Era el penúltimo día de diciembre y la nieve se acumulaba en las montañas que rodeaban al pueblo de Vallecalmo. El lago de esta pequeña ciudad se congelaba por partes y las copas de los árboles en las laderas y en la costa se pistaban de blanco. Por horas, el clima empeoraba y alcanzaba el grado de tormenta, pero, por otros momentos, el valle hacía honor a su nombre. Incluso el frío se sentía menos intenso en esos tiempos calmos. Hasta dentro de la oscuridad de las nubes se podía ver el paraje desolado por el hielo como algo hermoso, pero cuando el viento soplaba y los copos golpeaban como balas era más parecido a una guerra.
Un par de aventureros disfrutaba por igual los momentos de paz como aquellos de caos. Los dos, subían al oeste del pueblo, ayudándose de picos y otros instrumentos avanzados. Su técnica era evidencia de la experiencia adquirida tras años de escalar picos empinados, cerros, cascadas, cañones y más. Tal pericia les permitía ascender por la colina aún a través del clima más adverso, incluso, tal reto hacía de la experiencia más estimulante para estos buscadores de peligros.
Mientras trepaban, tenían una conversación habitual, como aquella que tendrían un par de vecinos mientras cortan el jardín. El primero insistía que un bosque tan alto era raro y pocos animales habitarían un lugar como tal. Pero el segundo hablaba del Kardis, una criatura legendaria que, según los cuentos, vivía alrededor de ese sistema montañoso.
Si bien, unas pocas cabras monteses podían subir a las rocas más altas de este pueblo y algunos venados podían perderse de zonas más bajas hasta tales niveles, los avistamientos del Kardis superaban la evidencia física que respaldaba su existencia. En realidad, no había documentación alguna, que no venga de un testigo, sobre el tan renombrado Kardis, también conocido como El Destructor, más allá de supuestas huellas y pelo que siempre resultaba ser de un oso o hechos por bromistas.
De las múltiples voces que cantaban la leyenda de Kardis, la más popular entonaba sobre una criatura de gran tamaño, que caminaba en cuatro patas y poseía colmillos grandes como los de un jabalí. Su ferocidad era temida: Había quienes afirmaban que se alimentaba de osos, otros de venados. Otros decían que su principal fuente de alimento eran turistas que se aventuraban a las partes olvidadas de la montaña, donde el bosque permanecía virgen.
Aquel que no creía en Kardis aseguraba que para que una especie animal existiera, debería contar con una colonia de esta bestia en el área, dejando rastros en diferentes locaciones y, al ser una criatura de gran tamaño, haciendola más fácilmente detectable. Pero quien hubiese escuchado las leyendas del Kardis, tendría la información de que este no se trataba de un animal, sino de un ser sobrenatural. Un demonio o ser maligno de algún tipo.
Para el no creyente de Kardis, afirmar que era un ser mágico era contradecir las mismas leyes por las cuales sus herramientas los mantenían sujetos a la montaña. Un cálculo tan impreciso implicaría que las mismas fuerzas que los sostenían estaban equivocadas. Pero el creyente del Kardis no estaba acuerdo pues, para él, ambas teorías coincidían. Cosas inexplicables podían pasar en el mundo y los cálculos de la física no eran tan precisos como para explicarlo todo.
En este debate se encontraban cuando, por fin, alcanzaron la cima. Desde la cual podía verse todo el valle, el bosque, el lago y las demás montañas. Entonces, como si hubieran sido bendecidos por los dioses al cumplir su hazaña, el cielo se despejó y pudieron observar los alrededores como conquistadores que recién adquirieron un nuevo continente. Todo aquello que se podía ver les pertenecía.
Entonces, repentinamente fueron azotados con fuerza por las ventiscas de la tormenta que iba y venía. Las ráfagas casi los derriban por la pendiente, a cientos de kilómetros de altura sobre un suelo de rocas afiladas. Pero su equilibrio bastó para mantenerlos en pie sobre la cima de la montaña, sin mencionar que aún contaban con un sistema de cuerdas que los conservarían aferrados a la roca sólida de la montaña, aún si resbalaran por la orilla.
