La
luz no entraba en la habitación de Gustavo. En realidad, pasaron días ya desde
que el calor o el aire fresco del exterior se mezclaron con el frío y mohoso ambiente
dentro de ese departamento. El trabajar desde su computadora le permitía no
salir a no ser que fuera completamente necesario o que requiriera algún
producto que no estaba disponible para su entrega a domicilio, servicios con los
cuales la Megalópolis de Ciudad Beta contaba de sobra.
Esa
tarde, Gustavo estaba inmerso en su computadora, jugando un videojuego en línea
como todos los días, mientras bebía un refresco energético. Sus ojeras caían
por debajo de sus anteojos. En su imaginación, Él era un arquero cuyo poder
sólo era superado por su precisión. Años y horas de práctica, millones de
flechas lanzadas, lo habían convertido en uno de los mejores arqueros que el
reino de ese servidor habían conocido. En la vida real, tal era su fascinación
con este artefacto, que poseía una colección de arcos y ballestas en su casa,
que podía utilizar pero sin la misma destreza que en el videojuego.
Con
su grupo, conformado por varios guerreros, magos y un duende, se hallaba
próximo a vencer el desafío máximo. Un nivel que pocos usuarios alcanzaron,
pero sus amigos y él, esperaban, poder vencer. Se trataba del último jefe del
videojuego. El legendario hechicero Oscuro, conocido como El Emperador, quien,
según la historia del juego, consolidó su poder bajo un régimen brutal basado
en la fuerza bruta apoyada de su magia negra. Poseía el Vigor de un soldado,
pero atacaba con encantamientos que salían de su espada larga de dos manos. Era
ágil, a pesar de su armadura legendaria, pesada, sólida e impenetrable. Y esta
armadura legendaria era el premio final.
Tras
años sumido en laberintos y descubrir los tesoros más valiosos de ese juego,
sólo esa armadura legendaria faltaba en la colección de Gustavo. Pues se
trataba de una nueva versión de tal juego. Por lo que entrenó con sus amigos
por semanas hasta obtener las habilidades más poderosas y, después de planear
una estrategia brillante, vestir los ropajes avanzados, que guardaba
celosamente en sus baúles secretos, de empuñar sus mejores arcos y gastar la
mayor parte de sus ahorros de todo ese tiempo en flechas especializadas y pociones
curativas, se reunió con su partida en la entrada de las puertas de El Calabozo
del Emperador.
Su
idea era sencilla. Los guerreros y hechiceros abrirían el paso al frente, mientras
que él usaba su ventaja para atacar a los enemigos a la distancia. Cuando
llegase el momento en que enfrentarían a El Emperador, él usaría su puntería,
ayudado con encantamientos de los magos, para dispararle justo en un punto
descubierto de su armadura. El único punto débil, el espacio en su casco para
poder ver.
Se necesitaría
acertarle en el mismo punto en repetidas ocasiones, en medio del asedio de
cientos de criaturas infernales que acudían al comando de El Emperador y sus
ágiles movimientos. Pero confiaba en su plan y en sus habilidades. Además de
que, no podía permitirse perder pues, fuera de la oportunidad de obtener esa
armadura, la cual seguramente le sería otorgada por su equipo tras su hazaña,
si llegara a fallar, perdería todos esos ítems valiosos que llevaba consigo y
por los cuáles pasó noches enteras de desvelo. Pero estaba convencido de que lo
lograría y triunfaría.
Finalmente,
él y su equipo se encontraron frente a frente contra El Emperador. De
inmediato, hordas de criaturas infernales avanzaron como el torrente de un río
contra los valientes aventureros. Rápidamente, los guerreros se formaron en la
vanguardia para chocar de frente contra estos seres, apoyados por los magos que
lanzaban bolas de fuego, rayos y picos de hielo a los enemigos, mientras un
hechicero blanco sanaba las heridas de los soldados e invocaba protecciones
santas. Sin embargo, el emperador, tan alto como 3 de ellos, uno encima del
otro, atacó su formación y casi mata a
dos soldados. Entonces, el enjambre de monstruos se acercó peligrosamente a los
magos y a Gustavo, quienes eran vulnerables a corta distancia. Pero los
soldados, se levantaron con ayuda del mago blanco y retomaron su posición para
defenderlos.
Era
el momento justo para el contra ataque. Lanzando flechas al por mayor, Gustavo
logró hacer retroceder temporalmente a la corriente de bestias que los
asediaban, mientras los soldados aseguraban su posición. Sin embargo, El
Emperador volvió a arremeter contra ellos, levantando su espada en el aire y
lanzándoles rayos de luz roja que incendiaba todo lo que tocara. Mientras los
hechiceros intentaban repasar sus conocimientos para resolver tal dilema,
Gustavo aprovechó. Apuntó hacia El Emperador y una de las flechas especiales
fue a dar justo entre los ojos del Oscuro.
