sábado, 24 de agosto de 2013

21 – Un millón de almas





                El mercado de las pulgas se situaba en un barrio al sur de Vallecalmo. Si bien, algunos vendedores frecuentes ya habían establecido sus espacios, cualquier ciudadano podía ir con una mesa y vender los artículos legales, y a veces no tan apegados al derecho, que deseara. El lugar era cada año una locura, por las festividades decembrinas. Entre los vendedores que no dejaban un solo espacio al exhibir sus productos, hasta los compradores que se atiborraban enfrente de las tiendas gastando el dinero. En ocasiones el vendedor no conocía al cliente sino que sólo podía ver una mano, de entre los montones de gente, con billetes o monedas y una voz diciéndole el producto que deseaba, a lo cual tomaba el dinero y colocaba el artículo en la mano que desaparecía con un “gracias” entre el desorden.
                Todo este caos era bien aprovechado por los ladrones y carteristas para hacerse de un botín. Generalmente, deberían acercarse tanto como pudieran a la persona y sutilmente metería su mano dentro de la bolsa de su víctima, tomaría lo que pudiera y se alejaría tan discreto como le fuera posible. Sin embargo, en las condiciones actuales, simplemente debía sumergirse entre el mar de gente y empujones y hasta darse el lujo de elegir qué objetos robar, sin presión alguna.
                La seguridad del mercado era tan alta como se podía, pero simplemente no era suficiente. Un puñado de policías rondaba de vez en vez, pero preferían mantenerse en la periferia de la masa de gente, donde tendrían una mejor visibilidad y mayor movilidad. Aparte de esto, los mismos mercaderes estaban siempre con un tercer ojo abierto para avisar o notificar a posibles ladrones y defraudadores.
                Sin embargo, nada de esto servía para detener a los ladrones, como Elías, quien nadaba entre ese mar de gente, explorando en sus profundidades en búsqueda de un tesoro.
                El sol se levantaba en lo alto y, a pesar del frío invernal que bajaba de las montañas, el asfalto, las paredes grises de los edificios y todas las lonas y mantas se calentaban, junto con el horno gigante que era el mercado, operado por calor humana. Dentro del este, un ladrón debía tomar una decisión: Robar a un comprador o a un vendedor; Por una parte, los vendedores tenían excelentes artículos, algunos incluso joyas de cierto valor. Un ladrón con categoría como Elías prefería robarse una piedra preciosa que un montón de billetes, sólo por el gusto de decir que era suya; Por otra parte, una cartera con dinero podía tener desde nada, hasta unos cuantos billetes y rara vez una cantidad considerable, pero era dinero que podía empezar a usar, sin embargo, es posible que el comprador robado vaya con la policía.
                Conocía el mercado, los puestos y a los visitantes de pies a cabeza, exceptuando a las personas que venían por primera vez a introducir nuevos productos que eran pocos. Andaba mirando las mesas con los artículos, calculando su precio sin tener que ver la etiqueta o preguntar. Pero para él, muchas de las piezas exhibidas eran baratijas. Nada digno de ser robado. Justo antes de desistirse de robar alguno de los puestos y comenzar a fijarse en los compradores, una luz llegó hasta sus ojos y estos se abrieron de par en par.
                Había quedado hipnotizado por un pendiente en una joyería, parecía de cristal rodeado de oro blanco. Brillaba como un diamante, pero era demasiado grande como para no estar en un museo. Al instante, una voz ronca y seca se escuchó claramente, de entre los gritos de los clientes y mercaderes —Es Hermosa ¿Verdad?—.
                Sin voluntad de hacerlo, Elías volteó su mirada hacia los ojos del tendero, quien lo veía fijamente y con una sonrisa falsa. — ¿Es de cristal?—preguntó el ladrón, aún estupefacto.
                — Es de un cristal antiguo, pertenece a este lugar, a esta tierra. Es una pieza única en su tipo, se dice que posee más de un millón de almas— Respondió el viejo, rascándose su barba blanca.
                —¿Cuánto vale?— le preguntó fríamente. El viejo mercader había escuchado antes esa pregunta, pronunciada de múltiples formas y la forma en la que la escuchó esta vez le era familiar.
                —¿Si te digo el precio, vas a comprarla o desaparecerás entre la gente con mi precioso cristal de un millón de almas?— mientras hablaba, los ojos del viejo mercader carecían de vida, como los de un espectro y sus labios apenas se movían. Alrededor, parecía que nadie notaba la presencia de ambos, como si fueran invisibles.
