El
sol se ocultaba por última vez ese año, detrás de las montañas que rodeaban al
pueblo de Vallecalmo. Sosteniendo una copa de vino, una joven miraba desde el
balcón de su mansión, al pie de la montaña. Los pinos no permitían ver la ciudad,
pero su brillo se iba destacando poco a poco por encima de las copas, conforme
la luz natural se ocultaba. Una tenue sonrisa denotaba su rostro. Como aquella
de una felicidad planeada. Cuando las cosas salen bien, pero nunca hubo riesgo
de que nada mal sucediera y todo fue planeado meticulosamente. El éxito obvio y
la alegría de lo esperado.
Kerrigan
se levantó de su cómoda silla de madera y dejó el admirable paisaje para entrar
en la calidez de su estudio. Enormes libreros amurallaban la habitación en las
cuatro paredes. Una mesa redonda ornamentada con tiras doradas y plateadas, de
unos cuatro metros de diámetro, se ubicaba en el centro de esa habitación.
Sobre ella, una variedad de documentos y objetos, que iban desde pelos de
animal, ropa ensangrentada, pedazos de vidrio, agujas y más, habían sido
regados indiscriminadamente. La mesa no tenía sillas pero, alrededor de ella,
había mesas de té y algunos sillones, sobre los cuales se apilaban libros de
conocimientos que se creían perdidos a través de centurias.
Mientras
ella atravesaba el lugar, el ruido de una radio comenzó a surgir gradualmente,
seguido de voces que salían de más de una televisión. A diferencia del toque
antiguo del estudio, la siguiente habitación poseía lo último en tecnología moderna
de comunicaciones y un sistema de refrigeración que casi emulaba el frío que
hacía afuera. Cables cubrían el piso de forma tal que se debía caminar con
cuidado para no pisarlos o tropezar con ellos. Una de las paredes estaba
cubierta de televisores, apilados uno encima del otro desde el piso hasta el
techo; Algunos encendidos, pero sin ningún canal; Otros simplemente estaban
apagados o no prendían; El resto sintonizaba canales de noticias,
principalmente. Cada televisión se conectada a unos audífonos cuyos cables
caían hasta el suelo, exceptuando por un grupo de televisores que transmitían
noticias que estaban enchufados a unas bocinas en el centro de la habitación.
El
resto de las paredes estaban tapizadas de computadoras, tan grandes que tocaban
el techo. De las cuales, unas imprimían documentos constantemente, otras
emitían pitidos y una estaba conectada a otra bocina en el centro y sintonizaba
una estación de radio local.
Las
noticias hablaban de la serie de muertes extrañas del último mes. Al menos por
30 días seguidos, la ciudad de Vallecalmo había sufrido todo tipo de
calamidades, fatales en todos los casos. Esperanzados que el nuevo año trajera
aires frescos al valle, rogaban que, al amanecer el día siguiente, tales
eventos vieran su fin al terminar esa última noche. La angustia de cada voz que
salía de las bocinas evidenciaba que cada uno de ellos había presenciado,
estado en contacto o conocido a alguien de las múltiples tragedias acontecidas
ese último mes. Pero Kerrigan sonreía.
Al
salir de esa habitación, subió por una escalera de caracol de mármol por una
estrecha torre circular, iluminada por lámparas cada dos escalones, tan
poderosa que emulaban la luz y el calor del día. El eco de su caminar era
acentuado por la altura de la torre, pero su sonido se iba perdiendo al
acercarse a la cima. Al llegar a esta, el viento arremetió contra su cabello
rojizo, alborotándolo, de forma que desató una mascada de su muñeca y la amarró
en su pelo.
La vista era
aún mejor desde esa torre pues, frente de la casa, tenía el valle, la ciudad,
el lago y las montañas. Pero para Kerrigan, el paisaje posterior le parecía más
interesante, pues el cementerio de Vallecalmo se ubicaba justo en el patio
trasero de su cabaña, dado que ella era la dueña de tal negocio. Apoyada de
unos binoculares del tamaño de su mano, observaba las lápidas. El musgo crecía
en las más viejas y olvidadas, las más afortunadas se acompañaban de restos de
flores marchitas. Sin embargo, una nueva ampliación del cementerio debió
adaptarse para recibir las defunciones de diciembre.
La forma de la
ampliación resultaba peculiar vista desde arriba, pues asemejaba a una espiral
de ocho brazos. Cada una de las tumbas poseía un cuerpo con menos de un mes de
fallecido.
El viento
soplaba cada vez con más intensidad conforme el cielo se iba oscureciendo, en
parte por el sol cuyos rayos apenas alcanzaban a apreciarse por detrás de las
montañas, y por las nubes negras que se arremolinaban sobre el pueblo y,
particularmente, sobre el cementerio, que era el centro de la espiral.
Tras ver las
manecillas en su reloj de pulso, la sonrisa de victoria de Kerrigan cambió a
una más macabra. El rostro de quien odia y disfruta hacer el mal. La perversa
cara del placer obtenido por el sufrimiento ajeno. La cual, le era imposible
ocultar. Aún cuando su voz adquirió un tono serio mientras invocaba palabras
que no habían sido escuchadas en la tierra desde la edad media. Y, conforme las
palabras salían de su boca, un agujero se abrió en el centro de la espiral de
nubes y una constelación se rebeló brillante como la luna llena.
La luz que
surgía del centro de la espiral apuntaba directamente a la nueva ampliación del
cementerio. Las palabras que emanaban de la boca de Kerrigan, aun cuando apenas
las susurraba, podían escucharse en todo el valle y sus cantos retumbaban en cada
lápida y su eco inundaba las tumbas. Levantando sus brazos al aire, con sus
ojos cerrados, podía sentir un poder indescriptible. La fuerza sobrenatural
provenía de un plano metafísico, incalculable e irrepetible, intacta e
infinita, inmortal y eterna.
Entonces, de
la tierra empezaron a surgir brazos humanos y cabezas. De cada tumba, vieja o
nueva, surgía un ser no muerto, algunos convertidos casi en puros huesos, otros
tan frescos como quien murió ayer. Impulsados por una fuerza oscura, caminaban
atraídos por el ruido de la ciudad, hambrientos de cerebros humanos y cada
persona cuyo cerebro era comido por estos seres, se convertiría, a su vez, en
un no muerto.
Kerrigan
observaba desde su torre. Ella los controlaba, ella les ordenaba matar y
destruir, acabar con la civilización, acabar con el mundo entero. Su misión no
se detendría hasta convertir a cada ser humano sobre la tierra en su esclavo
Zombie. Gobernarlos a todos, sólo para llevarlos a su decadencia. Ellos serían
el propio motor de su ruina. El hecatombe que tanto planeó, era el inicio de
una era de terror y oscuridad.
FIN
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