viernes, 13 de junio de 2014

308 – El Martillo.





                Ciudad Beta. Desde la altura de los satélites aparece magnífica, como la vía láctea. Eterna y poderosa como la profundidad del espacio, pero vibrante y llena de vida.  Habitada por millones de ciudadanos, no importaba cuán grandes fueran los sucesos o cuán catastróficos resultaran los accidentes, en una ciudad tan grande, cuyos edificios rascan las nubes con sus antenas, no hay ruido que llegue de un lado a otro de la ciudad. Ni si quiera en los sitios con mayor volumen, como el estadio Océano, llamado así porque su mercadotecnia insistía en que era tan grande como para albergar a una ballena azul. Esto último, por supuesto, nunca fue comprobado.
                A pesar de las distancias, las noticias y la información corrían de un lado a otro en menos de un segundo. Los anuncios, publicidad y propaganda de los diferentes productos, servicios y eventos que la ciudad ofrecía a sus habitantes estaban disponibles al alcance de la mano de cualquiera con sólo voltear a cualquier dispositivo con conexión a la banda ancha del internet. Tal era el caso de uno de los conciertos más titánicos jamás vistos, interpretado por “El Martillo”, mismo artista que ideó ese acto de salvajismo acompañado de música que ambientaba tal ritual.
                En la radio, televisión, por correspondencia o a través del internet. En carteles, pósters y en bardas pintadas aparecía la imagen de “El Martillo” con su guitarra eléctrica en forma de V, catalogando su próximo concierto en Ciudad Beta como “El evento más brutal del milenio”. Sin embargo, no cualquiera asistiría a dicha invitación, pues su música controversial y sus actos de barbarie en el escenario les parecían perturbadores a la mayoría de la ciudadanía. Había incluso personas que se manifestaban en las calles, con estampas en sus autos y a través de internet en su contra.
                La llegada de “El Martillo” y su concierto “Headbangers Beta” había despertado el odio en el corazón de quienes pensaban diferente. Una furia que llevaba a estos individuos incluso a quemar en lugares públicos todo lo que tuviera que ver con el artista, su banda, su música, su movimiento y su concierto. Hasta utilizaban sus influencias en los políticos corruptos, que luchaban por el control de la ciudad y del mundo, para boicotear a las empresas que apoyaban el concierto. A pesar de esto, la tecnología ponía a disposición de la mayoría de las personas el conocimiento para organizarlos en una sociedad avanzaba que impedía la censura de dichos acontecimientos.
                La salida del sol anunciando un nuevo día, era la señal para los fanáticos de ocupar sus lugares en las afueras de las taquillas del estadio Océano, quienes, por miles, salían de sus departamentos como impulsados por un poder hipnótico que movilizaba sus cuerpos para hacer una hilera que alcanzaba varias cuadras. Otros ingenuos intentarían comprar sus boletos por internet, sin embargo, la saturación de las líneas hacía este acto azaroso y un riesgo. Además, los fanáticos debían hacer la fila afuera de la taquilla para demostrar su devoción al artista, como parte del ritual.
                Los fanáticos vestían con camisas y playeras de la marca de “El Martillo” y usaban botas y zapatos idénticos a los de los integrantes de la banda. Sus peinados eran tan alocados como los de otros músicos similares y sus gustos musicales eran parecidos entre sí, al igual que sus posturas políticas respecto algunos temas. En la fila, todos hablaban de lo maravilloso que sería el concierto, del espectáculo que presenciarían y formarían parte. Se emocionaban de pensar en poder ver a su ídolo frente a frente, aunque sea desde lejos, y algunos afortunados alardeaban que comprarían los mejores lugares, tal como un cazador en la prehistoria ostentaría el poder cazar al ciervo más grande de la manada en su expedición.
                Las sombras los rascacielos oscurecían el suelo de forma que la iluminación allá abajo siempre estaba prendida, convirtiéndola en un estado de día perpetuo, excepto cuando la electricidad fallaba en alguna zona que se tornaba en una penumbra inmortal. Pero los relojes en todos lados marcaron la hora de apertura y de las taquillas empezaron a fluir los boletos de un lado y los billetes y el dinero hacia el otro. Y así como iban comprando sus boletos, la gran fila se dividía en múltiples y los cuerpos de los fanáticos marchaban al unísono hacia los lugares que pudieron comprar.
                La expectativa era irreal, tal como presenciar a un dios o la misma razón de la existencia. Cada segundo que pasaba, los corazones del público latían más y más rápido. Mientras el escenario recibía los últimos retoques de los técnicos sin nombre que hacían todo posible, pero a nadie importaban. Gradualmente fueron desapareciendo, hasta dejar vacío allá arriba. Entonces, las luces se apagaron un segundo y, de un momento a otro, chispas y explosiones de fuego y humo salieron por los costados del estadio y un grito agudo estremeció al público como un temblor.
                Los reflectores apuntaron hacia donde estaba el martillo y casi como un acto de magia, toda su banda se encontraba en su lugar, frente a sus instrumentos, tocando una de las canciones favoritas del su público objetivo. El frenesí de gritos era tan potente que las bocinas luchaban para hacerse escuchar, era una batalla entre la música armónica y el caos discordante. Aun así, la audiencia estaba estupefacta, maníaca por los ritmos acelerados que sentían en su cuerpo y el alcohol y otras drogas que llevaban rato consumiendo, en la espera de su ídolo.
                 Cuando terminó esa primera canción espontánea, El Martillo saludó al público y cada vez que hacía una pregunta, ellos respondían al unísono, como un general de la antigüedad dando una orden a sus soldados, entonces, tras unas palabras monótonas, que repetía en cada ciudad que visitaba pero adecuando el nombre y que hacía mucho tiempo habían perdido sentido para él, continuó su acto con la siguiente canción brutal. Tras esta otra, siguieron más piezas de agresión y destrucción, de caos y anarquía, de violencia y libertad. Y cada cosa que decían sus letras, eran cantadas por los fanáticos como si fueran ellos quienes dieran el concierto.
                Después de hora y media, del estadio salía tanto calor que irradiaba casi como el fuego. Los fanáticos sudorosos aún disfrutaban del evento social cuando “El Martillo” anunció su más nuevo hit. El Martillo decía que para disfrutar esta canción con la ferocidad necesaria, habría que golpearse las cabezas unos contra otros y dejarse llevar por la fiereza de sus ritmos. Y tal como ordenaba su ídolo, los fanáticos obedecían, pegándose sus cráneos con fuerza al ritmo de la batería.
                Algunos afortunados caían inconscientes después de varios impactos en el cráneo, sin embargo, cientos de los asistentes continuaban arremetiendo unos contra los otros, usando sus cabezas como arietes, aún después que de éstas escurrían de sangre hasta que sus cerebros dañados salían hechos trozos  por su nariz y sus ojos, convulsionándose hasta morir. También había unos cuyo último sonido que jamás escucharían sería el tronido de sus cuellos por la fuerza de un impacto.
Tras terminar la canción, “El Martillo” había acabado con la vida de miles de sus fanáticos, sin embargo, ese mismo concierto, la venta de sus discos y de todos los productos de la empresa que lo promocionaba, le había generado tantas ganancias que no pudieron imputarle ningún cargo, pues su equipo de abogados tenía comprado al sistema judicial.

FIN

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