viernes, 23 de agosto de 2013

20 - La gente polilla.





                Caía la noche, en el pueblo de Vallecalmo. Ariel esperaba el autobús que iba desde el centro hasta los suburbios, tal como hacía siempre al salir de su trabajo. El viento, que soplaba frío desde el norte, tenía un olor festivo. Cuando este aire llenaba sus pulmones, venían a su mente imágenes de cenas, amigos y familiares. Fotos de recuerdos de tiempos pasados. Pero al exhalarlo, regresaba a la estación del autobús en un instante. A su alrededor se encontraban, algunos de pie y otros sentados en las pocas sillas de la estación, gente que parecía esperar el autobús. Nunca se lo había cuestionado antes, pero con la nostalgia de su pasado, comenzó a preguntarse sobre la vida de las personas que la rodeaban.
                La persona más próxima a ella, era un hombre que vestía de saco y corbata. Para ella, era claro que se trataba de un hombre de negocios, pues daba una apariencia de éxito, alguien en quien podría confiar su dinero. Su cabello bien peinado, el maletín en una mano y su teléfono celular en la otra. Junto a él, una señora con un vestido de flores y cabello negro, de, según sus cálculos, al menos cincuenta años. Se imaginaba que la señora tenía una hija esperando al que sería su nieto, casi podía sentir las lágrimas de alegría de la señora al escuchar las palabras de “voy a ser mamá” y el orgullo del futuro abuelo quien fumaba un puro junto con su yerno.
                Uno de los camiones que se detuvo frente a ella la trajo de vuelta a la realidad, pero no era el suyo. A este sólo se subieron un par de personas, una de las cuales tuvo que correr para alcanzarlo. Su mente se fue de la escena tan rápido como el autobús se alejaba, al observar a una pareja de jóvenes tomados de la mano. Pensaba en el chico con barros en su cara, enamorado de ella antes de conocerla, en su habitación, viendo una foto de su amada y suspirando por algún día poder tener el valor de acercarse a ella aunque sea para decirle “hola”; y la chica, el mismo día, en su habitación rodeada de posters de su arista pop favorito, escribiendo poemas sobre el príncipe azul que añoraba: galante y susurrándole palabras bellas al oído.
                Los tacones de Ariel le apretaban, tenía ampollas en sus pies, pero ya estaba acostumbrada a esta tortura. El tiempo de espera se le hacía eterno, pero de entre los seres de esa estación, notó a un par que vestían gabardina, botas y sobrero. Eran ligeramente más altos que el resto y sus cuerpos eran delgados, podía ver a tres de ellos. En su mente, recordaba haberlos visto antes, pero sin que le llamaran la atención, en ese momento eran como el resto de sombras que le rodeaban en su apurada cabeza. Uno de aquellos que podrían ocupar un asiento en el autobús en el que ella se sentaría, alguien que se subiría al mismo camión que ella y se bajaría antes o después, sin que tuviera importancia en su vida.
                Sus rostros estaban cubiertos por la oscuridad y por más que intentaba visualizar alguna historia sobre ellos, su mente quedaba siempre ennegrecida. Como si tuviera unos binoculares o un telescopio y por más que intentara no pudiera enfocar la imagen, como tratando de ver en lo profundo de un río turbio o a lo lejos en una mañana con neblina. Su comportamiento parecía normal a primera vista, pero notó que no subían o bajaban de los autobuses que paraban. Sólo estaban ahí, parados inmóviles y nada más. Para Ariel, era obvio que esperaban algo, pero no era tan claro el qué.
                Le era imposible deducir hacia dónde estaban sus miradas, pues no podía ver sus ojos. Quizá apuntaban hacia ella sin saberlo, quizá ya tenían consciencia de su presencia, desde hacía tiempo, pero no tenía forma de averiguarlo. Aunque, si sus rostros y cuerpos estaban tan cubiertos, quizá no deseaban ser vistos. Tal vez se trataba de algún grupo religioso cuyo hábito era pasar desapercibido. Tal vez era insultante para ellos ser vistos. O quizá sus intenciones no eran nada buenas. Esto último hizo que una corriente eléctrica pasara por toda su columna y le erizara la piel. Algún ladrón, pervertido o asesino maníaco. Quizá una secta maligna que secuestraba personas para realizar actos de violencia inimaginable.
