Unas
pocas estrellas eran visibles esa noche, pero no por las nubes que las
ocultaran, sino por la iluminación Ciudad Beta. Una de las metrópolis más
grandes del mundo. Mil millones de destellos, provenientes de miles de casas,
edificios, postes, autos, aparatos eléctricos y reflectores de los estadios, se
proyectaban hacia el firmamento opacando la misma luz de las estrellas, excepto
por una que otra que se resistía a la energía y poder humanos.
Vladimir
regresaba a su casa, después de una jornada laboral, con una sonrisa en la
cara. Mientras escuchaba los éxitos del momento en la radio, recordaba su día
en el trabajo en la penitenciaría. Habían ejecutado a un hombre en la silla
eléctrica, acusado de asesinar brutalmente a toda su familia. Como la mayoría
de los delincuentes, se declaró inocente, pero la evidencia que lo ligaba al
arma homicida era irrefutable. Su pistola era el arma homicida, no era una
familia del todo feliz, constantemente peleaban (según los vecinos) y el hombre
pasaba largo tiempo ebrio y enojado.
Cuando
la policía llegó, el hombre estaba sumido en alcohol y sangre de su esposa, sus
tres hijos y hasta su perro. Debido a la intervención de los medios
informativos, la noticia se dio a conocer rápidamente y el juicio fue veloz. Sentencia
de muerte, irrevocable. Por lo que, esa tarde, lo sentaron en la silla y fue
Vladimir quien accionó la palanca, cosa que disfrutaba con un placer perverso y
enfermizo. Tal era su gusto por esta actividad, que llevaba recuerdos a su
hogar de dicho evento. Una agujeta, un botón, un pedazo de prenda del
sentenciado. Cualquier cosa que le sirviera para recordar la alegría que le
provocaba el quitarle la vida a otra persona.
Se
acercaba a su hogar, con una agujeta del ejecutado enredada entre sus dedos de
la mano derecha, cuando su sonrisa se hizo aún más pronunciaba. Por todas las
vidas que había tomado en tan poco tiempo. Aceleró el paso hasta detenerse
frente a su cochera, meter su auto y entrar a su casa corriendo como un niño
que encontró un tesoro.
Vladimir
era soltero, no tenía hijos, vivía solo y pasaba desapercibido entre el resto
de las personas. Nadie que lo viera en la calle supondría que matara personas
por las tardes o que recibiera un salario por ser el ejecutor de la
penitenciaría. Pero era un hombre meticuloso, matemático e inteligente. Abrió
la puerta de una habitación y, automáticamente, la luz se prendió. Iluminada
como el día, este cuarto se atiborraba de botones, pedazos de tela, joyas,
mechones de cabello, agujetas y más. Que estaban situados en cajas sobre
repisas. Parecía más el almacén de un museo, pues cada caja estaba rotulada y
etiquetada cuidadosamente, pero llenas por encima del borde.
Una
de las cajas se hallaba fuera de lugar, sobre una mesa cercana. Cuando Vladimir
entró, se dirigió hacia esta caja, no sin antes observar sus repisas con
orgullo. Una vez frente a la caja, tomó una bolsa plástica de la mesa y guardó
la agujeta enredada en los dedos de su mano, selló la bolsa y la depositó junto
a un moño, el ojo de un oso de peluche, un calcetín de bebé y un mechón de
cabello de la esposa del hombre que ejecutó hoy en su trabajo. Luego colocó esta
caja, rotulada con el número 9583, en un espacio vacío de las repisas.
Vladimir
se deleitaba con su motín. Para él, matar era como una droga. Una necesidad que
debía cubrir para sentirse bien, pues su vida triste y llena de tragedias sólo
se iluminaba cuando miraba a otro ser humano dar su último aliento. Su trabajo
en la penitenciaría, como verdugo, le era placentero, pero debía fingir
seriedad en dicho momento y no significa lo mismo para él que eliminar a una
víctima vulnerable, aterrada y sentir su sangre pringándole en la cara.
Lo que
realmente disfrutaba era asesinar a sangre fría, inculpar a alguien más y
rematarlo ejecutándolo por la vía legal. Cosa para la cual se había vuelto un
maestro por años y años de práctica. Tal como hizo con la familia del hombre
que ejecutaron.
FIN
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