martes, 26 de noviembre de 2013

31 – El despertar.





                El sol se ocultaba por última vez ese año, detrás de las montañas que rodeaban al pueblo de Vallecalmo. Sosteniendo una copa de vino, una joven miraba desde el balcón de su mansión, al pie de la montaña. Los pinos no permitían ver la ciudad, pero su brillo se iba destacando poco a poco por encima de las copas, conforme la luz natural se ocultaba. Una tenue sonrisa denotaba su rostro. Como aquella de una felicidad planeada. Cuando las cosas salen bien, pero nunca hubo riesgo de que nada mal sucediera y todo fue planeado meticulosamente. El éxito obvio y la alegría de lo esperado.
                Kerrigan se levantó de su cómoda silla de madera y dejó el admirable paisaje para entrar en la calidez de su estudio. Enormes libreros amurallaban la habitación en las cuatro paredes. Una mesa redonda ornamentada con tiras doradas y plateadas, de unos cuatro metros de diámetro, se ubicaba en el centro de esa habitación. Sobre ella, una variedad de documentos y objetos, que iban desde pelos de animal, ropa ensangrentada, pedazos de vidrio, agujas y más, habían sido regados indiscriminadamente. La mesa no tenía sillas pero, alrededor de ella, había mesas de té y algunos sillones, sobre los cuales se apilaban libros de conocimientos que se creían perdidos a través de centurias.
                Mientras ella atravesaba el lugar, el ruido de una radio comenzó a surgir gradualmente, seguido de voces que salían de más de una televisión. A diferencia del toque antiguo del estudio, la siguiente habitación poseía lo último en tecnología moderna de comunicaciones y un sistema de refrigeración que casi emulaba el frío que hacía afuera. Cables cubrían el piso de forma tal que se debía caminar con cuidado para no pisarlos o tropezar con ellos. Una de las paredes estaba cubierta de televisores, apilados uno encima del otro desde el piso hasta el techo; Algunos encendidos, pero sin ningún canal; Otros simplemente estaban apagados o no prendían; El resto sintonizaba canales de noticias, principalmente. Cada televisión se conectada a unos audífonos cuyos cables caían hasta el suelo, exceptuando por un grupo de televisores que transmitían noticias que estaban enchufados a unas bocinas en el centro de la habitación.
                El resto de las paredes estaban tapizadas de computadoras, tan grandes que tocaban el techo. De las cuales, unas imprimían documentos constantemente, otras emitían pitidos y una estaba conectada a otra bocina en el centro y sintonizaba una estación de radio local.
                Las noticias hablaban de la serie de muertes extrañas del último mes. Al menos por 30 días seguidos, la ciudad de Vallecalmo había sufrido todo tipo de calamidades, fatales en todos los casos. Esperanzados que el nuevo año trajera aires frescos al valle, rogaban que, al amanecer el día siguiente, tales eventos vieran su fin al terminar esa última noche. La angustia de cada voz que salía de las bocinas evidenciaba que cada uno de ellos había presenciado, estado en contacto o conocido a alguien de las múltiples tragedias acontecidas ese último mes. Pero Kerrigan sonreía.
                Al salir de esa habitación, subió por una escalera de caracol de mármol por una estrecha torre circular, iluminada por lámparas cada dos escalones, tan poderosa que emulaban la luz y el calor del día. El eco de su caminar era acentuado por la altura de la torre, pero su sonido se iba perdiendo al acercarse a la cima. Al llegar a esta, el viento arremetió contra su cabello rojizo, alborotándolo, de forma que desató una mascada de su muñeca y la amarró en su pelo.
La vista era aún mejor desde esa torre pues, frente de la casa, tenía el valle, la ciudad, el lago y las montañas. Pero para Kerrigan, el paisaje posterior le parecía más interesante, pues el cementerio de Vallecalmo se ubicaba justo en el patio trasero de su cabaña, dado que ella era la dueña de tal negocio. Apoyada de unos binoculares del tamaño de su mano, observaba las lápidas. El musgo crecía en las más viejas y olvidadas, las más afortunadas se acompañaban de restos de flores marchitas. Sin embargo, una nueva ampliación del cementerio debió adaptarse para recibir las defunciones de diciembre.
La forma de la ampliación resultaba peculiar vista desde arriba, pues asemejaba a una espiral de ocho brazos. Cada una de las tumbas poseía un cuerpo con menos de un mes de fallecido.
El viento soplaba cada vez con más intensidad conforme el cielo se iba oscureciendo, en parte por el sol cuyos rayos apenas alcanzaban a apreciarse por detrás de las montañas, y por las nubes negras que se arremolinaban sobre el pueblo y, particularmente, sobre el cementerio, que era el centro de la espiral.
Tras ver las manecillas en su reloj de pulso, la sonrisa de victoria de Kerrigan cambió a una más macabra. El rostro de quien odia y disfruta hacer el mal. La perversa cara del placer obtenido por el sufrimiento ajeno. La cual, le era imposible ocultar. Aún cuando su voz adquirió un tono serio mientras invocaba palabras que no habían sido escuchadas en la tierra desde la edad media. Y, conforme las palabras salían de su boca, un agujero se abrió en el centro de la espiral de nubes y una constelación se rebeló brillante como la luna llena.
La luz que surgía del centro de la espiral apuntaba directamente a la nueva ampliación del cementerio. Las palabras que emanaban de la boca de Kerrigan, aun cuando apenas las susurraba, podían escucharse en todo el valle y sus cantos retumbaban en cada lápida y su eco inundaba las tumbas. Levantando sus brazos al aire, con sus ojos cerrados, podía sentir un poder indescriptible. La fuerza sobrenatural provenía de un plano metafísico, incalculable e irrepetible, intacta e infinita, inmortal y eterna.
Entonces, de la tierra empezaron a surgir brazos humanos y cabezas. De cada tumba, vieja o nueva, surgía un ser no muerto, algunos convertidos casi en puros huesos, otros tan frescos como quien murió ayer. Impulsados por una fuerza oscura, caminaban atraídos por el ruido de la ciudad, hambrientos de cerebros humanos y cada persona cuyo cerebro era comido por estos seres, se convertiría, a su vez, en un no muerto.
Kerrigan observaba desde su torre. Ella los controlaba, ella les ordenaba matar y destruir, acabar con la civilización, acabar con el mundo entero. Su misión no se detendría hasta convertir a cada ser humano sobre la tierra en su esclavo Zombie. Gobernarlos a todos, sólo para llevarlos a su decadencia. Ellos serían el propio motor de su ruina. El hecatombe que tanto planeó, era el inicio de una era de terror y oscuridad.

FIN

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