasta formar un remolino de cuyo fondo salían disparados rayos que impactaban los árboles y las piedras en la costa alrededor como balas, iniciando pequeños incendios y calentando las piedras al rojo vivo. Entonces, de las profundidades, un tentáculo de un morado oscuro, más largo que una boa y tan ancho como un neumático, subió lentamente hasta posarse frente al capitán.
Usando las pocas fuerzas que le quedaban, inclinó su cabeza. Su espalda le dolía, pero la falta de sangre lo anestesiaba, el temor se manifestaba en su tembloroso cuerpo. El tentáculo fue directo a la cortadura en su muñeca ensangrentada y la sujetó envolviéndola. Esperando recibir La eternidad, el capitán respondió “Selendi, Zeratu, Art…!” Pero, antes de que terminara la última palabra, fue jalado hacia el fondo del lago en un segundo, seguido por su bote que fue absorbido por el torbellino y destruido en miles de pedazos, para no ser visto nunca más.
FIN.
No hay comentarios:
Publicar un comentario