Ciudad
Beta. Desde la altura de los satélites aparece magnífica, como la vía láctea.
Eterna y poderosa como la profundidad del espacio, pero vibrante y llena de
vida. Habitada por millones de
ciudadanos, no importaba cuán grandes fueran los sucesos o cuán catastróficos
resultaran los accidentes, en una ciudad tan grande, cuyos edificios rascan las
nubes con sus antenas, no hay ruido que llegue de un lado a otro de la ciudad.
Ni si quiera en los sitios con mayor volumen, como el estadio Océano, llamado
así porque su mercadotecnia insistía en que era tan grande como para albergar a
una ballena azul. Esto último, por supuesto, nunca fue comprobado.
A
pesar de las distancias, las noticias y la información corrían de un lado a
otro en menos de un segundo. Los anuncios, publicidad y propaganda de los
diferentes productos, servicios y eventos que la ciudad ofrecía a sus
habitantes estaban disponibles al alcance de la mano de cualquiera con sólo
voltear a cualquier dispositivo con conexión a la banda ancha del internet. Tal
era el caso de uno de los conciertos más titánicos jamás vistos, interpretado
por “El Martillo”, mismo artista que ideó ese acto de salvajismo acompañado de
música que ambientaba tal ritual.
En
la radio, televisión, por correspondencia o a través del internet. En carteles,
pósters y en bardas pintadas aparecía la imagen de “El Martillo” con su
guitarra eléctrica en forma de V, catalogando su próximo concierto en Ciudad
Beta como “El evento más brutal del milenio”. Sin embargo, no cualquiera
asistiría a dicha invitación, pues su música controversial y sus actos de
barbarie en el escenario les parecían perturbadores a la mayoría de la
ciudadanía. Había incluso personas que se manifestaban en las calles, con
estampas en sus autos y a través de internet en su contra.
La
llegada de “El Martillo” y su concierto “Headbangers Beta” había despertado el
odio en el corazón de quienes pensaban diferente. Una furia que llevaba a estos
individuos incluso a quemar en lugares públicos todo lo que tuviera que ver con
el artista, su banda, su música, su movimiento y su concierto. Hasta utilizaban
sus influencias en los políticos corruptos, que luchaban por el control de la
ciudad y del mundo, para boicotear a las empresas que apoyaban el concierto. A
pesar de esto, la tecnología ponía a disposición de la mayoría de las personas
el conocimiento para organizarlos en una sociedad avanzaba que impedía la
censura de dichos acontecimientos.
La
salida del sol anunciando un nuevo día, era la señal para los fanáticos de
ocupar sus lugares en las afueras de las taquillas del estadio Océano, quienes,
por miles, salían de sus departamentos como impulsados por un poder hipnótico
que movilizaba sus cuerpos para hacer una hilera que alcanzaba varias cuadras.
Otros ingenuos intentarían comprar sus boletos por internet, sin embargo, la
saturación de las líneas hacía este acto azaroso y un riesgo. Además, los
fanáticos debían hacer la fila afuera de la taquilla para demostrar su devoción
al artista, como parte del ritual.
Los
fanáticos vestían con camisas y playeras de la marca de “El Martillo” y usaban
botas y zapatos idénticos a los de los integrantes de la banda. Sus peinados
eran tan alocados como los de otros músicos similares y sus gustos musicales
eran parecidos entre sí, al igual que sus posturas políticas respecto algunos
temas. En la fila, todos hablaban de lo maravilloso que sería el concierto, del
espectáculo que presenciarían y formarían parte. Se emocionaban de pensar en
poder ver a su ídolo frente a frente, aunque sea desde lejos, y algunos
afortunados alardeaban que comprarían los mejores lugares, tal como un cazador
en la prehistoria ostentaría el poder cazar al ciervo más grande de la manada
en su expedición.
Las
sombras los rascacielos oscurecían el suelo de forma que la iluminación allá
abajo siempre estaba prendida, convirtiéndola en un estado de día perpetuo,
excepto cuando la electricidad fallaba en alguna zona que se tornaba en una
penumbra inmortal. Pero los relojes en todos lados marcaron la hora de apertura
y de las taquillas empezaron a fluir los boletos de un lado y los billetes y el
dinero hacia el otro. Y así como iban comprando sus boletos, la gran fila se
dividía en múltiples y los cuerpos de los fanáticos marchaban al unísono hacia
los lugares que pudieron comprar.
La
expectativa era irreal, tal como presenciar a un dios o la misma razón de la
existencia. Cada segundo que pasaba, los corazones del público latían más y más
rápido. Mientras el escenario recibía los últimos retoques de los técnicos sin
nombre que hacían todo posible, pero a nadie importaban. Gradualmente fueron
desapareciendo, hasta dejar vacío allá arriba. Entonces, las luces se apagaron
un segundo y, de un momento a otro, chispas y explosiones de fuego y humo
salieron por los costados del estadio y un grito agudo estremeció al público
como un temblor.
Los
reflectores apuntaron hacia donde estaba el martillo y casi como un acto de
magia, toda su banda se encontraba en su lugar, frente a sus instrumentos,
tocando una de las canciones favoritas del su público objetivo. El frenesí de gritos
era tan potente que las bocinas luchaban para hacerse escuchar, era una batalla
entre la música armónica y el caos discordante. Aun así, la audiencia estaba
estupefacta, maníaca por los ritmos acelerados que sentían en su cuerpo y el
alcohol y otras drogas que llevaban rato consumiendo, en la espera de su ídolo.
Cuando terminó esa primera canción espontánea,
El Martillo saludó al público y cada vez que hacía una pregunta, ellos
respondían al unísono, como un general de la antigüedad dando una orden a sus
soldados, entonces, tras unas palabras monótonas, que repetía en cada ciudad
que visitaba pero adecuando el nombre y que hacía mucho tiempo habían perdido
sentido para él, continuó su acto con la siguiente canción brutal. Tras esta
otra, siguieron más piezas de agresión y destrucción, de caos y anarquía, de
violencia y libertad. Y cada cosa que decían sus letras, eran cantadas por los
fanáticos como si fueran ellos quienes dieran el concierto.
Después
de hora y media, del estadio salía tanto calor que irradiaba casi como el fuego.
Los fanáticos sudorosos aún disfrutaban del evento social cuando “El Martillo”
anunció su más nuevo hit. El Martillo decía que para disfrutar esta canción con
la ferocidad necesaria, habría que golpearse las cabezas unos contra otros y
dejarse llevar por la fiereza de sus ritmos. Y tal como ordenaba su ídolo, los
fanáticos obedecían, pegándose sus cráneos con fuerza al ritmo de la batería.
Algunos
afortunados caían inconscientes después de varios impactos en el cráneo, sin
embargo, cientos de los asistentes continuaban arremetiendo unos contra los
otros, usando sus cabezas como arietes, aún después que de éstas escurrían de
sangre hasta que sus cerebros dañados salían hechos trozos por su nariz y sus ojos, convulsionándose hasta
morir. También había unos cuyo último sonido que jamás escucharían sería el
tronido de sus cuellos por la fuerza de un impacto.
Tras terminar
la canción, “El Martillo” había acabado con la vida de miles de sus fanáticos,
sin embargo, ese mismo concierto, la venta de sus discos y de todos los
productos de la empresa que lo promocionaba, le había generado tantas ganancias
que no pudieron imputarle ningún cargo, pues su equipo de abogados tenía
comprado al sistema judicial.
FIN
De casualidad el concierto era de Demolition Hammer?
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