jueves, 12 de junio de 2014

306 - El Lago





                Debajo de la metrópolis llamada Ciudad Beta existía un laberinto de túneles y tuberías que se extendían como una telaraña. Era el sistema de drenaje de la ciudad, uno de los sitios más oscuros, fríos, malolientes y peligrosos. Y de todas las zonas de riesgo de este laberinto, una era peculiarmente más mortal que otras: Este título le correspondía al drenaje situado bajo la zona industrial, donde químicos y residuos tóxicos creaban uno de los fluidos más letales que el hombre haya visto. Por supuesto que, todos estos desechos eran procesados por ingeniería de avanzada, que purificaban el agua antes de que esta llegara al mar.
                Antonio, conocido como “La cucaracha” por su habilidad tanto como para escabullirse en los rincones más apretados donde parecería imposible que una persona pudiera pasar hasta escalar las torres más empinadas con tan sólo sus manos y algo de suerte, miraba su reloj que marcaba la once y media, pero si era de día o de noche, allá abajo, en el drenaje, no importaba, pues sólo tenía su lámpara de batería para iluminar el camino. Armado con herramientas de espeleología, un kit para tomar muestras estériles y un casco que tenía incorporados una cámara y una lámpara, se deslizaba por las alcantarillas como una ardilla por los árboles, como si la gravedad no existiera, ágil y sin si quiera mojar sus pies con las aguas putrefactas que corrían por cada túnel.
                Su misión era tomar una muestra de una zona tan peligrosa que nadie estaba tan loco como para intentarlo, exceptuándolo a él. Las autoridades conocían los números a la perfección. Sabían que era un peligro para la vida y que al finalizar los procesos de purificación terminaba segura incluso para el consumo humano. Pero en sí, nadie sabía lo que pasaba allá abajo. Sus guías eran su reloj y una brújula. Medía cuánto tiempo avanzaba en qué dirección y así calculaba la distancia recorrida y su ubicación, según su propio mapa mental de la zona. Sin embargo, su instinto y su experiencia se juntaban en un solo sentido que daba las indicaciones finales sobre dónde voltear, cuándo seguir, cuándo parar y si debía escapar y aventurarse más. Por ahora, este sentido le  indicaba aventurarse más en lo profundo.
                Conforme el hedor aumentaba su poder la consciencia de Antonio se quebraba, sólo un cubre bocas y una pañoleta, encima del primero, era lo que lo protegía de aspirar la miasma de la ciudad. Todos los gases que su podredumbre exhalaba. Pero su entrenamiento mental era tal que podía permanecer consciente sin dormir, en la oscuridad, con poco alimento y en las condiciones más extremas, justo como la que enfrentaba en ese momento.
                Las primeras señales que lo alertaron fueron los cadáveres de animales. Ratas, murciélagos, serpientes, peces, gusanos e insectos eran arrastrados por el río burbujeante y Antonio debía seguir este torrente corriente arriba si quería llegar al origen de esa masacre. Estos cuerpos flotaban en la superficie, pero su color original se había opacado y reemplazado por un monótono gris. Estos seres parecían estatuas de sal, era como un desfile alegórico de la muerte, poco pintoresco.
                Penetrando con esfuerzo en las grutas abismales que formaba el drenaje, el familiar rugido del agua le recordaba que podría morir ahogado en cualquier momento, pues el nivel del agua, si es que así pudiera llamarse a esa sustancia espesa y nauseabunda, subía y bajaba repentinamente. Su mayor miedo no era que su vida se acabara por falta de oxígeno, sino el verse cubierto de este líquido maloliente y tóxico y sufrir horribles quemaduras o convulsiones antes de sucumbir sin aire en sus pulmones.
                Cuando el agua pasaba por tuberías cercanas, emitía una resonancia que agitaba el cuerpo de Antonio como un si fuera un trueno que comienza despacio y, cuando llega a su clímax, permanece estremeciendo  todo como el gruñir de una bestia enfadada y sedienta de sangre. Pero Antonio no temía al sonido, el sonido no le haría daño, y estaba convencido de que las bestias no moraran esos espacios donde sólo la muerte es evidencia alguna de vida. Por ahora, su único enemigo era un despiste, una falta de concentración, un descuido. Un suceso tan sencillo como resbalarse ligeramente sería fatal.
                La profundidad inutilizaba su comunicación con el exterior, pues ninguna señal podía atravesar tantas capas de concreto, cables, túneles y tierra que lo separaba de la superficie. Insistía en ver su reloj recurrentemente, contaba sus pasos, pero debía estar muy pendiente de no golpear su cabeza con alguna tubería o cualquier cosa que podría surgir de la oscuridad cuando volteara ligeramente hacia abajo para ver su reloj. Su instinto indicaba que estaba cerca de la fuente del río de cadáveres y el eco de sus pasos, seguido por una corriente de aire pestilente, lo golpearon en la cara. Fue entonces que llegó al final de una tubería, sellada por duros barrotes de acero, inflados por la oxidación y con una masa acumulada de basura del otro lado, sobre la cual, algunos cuerpos de animales se colaban de vez en vez.
