En una isla perdida en el Océano
Pacífico, El Dr. Alan se encontraba inconsciente en un elevador dentro de un
edificio de oficinas. El agotamiento extremo lo llevó a esta condición pues
tuvo que huir por su vida y no fue hasta que encontró un refugio que su cuerpo
pudo descansar. Pasaron horas hasta que abrió los ojos, pero a su alrededor
sólo había oscuridad. El eco del movimiento de su cuerpo contra el aluminio del
piso y las paredes del elevador y una ráfaga de viento en el exterior repentina
eran los únicos sonidos que podía escuchar. Pero no gritaría, ni se movería
mucho. Su intención era pasar desapercibido. No quería que sus perseguidores
supieran de su presencia. Su cabeza le dolía un poco.
Sin luz o electricidad, estaba
atrapado en la negrura y sus ideas lo acosaban, perdiendo la cordura por
momentos y regresando a la sanidad después. Pensaba que era su fin e imágenes
aparecían lúcidas frente a él. De su esposa con el vestido que tanto le gustaba,
su mejor amigo con su bola y zapatos de boliche, lugares donde había estado
antes y a los que, si no salía de ahí, no vería jamás. Entonces su ánimo
cobraba bríos y, con quietud, comenzó a investigar los alrededores con las
manos. Tocando las paredes con las yemas de sus dedos para hacerse una
perspectiva del elevador, notaba que era un espacio pequeño donde cabrían,
máximo, 6 o 7 personas.
Del techo se filtraba aire, por
lo que el elevador estaba bien ventilado, pero la brisa fresca arrastraba algo
más tenebroso que no se podía ver. El Dr. Alan sentía el hedor nauseabundo de
carne descompuesta y no tenía duda de que era de los cadáveres de sus
compañeros menos afortunados, que no habían podido escapar del horror. Aún si
lograba salir del elevador ¿Cómo regresaría a su casa? ¿Habría algún bote capaz
de navegar hasta una isla próxima? Rodeado de oscuridad, pensaba… Pensaba en un plan para salir de ahí, cuando de
repente, se prendió un foco arriba de él.
La música empezó a sonar dentro
del elevador y las paredes, que ahora eran visibles por el único foco prendido que
no estaba roto, estaban pringadas de sangre, como si fuera una violenta escena
del crimen. Se revelaron abolladuras en el aluminio, varios focos rotos y
pequeños fragmentos de vidrio tirados en el suelo. De repente, se escuchó una
nota dulce salir del altavoz y los mecanismos se activaron, todo empezó a
moverse. Al momento, se fijó en qué piso se encontraba y distinguió el número ocho
prendido arriba de la puerta y que, después de moverse, rápidamente pasó hasta
el número siete.
La música del elevador seguía
sonando, era calmada pero un tanto festiva, anticuada pero sonaba populachera,
como algo agradable y tranquilo que le gustaría a cualquier persona, sin
importar su edad. Cuando el elevador paró, la tonada siguió, pero al tocarse la
nota dulce que se escuchó cuando el mecanismo se activó, el elevador se detuvo.
El número siete estaba prendido arriba de las puertas y cuando se abrieron de
par en par el doctor se paralizó. Sus ojos se abrieron como si acabara de ver a
la muerte misma a la cara. Estuvo quieto, mirando a través de la puerta abierta
frente a él.
La iluminación de ese pasillo
estaba destruida. Del exterior, un zumbido eléctrico tensaba el ambiente como
el vuelo de un abejorro o como una vieja lámpara de un almacén que se prende y
apaga. Algo se movía en ese pasillo, dos pares de ojos brillaban verdes en la
oscuridad, apuntando directamente a los ojos del doctor. De inmediato, soltaron
un graznido como el de un ave de rapiña y las figuras empezaron a moverse, cada
vez más rápido. En segundos estarían dentro del elevador. Pero el doctor
presionó de un salto el primer botón que encontró. Las puertas apenas se alcanzaron
a cerrar cuando, justo en ese instante, algo golpeó el metal detrás de ellas,
aquello que perseguía al doctor se había estrellado contra el aluminio.
Alan estaba agitado, sudando
frío, su corazón casi salía de su pecho, pues había estado tan cerca de la
muerte como nunca. La música alegre y tonta del elevador seguía sonando y la
luz detrás del número siete subió al ocho, nueve, diez y así siguió hasta
detenerse en el piso 11. Después, el altavoz tocó la nota dulce y las puertas
se abrieron, nuevamente. El doctor veía aterrorizado el pasillo frente a él.
Esta vez, con la suficiente luz para vislumbrar los alrededores, pero peor que
si tuviera a dos de esas criaturas frente a él, esta vez no podía ver a
ninguna. Creía que estarían escondidas, preparando una emboscada. Un letrero
que decía “salida de emergencia” resaltaba en rojo al final del pasillo y fue
lo último que pudo ver hasta que las puertas se cerraron y tuvo tiempo para
pensar.