Cuando los vientos dejaban de soplar, la belleza regresaba a sus alrededores, similar a estar en el paraíso o en el cielo. Desde las alturas, el pueblo de Vallecalmo parecía tan insignificante que convertía al más engreído en el más humilde. La eternidad de las montañas junto la temporalidad de los autos, las casas y las personas, con la paciencia del espectáculo estelar y la temperatura que enfriaba hasta los huesos, hacía que las mentes de estos aventureros se proyectaran a realidades que no existían antes de ser concebidas por sus pensamientos.
Perdidos en el éxtasis de la victoria, no notaron que tenían compañía. Poco a poco, completamente cubierto de nieve, un ser se acercaba a ellos. Sus grandes colmillos, como un zapato, le ayudaban a, técnicamente, cavar su camino hacia los aventureros, a través de la nieve. Cuando la tormenta arreciaba, la criatura avanzaba; Cuando había paz, aguardaba. Así logró estar a tal distancia, que el ruido de sus cuatro patas contra el suelo no fue disipado por los vientos y, al voltear los exploradores, pudieron mirar al ser a los ojos, rojos como los de un demonio que está soñando.
Tan cerca estaba que podían olerlo y su aliento y pelo tenían el aroma a muerte. Como carne recién arrancada de un ser vivo, como la miasma que escapa del mismo infierno. El corazón de este ser, tan agitado como el de los montañistas, retumbaba como un tambor de guerra, mientras nadie emitía otro sonido. Parado frente a ellos, sus orejas sobresalían poco entre la capa de nieve que lo cubría.
La reacción inmediata de uno de los aventureros fue dar un paso hacia atrás rápidamente, pero ese brinco repentino hizo que resbalara por la pendiente. Rápidamente tomó la cuerda y esta lo frenó, tal como su seguridad lo tenía planeado, pero tuvo el efecto, también calculado, de jalar consigo a su colega. Quién gritó hasta que su descenso fue detenido por las sogas que lo sujetaban. Aquel que era creyente se encontraba en un estado de pánico, convencido de ser un testigo del Kardis. Pero su compañero no estaba tan seguro. Para él, Bien podría ser una cabra montesa, otro animal o, incluso, una alucinación por la altura y temperaturas.
Sus cuerpos colgaban a un metro de distancia uno del otro. Aquel que estaba más arriba debía subir y jalar a su compañero, acto que habrían realizado en múltiples ocasiones, incluso varias veces ese día. Sin embargo, cuando el aventurero no creyente del Kardis tiró de la cuerda para impulsarse, su cuerpo descendió unos centímetros de golpe y luego otros y, en menos de un parpadeo, cayó libremente hacia el suelo rocoso a cientos de metros, muriendo al instante. Al momento en que esto sucedió, el otro explorador igual cayó, pero fue detenido y su cuerda, a la que él se aferraba con toda su fuerza, fue alada hacia arriba con tal poder que este explorador salió volando hasta precipitarse sobre la cima de la montaña.
Frente a él, se alzaba un ser de ojos rojos como una rosa, cuyos colmillos salían de su hocico, completamente cubierto de nieve. Parado sobre tres de sus cuatro patas, sostenía con su mano libre la cuerda que arrastró al alpinista hasta ese lugar, y que ahora el Kardis usaba para atraerlo hacia sus fauces, pero el explorador, en pánico, se aferraba de la cuerda como si aún colgara de la pendiente y su vida dependiera de ello, por lo que no la soltó y, cuando estuvo al alcance de los colmillos del Kardis, fue devorado con celeridad por la bestia, de unas cuantas mordidas, hasta que del explorador quedaron sólo restos de su equipo para escalar hechos pedazos.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario