Caía la noche, en el pueblo de Vallecalmo. Ariel esperaba el autobús que
iba desde el centro hasta los suburbios, tal como hacía siempre al salir de su
trabajo. El viento, que soplaba frío desde el norte, tenía un olor festivo.
Cuando este aire llenaba sus pulmones, venían a su mente imágenes de cenas,
amigos y familiares. Fotos de recuerdos de tiempos pasados. Pero al exhalarlo,
regresaba a la estación del autobús en un instante. A su alrededor se encontraban,
algunos de pie y otros sentados en las pocas sillas de la estación, gente que
parecía esperar el autobús. Nunca se lo había cuestionado antes, pero con la
nostalgia de su pasado, comenzó a preguntarse sobre la vida de las personas que
la rodeaban.
La persona más
próxima a ella, era un hombre que vestía de saco y corbata. Para ella, era
claro que se trataba de un hombre de negocios, pues daba una apariencia de
éxito, alguien en quien podría confiar su dinero. Su cabello bien peinado, el
maletín en una mano y su teléfono celular en la otra. Junto a él, una señora
con un vestido de flores y cabello negro, de, según sus cálculos, al menos
cincuenta años. Se imaginaba que la señora tenía una hija esperando al que
sería su nieto, casi podía sentir las lágrimas de alegría de la señora al
escuchar las palabras de “voy a ser mamá” y el orgullo del futuro abuelo quien
fumaba un puro junto con su yerno.
Uno de los camiones
que se detuvo frente a ella la trajo de vuelta a la realidad, pero no era el
suyo. A este sólo se subieron un par de personas, una de las cuales tuvo que
correr para alcanzarlo. Su mente se fue de la escena tan rápido como el autobús
se alejaba, al observar a una pareja de jóvenes tomados de la mano. Pensaba en
el chico con barros en su cara, enamorado de ella antes de conocerla, en su
habitación, viendo una foto de su amada y suspirando por algún día poder tener
el valor de acercarse a ella aunque sea para decirle “hola”; y la chica, el
mismo día, en su habitación rodeada de posters de su arista pop favorito,
escribiendo poemas sobre el príncipe azul que añoraba: galante y susurrándole
palabras bellas al oído.
Los tacones de
Ariel le apretaban, tenía ampollas en sus pies, pero ya estaba acostumbrada a
esta tortura. El tiempo de espera se le hacía eterno, pero de entre los seres
de esa estación, notó a un par que vestían gabardina, botas y sobrero. Eran
ligeramente más altos que el resto y sus cuerpos eran delgados, podía ver a
tres de ellos. En su mente, recordaba haberlos visto antes, pero sin que le
llamaran la atención, en ese momento eran como el resto de sombras que le
rodeaban en su apurada cabeza. Uno de aquellos que podrían ocupar un asiento en
el autobús en el que ella se sentaría, alguien que se subiría al mismo camión
que ella y se bajaría antes o después, sin que tuviera importancia en su vida.
Sus rostros estaban
cubiertos por la oscuridad y por más que intentaba visualizar alguna historia
sobre ellos, su mente quedaba siempre ennegrecida. Como si tuviera unos
binoculares o un telescopio y por más que intentara no pudiera enfocar la
imagen, como tratando de ver en lo profundo de un río turbio o a lo lejos en
una mañana con neblina. Su comportamiento parecía normal a primera vista, pero
notó que no subían o bajaban de los autobuses que paraban. Sólo estaban ahí,
parados inmóviles y nada más. Para Ariel, era obvio que esperaban algo, pero no
era tan claro el qué.
Le era imposible
deducir hacia dónde estaban sus miradas, pues no podía ver sus ojos. Quizá
apuntaban hacia ella sin saberlo, quizá ya tenían consciencia de su presencia,
desde hacía tiempo, pero no tenía forma de averiguarlo. Aunque, si sus rostros
y cuerpos estaban tan cubiertos, quizá no deseaban ser vistos. Tal vez se
trataba de algún grupo religioso cuyo hábito era pasar desapercibido. Tal vez
era insultante para ellos ser vistos. O quizá sus intenciones no eran nada
buenas. Esto último hizo que una corriente eléctrica pasara por toda su columna
y le erizara la piel. Algún ladrón, pervertido o asesino maníaco. Quizá una secta
maligna que secuestraba personas para realizar actos de violencia inimaginable.
