Debajo
de la metrópolis llamada Ciudad Beta existía un laberinto de túneles y tuberías
que se extendían como una telaraña. Era el sistema de drenaje de la ciudad, uno
de los sitios más oscuros, fríos, malolientes y peligrosos. Y de todas las
zonas de riesgo de este laberinto, una era peculiarmente más mortal que otras:
Este título le correspondía al drenaje situado bajo la zona industrial, donde
químicos y residuos tóxicos creaban uno de los fluidos más letales que el
hombre haya visto. Por supuesto que, todos estos desechos eran procesados por
ingeniería de avanzada, que purificaban el agua antes de que esta llegara al
mar.
Antonio,
conocido como “La cucaracha” por su habilidad tanto como para escabullirse en
los rincones más apretados donde parecería imposible que una persona pudiera
pasar hasta escalar las torres más empinadas con tan sólo sus manos y algo de
suerte, miraba su reloj que marcaba la once y media, pero si era de día o de
noche, allá abajo, en el drenaje, no importaba, pues sólo tenía su lámpara de
batería para iluminar el camino. Armado con herramientas de espeleología, un kit
para tomar muestras estériles y un casco que tenía incorporados una cámara y
una lámpara, se deslizaba por las alcantarillas como una ardilla por los árboles,
como si la gravedad no existiera, ágil y sin si quiera mojar sus pies con las
aguas putrefactas que corrían por cada túnel.
Su
misión era tomar una muestra de una zona tan peligrosa que nadie estaba tan
loco como para intentarlo, exceptuándolo a él. Las autoridades conocían los
números a la perfección. Sabían que era un peligro para la vida y que al
finalizar los procesos de purificación terminaba segura incluso para el consumo
humano. Pero en sí, nadie sabía lo que pasaba allá abajo. Sus guías eran su
reloj y una brújula. Medía cuánto tiempo avanzaba en qué dirección y así
calculaba la distancia recorrida y su ubicación, según su propio mapa mental de
la zona. Sin embargo, su instinto y su experiencia se juntaban en un solo
sentido que daba las indicaciones finales sobre dónde voltear, cuándo seguir,
cuándo parar y si debía escapar y aventurarse más. Por ahora, este sentido
le indicaba aventurarse más en lo
profundo.
Conforme
el hedor aumentaba su poder la consciencia de Antonio se quebraba, sólo un
cubre bocas y una pañoleta, encima del primero, era lo que lo protegía de
aspirar la miasma de la ciudad. Todos los gases que su podredumbre exhalaba.
Pero su entrenamiento mental era tal que podía permanecer consciente sin
dormir, en la oscuridad, con poco alimento y en las condiciones más extremas,
justo como la que enfrentaba en ese momento.
Las
primeras señales que lo alertaron fueron los cadáveres de animales. Ratas,
murciélagos, serpientes, peces, gusanos e insectos eran arrastrados por el río
burbujeante y Antonio debía seguir este torrente corriente arriba si quería
llegar al origen de esa masacre. Estos cuerpos flotaban en la superficie, pero
su color original se había opacado y reemplazado por un monótono gris. Estos
seres parecían estatuas de sal, era como un desfile alegórico de la muerte,
poco pintoresco.
Penetrando
con esfuerzo en las grutas abismales que formaba el drenaje, el familiar rugido
del agua le recordaba que podría morir ahogado en cualquier momento, pues el
nivel del agua, si es que así pudiera llamarse a esa sustancia espesa y nauseabunda,
subía y bajaba repentinamente. Su mayor miedo no era que su vida se acabara por
falta de oxígeno, sino el verse cubierto de este líquido maloliente y tóxico y
sufrir horribles quemaduras o convulsiones antes de sucumbir sin aire en sus
pulmones.
Cuando
el agua pasaba por tuberías cercanas, emitía una resonancia que agitaba el
cuerpo de Antonio como un si fuera un trueno que comienza despacio y, cuando
llega a su clímax, permanece estremeciendo
todo como el gruñir de una bestia enfadada y sedienta de sangre. Pero
Antonio no temía al sonido, el sonido no le haría daño, y estaba convencido de
que las bestias no moraran esos espacios donde sólo la muerte es evidencia
alguna de vida. Por ahora, su único enemigo era un despiste, una falta de
concentración, un descuido. Un suceso tan sencillo como resbalarse ligeramente
sería fatal.
La
profundidad inutilizaba su comunicación con el exterior, pues ninguna señal
podía atravesar tantas capas de concreto, cables, túneles y tierra que lo
separaba de la superficie. Insistía en ver su reloj recurrentemente, contaba
sus pasos, pero debía estar muy pendiente de no golpear su cabeza con alguna
tubería o cualquier cosa que podría surgir de la oscuridad cuando volteara
ligeramente hacia abajo para ver su reloj. Su instinto indicaba que estaba
cerca de la fuente del río de cadáveres y el eco de sus pasos, seguido por una
corriente de aire pestilente, lo golpearon en la cara. Fue entonces que llegó
al final de una tubería, sellada por duros barrotes de acero, inflados por la
oxidación y con una masa acumulada de basura del otro lado, sobre la cual,
algunos cuerpos de animales se colaban de vez en vez.
Antonio
miró los barrotes un segundo, para él era un reto pasar a través de tan
estrecho pasadizo, pero no sólo era el esfuerzo de estrujarse por los fríos y
sucios barrotes, sino que su técnica le requería despojarse de todo su equipo y
su ropa, dejándolo vulnerable durante el tiempo que le tome esta proceso. Tomó
una medida usando sus dedos y lo comparó con su cabeza para deducir si entraría
en ese hueco. Entonces se quitó su mochila, su casco y los demás aditamentos,
incluyendo su ropa, quedando completamente desnudo. Primero pasó uno de sus
brazos y palpó el exterior buscando algo de dónde impulsarse.
