Armando tenía una vida rutinaria y aburrida. Después de un día de trabajos repetitivos, regresaba a su departamento para cenar y dormir. Manejaba todo el camino a casa escuchando las noticias, le salía más caro pagar la gasolina y los gastos de su auto y tardaba más tiempo, pero él era un hombre de hábitos, le gustaba sentir el aire acondicionado todo el tiempo, pues no soportaba el calor en lo más mínimo y tampoco le gustaba salir, estar con otras personas. Para él era incómodo interactuar con la gente y más con desconocidos. Disfrutaba ir, en soledad, de su casa a su trabajo y de vuelta. Las salidas para comprar “provisiones” (como Armando solía llamar su despensa y otros artículos caseros) eran como misiones planeadas detalladamente con tiempo, distancias, lista de objetivos y cantidades. Armando es alguien que gusta del orden, la quietud y la limpieza. Todo esto agradaba en gran medida a sus jefes, pues era un empleado modelo, llegaba a su trabajo siempre puntual y saludaba a todo el que encontrara de camino a su puesto, donde se sentaba a trabajar en silencio sin quejarse o exigir nada. Siempre pulcro y bien arreglado, su barba nunca estaba crecida y el corte de su cabello era envidiablemente perfecto todos y cada uno de los días que había asistido, desde que empezó en esa empresa hacía años.
Su casa estaba impecable. El piso, la pared y las lámparas blancas hacían juego con la sala, el comedor y el resto de la casa que era dominado por este color. No podría decirse que tenía mal gusto, tampoco buen gusto, simplemente todo era plano y estéril, como un laboratorio de alta tecnología. Parecería que el único ser vivo que habitaba esa casa era su dueño, pues no había una sola maceta con plantas o flores, tampoco ratones, insectos o cucarachas. No había televisión, el librero estaba lleno de diccionarios y anuarios. Uno de cada año de la misma editora. Armando leía dos libros al año, uno era el diccionario y el otro era un anuario. No veía televisión, no escuchaba música. Toda su comida era pedida a domicilio o congelada y había pasado largo tiempo que no hablaba con otra persona, más allá de un saludo, las gracias y una despedida. Casi cada detalle de su vida estaba bajo control, esterilizado y en perfecto orden.
A pesar de la pulcritud, la vida de Armando era amarga. Vivía con miedo constante de que algo saliera mal. Temía infectarse con cualquier tipo de bacteria o de algún virus, contraer una enfermedad horrible y tener una muerte llena de dolor y sufrimiento. Cualquier emoción intensa le parecía intolerable y el temor lo acosaba a donde sea que fuese. Así como un aleteo de una mariposa puede iniciar un huracán del otro lado del mundo, cualquier error podría desencadenar una catástrofe. La suciedad le era completamente desagradable. Al ver polvo o humo o sentir un olor desagradable tapaba su nariz y boca con una mascarilla, que siempre llevaba consigo. No podía ver una minúscula mota de polvo sin sentir nauseas, los insectos lo mareaban y al ver a los animales y a otras personas, no podía evitar imaginar la cantidad de enfermedades, parásitos y todo tipo de mugre y basura que esas personas traían consigo y en sus ropas desarregladas. Personas llenas de errores que todo el tiempo cometía equivocaciones y tenían vidas poco productivas, inexactas, llenas de caos, enfermedades y riegos innecesarios. Apenas podía diferenciar de los animales que comían de la basura al resto de las personas, pues para Armando la naturaleza era lo peor. En lo salvaje, los animales se comen unos a otros crudos, tiran sus desechos por todas partes y sus patas están llenas mugre y así pelean entre sí, se revuelcan en el lodo y siempre todo se rompe, quema, destruye, enferma y muere y se pudre.
Al llegar a su casa, prendió el aire acondicionado. Respiró profundamente para sentir el aire limpio y fresco que pasaba por su nariz y entraba a sus pulmones. Sentía el frío en la piel, pero eso a él le gustaba, lo prefería al calor que hacía sudar y cansarse. El olor a su casa era como una tienda de químicos industriales. Cada rincón había sido desinfectado y este aroma se quedaba impregnado en el ambiente. Se dio un baño para quitarse la suciedad del trabajo, tomó un vaso de agua fría y calentó en el microondas un plato de comida congelada, que era la misma que comían los astronautas. Cuando terminó de comer, puso los cubiertos desechables y el empaque de comida en una bolsa. Se cepilló los dientes y se dio otro baño, pues al sacar la basura se había contaminado con la suciedad del exterior e inició su rutina diaria de limpiar.