Esto
lo aturdió por unos segundos, tiempo más que suficiente para que Gustavo tomara
otra flecha, apuntara y volviera a disparar, inmovilizando a El Emperador,
nuevamente. El arquero usó esta técnica una y otra vez. Sin los constantes
ataques del maligno, los soldados podían enfrentar solos a las entidades que
los acosaban, dejándoles a los magos la oportunidad de usar sus hechizos en
Gustavo. Haciendo sus flechas más rápidas, poderosas, concediéndole el poder
del fuego, los rayos, el hielo, veneno y gastando hasta sus últimas reliquias,
con tal de asegurar la derrota de El Emperador.
Las
nuevas saetas aturdían aún más tiempo a El Emperador, por lo que Gustavo podía
tomarse más tiempo en apuntar y disparar, cuidando cada tiro. La victoria
estaba a unas flechas más de distancia. Con cada vez que levantaba su arco y
miraba su tiro golpear justo donde puso sus ojos, estaba convencido de que
sería el último. Entonces, dos notas
musicales llamaron su atención. Confundido por este tono dulce y desconocido,
contrastante con los tambores y trompetas de batalla, bajó la guardia un
segundo y su personaje se detuvo. Pero, rápidamente, sus compañeros le advirtieron
que siguiera atacando, antes de que El Emperador recobrara sus fuerzas. Y así
lo hizo, aventando flecha tras flecha contra el punto débil del Sombrío, hasta
que volvió a escuchar esas dos notas, primero una vez y luego otra más.
Sus
manos sentían su teclado y el ratón. El calabozo gigantesco donde se
encontraba, de pronto cabía en el monitor de su computadora, podía escuchar el
ruido del aire acondicionado y el olor a humedad. El tono de dos notas sonó una
cuarta vez. Entonces, supo que se trataba del timbre de su casa. Pero no
importaba quién tocaba a la puerta, nada tenía una relevancia mayor que
derrotar a El Emperador. Sin embargo, cuando sumergió sus ojos al mundo
virtual, sus amigos guerreros virtuales ya habían sucumbido ante la espada del
Oscuro. Los magos luchaban contra las hordas de criaturas pero eran demasiadas
y fueron arrasados por éstas. Gustavo siguió y fue presa fácil de las
abominaciones. Los rayos que El Emperador disparaba con sus ojos incineraron al
arquero, matándolo y dejando en ese laberinto todas sus más valiosas y raras
armas y reliquias.
Gustavo
no lo podía creer. Veía el cuerpo de su personaje virtual muerto en la pantalla
frente a él. Y quien tocaba el timbre en la puerta de su casa aún estaba ahí.
El Ding dong que sonaba cada pocos segundos, ocasionaba que el corazón de
Gustavo se detuviera un instante, que su cara hiciera un tic, mientras
rechinaba sus dientes y sus ojos se enrojecían.
La
puerta se abrió y, de inmediato, el repartidor uniformado saludó cordialmente a
Gustavo.
— Buenas tardes— le dijo— traigo
un paquete a nombre de Gus…— una flecha, que atravesó sus costillas y se clavó
en el corazón del hombre, interrumpió sus palabras. Pero Gustavo no se detuvo
ahí, pues, armado con una ballesta, y cargando una mochila llena de flechas,
descendió por su vecindario, matando a cada persona que veía. Apuntando como lo
hacía en el juego, con una precisión letal. Algunos afortunados podían escapar
a la lluvia de flechas y sus gritos llamaron la atención de una patrulla de
policía cercana.
De
esta patrulla, surgieron dos policías quienes identificaron a Gustavo y le gritaron
que tirara su arma. Pero, este último, le dio a uno de los agentes en la
garganta y al otro logró herirlo en un hombro. Entonces, el policía se tiró al
suelo y pudo ver los pies de Gustado por debajo del carro. Tomó su pistola y le
atinó en un tobillo. Gustavo cayó al suelo como si hubiera tropezado con una
piedra. El policía aprovechó que Gustavo estaba aturdido para apuntar su
pistola justo entre los ojos.
Después
de jalar del gatillo, Gustavo cayó en el suelo, muriendo casi al instante. La
espantosa imagen de la masacre y de su cerebro, que se derramó por el agujero
que dejó la bala, la recordarán por siempre en la Megalópolis de Ciudad Beta.
Pero los sobrevivientes nunca olvidarán la habilidad, el arrojo, el valor y la
precisión del policía que lo mató, quien fue condecorado con honores y premios,
por sus años de experiencia y estudio.
FIN
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