El
orfanato infantil #0293 de Ciudad Beta solía ser una escuela religiosa para
monjas. Sin embargo, con el desarrollo tecnológico de la megalópolis, las
creencias de fé cayeron en desuso entre la mayor parte de los ciudadanos. A
pesar de esto, este instituto seguía recibiendo jóvenes huérfanos bajo el amparo del Padre Aldebardo, un hombre
cuya castidad y entrega al cuidado de los más vulnerables se corroboraba por
los múltiples premios y reconocimiento por sus servicios de parte de
instituciones internacionales y locales.
El
edificio era una antigua construcción de ladrillos. Se veía insignificante en
comparación con los rascacielos de un color azul marino oscuro, cuyas ventanas
iluminaban el paisaje a kilómetros a la redonda como si fueran faros, que lo
rodeaban. Consistía en un área común, un comedor para 20 personas, una
habitación y, finalmente, se encontraba la biblioteca y un estudio que servía
de dormitorio para el Padre Aldebardo.
Esa
tarde, El Padre estaba encerrado en el baño de su estudio. Vestía la misma
sotana que usaba diario y que sólo se quitaba para dormir y para asearla. En
estas dos situaciones anteriores, él solía ponerse un pantalón y una camisa de
algodón que usaba de pijama. Sus pies descalzos tocaban el piso húmedo y
helado. Una ventanilla se abría directo a la calle y el frío aire congelaba el
interior. A pesar de esto, Aldebardo sudaba.
Después
de llenar un vaso con agua del lavabo, abrió el botiquín que se ocultaba detrás
del espejo cuarteado para tomar un bote de plástico con píldoras en él. Con sus
manos temblorosas, puso una de las píldoras en su boca y arrugó su cara cuando
esta tocó su lengua. Luego de tragar el agua, la píldora no se iba. Tuvo que
realizar varios intentos hasta que, por fin, pasó por su garganta. Aún así, el
amargo sabor del medicamento permaneció en su boca, incluso después de hacer
gárgaras con el resto del agua.
Concentraba
su mente en el mal gusto del antibiótico, mientras una gota de sangre con pus
escurría por entre su muslo, tratando de no recordar la misa de esa mañana.
Pero el recuerdo de la vergüenza y el miedo que le produjo eran como la sirena
de una ambulancia sonando en su memoria. Una parte de sí mismo le insistía que
nadie supo lo que sucedió, pero por otro lado, probablemente todos habrán
notado que algo pasó. No sólo no era la primera vez, sino ocurría con más
frecuencia.
Apretó
el cilicio en su pierna, intentando causarse más dolor. Y, al tirar del cinturón
de cuero, las agujas de hierro se
clavaron más en las heridas abiertas e infectadas que dejaron caer unas gotas
de sangre con pus que salpicaron hasta su mano. A su mente venían imágenes pecaminosas
de deseos carnales que trastornaban su mente. Escenas de frenesí sexual y
brutalidad sólo pensadas por unos pocos perversos en la historia. Con su propio
sufrimiento, procuraba borrar estas heridas.
Aldebardo
salió del baño y se tiró sobre su cama, tratando vaciar de pensamientos
impúdicos a su cabeza. En este instante de cavilación, hizo memoria de una
tarde, hacía ya años, cuando un amable hombre donó diferentes cajas de libros
para la biblioteca del orfanato. Los textos iban desde poesía hasta obras
literarias clásicas y cuentos para niños. Sin embargo, dentro de una de las
cajas, un libro destacaba al instante.
Cuando
Aldebardo abrió una de las cajas de libros que habían sido donadas, encontró un
volumen cuya portada era de cuero negro, sin título. Al abrirlo y hojearlo,
descubrió aterrorizado, que se trataba de un tratado de artes oscuras.
Hechicería, ritos satánicos, invocaciones demoniacas, rituales prohibidos de
orgías y misas negras. Los dibujos de tortura, sometimiento y profanación en
esas páginas, le provocaron náuseas al Padre. Tal era su repudio que lo arrojó
detrás del librero más cercano e intentó olvidarlo.
Al
menos hasta ese día, Aldebardo fue capaz de ignorar tal anécdota. Sin embargo,
al contemplar su Biblia en la mesa de noche, cuyas páginas fueron leídas
cientos de veces, sin encontrar una solución definitiva para su problema, tuvo
la idea de buscar una respuesta en otro lado. Quizá ese libro, si es que aún
estaba detrás del librero, podría ayudarlo con su dilema.
