Era tarde en la
noche, en la ciudad de Vallecalmo. Por las calles circulaban camiones a punto
de llegar a sus últimas paradas,
generalmente vacíos o con sólo un pasajero. Lázaro estaba acostumbrado a andar por
las oscuras calles cuando casi estaban deshabitadas. Si acaso un taxi pasaba
buscando pasajeros, sin mucha fortuna. Afilaba la mirada cada vez que veía
pasar a un extraño, pero generalmente estos daban vuelta en una esquina tan
rápido como aparecían.
Las calles de la
ciudad eran limpias, en su mayoría, exceptuando por algún periódico arrastrado
por el viento, cajas de cartón desechadas o bolsas de basura que fueron
destrozadas por fieras callejeras. Lázaro sentía el frío a través de su abrigo
marrón, saco negro y camisa blanca. Se cubría el cuello con una bufanda gris
que volaba con el viento y sostenía un maletín café.
Las calles se veían
como si todo estuviera cubierto por un tono azul marino profundo, exceptuando
los pocos metros donde el alumbrado público se abría el paso entre las sombras
que se bañaban de amarillo, los comercios, departamentos, casas, postes, botes
de basura, el asfalto y todo estaba pintado de este color estático, como una
vieja fotografía que cambiaba poco y donde nunca pasaba nada. Antes que observar
el mismo paisaje una y otra vez, prefería mirar al cielo. Las estrellas, la
luna y constelaciones parecían moverse con más velocidad que la calle, incluso,
daban una mayor sensación de calidez y confort. En las calles podía ver su vida
congelada y en el cielo sus sueños que se perdían con el amanecer.
Esa noche, justo
arriba de su cabeza, vio lo que pensó sería la estrella más brillante que jamás
había visto. Asustado, miró fijamente este punto de luz en el cielo y su lustro
se fue incrementando gradualmente, iluminando la calle a su alrededor, hasta
que Lázaro comenzó a sentirse ligero, como en un elevador que bajaba acelerado,
como si todo el mundo se fuera hacia abajo. Desde la altura, notaba los faros
de los vehículos atravesar la noche, pero estos parecían desacelerar, como si
el tiempo fuera más lento, hasta el punto de detenerse, conforme se hacían más
pequeños hasta desvanecerse por completo.
Cuando Lázaro se
concentró en sus manos, su maletín había desaparecido y, después de un último
vistazo al planeta de noche, donde pudo ver las luces de las ciudades en los
continentes, la tierra se alejó a una velocidad descomunal. Las estrellas más lejanas, se movían como las
nubes en un día con mucho viento. Al
desaparecer la sensación de ingravidez, Lázaro cayó sobre un suelo rígido y
frío, de un material sintético y antes de que tuviera oportunidad de
preguntarse sobre su paradero, se sumió en un sueño profundo.
En sus sueños,
gigantes hablaban un idioma extraño y su cuerpo estaba encerrado en una cápsula
cristalina, con espacio apenas suficiente para albergarlo a él y algunos tubos
que iban de un lado a otro del dispositivo. Lázaro no podía moverse, estaba
dopado y apenas consciente. El estado en el que se encontraba era como una
prisión para su mente donde, cada vez que intentaba pensar o cuestionarse algo,
era frenado al instante. Entonces, volvía a dormir y a soñar con gigantes.
Quizá fueron años o
siglos que su mente se mantuvo en este estado. Su cuerpo, sin embargo, cambió
de contenedor en numerosas ocasiones. Algunos más espaciosos, otros fríos y
había también aquellos que eran pacíficos, largos tramos donde sólo había
silencio y oscuridad. Hasta que, finalmente, sus ojos vieron la luz de las
estrellas, a través de una ventana circular en una pared. Su mente se volvió
consciente en ese instante. Sintió dolor en todo su cuerpo, y tan agotado como
si hubiera corrido un maratón que hubiese durado años, su cuerpo apenas tenía
energía para mantenerse vivo, pero no podía moverse.
La cápsula de vidrio,
donde Lázaro estaba contenido, desapareció en el aire, dejando el cuerpo de
lázaro sobre una mesa y pinzas y ganchos, sujetados por unos tubos metálicos
que salían de un dispositivo colocado en el techo en un bloque de que parecía
una pieza metálica cromada, del tamaño de dos cajas de zapatos unidas, que
removieron cualquier tipo de pelo visible, dejándolo completamente calvo.