                Antonio miró los barrotes un segundo, para él era un reto pasar a través de tan estrecho pasadizo, pero no sólo era el esfuerzo de estrujarse por los fríos y sucios barrotes, sino que su técnica le requería despojarse de todo su equipo y su ropa, dejándolo vulnerable durante el tiempo que le tome esta proceso. Tomó una medida usando sus dedos y lo comparó con su cabeza para deducir si entraría en ese hueco. Entonces se quitó su mochila, su casco y los demás aditamentos, incluyendo su ropa, quedando completamente desnudo. Primero pasó uno de sus brazos y palpó el exterior buscando algo de dónde impulsarse.
                Metió la mitad de su cuerpo, incluyendo una pierna, y con su otro brazo sujetaba su mochila, entonces comenzó a tirar para hacer pasar su cráneo por el espacio. El lodo del que se impregnaba y con el que todo estaba infestado le ayudaba a que resbalara a través de los barrotes, pero el óxido se desmoronaba como arena dura y raspaba su rostro. Tras un último empujón, su cabeza se halló del otro lado del túnel, junto con el resto de su cuerpo.
                Antonio se vistió y equipó nuevamente. Se sentó a los barrotes y limpió su cara con el agua limpia de una cantimplora. Tenía un raspón en su mejilla que ya debía estar infectado. Ahora era una necesidad salir del lugar, pero atravesar esos barrotes de nuevo no sonaba como una opción práctica. Seguro alguna de las tuberías tendría sus barrotes rotos por los tóxicos hacia otra salida.
Después de suspirar, se levantó y aumentó la intensidad de su lámpara para observar su nuevo entorno. Este tenía diferencias con el largo y estrecho sistema de túneles y canales que había explorado. Parecía más bien una caverna subterránea, quizá la más grande que haya visto jamás. Tan alta que su lámpara, aun cuando tenía la capacidad de adentrarse en la neblina y en el agua, no tenía la potencia para iluminar el techo de la bóveda, ni las paredes más alejadas. En el centro, un lago negro que irradiaba ligeramente, como un destello de luz morada leve, burbujeante, surtido por cascadas que caían decenas de metros desde la oscuridad. Le era imposible a Antonio el calcular la profundidad de un pozo cuya superficie estaba cubierta de una capa de desechos que un arqueólogo encontraría de lo más interesantes, pero que al ojo común no eran más que basura proveniente de todos lados.
Antonio no se arriesgaría a sumergirse en esas aguas, mucho menos ahora que tenía una herida, por lo que se trepó a una de las paredes de ladrillos para acercarse tanto como pudiera al centro. Y con cada par de metros que avanzaba, tomaba una muestra con una de sus probetas, sacándola de su mochila, destapándola, recolectando el líquido con una sola mano y tapándola de vuelta, para etiquetarla con un plumón que sostenía con la boca. Así siguió hasta que llegó al centro del lago, donde caían todas las aguas pútridas de la zona industrial de arriba.
Tras sumergir la última probeta y taparla, escuchó algo que él reconoció como un tosido. La tapó y etiquetó con la boca mirando por sobre su hombro. Entonces, de la misma pared de enfrente donde vino el tosido, surgió un sonido gutural escalofriante, como alguien agonizando de asfixia. Apuntó su lámpara en esa dirección, pero nuevamente la penumbra era fuerte en ese lugar y su lámpara no se adentraba en tal negrura. Subió la pared un tanto para acercarse a las alturas de donde el ruido provenía. Y conforme subía, notaba que un tono grisáceo, como ceniza, reclamaba su dominio sobre todo.
Al principio, parecían gotas que pringaron las paredes y las mancharon de un tono más claro que el negro, pero conforme ascendía, este tono se volvía cada vez más pálido hasta mancharlo todo con una capa de opacidad. Apuntando siempre su lámpara hacia el otro lado, no se dio cuenta de lo que colgaba sobre de sí, sino hasta toparse con el cuerpo de un ser humano, petrificado, como una estatua de sal y la expresión en su rostro era la de un grito. De un costado de su abdomen, tenía un agujero en el por el cual se veía que su cuerpo estaba vacío y el exterior sólo era una especie de cascarón de lo que antes fue.
Alrededor de este, otros cuerpos pegados a las paredes por una sustancia gris se extendían más allá de lo que sus ojos podían ver. Extendió su brazo para tocar la sustancia gris, parecía sal pero poseía una propiedad extra que la hacía particularmente pegajosa, se adhirió a sus dedos y fue ensuciándolos de este tono casi hasta extenderse por toda su mano tan sólo con esa pisca que rozó con sus dedos. Como explorador, recolector y aventurero, no podía desperdiciar una oportunidad de capturar esta sustancia, quizá desconocida por la ciencia.
Tomó una botella de plástico y vació el resto del agua que contenía, la cual ya era poca y le advertía del peligro de permanecer más tiempo en tal lugar, y raspó la pared con la botella, haciendo caer algo de esta sustancia en ella. Entonces, su cuerpo se alejó de la pared, volando por el aire y fue sumergido en el lago oscuro. Una criatura como un mosquito, tan grande como un auto, sujetaba el cuerpo de Antonio que se petrificaba instantáneamente dentro del agua tóxica. Segundos después, el mosquito gigante elevó el cuerpo de Antonio y lo hizo impactar contra la parte alta de la pared, junto al resto de los cuerpos, y al hacer esto salpicó de las aguas sucias todo el lugar, pero el cadáver de Antonio se pegó de inmediato.
El ser monstruoso extendió un pico que atravesó la dura capa exterior del cuerpo de Antonio y succionó su interior con voracidad. Entonces, el ruido de un chapoteo llamó la atención de la criatura. Sacó su pico de golpe  y rápidamente voló tras la última presa que cayó víctima de El Lago.


FIN

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