Tras
el ocaso, el Padre se escurrió a la biblioteca con lámpara en mano. Su pierna
le punzaba tras cada paso y, con cada vez que las afiladas púas se enterraban
en su carne, juraba que se desmayaría por el dolor. Su corazón se agitaba ante
la expectativa de volver a tener ese libro en sus manos pues, mientras más
cerca lo tenía, más frescos eran los recuerdos sobre su primer encuentro con
ese ejemplar. Había algo en esas letras y grabados, que despertaba en él violentos y sanguinarios
deseos de corrupción y depravación. Y ese algo, él sólo podía entenderlo como LIBERTAD.
Alumbró
detrás del dichoso mueble. Si no fuera por telarañas que habían acumulado el
polvo después de su abandono, parecería que el tiempo no pasó en ese rincón. El
libro aún seguía ahí, tirado, parcialmente abierto y con algunas hojas dobladas. Aldebardo estiró
su brazo y, al rozar las yemas de sus dedos con el cuero oscuro, voces
tenebrosas resonaron en su cabeza. Se alejó un instante, pero el dolor
producido por el cilicio que lo hería con cada movimiento lo motivaron a
estirarse y jalar el libro para consigo.
Una vez con el
libro, Aldebardo se enclaustró en su dormitorio y pasó la noche en vela. Temprano,
con las primeras luces del día, se le vio salir del orfanato, tomar un taxi e
irse cojeando sin dar ninguna explicación. No fue sino hasta la tarde, que regresó
cargando cajas y bolsas con compras, que resguardó en su estudio y encerró
celosamente con llave. La incógnita de su comportamiento mantenía las bocas de las
niñas intercambiando rumores y dudas, con la única certeza de que en la cena,
si es que se presentaba el Padre, podrían preguntarle y así resolver el
misterio.
Al caer la
noche, las jóvenes, las monjas y el padre se sentaron en la mesa para cenar una
sopa caliente. Aldebardo, sin embargo, sólo se sirvió una copa de vino y su
semblante era rígido, mientras los observaba devorar las sopas y se acaba esa
única copa, dando sorbos sólo para humedecer levemente su lengua y saborear su
bebida. El cilicio en su pierna estaba clavado a su piel como una uña y el
dolor punzante casi no le permitían percibir con claridad el aroma y textura
del licor.
Los niños se
preguntaban cuál era la razón de tal gesto. Aldebardo, cuya amabilidad era
característica, siempre inspiraba paz en quienes lo rodeaban. Pero, poco a
poco, su personalidad cambió hasta que ese día, ya nadie se atrevía a dirigirle
la palabra. Era como una bomba que no se sabía cuándo o cómo se detonaría. Como
un perro gigante durmiendo, con sueño ligero. Tragaban su sopa tan rápido como
podían, evitaban murmurar por el miedo, pero el caldo tenía un sabor amargo.
Nadie se quejó, pues Aldebardo había preparado él mismo los alimentos para esa
noche con especial interés y, en intento de apaciguar la furia evidente de
Aldebardo, fingían que les gustaba. Las monjas, acostumbradas a la comida fría
e insípida habían perdido el gusto años atrás.
A los pocos
minutos, las niñas empezaron a sentirse mal, como mareadas. Una de ellas
estrelló la cara contra su plato, pero el resto no reaccionó a este evento
repentino pues, poco a poco, todas fueron quedándose dormidas. Tanto las jóvenes
como las monjas cayeron ante el poder del somnífero que Aldebardo agregó a las
viandas nocturnas. Este último, espero hasta acabarse por completo su copa,
para levantarse de su asiento.
La luna surgió
del horizonte, junto con las estrellas y cruzó el cielo de lado a lado hasta
que la primera de las jóvenes despertara de su sueño involuntario. Aún aturdida
por el somnífero, su visión borrosa la impulsó a tallar sus párpados con las
manos pero, al estirar su brazo para alcanzar su rostro, sintió un tirón que la
frenó de inmediato. Lo mismo percibió en su otro brazo y en sus piernas. Le
tomó varios segundos darse cuenta que se encontraba esposada y encadenada en
una especie de camastro. Se movía y retorcía tanto como el narcótico le
permitía. Quiso gritar, pero su boca no salió más que un sonido enmudecido por
una mordaza de telas.
Una tras una,
fueron abriendo los ojos, siguiendo el mismo ritual que su instinto le sugería.