Incluyendo las cejas y las pestañas. Después de esto, la mesa donde estaba
acostado se inclinó levemente y su cuerpo se deslizó a través de una tubería
para caer en un suelo con paja, inmóvil, con apenas fuerza para respirar.
Su visión era
borrosa, su consciencia estaba a punto de desvanecerse, pero sintió una punzada
en su pierna y una descarga de adrenalina atravesó todo su cuerpo. Lázaro se
puso de pie de un salto y su vista se hizo más clara. Se encontraba preso en
una celda de cinco metros de alto, bordeada por barrotes metálicos. A su
izquierda, un olor familiar le llamó su atención. Corriendo desesperado, sin
estar seguro de qué se trataba, tropezando pues la gravedad era menor que la
acostumbrada, se dirigió hacia la fuente del olor y, al llegar, encontró una
barra de chocolate tan grande como un gato.
Desesperado, Lázaro
comenzó a mordisquear la barra el chocolate y el azúcar lo llenaba de energía,
el dulce sabor le daba una felicidad y un placer que había olvidado que
existía. Después de saciarse, se tiró en el suelo de paja y se quedó dormido a
los pocos segundos. Pero fue despertado rápidamente por un temblor en su jaula.
Un gigante con aspecto humanoide, de grandes músculos, golpeaba la reja con su
dedo. Entonces Lázaro se levantó, desconcertado. Su mente ya no era la misma
después del tiempo que pasó en la cápsula, le era difícil articular ideas.
Tenía la sensación
de que algo faltaba, sólo podía pensar en la idea de que había un agujero en su
memoria, que antes tuvo una pero ahora ya no la tenía y todo a su alrededor
lucía nuevo para él. Confundido y asustado como estaba, sus instintos más
salvajes surgieron y corrió hacia la esquina más alejada del gigante y trató de
cubrirse con la paja del suelo. Pero el gigante volvió a golpear la reja con su
dedo y Lázaro cayó al suelo. Entonces, el techo de la reja fue abierto por una
mano tan grande como un camión y depositó tan suave como pudo un racimo de
plátanos.
Lázaro reconoció
esos objetos como había hecho con el chocolate, tenía la sensación de haberlos
visto antes pero no recordaba qué eran. Entonces, se dirigió hacia ellos y,
casi como si ya estuviera programado para hacerlo, arrancó uno del racimo, le
quitó su cáscara y se lo comió. El placer al masticarlo fue similar al del
chocolate. El dulce sabor del plátano era algo que existía antes para él y que
volvía a descubrir. La jaula, entonces, hizo un estruendo al cerrarse por
arriba. Y el hombre desnudo tomó el racimo y lo arrastró hacia la esquina donde
se encontraba.
Dentro de su jaula,
el mono observaba a estos gigantes. No parecían caminar, sino que se deslizaban
a través del suelo rápidamente. Al menos tres seres diferentes solían entrar y
salir de dos agujeros circulares en la pared tan altos como un edificio de
cincuenta pisos. De vez en vez, uno de los gigantes arrojaba tubos de maíz y
trigo, que equivalían a veinte comidas. El agua goteaba en una tubería que
entraba a su jaula y escurría por un agujero tapado por unos barrotes de
hierro.
Lázaro aprendió a
fabricar ropa de la paja en el suelo, sin embargo, los gigantes se la quitaban,
por lo que terminó haciendo mantos de este material que podía ocultar entre el
resto de la paja y le servían para cubrirse al dormir. Con el tiempo, los
gigantes que lo mantenían cautivo toleraron esta conducta, pues el clima en la
nave era frío como la noche perpetua de la cual estaban rodeados en el espacio.
Sólo se necesita
que la temperatura corporal disminuya 2 grados centígrados para que los
primeros síntomas de hipotermia comiencen a surgir. Lázaro, no sólo sufría de
desnutrición, sino que su cuerpo parecía envejecer a un ritmo acelerado. Las
arrugas aparecieron en su rostro de un día para otro y la falta de gravedad
hacía que sus músculos se atrofiaran. Rodeado de tanta paja como podía, su
cuerpo empezó a temblar. Por más intentos que hacía para controlar sus brazos,
sus músculos no respondían. Era como estar completamente paralizado y
entumecido al mismo tiempo. Lo único que podía sentir eran los latidos de su
corazón, que se alentaban poco a poco, hasta que sus ojos se cerraron y no volvieron
a abrirse nunca más, sucumbiendo ante el frío de la nave.
FIN
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