Metió
la mitad de su cuerpo, incluyendo una pierna, y con su otro brazo sujetaba su
mochila, entonces comenzó a tirar para hacer pasar su cráneo por el espacio. El
lodo del que se impregnaba y con el que todo estaba infestado le ayudaba a que
resbalara a través de los barrotes, pero el óxido se desmoronaba como arena
dura y raspaba su rostro. Tras un último empujón, su cabeza se halló del otro
lado del túnel, junto con el resto de su cuerpo.
Antonio
se vistió y equipó nuevamente. Se sentó a los barrotes y limpió su cara con el
agua limpia de una cantimplora. Tenía un raspón en su mejilla que ya debía
estar infectado. Ahora era una necesidad salir del lugar, pero atravesar esos
barrotes de nuevo no sonaba como una opción práctica. Seguro alguna de las
tuberías tendría sus barrotes rotos por los tóxicos hacia otra salida.
Después de
suspirar, se levantó y aumentó la intensidad de su lámpara para observar su
nuevo entorno. Este tenía diferencias con el largo y estrecho sistema de
túneles y canales que había explorado. Parecía más bien una caverna
subterránea, quizá la más grande que haya visto jamás. Tan alta que su lámpara,
aun cuando tenía la capacidad de adentrarse en la neblina y en el agua, no
tenía la potencia para iluminar el techo de la bóveda, ni las paredes más
alejadas. En el centro, un lago negro que irradiaba ligeramente, como un
destello de luz morada leve, burbujeante, surtido por cascadas que caían
decenas de metros desde la oscuridad. Le era imposible a Antonio el calcular la
profundidad de un pozo cuya superficie estaba cubierta de una capa de desechos
que un arqueólogo encontraría de lo más interesantes, pero que al ojo común no
eran más que basura proveniente de todos lados.
Antonio no se
arriesgaría a sumergirse en esas aguas, mucho menos ahora que tenía una herida,
por lo que se trepó a una de las paredes de ladrillos para acercarse tanto como
pudiera al centro. Y con cada par de metros que avanzaba, tomaba una muestra
con una de sus probetas, sacándola de su mochila, destapándola, recolectando el
líquido con una sola mano y tapándola de vuelta, para etiquetarla con un plumón
que sostenía con la boca. Así siguió hasta que llegó al centro del lago, donde
caían todas las aguas pútridas de la zona industrial de arriba.
Tras sumergir
la última probeta y taparla, escuchó algo que él reconoció como un tosido. La
tapó y etiquetó con la boca mirando por sobre su hombro. Entonces, de la misma
pared de enfrente donde vino el tosido, surgió un sonido gutural escalofriante,
como alguien agonizando de asfixia. Apuntó su lámpara en esa dirección, pero
nuevamente la penumbra era fuerte en ese lugar y su lámpara no se adentraba en tal
negrura. Subió la pared un tanto para acercarse a las alturas de donde el ruido
provenía. Y conforme subía, notaba que un tono grisáceo, como ceniza, reclamaba
su dominio sobre todo.
Al principio,
parecían gotas que pringaron las paredes y las mancharon de un tono más claro
que el negro, pero conforme ascendía, este tono se volvía cada vez más pálido
hasta mancharlo todo con una capa de opacidad. Apuntando siempre su lámpara
hacia el otro lado, no se dio cuenta de lo que colgaba sobre de sí, sino hasta
toparse con el cuerpo de un ser humano, petrificado, como una estatua de sal y
la expresión en su rostro era la de un grito. De un costado de su abdomen,
tenía un agujero en el por el cual se veía que su cuerpo estaba vacío y el
exterior sólo era una especie de cascarón de lo que antes fue.
Alrededor de
este, otros cuerpos pegados a las paredes por una sustancia gris se extendían
más allá de lo que sus ojos podían ver. Extendió su brazo para tocar la
sustancia gris, parecía sal pero poseía una propiedad extra que la hacía
particularmente pegajosa, se adhirió a sus dedos y fue ensuciándolos de este
tono casi hasta extenderse por toda su mano tan sólo con esa pisca que rozó con
sus dedos. Como explorador, recolector y aventurero, no podía desperdiciar una
oportunidad de capturar esta sustancia, quizá desconocida por la ciencia.
Tomó una
botella de plástico y vació el resto del agua que contenía, la cual ya era poca
y le advertía del peligro de permanecer más tiempo en tal lugar, y raspó la
pared con la botella, haciendo caer algo de esta sustancia en ella. Entonces,
su cuerpo se alejó de la pared, volando por el aire y fue sumergido en el lago
oscuro. Una criatura como un mosquito, tan grande como un auto, sujetaba el
cuerpo de Antonio que se petrificaba instantáneamente dentro del agua tóxica.
Segundos después, el mosquito gigante elevó el cuerpo de Antonio y lo hizo
impactar contra la parte alta de la pared, junto al resto de los cuerpos, y al
hacer esto salpicó de las aguas sucias todo el lugar, pero el cadáver de
Antonio se pegó de inmediato.
El ser
monstruoso extendió un pico que atravesó la dura capa exterior del cuerpo de
Antonio y succionó su interior con voracidad. Entonces, el ruido de un chapoteo
llamó la atención de la criatura. Sacó su pico de golpe y rápidamente voló tras la última presa que
cayó víctima de El Lago.
FIN
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