Usando varias botellas de desinfectante, pasaba diferentes trapos y toallas especiales para limpiar el piso, las paredes y el techo. Este último, para que el polvo que se acumulaba ahí no cayera sobre él. Aspiró todos los muebles, se aseguró de que todo estuviera en perfecto orden y cuando se sintió satisfecho guardó todo en su lugar y se dio otro baño, para pasar a su actividad favorita, que era leer el diccionario. La noche anterior, se había quedado en la palabra Fenotipo. Leía el diccionario como si se tratase de una novela, de diez a once de la noche. Cuando daban las once era hora de dormir.
Después de otro baño, se puso su pijama blanca y suave de algodón. A él le gustaba el algodón, pues le recordaba a los hisopos que usaban los médicos para esterilizar heridas e instrumentos. Entró a su alcoba y caminó descalzo por el piso que brillaba de limpio, prendió el aire acondicionado, apagó la luz y se acostó justo en medio de la cama, con una almohada detrás de la cabeza y cubriéndose con la colcha a la altura del pecho, cerró los ojos y estaba a punto de dormirse cuando recordó que no había lavado los zapatos que usó ese día en el trabajo. Se levantó y cambió de ropa. Con esmero y cansancio, pulía los zapatos negros con una cera especial, teniendo cuidado de no manchar nada más, los boleó hasta que quedaron reluciendo de limpios. Los puso a secar en el lugar de siempre y se fue a bañar. No se había manchado su ropa o sus manos, pero se sentía sucio después de haber agarrado los zapatos. Se puso una pijama nueva, igual a la anterior, apagó la luz y volvió a acostarse en su cama, en la misma posición. Cerró los ojos, hizo un repaso mental de que todo estuviera limpio y cuando la lista había terminado, como si hubieran presionado un botón, quedó completamente dormido.
Armando nunca soñaba. Para él, el dormir era un instante más corto que un parpadeo. Cerraba los ojos y cuando los abría ya habían pasado 8 horas y estaba listo para iniciar el día. Nunca se levantaba en la madrugada para ir al baño o por agua. Los sonidos del exterior no lo molestaban, pues sus ventanas siempre estaban cerradas. Descansaba completamente su cuerpo y su mente, de las angustias del día y el trabajo, de las preocupaciones constantes y el miedo. Al fin podía poner su mente en blanco de las ideas que lo fastidiaban las veinticuatro horas del día. Pero esa noche fue diferente a todas las demás.
Armando despertó en la madrugada. Veía su techo ennegrecido y tardó unos segundos en comprender que las luces estaban apagadas y aún no era de día. Se le hizo extraño despertar sin razón alguna y esto lo preocupó, comenzó a sentir miedo. Cerró los ojos, intentando no dejarse vencer por la preocupación y el temor, tratando de recuperar el sueño, pero un olor llamó su atención. Era algo que nunca había olido antes, un fuerte olor grasoso y repugnante. Junto con este, un hedor fuerte y penetrante apareció. Era como una granja con muchos animales o un zoológico, algo completamente insoportable para Armando. Se sentó sobre su cama escrutando hondo en la negrura, tratando de averiguar el origen de ese hedor que le estaba causando nauseas. Pero a primera vista no pudo ver nada.
Armando analizaba la situación y creía saber qué estaba pasando. Por la noche, quizá un ratón viejo salió de su madriguera para venirse a morir a su cuarto. Si este era el caso, llevaba horas inhalando los restos de un ratón muerto. El pelo putrefacto, lleno de insectos y bacterias que lo devoraban y arrasaban con él fácilmente lo podrían infectar por dentro y comenzar a pudrir sus órganos causándole una prolongada y dolorosa muerte, como una tortura. No quería prender la luz, no quería averiguarlo. Esto era algo que nunca había pasado, se cuestionaba a sí mismo, dudaba de su cordura y su razón, pues no podía recordar qué había olvidado o cuál error había cometido, una variable que no había sido anticipada, por culpa de ese pequeño descuido ahora una catástrofe iba a suceder, su vida seguramente ya era más corta y su salud no podría mejorar de ahora en adelante.