Con su brazo siendo detenido al intentar tallar sus párpados, su cuerpo
retorciéndose inútilmente y sus gritos ahogados por las telas. Boca arriba, su
campo visual se encontraba en el techo, el cual reconocieron todas como la
biblioteca. Se hallaba tan oscura como de costumbre, pero la poca luz que lograba
adentrarse en esa penumbra no era del tono blanco y estable que el foco
económico de la mesa del centro emitía, sino, más bien, como de un tono cálido,
entre rojizo y amarillento, a veces se desvanecía y otras aumentaba.
Aldebardo no
durmió en toda esa noche. Le tomó horas y un esfuerzo sobrenatural el mover,
con su pierna herida, a las jóvenes a la biblioteca, quitar los libreros del
camino, encadenar a las niñas y degollar a las dos monjas sin ningún
remordimiento. Aparte de colocar y prender velas por doquier y usar la sangre
de las monjas para trazar un círculo en el centro, con un símbolo que no había
sido escrito nunca desde que se inscribió en ese libro de cuero negro. Una vez
que terminó todos los preparativos, se sentó a observar a sus presas, paciente,
esperando el momento para atacar.
Aún cuando el
efecto del somnífero ya había pasado. Los esfuerzos de las chicas por zafarse
las debilitaron de forma tal que ahora estaban aún más inmóviles. Fue entonces
cuando Aldebardo se levantó de su mullido sofá y el punzante cilicio se le
enterró más en su pierna, la cual era un milagro que aún sintiera dolor, pues
se había tornado de un color negro verdoso. Se liberó del amarre del cilicio y
tuvo que arrancarlo de su piel, para que este cayera al suelo.
Al instante,
Aldebardo se sintió liberado. Todos esos años de dolor y sufrimiento se habían
terminado por fin. Pues, no necesitaba exculpar sus propios pecados si tenía
mártires en los cuales depositar su maldad. O al menos tal era su pensamiento
cuando se dirigió a la primera joven, que lloraba asustada y confundida. Esto
último no le importó y sacó un afilado cuchillo de cacería con la sangre
coagulada de las monjas aún en él y cortó sus ropas, mientras la joven se
esforzaba por patalear lo cual sólo logró que el filo del cuchillo le abriera
ligeras heridas en su piel. Este acto fue repetido con cada una de las jóvenes.
Después de
este primer acto, el padre tomó El libro y hojeó algunas de sus páginas. Al
momento, las ideas de perversión y depredación llegaron a su mente, de una
crueldad inconcebible para quien fuera llamarse un ser humano. Un texto así
sólo pudo haber sido escrito por el demonio. Pero, por primera vez desde que
abrió ese tomo, ya no había cilicio en su pierna que lo contuviera. Esa noche no
existía poder alguno que aplacara la maleficencia que lo invadía.
El tiempo dejó
de pasar en la biblioteca, mientras Aldebardo cometía los desenfrenos
libertinos del libro sobre cada una de las chicas, depositando en ellas todo el
vigor que acumuló por decenas de años, satisfaciendo su hambre con voraz
brutalidad, corrompiendo la virtud y el alma de cada una de ellas hasta
destruirla por la completo. Incluso, de algunas de ellas sólo quedaron pedazos
de carne y huesos con vísceras esparcidas por todas partes.
Al terminar, el
cuerpo de Aldebardo estaba frío y de su pierna escurría sangre y pus a
borbotones. Su extremidad ya no le respondía y el ardor insoportable de su
herida ahora se generalizaba en su cuerpo. Cayó, inevitablemente, al suelo, y
se convulsionó de agonía. Pasaba de sentir el frío de su piel, con el calor en
el interior de su cuerpo a tener alucinaciones escalofriantes de criaturas
demoníacas y estos seres demoniacos lo poseían a él, corroían su piel y
licuaban sus órganos, se comían su carne y rompían sus huesos que estaban
frágiles como mondadientes.
Aldebardo
estuvo vivo por horas, pereciendo lentamente. En su espalda surgían heridas
producto del calor de su cuerpo que se intensificaba e incendiaba aquello que
tocara. La alfombra ahuecada en el suelo de esa biblioteca ardió con el cuerpo
del padre y los libreros le siguieron. Para cuando los bomberos pudieron apagar
el fuego, el orfanato y los restos de
aquellos que ahí vivieron se habían reducido a cenizas y carbón.
FIN