Ariel tenía miedo.
Miró su reloj una vez, tratando de no parecer nerviosa, pero la impaciencia la
dominaba. Procuraba no mirar más a esta gente, pero le era inevitable, su cerebro
le urgía saber dónde se encontraban todo el tiempo. De reojo volteaba,
intentando disimular que no los observaba, pero las dudas atiborraban su
cabeza. Quizá ya sabían que ella los observaba y debía mirarlos sin pena. O su
actuación era tan mala que al pretender no verlos sólo los enfadaba más o
llamaba más la atención. Ya no sabía qué hacer. Sólo deseaba que el autobús que
la dejaba prácticamente enfrente de su departamento llegara, para poder dormir
y tener pesadillas inofensivas en vez de estar afuera en la calle, vulnerable,
incapaz de correr con sus tacones apretados y sus pies ampollados.
Volteó una vez más,
pero uno de estos personajes de gabardina, aquel que se encontraba más próximo
a ella, tanto como un par de automóviles de distancia, ya no estaba. Por un
segundo sintió alivio, estaba cansada y las ideas sobre esta gente misteriosa
pudieron haber sido exageradas. Quizá era un hombre común y corriente, que
subió en un autobús rumbo a su casa a ver la televisión. Pero nuevamente, por
más que intentaba visualizar esta escena, en su mente le era imposible, como si
notara algo que no los hacía humanos. En ese entonces, el terror volvió.
El hecho de que no
lo pudiera ver, no significaba que no estuviera ahí. Tal vez ya se encontraba
detrás de ella, con sus brazos extendidos hacia ella, a punto de tomar el bolso
de Ariel y huir corriendo o sujetarla del cuello para estrangularla con placer
perverso o algo peor. Temía tanto que cualquier cosa horrible le pasara que
prefería no voltear, aun cuando su curiosidad la obligaba. Parecido al temor de
un niño en su cuarto, que no desea abrir los ojos para no ver al monstruo en su
habitación, como si la delgada capa de piel de sus párpados fuera defensa
contra tal amenaza.
Disimuladamente,
Ariel volteó hacia atrás y brincó del susto. Una paloma, que había sido
ahuyentada por un niño que intentaba atraparla, voló hacia donde Ariel estaba,
pero no había ningún hombre o ser con gabardina y sombrero a la vista. Su
corazón, que latía acelerado, se fue calmando poco a poco. Alucinaba con
fantasías absurdas, por el cansancio, la hora y el simple aburrimiento. Miró su
reloj una vez más y sólo habían pasado dos minutos desde la última vez que
revisó la hora. Y, mientras las manecillas del segundero avanzaban unos pasos,
el autobús que esperaba con desesperación apareció. Como un salvador que la
rescataría de la situación en la que se encontraba.
Tranquila, pero
rápidamente, abordó el autobús. Miraba la estación de donde había partido y
notó a al menos dos personas con gabardina y sombrero. Sintió un alivio al
notar a las figuras que se alejaban y sus músculos se relajaron, encontrando
confort en el sólido asiento de plástico del vehículo.
El cálido anhelo de la sala de su departamento,
el sonido estático de la televisión, a unos cuantos minutos de distancia. Ariel
deseaba que el camión no se detuviera para nada y fuera directo hasta su casa,
pero hizo una última parada. Los ojos de ella no podían creer lo que
veían, seres vistiendo gabardina y
sombreros abordaron el vehículo, uno seguido del otro, como un enjambre, tanto
que el camión se llenó. Sentía que era el único ser humano en este autobús. Y
de las gabardinas salían patas parecidas a las de los insectos y estas patas la
sujetaron y como si se tratara de una hoja de papel, arrancaron las
extremidades del cuerpo de Ariel y la devoraron, para después succionar la
sangre que se regó por el suelo, los asientos y las ventanas del autobús,
dejándolo tan limpio como si estuviera nuevo.
FIN
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