Se sentía una energía negativa en el cuarto, una tensión eléctrica, espectral y sobrenatural en el aire. El hedor grasoso y salado, se mezclaba con la fetidez de la jaula de algún animal y le provocaba náuseas. Por supuesto que no vomitaría, pues para él sería algo tan desagradable que no sabría qué hacer. Tenía que averiguar qué era, tarde o temprano y encontrar una solución a ese problema, antes de que se saliera completamente de control, si es que no ya era demasiado tarde. Armando se quitó la colcha de encima y prendió la luz. Al momento, la imagen del interruptor apareció frente a él, en una pared blanca, manchada de marrón oscuro. La mancha tenía la forma de su mano y el interruptor tenía una marca igual, pero con su dedo.
Al verse las manos, Armando entró en pánico, pues una sustancia café, grasosa y viscosa las cubría casi por completo. Veía con horror sus manos llenas del extraño líquido pegajoso y pasaba sus dedos tratando de averiguar de qué se trataba. Sus manos olían a grasa y animal de granja, pero no eran la fuente de ese olor. Armando abrió los ojos ampliamente y sus pupilas se dilataron cuando notó que la mancha de esa sustancia se extendía por toda su cama y su colcha parecía estar impregnada de ella, así como también su ropa y él mismo. Empezó a hiperventilarse, estaba a punto de darle un ataque cardiaco o de otro tipo, la situación era alarmante, llamaría a emergencias por ayuda o quizá no pueda controlarse y pierda la razón por completo y muera de un infarto. Su mente trabaja a mil por hora, las posibilidades eran repulsivas, conforme miraba su cama y sentía el hedor que lo mareaba, pero no vomitaba. No iba a vomitar y haría todo lo posible por no hacer algo tan asqueroso como eso en su propia cama.
La fuente del hedor que estaba sintiendo era la clave para entender lo que estaba pasando. Armando se iba a levantar de la cama pero vio un bulto que sobresalía, algo debajo de su colcha que no era su almohada. La mancha marrón que se extendía por su colcha tenía un tono rojizo intenso en esa parte y al poner la mano sobre el bulto que sobresalía de la colcha pudo sentir calor. Calor que detestaba y aborrecía y sus manos se mancharon de algo parecido a la sangre humana, pero más denso y que apestaba. Completamente asqueado, decidió indagar a fondo en su colcha y la jaló de un solo tirón, dejando ver la cama completamente descubierta, revelando el origen de la mancha. Una cabeza de caballo cercenada desde el cuello.
Los ojos del caballo estaban abiertos, al igual que su boca. Tenía unas pestañas largas y gruesas y ojos unos negros que expresaban dolor y sufrimiento. Los dientes del caballo sobresalían de su boca unos centímetros y su lengua salía de entre los dientes y colgaba de su hocico. El caballo era marrón, pero estaba cubierto de sangre y pedazos de carne, piel y pelos. El cuello parecía haber sido cortado con una sierra o un serrucho, instrumentos poco apropiados para tal menester. Armando vomitó al instante que vio el cuello, pues se podía ver el interior lleno de gusanos que comían la carne putrefacta de la cabeza del caballo. Armando volvió a vomitar y su pijama y el piso se mancharon de vómito, al igual que sus pies. Se sentía tan asqueado que no podía soportarlo, vomitaba una y otra vez, aunque ya no hubiera nada adentro de él.
Agotado, cayó al piso lleno de su propio vómito y tosía y vomitaba a la vez. Atragantándose con su propio vómito. Trataba de levantarse, pero no podía dejar de pensar en la cabeza del caballo. Su ojo con la mirada de agonía, la lengua colgando y los dientes saltones. La sangre por toda su cama y su cuerpo y el vómito que se había esparcido por la habitación y formaba un charco donde él se encontraba tirado boca abajo, vomitando y ahogándose con su propio vómito. Se resbalaba en su propio vómito y sus manos, llenas de sangre de la cabeza de caballo, se deslizaban cuando se sujetaba de la cama. Tosía y se seguía ahogando en su propio vómito, trataba de girar su cuerpo para poder sacar algo del vómito que le llenaba la garganta, pero era demasiado tarde. Sus pulmones se habían llenado por completo de sus jugos gástricos y otros fluidos y había muerto asfixiado en su alcoba.
FIN
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