Recordaba que cuando despertó se
encontraba en el piso 8 y que no era seguro, tampoco el siete y este piso once
no le daba confianza. No podía quedarse en el elevador para siempre, tenía que
escapar de ahí, del edificio y de la isla. Si podía encerrarse en algún lugar,
sería en los pisos superiores, pues cada piso, escalera y puerta serían
obstáculos naturales para esas criaturas. Pero de repente, la sangre tibia que
escurría de su pierna le recordó que estaba herido, su pierna le dolía y sangraba a la altura de la espinilla. Quizá
sólo era una cortada pequeña, producto de los vidrios de los focos rotos, pero
le incomodaba.
La música del elevador seguía
sonando, era la misma melodía que se repetía una y otra vez. Decidido a
escapar, presionó el botón del último piso: El número 18. Al instante, los
mecanismos se accionaron y el ascensor comenzó a moverse. Mientras los
altavoces continuaban tocando aquella melodía, los números del ascensor iban
subiendo del 11 al 12, luego al 13, seguido del 14 y al llegar al piso 15 todo
se detuvo. Las luces se apagaron, la música se silenció, los mecanismos dejaron
de andar. El doctor se quedó en el silencio y la oscuridad unos segundos y lo
único que rompía la quietud era el olor a muerte y la tormenta que azotaba con
fuerza el exterior. Entonces, el estruendo atrasado, producido por un
relámpago, llenó el elevador como una explosión e impulsó al doctor hasta una
esquina, como si lo hubieran golpeado por un gigante.
Ensordecido por el trueno,
atrapado en la oscuridad de ese elevador, el Dr. Alan comenzaba a desesperarse.
Se frustraba por no poder gritar por ayuda y por más que abría sus ojos, sólo
podía ver oscuridad a su alrededor y en esa oscuridad recordaba a las criaturas
y el miedo comenzaba a fluir por sus venas. Lentamente, el sonido de las gotas
de la lluvia brotaba de esa negrura y arreciaba. Como una imagen vívida en su
mente, podía sentir cada gota de lluvia que se estrellaba con el edificio, el
suelo y las plantas, y los vientos
agitando las palmeras en el exterior. En este momento de calma, pudo deducir
que un rayo había causado el apagón y que estaría a la merced de la noche,
atrapado en ese elevador, hasta entonces.
Recordó las cortaduras en su
pierna, ya habían dejado de sangrar, pero, en el silencio, su atención se
centró en ellas, quizá le sería más difícil caminar o correr. Pensaba que su
final podría llegar en ese elevador en cualquier momento hasta que,
repentinamente, una nota dulce se escuchó y la luz regresó. Todo se iluminó y
fue como si el doctor también hubiera recibido electricidad, pues se paró de un
brinco. La música del elevador siguió justo donde se había quedado, juguetona,
festiva y tonta, y los mecanismos del ascensor empezaron a andar otra vez. Subiendo
al piso 16, luego al 17, hasta el 18 que se detuvo para abrir las puertas.
El piso 18 era diferente a la
mayoría, parecía el estacionamiento de un centro comercial, un espacio amplio,
lleno de columnas y con tuberías en los techos. La mayor parte de la
iluminación no funcionaba y parecía un bosque oscuro con claros que eran las
pocas lámparas aún encendidas que se mecían con el edificio y el viento y las
columnas como troncos de árboles. Había goteras, charcos y el viento parecía
filtrarse por todas partes, pero hasta el fondo, como a cincuenta metros de
distancia, podía apreciarse en un rojo resplandeciente el inconfundible letrero
que marcaba la salida de emergencia.
Las puertas se cerraron al pasar unos segundos y el Doctor trató de
calmarse para poder decidir. La música del elevador lo distraía, pero hacía un
esfuerzo por pensar… Si algo estaba escondido en ese estacionamiento, él no
podría verlo. Podía intentar correr tanto como le fuera posible, exponiéndose a
hacer mucho ruido, llamar la atención de lo que sea que se escondiera ahí. Pero
con su pierna lastimada, no lograría llegar muy lejos. Si intentaba ir
cuidadosamente y algo lo atrapara en el camino, regresarse y esperar a que las
puertas del elevador se volvieran a abrir le tomaría un tiempo letal. Quizá en
otros pisos tendría una mejor oportunidad.
Presionó el botón para abrir las puertas y escudriñó el estacionamiento.
Puso sus manos detrás de sus orejas, amplificando la cantidad de sonido que
recibía, pero el ruido de la lluvia, los vientos y uno que otro trueno que caía
ocasionalmente le impedían adentrarse más en la espesura. De todas las
opciones, esperar su muerte en el elevador no era su favorita, pero tampoco era
la peor. Decidido, asomó su cabeza fuera del ascensor, tratando de ver tanto
como pudiera, sin quitar su mano de la puerta para evitar que esta se cerrara.
Dio un paso afuera, luego otro, pero nunca quitaba su mano de la puerta del
ascensor. Lentamente, empezó a caminar, adentrándose en la oscuridad, atento de
cualquier cosa que podría esconderse entre las sombras.