                Ariel tenía miedo. Miró su reloj una vez, tratando de no parecer nerviosa, pero la impaciencia la dominaba. Procuraba no mirar más a esta gente, pero le era inevitable, su cerebro le urgía saber dónde se encontraban todo el tiempo. De reojo volteaba, intentando disimular que no los observaba, pero las dudas atiborraban su cabeza. Quizá ya sabían que ella los observaba y debía mirarlos sin pena. O su actuación era tan mala que al pretender no verlos sólo los enfadaba más o llamaba más la atención. Ya no sabía qué hacer. Sólo deseaba que el autobús que la dejaba prácticamente enfrente de su departamento llegara, para poder dormir y tener pesadillas inofensivas en vez de estar afuera en la calle, vulnerable, incapaz de correr con sus tacones apretados y sus pies ampollados.
                Volteó una vez más, pero uno de estos personajes de gabardina, aquel que se encontraba más próximo a ella, tanto como un par de automóviles de distancia, ya no estaba. Por un segundo sintió alivio, estaba cansada y las ideas sobre esta gente misteriosa pudieron haber sido exageradas. Quizá era un hombre común y corriente, que subió en un autobús rumbo a su casa a ver la televisión. Pero nuevamente, por más que intentaba visualizar esta escena, en su mente le era imposible, como si notara algo que no los hacía humanos. En ese entonces, el terror volvió.
                El hecho de que no lo pudiera ver, no significaba que no estuviera ahí. Tal vez ya se encontraba detrás de ella, con sus brazos extendidos hacia ella, a punto de tomar el bolso de Ariel y huir corriendo o sujetarla del cuello para estrangularla con placer perverso o algo peor. Temía tanto que cualquier cosa horrible le pasara que prefería no voltear, aun cuando su curiosidad la obligaba. Parecido al temor de un niño en su cuarto, que no desea abrir los ojos para no ver al monstruo en su habitación, como si la delgada capa de piel de sus párpados fuera defensa contra tal amenaza.
                Disimuladamente, Ariel volteó hacia atrás y brincó del susto. Una paloma, que había sido ahuyentada por un niño que intentaba atraparla, voló hacia donde Ariel estaba, pero no había ningún hombre o ser con gabardina y sombrero a la vista. Su corazón, que latía acelerado, se fue calmando poco a poco. Alucinaba con fantasías absurdas, por el cansancio, la hora y el simple aburrimiento. Miró su reloj una vez más y sólo habían pasado dos minutos desde la última vez que revisó la hora. Y, mientras las manecillas del segundero avanzaban unos pasos, el autobús que esperaba con desesperación apareció. Como un salvador que la rescataría de la situación en la que se encontraba.
                Tranquila, pero rápidamente, abordó el autobús. Miraba la estación de donde había partido y notó a al menos dos personas con gabardina y sombrero. Sintió un alivio al notar a las figuras que se alejaban y sus músculos se relajaron, encontrando confort en el sólido asiento de plástico del vehículo.
El cálido anhelo de la sala de su departamento, el sonido estático de la televisión, a unos cuantos minutos de distancia. Ariel deseaba que el camión no se detuviera para nada y fuera directo hasta su casa, pero hizo una última parada. Los ojos de ella no podían creer lo que veían,  seres vistiendo gabardina y sombreros abordaron el vehículo, uno seguido del otro, como un enjambre, tanto que el camión se llenó. Sentía que era el único ser humano en este autobús. Y de las gabardinas salían patas parecidas a las de los insectos y estas patas la sujetaron y como si se tratara de una hoja de papel, arrancaron las extremidades del cuerpo de Ariel y la devoraron, para después succionar la sangre que se regó por el suelo, los asientos y las ventanas del autobús, dejándolo tan limpio como si estuviera nuevo.

FIN

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