                —Si el precio es bueno y me alcanza, se lo compraré,  señor— respondió el ladrón, pensando en usar su viejo truco de “No tengo suficiente dinero, pero volveré más al rato”.
                —Entonces es tuyo— dijo el viejo con confianza— Tómalo, gratis, te lo regalo—.
Elías estaba estupefacto, quizá era una tontería sin valor o el viejo ya sabía que se lo robaría y que nada podía hacer al respecto. Sin titubear, le dio las gracias al tendero, puso el cristal en su bolsa y buscó la salida más cercana. Al llegar, tres policías con bicicletas y armados con pistolas vigilaban la salida del mercado. No había cometido ningún crimen, esta vez, no tenía ni que actuar con naturalidad. Pero al poner un pie fuera del mercado, una grito resonó entre la multitud.
—¡LADRÓN, LADRÓN, AGÁRRENLO!— el viejo corría entre la gente y apuntaba a Elías quien cometió el error de voltear a ver a los policías, mientras ellos seguían con su mirada el dedo del mercader que apuntaba hacia él.
Explicarles a los policías que el mercader le regaló una pieza que parecía tener un gran valor a un conocido ladrón no era una buena coartada, por lo que la única opción que tenía Elías era correr.
La policía lo perseguía en sus bicicletas, pero tuvieron que abandonarlas en la calle, cuando Elías se trepó a una escalera de emergía detrás de un edificio y, como si fuera un malabarista, subió hasta el techo desde el cual saltó al edificio contiguo y se deslizó por la tubería hasta caer en un montón de basura. Junto a este montón se encontraba una tapa de alcantarilla que Elías dejó entreabierta en caso de peligro. Una vez cerrada, los policías simplemente pasaron de largo y jamás pudieron atraparlo.
Dentro de las alcantarillas, caminó unos metros entre agua mal oliente hasta llegar a una zona alejada del mercado. En una oscuridad profunda, notó un brillo que salía de su bolsillo. Y al instante supo de dónde venía. Sacó el pendiente y lo puso frente a él. El objeto era todo menos sencillo, mientras más lo observaba más detalles encontraba. Como si el artista que había creado esa obra hubiera dedicado toda su vida en ella o más de una. El cristal del centro, tan grande como un encendedor, resplandecía como una luciérnaga y mientras más se adentraban los ojos de Elías en esa luz verdosa más le parecía ver cosas que se movían, primero como una nube o un fluido, luego más como a una selva o una ciudad y finalmente como un enjambre o el ruido en la imagen de una televisión.
Al desprenderse de su conjuro, miró a su alrededor: Huesos decoraban las paredes, en vez de ladrillos, el piso, el techo y cada columna y arco estaba cubierto de huesos y cráneos y en el aire se sentía el olor a miasma. Terribles gemidos provenientes de cada cráneo torturaban a Elías con su sufrimiento. Era tal el dolor y la agonía de estas almas en pena, que sus gritos y sollozos seguían resonando a través de los siglos.
La mazmorra donde se encontraba no tenía antorchas o lámparas ni fuego o ventana alguna. Sin embargo, eran visibles un par de metros hacia adelante, como si Elías emitiera luz por sí mismo o si sus ojos pudieran ver, aún en la oscuridad más profunda, adentrándose, aferrándose a observar como motivados por un sexto sentido. Gotas caían en pequeños charcos por aquí y por allá. De la oscuridad surgían ruidos de aparatos mecánicos con engranes, cadenas, cuerdas y maderas que crujían y el arrastrar de objetos pesados, junto con golpes y ruidos como el del metal estrellándose contra otro metal.
Elías veía sus manos con lentitud. Su cabeza le dolía y no podía dejar de pensar en nada más que el sufrimiento de los miles o millones de miserables cuyas almas no descansaban en esas mazmorras. Era como si sintiera todas las aberraciones y trasgresiones, que padecieron esas millones de almas, en su mismo cuerpo, a lo cual no podía más que tirarse al suelo y revolcarse de la agonía, hasta quedar inconsciente
Los gases tóxicos que llenaron sus pulmones no le permitieron volver a levantarse, y su cara quedó sumergida en agua pútrida la cual rápido se coló por su boca y sus fosas nasales hasta asfixiarlo. Su mano aún sostenía el pendiente de cristal, pero no emitía ninguna luz ni podían verse imágenes en él. Cuando murió y se relajó su mano, el pendiente quedó libre para ser arrastrado por la corriente y perderse en las aguas negras de las alcantarillas de Vallecalmo.

FIN

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