Sus ojos estaban tan abiertos como los de un gato, pero apenas podía
ver más allá de los claros de luz iluminados por lámparas que no apartaban la
sombra a más de un metro de donde estaban. El doctor procuraba calcular cada paso,
siempre oculto, siempre vigilante, le tomó pocos segundos llegar a la primera
columna, apoyándose de espaldas a esta. Volteó a la derecha, a la izquierda y
no vio nada, pero al momento en que suspiró sonó con fuerza el mecanismo que
activaba las puertas del elevador y estas se cerraron. Casi se le para el
corazón, pero sentía alivio de ya no escuchar esa boba música de ascensor. Se
quedó ahí esperando, pensando que el elevador podría irse en cualquier momento,
pero no se fue, estuvo junto a él como un amigo que le cuidaba la espalda si
algo pasaba.
Con más confianza, avanzó a la siguiente columna. Cuidando cada
paso, siempre atento y vigilante, pero con más energía. Dando unos pocos pasos, que hacían tanto
ruido como una gota de agua que toca el piso seco, alcanzó la siguiente columna
rectangular. Cada vez más cerca de la
salida de emergencia, pero más lejos del elevador, el único lugar que, hasta
entonces, había demostrado que era seguro. Rodeado de un bosque de columnas,
trataba de prestar atención a los ruidos que lo rodeaban, pero le era
imposible. Entre las goteras, el viento, el zumbido de las lámparas y otros
ruidos generados por motores que encendían y se apagaban de repente y repetían
esto en ciclos.
Allan continuó abriéndose paso en la oscuridad, sobre los charcos,
cada vez con menos cuidado, cada vez haciendo más ruido. Llegó a la tercer
columna, luego a la cuarta y finalmente hasta la quinta, que se encontraba
justo a la mitad. En ese momento, miró las puertas cerradas del elevador detrás
de sí y los botones que lo activaban. Al avanzar más allá de esa quinta
columna, él estaría más lejos del elevador que del letrero de salida de
emergencia. Su pierna le incomodaba al andar, sabía que no podría correr, así
que la distancia lo sería todo.
Al momento en que avanzó hacia la siguiente columna, escuchó un
ruido que no había oído antes. Entre el caos de sonidos de la tormenta, una
salpicadura en un charco sonó como algo más fuerte que una gota de agua. Algo
había golpeado un charco con fuerza, quizá una de las criaturas. Se sintió
estúpido en ese momento, se vio a sí mismo, rodeado de oscuridad y decenas de
lugares donde esconderse, con su pierna herida, en un lugar expuesto y ningún
tipo de ayuda. Es justo ese momento el que usaría cualquier depredador para
cazar a su presa, pero no atacarían justo al verlo, no… Un verdadero cazador es
paciente, espera a que su presa se siente confiada, lo deja avanzar hasta una
trampa. Pero ya no había vuelta atrás, pues, para el doctor la salida más
cercana era aquella puerta de emergencia.
Al llegar a la sexta columna ya había escuchado algo caer en los
charcos más de dos veces. No se detuvo en la sexta, avanzó, ya sin ver a su
alrededor. Llegó a la séptima columna cojeando, su respiración se aceleraba y
el dolor en su pierna aumentaba. Las tuberías que goteaban arriba de él,
empapaban su camisa y cada vez que las gotas rozaban su ropa, pensaba que era
el fin. Llegó a la octava columna y ahora lo escuchó con claridad, no tenía
duda de que no estaba solo, el inconfundible llamado de un depredador al
ataque. En ese momento, el dolor de su pierna le desapareció y una energía
llenó su cuerpo que le permitió correr. De pocas zancadas, llegó a la novena
columna y siguió corriendo, pasando la décima, cuando volvió a escuchar el
chillido de guerra.
El piso estaba mojado, sus zapatos resbalaban y tropezaba con cada
zancada que daba. Pero milagrosamente pudo mantener el equilibrio hasta
estrellarse contra la pared junto a la puerta con el letrero rojo de salida de
emergencia. Miró la puerta y su mirada pasó directamente a un letrero pegado en
la puerta. Los sonidos de las criaturas, que destacaban de la tormenta que
soplaba y mojaba todo, le hicieron dar un brinco y ponerse frente a la puerta. La
empujó, pero esta no se abrió. Tiró de ella, pero por más que intentaba no se
movía. La golpeó con sus puños con desesperación pero nada de lo que hacía
tenía efecto. Cuando volteó, lo último que vio fueron unos ojos verdes,
brillantes, como los de un gato, al menos 3 pares de ellos. Completamente
atrapado, no hubo nada que pudiera hacer para escapar de los velocirraptores
que arrancaron la carne de sus huesos con los dientes con precisión
quirúrgica. Y la sangre del cuerpo del
doctor se esparció por todos lados, sobre el piso, sobre la pared, en la puerta
y sobre el letrero que decía “Salida de emergencia clausurada, pase al piso
11”.
FIN